La noche sin luces

La noche sin luces

Diciembre 6 del 2021

Texto

Camilo Alzate

Ilustración

María José Porras

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La noche sin luces

¿Quién fue Lucas Villa y cuáles fueron las circunstancias de su asesinato? ¿Cuál fue la respuesta de la Policía a esos hechos? Esta crónica de Baudó Agencia Pública reconstruye sus últimos momentos el 5 de mayo de 2021, pero intenta ir más allá.

Eli

Eli fue quien avisó a Lucas Villa con un mensaje de WhatsApp sobre un carro que rondaba el barrio haciendo tiros en la noche del 4 de mayo. Culminaba la séptima jornada del paro nacional cuando antes de las once los vecinos vieron una camioneta blanca por la vía estrecha y oscura junto al barrio El Bosque, dos filas de casas regadas en la cañada detrás de la Universidad Tecnológica de Pereira.

En una curva, el vehículo aparcó para que alguno de sus ocupantes accionara una pistola tantas veces que parecía como si hubiera “vaciado un proveedor completo”, dijo uno de los testigos, quien recuperó las vainillas de un arma traumática.

“Yo anoche me vine por ahí tranquilito”, le contaría Lucas a Eli un día después. Ella insiste en que sentían “maluquera” porque en todo el país la Policía abría fuego contra la gente en las protestas pacíficas. Más tarde, Eli vio que Lucas subió a su estado de WhatsApp el video de un muchacho que había recibido un balazo en el hombro durante la represión de la Avenida Belalcázar.

Aquella noche Eli no habló más con él, aunque Lucas siguió enviando mensajes a sus amigos hasta bien entrada la madrugada. Uno de ellos fue la nota de voz diciendo que podía “pasar lo peor” porque en Colombia el hecho de ser joven y estar en la calle significaba “arriesgar la vida”. En seguida, se preguntó a sí mismo: “Pero, ¿uno cómo va a dejar a su pueblo? ¿Uno cómo no va a salir a marchar? ¿Uno cómo no va a salir a protestar mañana cinco de mayo?”

En otro mensaje a su amigo Nelson Morales pasada la medianoche, Lucas copió el video de la alocución del senador Gustavo Petro donde llamaba a los soldados, a los jóvenes manifestantes y los policías a “confraternizar en las calles […] pueblo con pueblo, hueso con hueso” porque “la paz puede nacer en la calle misma”.

Lucas quedó fuertemente influenciado con esas palabras y las vivió a su manera un día más tarde cuando él mismo salió a las calles a abrazar policías y a pregonar la no violencia. Copiado el video de Petro, Lucas envió a Nelson un audio suyo muy corto con la voz vencida por el agotamiento: “En este momento se pueden conectar con el amor de una nación. Intentemos hacer eso, porque estamos a punto de vivir lo más doloroso que nunca hayamos vivido y podemos todavía detenerlo. Y de eso se trata”.

Era la una y media de la madrugada. Ya había empezado el 5 de mayo.

Sol

Sol había ido a todas las marchas desde el 28 de abril, igual que sus hermanos. Pero cada uno por su lado, con su propio parche. Ella solía andar con los compañeros de la universidad o con los vecinos de La Florida, un paraje montañoso a once kilómetros de Pereira.

Sí, había corrido en los tropeles cuando el Esmad arremetía contra la movilización. Sí, había llorado con los lacrimógenos. De hecho, entre amigos discutían sobre cómo podrían contrarrestar el efecto del gas para conseguir que la gente no se dispersara y aguantar horas o días o semanas en una plaza protestando.

Sol tiene unos ojos que parecen claros sin que acaben de serlo, tan grandes que hacen honor a su nombre. Tiene las cejas tristes, la charla como un susurro, el pelo ensortijado y negro revuelto.

Es idéntica a su hermano Lucas en tantas cosas. Ella también colecciona monedas o piedritas que saca de los ríos, ella también busca encontrar un camino espiritual y es apasionada por la bicicleta y la música de Mercedes Sosa, de Silvio Rodríguez, de Martha Gómez.

