La culpa es del mundo
Texto
Paula Vásquez
Ilustración
Angélica Correa Osorio
Julio 10 de 2020
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La culpa es del mundo
En Colombia producimos 12 millones de toneladas de basura al año. Y lo que reciclamos no supera el 11% de ese tonelaje. Por instrucción del Gobierno Nacional toda la ciudadanía ya debería haber implementado en su casa el nuevo código de colores de disposición de basura. Pero sabemos que pocas cosas son más difíciles que obligar un cambio de comportamiento vía decreto.
Antes, cuando el agua de las quebradas simulaba espejos que nos permitían —al igual que Narciso— ver nuestro reflejo. Antes de ver sanitarios, botellas, ropa, muertos en las orillas de los ríos. Mucho antes de ver el agua teñida de rojo sangre mientras pareciera avanzar desbocada e iracunda. Antes que los océanos estuvieran contaminados por micro plásticos que ocupan más de tres veces lo que ocupa Francia en el continente europeo —y el doble de Colombia en el continente americano—. Y sobre todo, antes de llenar el espacio de escombros y preguntarnos cómo diablos enviar esa basura a una órbita geoestacionaria, un poco más arriba, allí donde no estorbe a los nuevos satélites artificiales que ha creado y seguirá creando el hombre en nombre del conocimiento, la ciencia y el avance. Antes, mucho antes de este paisaje pre apocalíptico que nos asegura una caída en seco, y nos susurra diabólicamente que no existirá nada que nos amortigüe el golpe ni que nos salve de un final siniestro.
Allí, en ese tiempo en donde la tierra, los océanos y el espacio no estaban atiborrados de basura, existió un periodo no muy lejano que parece casi un oasis alucinado. En esa visión que nos remonta a más de cien años atrás, podemos entrever a los ingleses preindustriales preocupados por encontrar la manera de cómo sacarle provecho a esa camisa desleída o rota, a ese aparato que por alguna razón dejó de funcionar, o a los alimentos que sobraban después de cada comida y con los cuales hacían sopas. Logramos ver cómo los americanos, durante la Guerra de Secesión, al carecer de telas y trapos para fabricar papel, decidieron importar momias egipcias para reutilizar sus vendajes de lino. Y ver vagar entre calles a personas que, a falta de recursos, parecían arqueólogos: desenterrando, rebujando y descubriendo objetos a los cuales se les pudiera dar otros usos —algo similar a lo que sigue ocurriendo en países en vía de desarrollo como Colombia, y quienes reciben por nombre recicladores—. Esto, que pasaba antes de la revolución industrial, a varios historiadores les dio por llamarlo “la edad de oro del reciclaje”.
Los primeros humanos ya provocaban daños en el entorno hace unos 10.000 millones de años, en el siglo II los romanos explotaban la mayor mina de oro que tenían en la Península, y se sabe que hace aproximadamente 3.000 años ya había ocurrido un impacto ambiental global producido por el manejo que se le daba a la tierra. La caza, el pastoreo de animales y la agricultura primigenia no fueron para nada inocuas en la evolución de la crisis ambiental que enfrentamos ahora. Sin embargo, este relacionarse del ser humano con la tierra, no fue tan intenso, veloz y drástico como sí lo es hoy en día. “El cambio climático de hoy y la destrucción del medio ambiente están ocurriendo más rápidamente y en una escala mucho mayor de lo que el mundo haya visto nunca”, es la conclusión a la que se llega tras escuchar a Garry Feinman, antropólogo y uno de los 250 autores de un gran estudio colaborativo publicado en la revista Science sobre el impacto humano en el medio ambiente.
El comienzo de la revolución industrial conllevó muchos cambios y, con ellos, avances tecnológicos que vociferaban prosperidad social y abundancia económica. Ya nada tenía que ser remendado ni reutilizado, todo podía ser ahora remplazado a la velocidad de las maquinas. Justo en ese momento, lo defectuoso, lo chueco, lo no tan nuevo, lo viejo, comenzó a ser pensado y llamado: basura.
Poco después, en las ciudades más populosas, empezaron a aparecer sistemas de recolección de basuras y a escoger lugares aledaños que por su semejanza a una cubeta, parecían idóneos para esconder —como por debajo de una alfombra o un cuarto de chécheres— aquello que sobra y se acumula. Esos lugares fueron bautizados como vertederos de basura que, con el pasar de los días, comenzaron a verse como lo que realmente eran: ollas a presión sin válvulas de escape, corchos de champagne a punto de volarse del pico de la botella para liberar lo que ya no podían contener más. Un vertedero de basura no pudo esconder lo que consumimos, y no pudo tapar problemas como la contaminación del aire, del agua y del suelo por sustancias tóxicas y cancerígenas generadas por nuestra incapacidad de ver la basura como residuos que podrían reciclarse y reutilizarse.
Para solucionar los diversos problemas que pensamos habían surgido de los vertederos de basura —o eso es lo que queremos creer—, nos imaginamos un nuevo término y una nueva práctica “relleno sanitario”. Ahora no teníamos que preocuparnos de abrir nuestras fauces y respirar hasta una mosca, o tomar un vaso de agua directamente de la llave de nuestras cocinas o baños. Ahora lo habíamos hecho “bien”: escogimos lugares que tuvieran una buena topografía, vigilamos que estuvieran prudentemente alejados de las aguas subterráneas y que hubiese la cantidad necesaria de tierra para cubrir eso que cada día tiramos a una caneca y después sacamos dos veces por semana en una bolsa negra, bien tapadita, sepultada lejos para hacernos creer que ya no existe.
