1
Esta entrevista comienza con la caída de un misil ruso sobre un restaurante en Kramatorsk, una ciudad ucrania a ocho horas en carro al este de Kiev. Eran las siete y media de la noche del martes 27 de junio de 2023. Y sentados a una mesa, acabados de llegar, se encontraban tres colombianos: el novelista Héctor Abad Faciolince, el filósofo y político Sergio Jaramillo, y la reportera Catalina Gómez Ángel. Los acompañaban dos locales: Dima, un hombre que trabaja con Catalina como productor y fixer de sus reportajes, y Victoria Amelina, una escritora cuya obra ya estaba siendo reconocida y premiada en Europa.
La conversación apenas botaba escape cuando un sonido metálico, cortante y colosal desvió la atención de las únicas dos personas que en ese comedor acumulaban experiencia en zonas de guerra. “Yo sentí el misil y alcancé a agachar la cabeza”, me dice Catalina. “Dima también lo vio y por reflejo me puso la mano en la cabeza y me presionó contra la mesa”. En un segundo fue la explosión y el súbito caos de aire oscurecido por el polvo de las paredes desmoronadas y gritos de personas aterrorizadas, y los cuerpos en el suelo conmocionados por la onda del estallido. De las más o menos cien personas que había en el restaurante, 61 resultaron heridas y trece murieron, entre ellas, Victoria Amelina, víctima de un fragmento del destrozo que le perforó el cráneo. “Esa esquirla hubiera podido ser para mí”, añade la reportera. “Victoria estaba sentada al lado mío”.
Catalina Gómez Ángel, 51 años, corresponsal de prensa internacional con más de una década cubriendo conflictos sociales y guerras en el mundo, llegó a ese restaurante en Kramatorsk por una suma de circunstancias que se remontan al Hay Festival de Cartagena en enero de 2023, donde la invitaron a presentar un conversatorio sobre Aguanta Ucrania, el movimiento de resistencia civil creado por Sergio Jaramillo para despertar la solidaridad de América Latina con el país invadido y contra la alucinación imperialista de Vladimir Putin. Entre las intelectuales participantes del conversatorio estaba Victoria Amelina porque, además de sus virtudes literarias, venía desempeñándose como parte de un equipo de investigadores dedicados a recoger en campo pruebas de las violaciones a las leyes internacionales de la guerra cometidas por el ejército ruso.
Desde ese momento Catalina y Victoria quedaron conectadas, y semanas más tarde, ya en Kiev, en una de las varias conversaciones que venían sosteniendo, la escritora le confió a la reportera que quería volver a la ciudad de Bajmut y a un pueblo llamado Niu York para lograr una última visita antes de mudarse a Paris en donde viviría por un tiempo largo tras haber sido premiada con una residencia de escritura. Catalina, habituada a salir viva de los rincones de Ucrania atacados con misiles, le ayudó con ese deseo pero le advirtió que a Bajmut ya era imposible entrar porque la guerra estaba ocurriendo en el pavimento de la ciudad. Cogieron carretera en días de abril acompañadas por Ores, el fixer de mayor confianza de la reportera, y fueron directo a Niu York en donde Amelina había realizado un festival de literatura para niños. “El pueblo no estaba en ruinas, pero había partes atacadas. El centro cultural donde ella hizo el festival había sido destruido por un misil. Victoria quedó muy impactada”.
La otra persona que quedó en contacto con Catalina luego del Hay Festival fue Sergio Jaramillo. La reportera le resultaba de la mayor importancia para Aguanta Ucrania gracias a su conocimiento del país desde el interior de la confrontación. Así que un día Jaramillo le informó a Catalina que iría con Héctor Abad a la Feria del Libro de Kiev, en la última semana de junio, para llevar a cabo el mismo conversatorio que habían recreado en Cartagena y al que también habían invitado a Victoria Amelina, y quería que ella fuera la presentadora de nuevo. Catalina le dijo que sí y en seguida Jaramillo le habló de querer ir a Kramatorsk para grabar unos videos de la ciudad y los alrededores, y que si ella podía ayudarle organizando ese viaje. La reportera volvió a decirle que sí. “Llamé a Dima y lo enteré de estos colombianos y le dije que no le podían pagar los 400 dólares que él cobraba por un día de trabajo, que le iban a pagar bastante menos. Dima lo aceptó. Dima ama Colombia porque durante el encierro de la pandemia estuvo en Vietnam acompañado solamente por un amigo que era de Medellín”.
Catalina no olvida que el conversatorio en la Feria del Libro de Kiev fue el sábado 24 de junio, el mismo día en que el comandante en jefe del ejército mercenario Grupo Wagner, Yevgeny Prigozhin, emprendió su marcha atrás con dirección a Moscú retando a las más altas autoridades de las fuerzas armadas rusas. En la noche, pasados los fastos de la feria, los colombianos se juntaron a cenar y a Catalina tampoco se le olvida que Héctor Abad no estaba seguro de ir a Kramatorsk porque quizás dentro suyo habitaba la incertidumbre de la tragedia. Y Jaramillo le insistía: “Vamos, cambiemos la fecha del pasaje de regreso, vamos”. Catalina sintió que podía inclinar la indecisión de Héctor Abad porque ella había estado en Kramatorsk en las últimas semanas y notaba que aunque los combates se libraban en las cercanías no parecían representar mayor riesgo para la gente dentro del casco urbano. “Yo, de boquisuelta, le dije a Héctor Abad que nada iba a pasar, que yo llevaba varios días bajando a Kramatorsk. Y el domingo, también de boquisuelta, le dije a Victoria lo que me había dicho Sergio: ‘Dígale a Victoria que si quiere venir con nosotros’. Ese día aprendí a no volver a llevar a nadie a un punto cercano al frente de batalla. A nadie. Esa responsabilidad no me la vuelvo a meter en mi vida… Yo de querida, de hacerle un favor a Sergio”.