No, no estaban marchando juntos. Se habían distanciado esos días. Aquel miércoles, Sol salió hacia la concentración del centro de la ciudad con su novio.

Yohuali

Ricardo Puentes, a quien en Fusagasugá llaman Yohuali, que en lengua Náhuatl significa “noche”, nunca perdió el contacto con Lucas. Se conocieron una década atrás en medio de la escena yoga y ambientalista de su pueblo, donde Lucas andaba en una bicicleta destartalada vendiendo pan integral, con la cola larga y esas barbas de taoísta. En Fusagasugá, Lucas puso un restaurante vegetariano con un nombre singular: “El Cielo”. El local servía de sitio de reunión a amigos que compartían inquietudes espirituales para hacer meditación y resonancias con cuencos de cuarzo.

Cuando Lucas se devolvió a Pereira, Yohuali lo siguió llamando una o dos veces cada mes. Le comentaba sus publicaciones de Facebook, o cruzaban mensajes por WhatsApp, como los del 5 de mayo a media mañana, cuando hablaron de las convocatorias contra la conferencia virtual del expresidente Álvaro Uribe en una Universidad de Nueva York.

Ese miércoles Yohuali le marcó al teléfono antes del mediodía. Conversaron del paro, del cambio de consciencia que estaba ocurriendo en Colombia, de lo importante que era la denuncia en redes sociales. Se despidieron con lo obvio: “nos hablamos, mi hermano, quedamos en contacto”.

Eli

Eli y Lucas se escribieron de nuevo el miércoles temprano. Eran compañeros de estudios y vivían a pocas casas de distancia, acordaron asistir a la manifestación juntos. Ya completaban una semana marchando sin interrupción y coincidieron que era mejor verse después del almuerzo para no desgastarse.

A la una bajaron a pie a la Universidad Tecnológica siguiendo la misma ruta de la camioneta que pasó disparando la noche antes y volvieron a comentar el tema llegando a la Facultad de Ciencias Ambientales.

Eli recuerda que Lucas le habló de espíritus y presentimientos, y de que quizá él estaba subestimando todo lo que ocurría. “Pero lo que va a pasar hoy va a ser mucho más grave”, le insistió renovando la idea que había planteado a sus amigos en los mensajes de la madrugada. Por primera vez, dijo, sentía miedo.

Abordaron una buseta que Eli intentó pagar con unos tiquetes viejos; el conductor no aceptó. Fueron a las sillas del fondo, dejaron sus bolsos, sacaron efectivo y ahí, mientras el bus avanzaba, Lucas se puso al frente para hablar a los pasajeros: “venga yo les cuento por qué estamos en paro”.

Eli no sabe qué la motivó a grabar ese momento, no puede explicar ese impulso, solo sacó su teléfono y publicó el video en una de sus redes de donde alguien —tampoco sabe quién: pudo ser cualquiera— lo descargó y lo compartió.

Aún no eran las dos de la tarde y este fue el primer video de ese día que se haría viral pocas horas después. Lucas se ve tambaleante en el pasillo del bus, con los pantalones casi blancos, con la camiseta azul ceñida, con su barba amplia que aún no luce la pañoleta roja anudada al cuello.

El hombre del radio

El hombre del radioteléfono tiene el trabajo más rutinario del mundo: se gasta el día o la noche escuchando lo que reportan sus compañeros policías, luego va consignando todo o casi todo en una bitácora.

Que los manifestantes le prendieron fuego a la estación de Policía en Puerto Caldas (28 de abril).

Que un estudiante resultó abaleado en la protesta frente a la Gobernación y llegó con su tibia hecha añicos al Hospital San Jorge (Austin Quintero, 1 de mayo).

Que en el bloqueo de La Romelia un tipo en moto disparó a los camioneros y tres personas resultaron heridas (Jonathan Rendón, Carlos David Maestre, Fernando Esteban Correa, 4 de mayo).

