La masacre es el mensaje

La masacre es el mensaje

Texto

Natalia Barriga Gómez

Ilustración

Maria José Porras Sepúlveda

Julio 10 de 2020

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La masacre

es el mensaje

Mientras el país padece esta reciente oleada de masacres, el Gobierno Nacional juega a la retórica para esconder o matizar su propia inoperancia.

La masacre como símbolo4

Hasta el pasado 10 de octubre de 2020, se han presentado 67 masacres en Colombia. Al menos 267 personas asesinadas. El sábado 22 de agosto, el presidente Iván Duque estuvo en la ciudad de Pasto, capital del departamento de Nariño, región en la que días antes habían masacrado a ocho jóvenes por causas aún desconocidas. La presencia de Duque era necesaria porque el pueblo reclamaba saber las medidas del Gobierno para detener los episodios de violencia que perturban de nuevo al país. Entre todo lo que dijo hizo una aclaración sobre el “nombre preciso” que había que dar a las repetidas matanzas: “Muchas personas han dicho, ‘volvieron las masacres, volvieron las masacres’, primero hablemos del nombre preciso: homicidios colectivos’”.

A Duque le parece que la claridad semántica va por delante para la población que sufre de violencia y temor.

¿Hay diferencias entre homicidio colectivo y masacre?

En un informe de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos se entiende por masacre la “ejecución de tres o más personas en un mismo evento, o en eventos relacionados por la autoría, el lugar y el tiempo”.

En su libro Enterrar y Callar, la doctora en Historia María Victoria Uribe y el sociólogo Teófilo Vásquez definen la masacre como “el acto de liquidación física violenta, simultánea o cuasi simultánea, de más de cuatro personas en estado de indefensión” (1993, pg. 37). Según el Libro Blanco de las Cifras del Sector Seguridad y Defensa, documento del Ministerio de Defensa Nacional del 2014, definen “homicidio colectivo” como “aquellos hechos en los cuales resultan muertas cuatro (4) o más personas en estado de indefensión en el mismo lugar, a la misma hora y por los mismos autores”.

Aunque las definiciones hacen referencia a una cifra específica de víctimas, no parece haber consenso en el punto de partida, para unos son tres, para otros son cuatro. El concepto de “homicidio colectivo” está incluido en el glosario del Libro Blanco, con el fin de unificar los términos “para que todas las Fuerzas Militares y la Policía Nacional manejen el mismo lenguaje y, en términos generales, velar por la calidad de la información estadística del sector”. Ninguno de los dos términos, “homicidio colectivo” o “masacre”, se encuentran tipificados como delitos autónomos en el procedimiento del código penal colombiano. En una imputación de cargos se podría hablar de “concurso de homicidios agravados”, “concurso de homicidios en persona protegida” o, incluso, genocidio. ¿Por qué es importante saber esto? Porque indica que, salvo que pertenezcamos a las Fuerzas Militares de Colombia, los matices de las definiciones entre ambos no nos competen, no nos interesan, no nos sirven ni solucionan nada. Y el presidente Duque, que tiene la obligación de realizar acciones políticas que nos competan, que atiendan a nuestros intereses y que nos sirvan para la construcción de una sociedad mejor, erró ofreciendo un tecnicismo innecesario.

¿Lo que hizo Duque es algo nuevo?

No. Los políticos y gobernantes del mundo desde siempre han utilizado el lenguaje como una estrategia para cumplir sus propósitos. Ya lo había dicho Orwell en su célebre ensayo La política y la lengua inglesa: “En nuestros tiempos, el discurso oral y el discurso escrito de la política son, en gran medida, la defensa de lo indefendible” (2009, pg. 370). Y que el lenguaje político, sin importar que sea conservador reaccionario o de izquierda radical, “está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable: para darle aspecto de solidez a lo que es viento” (pg. 375).

En Colombia, otros presidentes y políticos ya han usado estos retorcimientos semánticos para defender sus propósitos. Quizás el que más ha insistido en ajustar la retórica para justificar su política ha sido Álvaro Uribe Vélez. Asesorado por José Obdulio Gaviria, entre otros ejemplos, masificó el uso del concepto “amenaza terrorista” para negar el escenario de “conflicto armado interno”.

Victoria González, doctora en ciencias sociales, explica en el artículo “Palabras en guerra”, que el trasfondo de esta retórica es el desconocimiento intencional del estatus y poder de los actores armados, del no dominio total del territorio, y de la obligación implícita de darle solución al estado de guerra en el que se encuentra el país. Al usar “amenaza terrorista”, Uribe Vélez pretendió modificar los deberes operativos para enfrentar a los grupos armados ilegales. Mientras que en un “conflicto armado interno” es posible negociar la paz con los grupos armados ilegales, en una “amenaza terrorista” solo es posible la reducción y sometimiento de la fuente de la amenaza por parte del Estado.