Partieron el lunes en un viaje sin afanes y a medida que avanzaban en la carretera Victoria les iba mostrando detalles del país. Entraron a la ciudad de Járkov, pararon luego en Izium y Victoria les enseñó dónde había encontrado el diario que de la ocupación rusa elaboró el escritor Volodímir Vakulenko antes de ser torturado y asesinado por los invasores. “Fue un momento muy bonito porque fue una conversación entre dos escritores”, me dice Catalina. “Yo notaba a Héctor muy conmovido por todo lo que Victoria le estaba contando”. Al día siguiente, martes, ya ubicados en el hotel en Kramatorsk, fueron a la vecina ciudad de Sloviansk, Victoria les presentó a un amigo y terminaron la jornada entrando al restaurante minutos antes del misil.
2
Esta entrevista tiene lugar en Pereira, una tarde soleada de enero de 2025 en un café vecino a la Universidad Tecnológica, durante los pocos días de descanso que la reportera pasa en su ciudad de origen junto a su familia. Nos habíamos visto por primera vez una semana atrás, en un almuerzo en Manizales, en el que nos juntó el fotógrafo Santiago Escobar. Venía escoltada por su esposo, el también fotógrafo Kaveh Kazemi, y ambos compartieron generosamente parte de su anecdotario más fresco aderezado con opiniones sobre el estado de las cosas en Oriente Medio y Ucrania. Entre cucharadas a un encocado de mar, Catalina dio a entender que venía trabajando en un documental enfocado en la participación de colombianos en las legiones militares extranjeras que apoyan al ejército ucranio, porque nos reveló que entre los entrevistados había encontrado voluntarios llenos de familia acá en Colombia a los que ella se había ofrecido a traerles presentes y mensajes, tanto como a otros que no tenían a nadie y estaban jugados a desaparecer como bajas en combate. Me sentí muy tentado a preguntarle cientos de detalles sobre las maneras de su oficio, pero me contuve para no salar con tecnicismos periodísticos las sonrisas de una charla entre colegas y amigos.
Yo venía siguiendo con mucho interés sus despachos desde el frente de guerra, luego de haber visto que a las dos o tres semanas de iniciada la invasión rusa ella se había situado en Odessa, la ciudad costera más bella de Ucrania, antiguo fetiche cosmopolita del imperio soviético. Como para mí era inaguantable la idea de que esta gema de la Modernidad quedara en cenizas, le escribí un DM a su cuenta de Twitter —no se llamaba X todavía— aprovechando que ella, un año antes, me había enviado uno interesada en entender lo que estaba sucediendo acá en Pereira tras el asesinato del líder universitario Lucas Villa en medio de la protesta social:
Estoy abusando de tus trinos, querido. Pero me siento tan impotente que recurro a una mirada en la que confío. Me dicen en mi casa que Maya es un político de bajo perfil, sin experiencia. Pues ahí por los Merheg. ¿Qué me puedes contar? ¿Te puedo llamar hoy y así me cuentas más fácil? Un abrazo y gracias por estar ahí.
Estoy abusando de tus trinos, querido. Pero me siento tan impotente que recurro a una mirada en la que confío. Me dicen en mi casa que Maya es un político de bajo perfil, sin experiencia. Pues ahí por los Merheg. ¿Qué me puedes contar? ¿Te puedo llamar hoy y así me cuentas más fácil? Un abrazo y gracias por estar ahí.
Aquella preocupación suya por el orden público y la política de esta ciudad me pareció una clara muestra de afecto y solidaridad que se superponía sobre la inclemencia globalizada que todos los días Catalina atestiguaba en Siria, por entonces, su escenario principal de trabajo. Dos años después, cuando ya había sobrevivido a ese misil en el restaurante y de tanto ir ya era capaz de repasar mentalmente la geografía del Dombás, volvió a enviarme un DM inquieta, por supuesto, por la violencia que ocurría en esta provincia cafetera:
Juan Miguel, hola. Me gustaría hablar contigo respecto al asesinato de Berni. Tengo muchas preguntas sobre el contexto y lo que sucede en Pereira. ¿Tendrías un rato hoy? Miles de gracias.
Catalina salió de Pereira en 1991, cuando la ciudad sumaba tantas trochas de tierra yerma como calles de asfalto, no había viaducto para franquear el cañón del río Otún y la gente alcanzaba la pista de aterrizaje para despedirse de los suyos en el aeropuerto. Vivió un año en Inglaterra haciéndose bilingüe y dejándose seducir por las preguntas que desde estas montañas agrícolas parecían importarle, únicamente, a las potencias del mundo. “Era la primera guerra del Golfo”, contó en una entrevista de 2023 con la Deutsche Welle. “Y por donde yo vivía había una base aérea de los británicos. De ahí partían los vuelos para atacar en Kuwait y en Bagdad. Eso nunca se me va a olvidar porque se sentían”. A su regreso al país estudió periodismo en una universidad en Bogotá y logró un escritorio en la plantilla del periódico El Tiempo, primero en la sección Viajar y luego en Deportes que en realidad era un espacio casi todo sobre fútbol.