Que otro muchacho apareció a medianoche con tiros en ambas piernas durante los disturbios del Parque Olaya y la ambulancia IUY 361 de la empresa 911 no quiso recogerlo (Jonathan Antonio Giraldo, 4 de mayo).

El hombre del radio conoce todos los códigos. Sabe que J1 en realidad es el Coronel Aníbal Villamizar Serrano, comandante de la Policía Metropolitana de Pereira, y que BLACK 5 es el Capitán John Parra del Esmad, encargado de custodiar el peaje en Cerritos, y que “Camión de Latas” corresponde al furgón civil con franjas rojas que la Policía utilizó durante el paro nacional para capturar ilegalmente manifestantes y torturarlos, como documentó el informe que organizaciones locales presentaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

El hombre del radio no es un solo hombre, son varios que rotan por turnos. El 5 de mayo fueron los patrulleros Héctor Fabio Ramírez y Pablo Andrés Medina, operadores de la bitácora que registró el desarrollo de concentraciones pacíficas en Dosquebradas, en el barrio Cuba y el centro de Pereira desde primera hora, marchas que confluirían en el Parque Olaya a media tarde, la zona verde más grande del centro de la ciudad, a un costado de la Gobernación. Los marchantes saldrían de allí hasta el Viaducto, donde llegarían poco antes del anochecer.

Eli

Eli y Lucas bajaron del bus en la intersección de la calle 14 con Avenida Circunvalar, luego cruzaron caminando el puente peatonal de la Plazoleta Victoria.

Lloviznaba.  

Lucas había participado en todas las marchas del paro nacional, también en convocatorias de años anteriores. Su consciencia social venía desde la adolescencia, cuando vivió en Bogotá y cursó estudios en la Universidad Nacional.

“Yo me las puedo dar de muy que no me importa nadie, pero yo no soy así”, le dijo en 2020 a Nelson Morales a propósito de la primera cuarentena de la pandemia: “a mí me importa la gente, a mí me duele la gente, me importa el otro, hacer lo que yo pueda hacer, si hay algo que yo pueda hacer para que el mundo se mejore, hago una gota, lo que sea”.

Cruzando el puente peatonal improvisó un canto donde decía que a pesar de la lluvia marcharían “contra todo pronóstico”. Los prados del Parque Olaya estaban llenos de gente a pesar del mal tiempo. Eli fue a escamparse en la estación destruida del Megabús en la calle 21; Lucas caminó por ahí, cantó, bailó, charló con propios o extraños.

De aquel instante son algunos de los videos que circularon luego por redes sociales, donde se lo ve brincando con esa corriente trémula y desbordada, esa energía que domina hasta el último rincón de su cuerpo, esa vitalidad sin términos medios.

“No crean en otro, en nadie, no completamente”, se oye su voz en otro de tantos mensajes cruzados con Nelson Morales. “No crean en nada, sino que sean. Y vibren y sientan y resuenen, y busquen con locura ese amor, porque el amor nunca ha sido conquistado, ni la vida ni los tesoros, jamás han sido conquistados desde la pereza, desde la cobardía, sino desde la energía, la persistencia, la constancia, la eterna entrega de la vida misma”.

Sol

La concentración del Parque Olaya comenzó a moverse a las cuatro. La marcha se dirigía a taponar el Viaducto. Sol miraba esa masa que avanzaba con parsimonia por la avenida y al extremo opuesto de la calle adivinó a su hermano que la observaba también, junto a la estación del Megabús de la calle 21. Sin dejar de mirarla, Lucas se agachó para recoger un pedazo del cristal roto de la estación, que luego sostuvo en su mano.

Esa noche Sol recibiría el bolso de su hermano y encontraría la única bala que pudo ser aportada a la investigación, un proyectil que no entró al cuerpo de Lucas porque quedó atorado contra una chompa impermeable doblada. Dos proyectiles más rompieron su rodilla y su muslo, pero salieron del cuerpo. La bala que dio en la oreja y el cuello se desintegró al impactar contra una prótesis que Lucas tenía en las vértebras.