Cuando Duque cambia “masacre” por “homicidio colectivo” intenta matizar la carga emocional, violenta y política de un hecho.

¿Qué responsabilidad tiene un jefe de Estado ante un hecho violento?

El jefe de Estado tiene la responsabilidad de solucionar y mejorar las condiciones de las personas y, en especial, a quienes les han vulnerado los derechos. Le corresponde a Duque atenderlas desde la dignidad, la verdad, la reparación, las garantías, la justicia, y no es su labor cargarlas con el peso de una simple distinción conceptual.

¿Qué es la violencia institucional en este caso?

Que ante la obligación de dar soluciones, el presidente Duque se interese por una corrección semántica. Que ante el dolor y el terror en la población, se dedique a emplear un tecnicismo para matizar el impacto de los hechos, lo que invalida la experiencia de las víctimas.

Violencia institucional también es quitarle peso y atención al problema central, y evadir la obligación que, como jefe de Estado, tiene con la población afectada. Son los signos del desconocimiento de las víctimas: no hay interés en ellas y no importan los errores que comete el Gobierno para darles seguridad; lo que le importa a Duque son los errores semánticos que viene en los lamentos de la sociedad civil.

Hay quienes opinan que la distinción que hizo el presidente es una cosa menor y que no tiene problema. Desconocen que es violencia institucional porque es un acto deliberado por parte del Presidente de la República, por parte de la voz de una nación.

¿Es suficiente asesinar?

Un aspecto destacado en el Manual de calificación de conductas, de la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y al que también aluden distintos investigadores en las definiciones y tipificaciones que hacen de las masacres, es el de un componente extra de violencia o de sevicia en el asesinato.

En los casos de “liquidación física violenta” ymatanza violenta”, la alusión no es suficientemente precisa, pues el solo hecho de quitarle la vida a una persona es un acto violento. En el Manual se aclara: “La simple muerte violenta de varias personas no constituye una masacre, un hecho de estas características es una ejecución extrajudicial o arbitraria de carácter colectivo; lo que diferencia este tipo de ejecución colectiva de una masacre, es la presencia de sevicia junto con el Estado (sic) de desprotección de las víctimas”.

Así que en la sevicia hay diferencias, no así en la “simple muerte”. Elsa Blair, doctora en sociología, dice que la masacre es consecuencia de que el asesinato no sea suficiente, por lo que se recurre a usar mecánicas de sufrimiento, que no solo marcan a quienes son víctimas sino también a quienes sobreviven y son testigos de los hechos, como si los cuerpos fueran un canal para decir cosas, una forma en la que, según Blair, se intercambian sentidos y símbolos, porque “el cuerpo es un texto político por lo que dice y por lo que silencia”.

¿No es el morir, sino el cómo lo que importa?

Sí. En la época de la violencia partidista de mitad de siglo en Colombia, los asesinatos y las torturas solían estar determinados por la motivación del asesinato, y había una dinámica del terror que consistía en representar de forma física esa motivación por medio de la sevicia: se incineraban públicamente los cuerpos, se crearon técnicas estéticas para la mutilación —el corte de corbata, de mica, de florero, franela, picar para tamal—, había exhibición de partes mutiladas de los cuerpos, las cabezas degolladas en la entrada de la finca de la víctima, por ejemplo. Toda esta creatividad tenía como fin advertir y prevenir a quienes eran espectadores.

Sobre esto, el antropólogo Jacobo Cardona dice que el grado de intensidad de la desestructuración del cuerpo y la imagen de la víctima puede implicar mayor intensidad en la desestructuración social, porque “el ritual y la masacre son dos modalidades estéticas de la unificación y la desestructuración de los vínculos humanos. Más de sesenta años de conflicto armado en Colombia han roto cientos de formalizaciones sociales que se habían mantenido unidas a través del rito. Asesinados, desaparecidos, expulsados de sus territorios, las víctimas son desmembradas del cuerpo social que las justificaba existencialmente”.

En ocasiones, las masacres se llevan a cabo contra personas específicas que atentan contra intereses de los grupos armados o de quienes tienen poder, y el mensaje es para las víctimas y para quienes se identifican o relacionan con ellas. En otras ocasiones, la violencia es indiscriminada: “tiene el objetivo de moldear el comportamiento de las personas por medio de la asociación”. No importa el quién, no importan las personas específicamente, importa lo que representan, importa el mensaje que se deja con esas muertes.

¿Duque tiene razón?