¿Qué te quedó de aquel primer tiempo como periodista profesional dedicada a escribir artículos de fútbol?
R: Al principio yo no quería. Llamé a mi mamá y me dijo que lo hiciera, “desde que la conozco usted es loca por los deportes”. Y sí, yo era loca por el fútbol: todos los putos domingos de mi infancia los pasé en el estadio viendo al Pereira… un fútbol horroroso [se ríe]. Ir al estadio con mi papá era puro amor y voluntad. Del periódico recuerdo que la sección era dirigida por José Clopatofsky, un maestro. Gabriel Meluk cubría el camerino de Millonarios y yo el de Santa Fe. En las redacciones se permitía fumar y Meluk fumaba mucho y de tanto verlo yo dejé de fumar. Fue una gran escuela de periodismo, un momento muy bonito de mi vida. Aprendí a responder rápido con el texto: uno salía del estadio corriendo a la Redacción a las once y media de la noche para escribir la nota. Había que redactar rápido, pensar rápido, resolver rápido. Pero luego de estar entrevistando futbolistas cada tres días me dije: “No quiero ser cronista deportiva toda la vida”.
3
Corría 1999 cuando Catalina llegó a España a estudiar una maestría en Creación Literaria que luego empató con una en Relaciones Internacionales y Comunicación. Era la suma de sus dos devociones y ella la selló escribiendo una monografía sobre el país por el cual ya sentía curiosidad intelectual: Irán. Catalina se hacía preguntas sobre lo fundamental: la diferencia entre ser persa y árabe, entre el idioma farsi y el árabe, entre una democracia errática típica occidental como la colombiana y una teocracia compacta con influencia sobre todo Oriente Medio como la de los ayatolás. Su plan para el futuro, entonces, era conocer Irán desde adentro matriculándose en un curso de farsi que el régimen ofrecía a los extranjeros en la universidad para luego intentar volverse una corresponsal de prensa. Pero llegado el momento de viajar a Teherán, Catalina debió cancelar porque estaba padeciendo de una anorexia casi letal, pesaba 40 kilos, medida en la cual los médicos dicen que es más fácil morir que recuperarse. “El cuerpo no me daba, caminaba dos cuadras y tenía que sentarme completamente agotada”.
Regresó a Bogotá y luego de unas semanas de tratamiento y de la compañía de sus padres, entró a trabajar en la revista Jet Set, bajo la dirección de Fernando Quiroz, y luego pasó a revista Semana a la sección Internacional y después a Cultura. Hasta que un día se dijo que iba hacer lo que siempre había querido hacer: irse para Irán y recuperar la idea de convertirse en una reportera del mundo.
Perdón que insista, ¿pero por qué Irán? ¿Por qué no desde cualquier otro país árabe?
R: Yo estaba obsesionada con Oriente Medio y se me metió en la cabeza que Irán era la pieza clave en el entramado de la política de Oriente Medio. Se me metió en la cabeza que era ese lugar al que yo tenía que llegar.
Intuitivo porque, en efecto, pasado todo este tiempo tras la revolución de los ayatolás en 1979 está visto que Irán es el factor desestabilizador de la región por su afán teocrático…
R: Era la apuesta más difícil. En aquel momento todo mundo iba a Siria a estudiar árabe o al Líbano que era de puertas abiertas, pero Irán era un país casi impenetrable. Por fortuna y un poquito por mi desconocimiento, no renuncié a esa idea. Si yo hubiera sabido todo lo difícil que era esa apuesta, tal vez nunca la hubiera intentado. No consulté con nadie, me inscribí en el curso de farsi, me admitieron, me dieron la visa y yo con la ambición de quedarme luego. Más que asistir a clase, me importaba estar en la calle y hablar con la gente y entenderles. Yo no sabía cuánto tiempo me iban a dejar estar en el país y en algún momento empezaron a preguntarme quiénes son sus amigos, qué está haciendo, por qué falta a clase. A uno de mis amigos ya lo habían echado, la Embajada Británica le había dicho “si no sale mañana, puede pasar lo peor”. Este chico dejó todo y salió casi que huyendo. Esas cosas pasan en Irán.
Terminado el curso de farsi, ¿cómo lograste quedarte en Irán y que te aceptaran como corresponsal de prensa?
R: Me fui a vivir a Beirut con la esperanza de reunir y presentar los papeles de periodista. Yo tenía una carta de revista Semana que me reconocía como freelance, pero en Irán esa figura confundía, no la entendían muy bien y les parecía problemática porque los freelance son periodistas incontrolables. Entonces, me empezaron dando visas cortas, por un mes, por quince días, y así durante tres años: desde 2009 hasta 2011. Me llamaban un día y me tocaba salir al día siguiente para Teherán a recoger el pasaporte con la visa. Un día me dicen que me tengo que ir del país, que ellos me iban a permitir entrar luego, que me avisaban. Dieciséis meses después, nada que me llamaban y entonces les dije: “Ustedes dicen ser amigos de Venezuela, de Bolivia, y no veo un solo periodista latinoamericano tratando de entender este país contando sus historias para esos países. Yo soy la única. ¿Me van a dejar quedar o me olvido de Irán del todo?”. Al día siguiente me llamaron para decirme que fuera por la visa para quedarme.