Además, Sol encontraría en el fondo del bolso aquel trozo de cristal.

“Se estaba despidiendo de mí”, dice ahora que ya no puede escucharla, pensando en esa última mirada, en ese gesto de agacharse para recoger el pedacito de vidrio fracturado. “Se estaba despidiendo y yo no me di cuenta”.

El hombre del radio

“A la hora reporta se realiza monitoreo a la marcha, se observa que suben por la calle 13 a la carrera 9”, escribió el hombre del radio en su bitácora.

Las dos anotaciones siguientes corresponden a las 5.21 y 5.22 de la tarde: “A la hora reporta se realiza monitoreo a la marcha se observa que van llegando en sentido contrario de la vía llegando al Viaducto […]A la hora reporta Puesto de Mando Unificado a J1 que el Viaducto queda cerrado en ambos sentidos”.

Eli

Eli marchaba con Lucas cuando él salió de entre el gentío para darle la mano a los policías del Instituto de Movilidad y también cuando hizo acrobacias en las barandas de la calle 14, dos de los momentos más recordados del día.

En el Viaducto, él le pidió que fuera a conseguir una caja de leche para contrarrestar los gases si el Esmad atacaba.

A las siete salió a pie para su casa y ya no lo vio más; no estuvo con él cuando Lucas escaló hasta lo más alto de la primera pilona del Viaducto a las seis con once minutos. Allí agitó con todas sus fuerzas una bandera de Colombia y capturó con su teléfono el video y las últimas selfies que casi nadie ha visto, fundido con el atardecer rojo de la ciudad revuelta.

Se sabe por el video de la cámara P69 del sistema SIES —carrera 7 con 11— que Lucas bajó a los prados del Viaducto antes de las 6.47. A las siete y un minuto, otra cámara de seguridad privada lo enfocó ya sobre el plantón al lado de Dosquebradas, en el sitio donde ocurriría todo.

El testigo

El testigo ha vivido temporadas largas fuera del país. Por eso le asombra tanto la violencia: olvidó lo cotidiana que es en Colombia.

Asistió a todas las marchas después del 29 de abril, pero el cinco de mayo no. A las seis recogió a su esposa que acababa turno en un almacén del centro. Se devolvieron a pie con la hermanita menor desde Pereira hacia Dosquebradas por la carrera sexta.

A las siete cruzaron el Viaducto y decidieron plantarse un rato con los manifestantes del lado de Dosquebradas. Quedaba muy poca gente, unas cuarenta personas como máximo, algunas motos, curiosos que miraban en los andenes y los puentes peatonales en las intersecciones de las fábricas.

El testigo vio a Lucas repartiendo panes con gaseosa a los transeúntes y manifestantes. Se puso a conversar con él sin conocerlo.

El varado

El varado recorrió media ciudad en busca de gasolina y un amigo le dijo que vendían pequeñas cantidades a las motos en una estación cerca de La Romelia, al extremo norte de Dosquebradas. Ambos fueron, pero cuando lograron llegar sorteando bloqueos y vías cerradas no consiguieron ni una gota.

Había anochecido. El varado emprendió el regreso hacia su casa. Unos doce kilómetros por delante através de Dosquebradas y Pereira.

Poco antes del Viaducto, frente al supermercado Makro, la moto se apagó ya sin combustible. No le quedaba opción más que seguir llevándola a pie, para lo cual debía convencer a los manifestantes que lo dejaran cruzar el puente.

De lo contrario tendría que seguir la carretera antigua que desciende al río Otún en el barrio San Judas, la misma por donde en ese momento subían las dos motos con los sicarios, una Yamaha BWIS que transportaba al pistolero y otra moto negra que lo escoltaba, que por su porte y ruido varios testigos describen como una NKD o una RX-115. Esa motocicleta iba sin luces y con la placa girada hacia arriba.

