Historias que inundan todo

Texto: Martín Franco Vélez
Ilustración: Aaangelic_

Historias que inundan todo

¿Qué puede enseñarle su oficio a un periodista que nunca ha dado una “chiva” y se ha mantenido lejos del frenesí que se vive en las salas de redacción? Una colección de postales dispersas revela cómo, más allá de la primicia y el último minuto, esta profesión puede acabar moldeándonos de maneras insospechadas.

1.

Manizales, Caldas. Estoy parado ante la tumba de Orlando Sierra Hernández, el subdirector del periódico La Patria asesinado el 30 de enero de 2002. Han pasado diez años desde entonces y a esta hora, una tarde limpia en la capital de Caldas, el cementerio está vacío. Me quedo un rato viendo la lápida y me sorprende que esté tan descuidada: la hierba, alta y desigual, ha acabado cubriéndola casi por completo. Es evidente que desde hace un tiempo nadie ha pasado por allí, mucho menos a dejar flores. Estoy en la ciudad —que además es la mía, donde nací—, haciendo una crónica para la revista Cromos sobre una faceta desconocida de Sierra: la de novelista. He hablado con amigos, excolegas y familiares. Incluso su antigua pareja, Gloria Luz Ángel, me pasó en formato digital todas las novelas que dejó escritas y muchas de las cuales siguen aún sin publicarse. Las leí con atención, una a una. Es el último día de mi estancia aquí; pronto debo regresar al aeropuerto. Y entonces, de repente, frente a esa lápida medio abandonada y ante la vida que sigue, como es normal, pienso en las palabras de un amigo cercano a Sierra un día antes, mientras nos tomábamos una cerveza en un bar de la avenida Santander que ya no existe: «¿Por una historia, hermano?», me preguntó mirándome, inquiriéndome casi con rabia. «¿Hacerse matar por eso?». Luego se llevó la cerveza a la boca —o eso recuerdo, ya no sé—, y nos quedamos los dos en silencio un rato. Ya habíamos acabado la entrevista, pero la conversación terminó prolongándose un rato más; no dije nada, no supe cómo llenar ese silencio. Hasta que volvió a la carga: «¿No sería mejor que Orlando estuviera aquí con los amigos, tomándose una cerveza, puliendo un verso?».      

 

            Muchos años después sigo recordando ese momento porque, creo, su reclamo continúa más vigente que nunca: ¿Vale la pena hacerse matar por una historia en este país amnésico y desagradecido que ve a tantos caer abatidos, año tras año, sin que pase mayor cosa?

 

2.

El Salado, Bolívar. Han pasado casi veinte años desde que más de 400 paramilitares del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), al mando de Jorge 40, perpetraran una de las masacres más brutales en la historia de este país. Durante varios días, hombres armados, borrachos y drogados, se ensañaron contra la población civil en una jornada de violencia tan despiadada, que quedó consignada como una de las más inhumanas de la sangrienta historia colombiana.

Una noche de 2017, bajo un quiosco con techo de iraca, me siento con varios habitantes de la población en un círculo grande de sillas Rimax. Hace un calor sofocante a pesar de la hora. De pronto, mientras pasan unas cocas de plástico con patacones y pedazos de carne que comemos con la mano, comienzan a hablar. Sus voces llenan el silencio y los visitantes empezamos a sentirnos incómodos con esas historias que lo inundan todo, que impiden pensar en algo más: la de esa mujer a pocos metros que narra cómo la violaron entre varios y la golpearon hasta casi matarla; la de ese hombre que vio morir a su hijo acribillado. Han pasado casi veinte años y ellos quisieran sentirse a salvo, pero en este país la violencia no se acaba nunca, al contrario: renace, se recicla.           