Y en esos lapsos que no estabas en Irán, ¿dónde vivías y a qué te dedicabas?
R: En Beirut y daba clases de español en el Instituto Cervantes. Con tal de quedarme en Oriente Medio, yo me buscaba la manera porque ya no era capaz de volver a una sala de redacción.
¿Cómo empiezas el trabajo de corresponsal? ¿Qué temas buscabas?
R: Como te digo, mi obsesión era Oriente Medio, la cultura y la política de Oriente Medio. Y aunque en Colombia nunca cubrí conflicto armado, siempre buscaba viajes. Mis editores sabían que me apuntaba a todo: costa pacífica, Sierra Nevada, Amazonas… Para mí el trabajo en terreno fue fundamental. Y eso tenía en mente ya basada en Irán. Pasó que en 2009 ocurrió lo que se llamó la “Revolución Verde” que fue la protesta ciudadana ante lo que parecieron unas elecciones fraudulentas que terminaron eligiendo de presidente a Ahmadineyad, el candidato de los ayatolás. Entre la policía y paramilitares reprimieron la protesta, disparaban a las personas en la calle, hubo como veinte muertos. Fue la primera vez en el mundo que Twitter fue usada como herramienta de comunicación entre los marchantes. Y salí a cubrir todo eso. Fue mi primer cubrimiento duro como corresponsal. No era una guerra abierta, pero en la calle mataban y el régimen venía a por ti. Yo me montaba en motos y cubría las manifestaciones y escribía las crónicas que le enviaba al periódico El Mundo, de España. Yo arriesgaba mi vida más de lo necesario y ellos me pedían notas y querían que les mandara y les mandara, pero pagaban muy poquito. Fue una experiencia bonita, pero no terminó bien con el periódico.
¿Por?
R: Te voy a contar. Mientras estuve enviando notas para El Mundo empecé a publicar también con el periódico La Vanguardia, pero firmaba con un seudónimo. Un día firmé con mi nombre y del Mundo me llamaron a reclamarme. Les dije que no me habían dado trabajo sostenido en momentos en los que habían ocurrido cosas importantes y en cambio allá sí. Me dijeron que entonces no podía volver a trabajar con El Mundo. Y no volví a trabajar con El Mundo y desde el día siguiente y hasta el día de hoy estoy en firme con La Vanguardia.
4
El tiempo que Catalina debió invertir para convencer a los iraníes de que la aceptaran como corresponsal permanente coincidió con el momento histórico en que se encendieron las protestas masivas ciudadanas en varios países del norte de África y de Oriente Medio, y que un sector optimista de la opinión pública denominó Primavera Árabe. Comenzaron en diciembre de 2010 en Túnez y en unas cuantas semanas se extendieron por Egipto, Yemen, Bahrein, Libia y Siria. Fue en ese contexto que Catalina comenzó su currículo como reportera de guerra. Y según me dice, no fue una búsqueda deliberada sino el desenlace natural de unas circunstancias.
¿Fue incidental, entonces?
R: Fue incidental. Yo había leído a periodistas que habían cubierto la guerra como Oriana Fallaci. El tema lo tenía ahí a la mano. Pero a mí, Catalina Gómez Ángel, de Pereira, no se me ocurría que pudiera cubrir una guerra en el mundo. En 2003, cuando la caída de Bagdad, yo estaba en Madrid y nunca se me pasó por la cabeza ir a reportear la guerra. No era mi sueño. Pero luego vino mi obsesión con Oriente Medio y entendí que su historia ha estado marcada por los conflictos y las guerras. Y ya estando en Irán, con la Primavera Árabe avanzando, un día me dije: “Me perdí de cubrir Egipto y Libia. Quiero cubrir Siria que ahora es la guerra”.
¿Cuál fue tu primer contacto con los hechos de una guerra: cadáveres expuestos, edificios destruidos, cosas así?
R: Primero entré por Damasco y ahí no vi nada. No se sentía lo que estaba pasando en otras partes del país. Luego me filtré por Alepo y ahí sí estaban ocurriendo los bombardeos aéreos y había francotiradores ocultos en edificios disparando contra la gente. Esa segunda entrada mía a Siria coincidió con la matanza étnica de alauitas a manos de sunitas, cerca a la ciudad de Homs [hecho conocido como la Masacre de Aqrab, entre el 10 y 11 de diciembre de 2012]. Más de cien muertos, cuerpos decapitados, destrozados, una cosa horrible. Logré llegar hasta ese punto en compañía de Kaveh que ya éramos pareja. Haciendo el trabajo, nos cogieron las milicias alauitas de Bashar Al Asad. Era una gente, Juan, a la que se le veía la sangre en los ojos. Antes de que nos hicieran nada, nos entregaron a la inteligencia siria y ahí descubrieron que Kaveh es iraní y nos dejaron ir. Esa fue la primera vez que cubrí la guerra como tal. Luego de eso ya vinieron muchos momentos en Siria que me terminaron envolviendo.
¿En terreno sentiste un contraste entre lo que imaginabas que era cubrir una guerra y lo que realmente sucedía y tocaba y se podía cubrir?