Lamentablemente para nosotros se cumple ese dicho popular que dice: “más rápido cae un mentiroso que un coco”. Hoy vemos cómo varios rellenos sanitarios de todo el mundo no cumplen con las practicas idóneas, e incluso cumpliéndolas, muchos están al punto del colapso —pese a que tenían un tiempo de vida estimado de 10, 20 o más años—. La mentira se está desmoronando como un muro a punto de caer sobre nosotros. Pero a pesar de estar al borde de morir aplastados por nuestra propia culpa, queremos seguir pensando que el problema está afuera: en los vertederos, en los rellenos, en el plástico, en las vacas, en el sol y su luz que genera calentamiento global y… bueno, podríamos seguir buscando culpables ad infinitum.
En Colombia, reciclar apenas si ha sido motivación de unas cuantas personas que se han venido preocupando por el impacto negativo que genera nuestro consumo excesivo y nuestra falta de educación ambiental. Pero esos esfuerzos han sido ahogados por ausencia de organización. En Manizales, por ejemplo, el reciclaje termina siendo basura; el sistema de recolección termina compactando todo lo que ha sido previamente separado —pese a los reiterados intentos en los últimos años por generar un sistema de reciclaje que parece terminar solo en debates que no llegan a ningún lado y en iniciativas que se quedan cortas frente a un problema urgente que requiere acciones inmediatas—. Solo apenas este año, a nivel nacional, se sacó un comunicado sobre el código de colores de bolsas que buscan mejorar el reciclaje, que este pueda ser más organizado y diferenciado a la hora de recoger la basura. Aunque este código de colores empezó a regir el primero de enero, no queda muy claro cuál es la seriedad de dicho plan. Hasta el momento no se han visto los mecanismos pedagógicos y educativos que buscan informar y enseñar sobre la separación de residuos, algo primordial si realmente se busca un cambio. Partiendo de este hecho, sería inaudito que empezaran a aplicar las sanciones económicas mencionadas —que serían 16 salarios diarios mínimos legales y vigentes—.
En Colombia todo parece estar hecho de humo. Mientras que en Suiza llevan más de 40 años implementando un sistema de recolección y separación de residuos adecuados frente a la problemática actual, aquí, en el 2021 apenas se está creando. En Suiza, quien busque deshacerse de algo, como un sofá, debe pagar para que el sistema de recolección de basura se encargue de hacer la separación necesaria de materiales y que estos puedan volver a ser usados de alguna manera. En Colombia el sofá se saca al andén de la calle y solucionado el asunto. En Suiza tienen bolsas especiales para la basura, se debe pagar para que se deshagan de ella y el valor depende de la cantidad; las ciudades tienen sus propias plantas de compostaje, existe policía de la basura para hacer cumplir las normas, imparten clases de orientación sobre cómo reciclar y tienen un servicio gratuito de mensajes de texto para recordar cuáles son los días de recogida de papel y cartón. En Colombia… bueno, no tenemos nada de eso, pero nos llevamos el título de ser uno de los países de América latina que más recicla —me atrevo a afirmar que no tanto por organización sino por pobreza: aquí los más pobres tienen que reciclar para ver si pueden sobrevivir—.
Nos cuesta imaginar y entender que todo está absolutamente conectado, y que cada acto generado en la naturaleza tiene una repercusión —esta es tal vez, como leí hace unos días en el libro de Mariana Matija 10 pasos para alinear la cabeza y el corazón y salvar el planeta, la explicación más clara del Karma: lo que das recibes, lo que haces genera un impacto en ti y en los otros—.
Será que cuando el sol sea tapado completamente por la magnanimidad de los edificios, o por el capricho de un multimillonario; cuando la tierra en su totalidad, vista desde el cielo, parezca un esqueleto de huesos roídos, víctima de la minería y la explotación bestial; cuando estemos nadando literalmente entre basura y mierda, ¿volveremos los ojos por fin ante nosotros y nos señalaremos como los únicos responsables de haber destruido nuestra casa y habernos acabado con ella? O cuando estemos en “las cimas de la desesperación”, a punto de morir del cáncer que nos producirán los lixiviados, ¿aún tendremos los ojos vendados? ¿Aún seguiremos pensando que nuestra casa son estas paredes de concreto? ¿Aún pensaremos que el medio ambiente es un lugar apartadísimo que nada tiene que ver con nosotros? ¿Pensaremos que la sostenibilidad está en seguir consumiendo, pero esta vez productos “eco”?
Pareciera que el avance nos ha robado la humildad, que el sistema nos ha extraído nuestra capacidad de pensar, y que esta visión del mundo nos hará morir atragantados por nuestro propio ego.
“La sostenibilidad consiste en diseñar las comunidades humanas de manera que su estilo de vida, sus negocios, su economía, sus estructuras físicas y su tecnología no interfieran con la capacidad inherente de la naturaleza de generar y sostener la vida en el planeta”
Fritjof Capra