El recorrido de ida y vuelta de ambas motos entre el barrio San Judas y el Viaducto no tardó más de cinco minutos.

El testigo

El testigo recuerda el momento en que Lucas cruzó el separador donde ambos estaban sentados, mientras discutía con un hombre en muletas que dijo ser habitante de la calle y pasaba a pie renegando de la protesta. Lucas intentaba convencerlo de los motivos del paro, de la justicia de la lucha, incluso le ofreció panes con gaseosa, que el otro aceptó.

Fue el momento en que Lucas gritó sus últimas palabras: “El ignorante, el terco, el dormido… ¡Despierten!”.

Veinte segundos después, el testigo vio al sicario que huía con un casco abatible y una chaqueta oscura tras disparar ocho veces.

El testigo se arrojó al pavimento con su esposa y su hermana menor, a quien una bala rasgó el abrigo pues estaba exactamente al lado de Andrés Felipe Castaño, la segunda víctima de aquella noche.

Mientras caía de espaldas al suelo, el testigo vio algo que flotaba encima de esa masa de estupor y confusión. Piensa que era un dron, pero asegura que no producía ningún ruido particular.

El varado

El varado llegó al bloqueo del Viaducto empujando su moto un par de minutos antes de las 7.31. Pidió que lo dejaran cruzar, explicó que iba sin gasolina, que debía caminar bastante trayecto, que vivía en Cuba.

“No puede pasar, parcero, solo personal de la salud”, le respondió uno de los manifestantes. Sostiene que las farolas del Viaducto permanecían encendidas, confirmando lo que un análisis de Bellingcat demostró, contradiciendo las primeras versiones que hablaron de un apagón total en el puente. La oscuridad de los videos se debe a la mala resolución de las cámaras y al punto de los hechos alejado de las lámparas.

Allí seguía tratando de convencerlos cuando uno de camisa azul dijo a los otros “déjenlo pasar”. Era Lucas Villa. Eso lo sabría después, porque en ese momento apenas lo vio un segundo. Casi enseguida sonaron las detonaciones.

El varado vio al sicario y el sicario vio al varado, ambos en un pulso ojo contra ojo durante los disparos. Esa mirada que él recordaría las noches posteriores en pesadillas y pensamientos intempestivos a cualquier hora del día. Esa mirada que creería reconocer en los desconocidos que se topaba por la calle. Volvía a imaginar al asesino en todas partes con la chaqueta negra amplia, con los jeanes, con el casco que le ocultaba medio rostro.

Dos cuerpos quedaron en el suelo. Al varado le causaría una impresión profunda el pegote de huesos y cartílagos en que quedó la mano de Andrés Felipe Castaño luego de haber recibido un disparo. Andrés Felipe sobreviviría.

El hombre del radio

El hombre del radio copió en su bitácora una de las anotaciones más largas y minuciosas de toda la jornada, la primera sin disturbios en Pereira desde el comienzo del paro nacional.

“19.36: A la hora reporta un integrante de la Red de Participación Cívica con indicativo delta 66 (persona natural), al operador del Canal Red de Apoyo, PT López Agudelo Yony ‘que escucho unas detonaciones en la plazoleta del Viaducto y cayeron unas personas los cuales fueron trasladadas a centro asistencial en el vehículo de placa UEN 854 color gris’. Al parecer llevan persona herida, se desconoce las causas”.

Hay otras cosas importantes que no quedaron consignadas en la bitácora. El hombre del radio no podía escucharlas ni verlas, tampoco quienes monitoreaban el sistema de vigilancia de Dosquebradas, pues la cámara de la Plazoleta del Viaducto, cuyo poste se alza junto al sitio donde los sicarios aparcaron las motos, llevaba dos años fuera de funcionamiento.

Entre las cosas que el hombre del radio no consignó está lo que registran los videos grabados por las cámaras de seguridad de las fábricas Nicole y Persianas Panorama, a menos de cien metros del lugar de los hechos.