R: A mí lo que me sorprendió fue la dinámica de normalidad que hay dentro de la guerra. En una guerra no todo el mundo está disparando a matar todo el tiempo. Hay vida más allá de los cañones. Y no deja de ser sorprendente que los civiles y los combatientes se adaptan a esas rutinas. Por ejemplo, ver que una señora le prepara comida a los soldados; ver el soldado que camina una cuadra para salirse del frente de batalla, cruzarse el fusil y ver que te prepara un café y te lo entrega. Son dinámicas sorprendentes. Uno aprende que las guerras tampoco son 24 horas al día y que son distintas en cada país. Es más, en cada región de Siria había cosas distintas. Yo no hablo árabe, pero reconozco algunos acentos y alcanzaba a distinguir a un soldado que era de Alepo, otro que venía del norte del país, otro que era kurdo. El kurdo que hablan en Siria me ayudaba mucho porque muchas de sus palabras vienen del farsi. Para mí era muy simpático estar con los kurdos porque lo básico de ese dialecto lo podía entender: a qué horas, a dónde vamos, tenga mucho cuidado, hay este peligro. Y así terminé aprendiendo a moverme por Siria.
¿Y la lógica del trabajo de campo? ¿Cómo organizabas la producción de una historia, la elaboración de un reportaje?
R: Aprendí a tomar decisiones centradas en la necesidad de información: qué está pasando en tal sitio, qué está pasando en esta carretera, dónde bombardearon por última vez, quiénes están en tal parte… Y aprendí a ser muy concreta en las decisiones de producción: voy a ir o no, con quién, qué voy a ir a hacer, cuánto tiempo me va a tomar… Obviamente, apretaba el estómago y me decía: “espero salir bien de aquí”.
¿Hubo algún lugar al que te negaste a entrar o algún encargo que te negaste a cubrir por prevención?
R: En mis primeros años en Siria hice cosas que hoy no haría. Pero algo a lo que yo me haya negado, creo que sólo una vez. Me acuerdo muy bien que fue en el verano de 2013. Yo había empezado a trabajar para el Canal RCN desde que a la dirección había llegado Rodrigo Pardo. Él me conocía desde revista Semana y había apostado por mis informes desde Siria. Me pagaban bien. Yo contrataba un buen fixer, dormía en un buen hotel y me habituaba a hacer notas de televisión. Me costaba mucho pararme frente a la cámara. Un día en que yo estaba en Beirut me llamó el productor de RCN a decirme que el Canal Caracol había contratado a alguien en Siria, que ese canal nunca había cubierto la guerra pero que ahora sí y que él sabía que la situación estaba difícil pero que intentara entrar por Alepo. Fue la primera vez en mi vida que le dije a alguien que no: “No voy a entrar, están secuestrando periodistas”. Eso aquí en Colombia no se sabía. Pero ya el Estado Islámico había empezado a secuestrar periodistas. Ya se habían llevado a James Foley y luego secuestrarían a Javier Espinosa y a Ricardo García. Además, en la última vez que había estado en Siria, que fue en el norte del país, me tocaron varios bombardeos. Yo había entrado con el camarógrafo y el fixer, y al terminar las grabaciones cogimos carretera para salir, pero a medio camino nos paró un carro con cinco tipos barbados. El güevón del fixer dijo que yo era española creyendo que eso nos iba a ayudar y fue peor. El fixer arrancó en ese carro y los otros a perseguirnos, y logró internarse por un camino que me dejó en la frontera con Turquía. Me salvé de los barbados, pero las autoridades turcas me cogieron y me llevaron desde ese caserío hasta Estambul y me deportaron. Me prohibieron entrar a Turquía por cinco años. El caso es que algo me quedó de enseñanza luego de ese momento y es una lección que los colombianos tenemos muy bien aprendida: no dar papaya.
Me dijiste que en Siria hiciste cosas que hoy no harías. ¿Qué cosas?
R: Primero, armar un reportaje de cuatro ideas que no era necesario incluirlas todas. A veces me faltaba claridad para estructurar mejor la nota. Segundo, me quedaba mucho tiempo en un sitio repitiendo falsos directos, cosa que no tendría que haber hecho porque había aviones bombarderos. Y tercero: luego de haberme arriesgado tanto entrando por Alepo, haberme ido tan rápido, no haber aprovechado mejor la oportunidad. Un día hubo un ataque muy fuerte y todo el mundo se fue, y yo también. Luego entendí que me podía haber quedado más días. Son cosas de tener la mente más clara. Pero también hay algo que he aprendido: uno tiene que pensar en el equipo y mi camarógrafo que era kurdo tenía hijos y estaba muy atemorizado, y aprendí que uno no es solamente uno. Desde eso siempre le pregunto a los miembros de mi equipo si quieren ir, si están seguros de ir o tienen miedo y mejor no se atreven, o mejor no vamos. Muchas veces he tenido que cancelar trabajos por tener en cuenta las opiniones de mi equipo y me he perdido de varias cosas por eso.
También es que, en general, soy muy critica con mi trabajo. Luego de haber hecho las notas me digo: “no tendría que haber hecho esto, tendría que haber hecho esto otro, por qué no fui más profunda en este tema”. Y me reconforto diciéndome que la próxima vez intentaré hacerlo mejor.
Háblame de tu equipo: ¿cuántas personas son y qué funciones cumplen?