Y entonces, justo allí, vuelvo a pensar en lo fácil que es pedir la guerra desde la ciudad; en lo ligeros que somos a veces, tantas veces, con nuestras opiniones; en lo sencillo que resulta volcar nuestro odio sobre ese otro que es diferente, que no ha tenido nuestras mismas oportunidades. Lo pienso muchas veces más durante los días siguientes, mientras recorremos esas calles polvorientas, y un par de años más tarde, cuando vuelvo a ver en la televisión que el pueblo está otra vez amenazado. La historia, de nuevo, repitiéndose.

 

3.

Samaná, Caldas. Junto al equipo de desminado humanitario del Ejército —conformado, casi todo, por mujeres—, hacemos una parada antes de emprender la subida a pie por esas montañas escarpadas que se entrelazan a lo lejos. Vamos en un par de camionetas blancas serpenteando por una carretera polvorienta y vacía, hasta que nos detenemos en un pequeño plan: una tregua de la geografía que los niños del lugar han aprovechado para convertir en cancha de fútbol. Cuando nos bajamos, revolotean a nuestro alrededor persiguiendo un balón deshilachado. Saludamos a los campesinos que están allí, estiramos las piernas; luego, con sutileza, saco la pequeña grabadora que me acompaña y me siento junto a un tronco a hablar con doña Rociber Cifuentes, una mujer trigueña, más bien bajita, que tiene la piel callosa por cuenta del trabajo y el sol. Justo allí, en medio de ese paisaje de belleza sobrecogedora, doña Rociber cuenta el horror que vivió hace unos años y que recuerda como si fuera ayer: se acuerda, dice, de que esa mañana de 2006 su hijo Didier Julián, de 15 años, se despidió de ellos y salió montaña arriba para ayudar en los arreglos del acueducto; se acuerda de que él apenas había caminado unos metros cuando pisó una mina que lo levantó por los aires; se acuerda de la sangre y de su miedo y del silencio que siguió a la explosión, y se acuerda, luego, de que cuando lo llevaron al hospital el médico le dijo que sólo un milagro podía salvarlo: la mina lo había reventado por dentro. Se acuerda de que su dolor era tan fuerte que había que amarrarlo a la cama y de que, cuando estaba consciente, la miraba con ojos suplicantes y le decía que quería irse para la casa. Y luego, sin variar un ápice el tono, recuerda que a Didier le dio un paro y murió.

            Media hora después nos despedimos y seguimos el viaje, pero esa noche, dentro de la carpa improvisada donde dormimos en medio de las montañas, no puedo quitarme la imagen de Didier Julián y de doña Rociber. Pienso en mi propio hijo pequeño, que justo en ese momento duerme tranquilo y seguro a cientos de kilómetros de allí, y siento entonces una oleada de rabia y miedo por este país injusto, en el que unos cuantos privilegiados vivimos ajenos a todo y tan lejos de una guerra que no se acaba. Ni siquiera hoy, tantos años más tarde, me quito esa imagen de la cabeza, aunque sólo la haya vivido a través de las palabras: el cuerpo por los aires, el horror y la mirada suplicante de Didier en el hospital: «Mamá, ¿cuándo nos vamos para la casa?». 

 

4.

Soy periodista hace 15 años y nunca he contado una primicia. Tampoco he vivido la adrenalina del último minuto, ni sentido rabia de que me “chiveen”. Si he de ser sincero, debo decir que, tal y como está planteado, como se hace en el día a día, el oficio me interesa cada vez menos. Me aburre. Y, sin embargo, creo que más allá de la crisis latente, de la falta de puestos de trabajo, de los grandes problemas de credibilidad, de los intereses económicos y de la evidente mediocridad académica, volvería a ser periodista sin pensarlo dos veces. No sé muy bien para qué, porque tampoco estoy seguro de que sirva para algo, pero el simple hecho de que este oficio me haya llevado a vivir este tipo de cosas, que haya logrado sacudir mi lugar en el mundo y que siga aún cuestionándome, tantos años después, hace que haya valido la pena. Así parezca ir en contravía.   

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