En las grabaciones se desarrolla lo que los investigadores consideran que es un plan coordinado para señalar a Lucas Villa, asesinarlo y grabar con un celular el crimen. Los hechos se suceden con una precisión absoluta.

La grabación marca las 7 con 31 minutos y 41 segundos cuando el sicario desciende de la motocicleta derecho hacia Lucas. Su movimiento no tiene nada de azaroso ni de circunstancial, es rápido y certero. A las 7 con 31 minutos y 53 segundos ya la figura borrosa del asesino va huyendo.

Abajo es poco lo que se ve, apenas un tumulto que corre y un Nissan March retrocediendo a toda máquina hasta que atropella un peatón, luego la ambulancia que arrima negándose a recoger los heridos. Siete minutos más tarde —la cámara de la fábrica Nicole marca las 7.39—, una moto de la Policía con dos patrulleros cruza por el sitio, pero sigue de largo sin acercarse al lugar del crimen.

Nada de lo anterior quedó escrito por el hombre del radio, tampoco las declaraciones de Héctor Toro Zapata, comandante de Policía de Dosquebradas y subordinado del Coronel Villamizar, quién aseguró que en el Viaducto “no había dispositivo de Policía teniendo en cuenta que se dispuso no tener servicio de Policía con el fin de evitar alguna provocación y confrontaciones”.

No obstante, hay algo muy importante que sí quedó consignado en la bitácora a las 6.55, 36 minutos antes del atentado. Fue el patrullaje que la Dicar, una unidad de Policía, hizo por el barrio San Judas —“sin novedad”— y la instrucción que desde el Puesto de Mando Unificado le dieron a BLACK 7, un contingente de antidisturbios, para que se trasladara hasta la glorieta de Servientrega en Dosquebradas, tan sólo a cuatrocientos metros del lugar de los hechos. La instrucción era sencilla: que aguardaran allí “esperando órdenes”.

Dos oficiales ostentaron el código BLACK7 durante las movilizaciones, según confirmó la Policía en un derecho de petición. Fueron el intendente David Felipe López y Robinson Aguirre Alzate. Si creemos en la información aportada por la propia institución, alguno de ellos estaba al frente de dicho contingente mientras ocurría el atentado.

¿Quién dio la orden de retirar a la policía del Viaducto exclusivamente el 5 de mayo, mientras que en todas las jornadas anteriores y posteriores hubo monitoreo y control permanente del puente, muchas veces con arremetidas violentas del Esmad? ¿Por qué se movilizó poco antes del atentado un contingente de antidisturbios cerca al lugar si no había desmanes en Pereira ni Dosquebradas?

Y más inquietante aún ¿por qué este grupo acantonado a menos de cuatrocientos metros no respondió después del atentado, no salió en persecución de los sicarios ni acudió en auxilio de las víctimas? ¿Cuáles órdenes esperaban?

A las 7.45 de la noche el hombre del radio anotó que el cuadrante seis de policía se encontraba en el Hospital San Jorge para verificar el estado del manifestante herido en el Viaducto.

Varios testigos confirman que los miembros de la Sijin mostraron gran disposición al momento de hostigar familiares y amigos a la entrada del hospital, pero ninguna voluntad para practicar las acciones urgentes como acordonar el lugar del atentado o recolectar vainillas y otras pruebas importantes. Ni esa noche ni al día siguiente fueron al lugar de los hechos. ¿Por qué?

Corridas dos horas del atentado, a las 9.35, BLACK 7, el contingente antidisturbios que no se había movido de la glorieta de Servientrega, informó que estaba trasladándose al sector de Valher en Dosquebradas, también a cuatrocientos metros del Viaducto, pero sobre el costado oriental de la avenida Simón Bolívar, “disponible para cualquier situación”.