R: En Siria he tenido equipos de cuatro, mínimo: el conductor, el fixer, el camarógrafo y yo. Ahora que he estado trabajando para el canal France 24 desde Ucrania me ha tocado adaptarme al modelo que impone ese canal que es el del reportero como camarógrafo y editor. Entonces, es un equipo de dos: el fixer y yo. Este modelo solo funciona bien cuando tienes un fixer de mucha confianza porque además le toca ser conductor. Y ya ves que en Ucrania me ha funcionado porque a un equipo de dos personas se le facilita conseguir espacio en los vehículos que van al frente de batalla.
¿Cómo son los ciclos de trabajo en la guerra? ¿Por cuánto tiempo entras a zonas de riesgo y qué metas te propones?
R: En Siria duraba diez días, dos semanas máximo, porque era un país todo en guerra. En Ucrania, al principio durábamos un mes dando vueltas, buscando las historias. Pero ahora France 24 me paga por semana de trabajo, no por pieza producida.
Ahora bien, también depende de la situación. Cuando estuve en Irak cubriendo la guerra contra el Estado Islámico tenía mi base en un pueblo en el que no pasaba nada llamado Erbil y cuando tenía que hacer un cubrimiento bajaba a Mosul, resolvía el trabajo de campo y volvía a Erbil.
¿Y la meta de producción de notas?
R: Yo siempre llevo un cuaderno de temas que quiero tocar. Pero en televisión uno depende del acceso con cámara, depende de la posibilidad de hacer imágenes. Los primeros días de una guerra están llenos de historias visuales. El trabajo es fácil porque se trata de cubrir lo que está pasando en una ciudad, en un lugar. El cubrimiento consiste en mostrar cómo la comunidad se está organizando, cómo van los hospitales, cómo se apoyan los médicos, cómo están cuidando a los niños en los resguardos. El trabajo se pone más difícil cuando han pasado los días y que la gente ya se desplazó, ya pasó la frontera, ya ocurrieron los combates iniciales. Ahí el reto es encontrar historias que muestren cómo va cambiando la guerra con el paso del tiempo. Y conseguir el acceso. Al principio todo mundo te quiere hablar, pero luego la gente empieza a preguntarse para qué le cuento, para qué lo dejo entrar y los periodistas empezamos a ser vistos como tumulto. Ahí es donde toca ser recursivo y contar con un buen fixer. Uno empieza a imaginar historias desde afuera que luego debe tratar de hacer realidad. Si uno se propone contar sobre las personas que están evacuando a los heridos de un frente de batalla toca ponerse a buscar en qué frente es posible hacer la historia, cuál frente está menos lleno, cuál tiene un pueblo cerca que respalde la acción médica, a cuál podemos llegar, en cuál nos reciben. Y así.
Supongo que el éxito de mantenerse como un freelancer que siempre tenga historias que un medio quiera comprar depende mucho del conocimiento del terreno.
R: En Ucrania ya conozco qué tipo de fuerzas hay en los frentes, que el batallón de artillería está en tal parte, que el de Infantería está en tal otro, que más allá está la Brigada número tal. Y me pongo a analizar a cuál puedo entrar y qué historia puedo hacer. Al final, uno termina esperando a que el jefe de prensa permita el acceso. Y entonces toca ser muy flexible. Esa es una de las cosas que me ha enseñado la experiencia en Ucrania. Yo me voy para un frente con una idea y salgo con otra completamente distinta. Cuando salgo del frente con la historia terminada, se la comento al editor y la envío. Si uno se pone a prometer tal o cual historia antes de entrar al frente, lo más seguro es que uno no cumpla con lo que ofreció.
5
Luego de haber sido deportada por las autoridades turcas y de que le hubieran prohibido la entrada por cinco años, Catalina volvió a Siria por una ruta que atravesaba Irak. En este país, como quedó insinuado líneas atrás, se puso a cubrir la guerra de la coalición internacional contra el Estado Islámico que se libró en Mosul. En 2014, se internó en la Franja de Gaza desde donde reporteó las agresiones de las fuerzas israelíes sobre los civiles palestinos —más de 2.300 muertos y más de once mil heridos— y la confrontación contra Hamás —66 soldados de las FDI muertos, cinco civiles y más de 1.300 heridos en Israel—. Catalina también hizo reportajes sobre la crisis migratoria y de refugiados en Europa. En febrero de 2022, tras el comienzo de la invasión rusa de Ucrania, Catalina se dijo “esta no es mi guerra” porque no había estudiado bien los entresijos de la historia política de esos países y las raíces de la confrontación. Pero transcurridos unos días en que veía a muchos de sus colegas y amigos de medios internacionales yendo a Ucrania, cambió de opinión.
¿Por qué fuiste a Ucrania?
R: Me dio envidia de ver que todo el mundo estaba yendo y reflexioné: “No es mi guerra, pero sé hacer el trabajo”. Por lo menos: cómo proceder, cómo encontrar personas, cómo conseguir un fixer, cómo contar la historia. Cubrir guerras es un know how. Es como aquí en la de Colombia, uno resuelve sabiendo a quién llamar, cómo buscar, qué hacer, cómo cubrir, cómo mirar. Una amiga me llamó y me dijo que quería ir a Ucrania, pero su editor no la dejaba. Apenas le permitía acercarse a la frontera con Europa. Es una periodista saharaui que trabaja freelance para la web de Radio Televisión Española, Ebbaba Hameida. Le dije que le dijera a su jefe que iríamos juntas. Llamé a un amigo camarógrafo con el que había trabajado en Oriente Medio, “¿Quiere ir conmigo? No tenemos assigment, pero algo nos buscamos”. Me dijo que sí. A Ebbaba le dieron presupuesto. Llamé a Álvaro Sierra, director de France 24, para contarle que me iba para Ucrania. Me dijo que ya tenía dos reporteras allá, pero que me compraba material. “No se vaya para Kiev”, me pidió. Entré por Hungría y cubrí las ciudades de Nicolaiev y Odessa, la guerra llegó hasta allá.