Duque tiene razón en algo: “homicidio colectivo” no es lo mismo que “masacre”. La masacre tiene características que la hacen mucho más violenta. Y hay un factor adicional que es todavía más desalentador: que las muertes en ocasiones son aleatorias y que el acto importa como mensaje, como símbolo.

Tampoco lleva algo de razón Miguel Ceballos, Alto Comisionado para la Paz, cuando el 26 de agosto en una entrevista radial dijo: “no se puede llamar masacre a una pelea entre dos bandos de narcotraficantes. Ahí no hay indefensión, hay un enfrentamiento”. Puede ser, siempre y cuando los hechos a los que se refiera sean, en efecto, enfrentamientos armados entre grupos equiparables. Lo que no es cierto es que ese haya sido el caso de la masacre de Samaniego en el que había unos jóvenes no delincuentes y desarmados celebrando en una finca sin temor de nada porque nada debían. Tampoco es el caso de los cinco adolescentes del barrio Llano Verde en Cali, que salieron de sus casas a divertirse entre un cañaduzal.

Cabe recordar que también se llama masacre cuando asesinan a un grupo de hombres de la fuerza pública si se encuentran en estado de indefensión.

¿Todas las masacres tienen la misma función o finalidad?

No. Según Uribe y Vásquez, y según análisis del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), hay categorías en las masacres de acuerdo sus funciones y finalidades de las masacres:

Punitiva: tiene el fin de exterminar o castigar lo que se considere indeseable o desafíe la hegemonía. Entre 1988 y 1992, según el CNMH, las grandes masacres tuvieron como fin castigar la movilización social y rechazar el éxito electoral de la izquierda, representado en ese momento por el partido Unión Patriótica y el movimiento Frente Popular. De ahí que se hubiera atentado contra militantes y territorios de mayorías de izquierda radical. El caso más diciente fue la “masacre de Segovia”, el 11 de noviembre de 1988, que dejó 46 víctimas.

Control territorial o económico: la masacre como herramienta para afianzar la consolidación territorial o económica, y el interés de la apropiación de bienes y territorios, de forma que se arremete “contra las retaguardias de los enemigos para expulsarlos definitivamente del territorio e imponer un único dominio”. O se pretende una desocupación duradera del territorio, se confina a la población, hay exterminio de vidas, tortura, destrucción de bienes materiales y simbólicos de las comunidades, lo que suele desencadenar desplazamiento forzado masivo y abandono de tierras. El caso más representativo quizás sea la masacre de El Salado, que dejó 60 víctimas entre el 16 y el 21 de febrero del 2000.

Búsqueda de reconocimiento o forma de respuesta: masacres con el objetivo de responder a la guerra que propone un grupo armado. O con la finalidad de lograr reconocimiento como un actor armado poderoso, por parte del Gobierno o el Estado. Un ejemplo de esto se dio durante los diálogos de paz entre el gobierno del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) y la guerrilla de las Farc. El CNMH expone que los grupos paramilitares incrementaron sus ataques y cometieron masacres contra la población civil, como un mecanismo para hacerse notar o darse importancia, con esto, esperaban obtener reconocimiento como una fuerza política que podía hacer parte de la mesa de negociación, o amenazarla, porque no era favorable para sus finalidades.

Aleccionar o advertir que no hay límites morales: masacres con la finalidad de dejar un mensaje aleccionador en la población: acabar moralmente a los sobrevivientes y comunicar a los enemigos que la guerra no tiene límites, por medio de la exposición de los cadáveres y de la sevicia con la que fueron aniquilados, o el asesinato de menores de edad y adultos mayores. Lo que también puede contribuir a sustentar el poder del grupo armado y a construir intencionalmente una reputación terrorífica. El CNMH identificó 405 menores de edad y 85 adultos mayores entre las víctimas de los actores armados, entre 1980-2012, que responden a esta finalidad.

Las masacres como mensaje

Esto fue lo que puso en entredicho el presidente Duque con su giro semántico.

Cada masacre es diferente y puede comunicar y simbolizar algo distinto. Estos mensajes dependen del contexto, de los actores armados, de sus intereses, intenciones, de la forma en la que se perpetúa la masacre, contra quiénes, en qué lugar, en qué fecha, después de qué suceso importante. De eso depende el símbolo, de eso depende el mensaje.

Las preguntas que nos hacemos hoy en Colombia, con respecto a estos hechos violentos, son: ¿quiénes nos están enviando el mensaje? ¿Cuál es el mensaje?

 

Referencias

ORWELL, G. (2009): Matar a un elefante y otros escritos, FCE, México.

URIBE, M. V. y VÁSQUEZ, T. (1995): Enterrar y callar: las masacres en Colombia 1980-1993. Fundación Terres des Hommes. Bogotá

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