Más tarde, a las 10.43, el comandante Aníbal Villamizar cogió el radioteléfono para decirle a sus hombres que fueran a descansar. El del radio lo escribió con menos poesía:

“Mi Coronel J1 que todo el personal en servicio se puede retirar exceptuando BLACK 7 quien queda disponible para cualquier requerimiento”.

Eli

Eli iba por la Plaza Victoria rumbo a casa cuando vio los videos y recibió la llamada del hospital. Su número estaba entre los últimos contactos de un paciente herido. Supo de inmediato que se trataba de Lucas.

Tomó un taxi, llegó temblando, alcanzó a verlo desde la puerta, allá lejos, en una camilla del pasillo de urgencias donde lo reanimaban. Mientras gritaba a los porteros que era su amigo, que la dejaran entrar, un tumulto de policías de civil y con uniforme la rodearon y la atosigaron a preguntas, le quitaron el teléfono, se lo revisaron.   

Los días siguientes, cuenta Eli, ya no pudo tener paz.

Sol

Sol abandonó la marcha poco después de llegar al Viaducto. Se fue caminando con media docena de vecinos hacia la carretera que conduce a La Florida. Preferían retirarse temprano, temían quedarse varados por la escasez de gasolina y los inconvenientes de transporte.

Alcanzaron la calle primera antes de las ocho, fue ahí cuando alguno recibió un mensaje sobre una balacera en el Viaducto.

“Es mi hermano”, le dijo Sol a su novio, quien no reconocía al herido de la pantalla: “es Lucas, es mi otro hermano, mi hermano mayor”.

Todo se le vino abajo, por eso su memoria se nubla. Corrió con todas las fuerzas, aunque no podría contar cómo llegó al Hospital. La entrada estaba repleta de bomberos y policías de civil que preguntaban si ella era testigo, si había visto algo.

Yohuali

Yohuali recopilaba videos de las atrocidades que los policías estaban cometiendo en varias ciudades durante las protestas, para enviarlos a una asesora del congresista Inti Asprilla. A las ocho le rotaron uno donde hablaban de disparos contra manifestantes en Pereira.

Reprodujo una y otra vez la escena que se repetiría esos días en millones de pantallas. Una y otra vez Yohuali regresaría —regresaríamos— para fijarse en la figura del muchacho de barba, con su pañoleta roja anudada al cuello, con su pantalón blanco ya teñido de escarlata caído bocarriba, las piernas entrecruzadas como si durmiera el más apacible de los sueños.

“Yo lo conozco”, se dijo y les dijo a otros, aunque no terminaba de creer en sus palabras, “yo lo conozco”.

Marcó el número que nadie iba a contestar. “Lukas buen día. ¿Está bien?”, le escribió temprano a la mañana siguiente. “Grábeme un audio por favor…”.

Epílogo

Lucas Villa Vásquez, Shakalek, como a él le gustaba llamarse invocando la fuerza de Anubis, el dios chacal de los antiguos egipcios, se hizo tatuar tres figuras con sus mayores defectos.

El primer tatuaje eran unas calaveras en el hombro derecho representando la furia, un sentimiento que durante los últimos años intentó dominar y cabalgar sobre él.

El segundo eran un par de sirenos desnudos en el brazo izquierdo, encarnación de la lujuria, ese derroche de apasionamiento que lo acompañó hasta esa noche sin luces.

El tercer tatuaje era un muñequito agachado cubriéndose los oídos junto a una barra de dinamita a punto de explotar. Significaba la autodestrucción.

“Un cuchillo filoso es delicado, entre más filo más poder, puedes preparar alimentos y dar vida o puedes asesinar un ser vivo con él”, respondió Lucas a un comentario de su padre Mauricio Villa en su perfil de Facebook el 27 de mayo de 2016: “eso es el poder, lo otro es la sabiduría: la capacidad de discernir el uso impecable de ese filoso elemento”.

Lucas sufrió un accidente en bicicleta que casi le cuesta la vida en 2015, por eso sus amigos de Fusagasugá confiaban en que podría sobrevivir al atentado. Se había levantado antes, decían, el hombre sabría cómo volver.