Ucrania ha sido muy intenso y con un frente de guerra extensísimo. La situación en Irán también ha estado muy agitada: la pelea con Israel, los drones para Rusia, la muerte del presidente y elecciones anticipadas… ¿Cómo ordenar el tiempo y la cabeza para trabajar en los dos países?
R: En los dos últimos años he pasado más tiempo en Ucrania que en mi casa en Irán. En Kiev rento un apartamento en el que paso buen tiempo. Kaveh no puede ir porque no le dan visa por ser iraní. Con todo lo que ha pasado en Irán me ha tocado ir y venir, ir y venir. En Kiev he estado editando el documental de los colombianos allá. No me obliga a estar en los frentes de batalla, pero yo me escapo para ir. No me gusta quedarme tanto tiempo quieta en Kiev. De todas maneras, tengo que hacer directos y la realidad en el frente sólo se entiende estando ahí. A mí no me gusta hacer informes repitiendo lo que otros dicen. Yo tomo esa información y me voy para el frente a hablar con los soldados y comandantes y allá me la reafirman o la precisan o la desmienten. Hay mucha propaganda y es fácil caer en ella. Cuando el ejército quiere minimizar un problema, lo minimiza. Muchos reporteros se han ido de Ucrania y los grandes medios a veces se quedan muy cómodos desde Kiev. A mí sí me gusta ir al frente.
¿Hay solidaridad entre colegas o la competencia va primero?
R: La competencia por la historia, no. Hay unos medios que se creen los reyes del puto mundo y que si ellos entran a un lugar nadie más va a poder entrar. Hay periodistas que sienten recelo que uno entre a lugares a los que ellos ya llegaron o a los que aún no han llegado. He trabajado muy bien con otras mujeres de medios grandes como El País. Luego de que Ebbaba salió de Ucrania, empecé a trabajar en compañía de María Sahuquillo. También es cierto que ella trabaja para un medio escrito y yo para televisión. Seguro sería distinto si ella se hubiera cruzado en terreno con alguien que también trabajara para medios escritos. Ahí el recelo por la historia se lo impone el medio. Aunque en una guerra las historias son muy grandes y complejas y entre más voces haya y entre más veces se cubra, es mejor para el lector y más importante para el conocimiento público. Cada mirada es completamente distinta y se vuelve complementaria.
Lo de la competencia y el verdadero recelo es sobre otra cosa, tiene que ver con que cada uno quiere conservar el lugar que se ha ganado en el medio para el que envía las piezas. Hay una precariedad muy grande en el periodismo y son muy pocos los medios que apoyan, financian y publican este tipo de cubrimientos. Entonces, la competencia no es por llegar primero a Bajmut o ser la primera en enviar material desde Bucha. El recelo es por cuidar el lugar de trabajo, sobre todo cuando no tienes contrato con el medio y sólo te mantiene el vínculo de freelance. Uno termina volviéndose territorial, “este es mi espacio, respétemelo que yo respeto el suyo”. Pero hay gente que no lo respeta y hay medios que alientan esa competencia y hay colegas que se vuelven desleales, como traicioneros. Ahí no vale tener prestigio ni nombre. Uno nunca sabe, Juan, el día en que ya no te tengan en cuenta. Ese es uno de los grandes miedos o alertas: no tener más trabajo porque alguien se venda más barato. A todos los freelancer nos pasa.
6
Luego de tres tintos y un postre, esta entrevista termina con una vuelta al comienzo: el episodio del misil sobre el restaurante que mató a Victoria Amelina. En una entrevista que le contestó al periódico El País en 2024, Catalina admitió que sí había quedado afectada. En las semanas posteriores estuvo varias veces en Kramatorsk y siempre evitaba pasar a ver lo que había quedado del restaurante. Hasta que un día se decidió. “Me emperré a llorar como nunca había llorado, ni cuando se murió mi mamá. Como si fuera una explosión enorme que venía de una angustia, de una tristeza. Uno nunca está preparado para que se le muera alguien al lado y menos una amiga. Para mí ha sido muy duro”.
De entre las preguntas más frecuentes que uno le suelta a una corresponsal de guerra como Catalina se encuentran las que piden detalle de las emociones más primarias. ¿No te dio miedo? ¿Casi te matan? ¿Cómo salvaste tu vida? ¿Lo volverías a hacer? Pero hay una que aunque también apela a esa base del instinto humano no se siente tan tontamente obvia: ¿Te quedó alguna culpa?
Por todo lo que me has contado de ese día, entiendo que te ha tocado procesar la culpa, deshacerte de la idea de que fuiste tú la que congregó a las personas de esa mesa.