Ese mismo año probó el yagé y contó a sus hermanas que en medio de la toma se vio a sí mismo semejante al Cristo de San Juan, una obra famosa de Salvador Dalí.

“Todo lo que hago siempre es vivir para la verdad”, dijo alguna vez. “Después de experiencias dolorosas, de estrellarme muy duro, de estar en hospitales, de estar al borde de morirme en diferentes lugares, en Brasil, en Argentina, después de vivir los fracasos en la vida más duros, fracasos de amor, vivir en la pobreza, de todo lo que he experimentado, de sentirme perdido, de quererme morir, he entendido y he recogido la sabiduría acerca de la existencia…

«… He caminado los senderos con valentía, y he sido honesto para buscar el propósito de vivir una vida de mierda, donde todo lo que nos espera es morirnos y donde nada tiene ningún sentido. ¿Qué sentido tiene vivir para morirse, vivir para perder, vivir para podrirse, vivir para morir? ¿Qué sentido tiene?”.

Lucas podría ser cada uno de los lugares en que había estado —como dice Hovik Keuchkerian, un cantautor hispano-armenio que le gustaba— y también cada camino que le quedaba por recorrer. No fue un profeta, o lo fue a su manera, avizorando el final desde siempre.

“Todo lo que ha llegado ahora a mi vida yo lo creé”, dice su voz como si estuviera confesándome algo. Pero no me habla a mí, es un audio que envió a varios amigos en 2020. “Yo he tomado todas las decisiones. Yo he construido punto a punto, ladrillo a ladrillo, todo lo que es mi vida. Ahora, el tema es dónde escogí, dónde tomé esas decisiones. Ese es el gran misterio, poder reconocer hasta qué punto yo tomo cada uno de los detalles decisivos que hoy me conforman”.

¿Quién fue Lucas Villa? Un misterio, un laberinto de detalles minúsculos que conforman lo decisivo.

Fue el muchacho iracundo cuyo carácter se estrellaba con el genio impetuoso de las hermanas menores, igual de indomables, sangre de su misma sangre al fin y al cabo, y a la vez fue el hermano protector, tierno y amoroso, que les enseñó a calzarse los patines y a mantener el equilibrio sobre la bicicleta.

Lucas puede ser aquel que sonríe en la última fotografía familiar donde entre todos cargan a la mamá recostada en las piernas. Por el mal enfoque de la cámara le aparece una aureola que parece de santo.

Lucas es el confianzudo que dice a Nelson Morales “te odio porque tienes una moto muy linda, hermoso maldito” mientras fuman un tabaco, comparten el vino y madrugan a practicar sus meditaciones, pero también es el taoísta convencido que escribió el 18 de marzo de 2016, el mismo día de su cumpleaños, que “el único cambio real viene de mí, desde mis detalles más ligeros de amor, abriendo más los ojos al presente simple que me habita, me inunda, me vacía y me libera. Dentro de mí, aquí mismo, siento la belleza de mi rápido tránsito por el mundo”.

Detalles ligeros de amor que otros me han ido confiando en los últimos meses: Lucas pintando un monje amarillo al que bautizó “monje con hepatitis”, Lucas enseñándole a pintar a su hermanita Sidssy, Lucas doblando y clasificando cuidadosamente sus camisas por colores, tal cual lo aprendió del padre, Lucas llorando desconsolado la agonía de su perrita Alia, atropellada por una moto, Lucas actuando en un cortometraje donde es el único realmente convencido del papel, Lucas y su esposa Mónica soñando con montar un canal de Youtube para hablar sobre yoga y espiritualidad, Lucas mirando al cielo y sonriendo, rodando por la tierra intacto —como si esta línea de Silvio Rodríguez hubiera sido escrita para él y nada más que para él—, huérfano, desnudo, herido, sangrando.

  • Los nombres de algunas fuentes fueron cambiados por su seguridad.

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