R: Cuando cayó el misil y la explosión y el restaurante se vino a pedazos, al primero que vi fue a Héctor en el piso con la camisa salpicada de unas gotas de barro que pensé eran sangre. Y me dije: “Héctor, perdóname por haberte traído aquí”. Él nunca estuvo convencido de hacer ese viaje. Cuando ya me incorporé miré a Victoria sentada, estática, no se le veía sangre pero noté que necesitaba atención. Yo estoy entrenada para dar primeros auxilios en esas condiciones, pero lo primero que se me vino a la cabeza fue llamar al chico que estaba sentado a la mesa del lado que es un soldado muy famoso en Ucrania, de la Tercera Brigada de Asalto, infantería pura y dura, los soldados más fuertes que tiene Ucrania, al que yo seguía en Instagram y que yo sabía era un duro apoyando a sus compañeros heridos en el frente de batalla. En otras ocasiones ya me lo había encontrado en ese restaurante. Esa noche estaba de civil, saco y corbata, con su hermana que habla español. “¡Román, Román!”, grité. Román saltó, la cogió y en un segundo otras personas que estaban ahí y que hacen parte de equipos voluntarios que ayudan a heridos de guerra saltaron sobre ella y entre todos la cogieron. Ahí me eché para atrás y me puse a recoger celulares, cámaras, todas nuestras pertenencias y fui a meterlas en el carro. Al salir me di cuenta de que el carro de Dima estaba casi destruido del todo. Como pude, metí las pertenencias y me fijé que Héctor estaba como zombi y a Sergio le sangraba un brazo. Me di la vuelta para volver a entrar y comprendí la dimensión del ataque: la otra parte del restaurante ya no existía, estaba en llamas y escombros. En ese momento mi actitud era la de no hacer bulto y estar pendiente de que no nos fuera a sorprender un segundo misil, que es la estrategia de los rusos: lanzar un segundo misil al mismo punto atacado para matar a las personas que empiezan a llegar para ayudar a los heridos. En Siria, por regla general, siempre cayó el segundo misil. En Ucrania casi siempre, yo diría que el 85 por ciento de las veces. En eso, vi que a Victoria la estaban subiendo a la ambulancia y me acerqué al conductor para preguntarle a qué hospital la iban a llevar. Me sentía responsable por todos: Héctor afectado, Sergio herido, el carro de Dima destruido, “puta mierda y ahora ¿cómo le vamos a pagar a Dima este carro?”. Yo poniendo todo esto en orden en mi cabeza para poder saber cómo actuar.
¿Y qué pasó con Victoria?
R: Sí. Me fui para ese hospital a buscar a Victoria. La habían ingresado a cirugía, pero nadie me daba razón. Cuando salió de cirugía, que ya se sabía que no iba a sobrevivir, le pedí a unos muchachos de una oenegé que estaban ahí que entraran a verla y me contaran. Yo no era capaz de entrar, tenía pánico de verla, no hubiera sido capaz de entrar y cogerle una mano y mirarla a la cara. Era el miedo a verla muerta, el miedo a aceptar la realidad.
Me puse a contactar a la familia y fue muy traumático. Victoria tenía un hijo, un niño que ella había protegido enviándolo a vivir con su mamá en Polonia. Por eso lo de la estancia en París era muy importante para ella: era su oportunidad de vivir con su hijo y verlo crecer lejos de la guerra. De repente, comenzó a sonar el celular: eran los periodistas llamando desde Colombia. Todo mundo apareció: “¿te acuerdas de que te conocí en tal parte? ¿Qué trabajamos juntos en tal parte?”. Yo trataba de ser decente y me aguantaba las ganas de mandarlos a todos a la mismísima mierda. Eso fue lo más feo de todo. Yo entiendo que tenemos que informar, pero pienso que hay cosas que uno deja pasar. Luego, los ucranianos me empezaron a llamar reclamándome que cómo putas la prensa publicaba que Victoria se estaba muriendo si su hijo ni siquiera lo sabía.
Pasada la medianoche, llegué al hotel y entendí que todos los que estábamos alojados allí habían estado en el restaurante y los huéspedes de siete o diez habitaciones estaban heridos, unos más que otros. En algún momento Héctor me preguntó: “¿Tú crees que dimos papaya?”. Le contesté: “En el restaurante estábamos casi todos los que estamos en este hotel. ¿Cómo crees que dimos papaya? Todo mundo iba a ese restaurante”. Y luego vi que Héctor en la prensa colombiana había dicho que habíamos dado papaya. Y eso me dolió mucho porque, claro, al decirlo quedaba como si yo hubiera tenido alguna responsabilidad porque era yo la que estaba jugando de local y quien debía haber previsto algo así para no haber dado papaya. Pasaron los días y Héctor me llamó para pedirme disculpas. Y tuve que entender que ellos, Héctor y Sergio, no están habituados a una guerra y esto los cogió de repente. Hice las paces con todo eso. Acepté que todos estábamos en trauma y cada cual reaccionó a su manera.
¿Haber mirado las circunstancias que te pusieron en ese restaurante en Kramatorsk con la claridad que da el paso del tiempo te ha ayudado a no sentirte responsable por el destino de Victoria?
R: Apenas ahora soy capaz de pensarlo así. Yo la invité porque Sergio me lo pidió. Y ella no estaba segura de ir porque se le atravesaba una reunión de trabajo con el equipo de investigadores de crímenes de guerra. Pero finalmente la canceló y aceptó venir con nosotros porque pensaba que era su oportunidad de despedirse del Dombás antes de mudarse a París. Victoria amaba el Dombás, era parte de su historia. Así que… la vida, Juan.