Los ecos de la grieta
Texto
Natalia Barriga Gómez
Ilustración
Angélica Correa Osorio
Marzo 6 de 2022
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Los ecos de la grieta
Violencia política contra las mujeres en Colombia
En cada temporada de campañas electorales emergen cualquier cantidad de manifestaciones contra las mujeres por el solo hecho de ser mujeres. Hay bárbaros que aún creen que la participación en política y darse sombrerazos en la contienda electoral es materia exclusiva del machito que llevamos dentro. El siguiente reportaje da cuenta de esta forma de violencia y llama la unidad para contrarrestarla.
Hablar de violencia contra las mujeres es hablar de roles y estereotipos de género. Es hablar de pobreza en la comprensión biológica de los cuerpos y de la extensión intencionada de injusticia y desigualdad social. Es hablar del deseo avaro de poder de muchos hombres. Es hablar de consecuencias actuales de decisiones pasadas que hombres tomaron, y de las que siguen tomando. Pues cuando decidieron que lo público y lo privado estaría dividido y condicionado por el género, una grieta en la historia se extendió hasta este futuro. Y dejó estragos.
Aquí estamos. A las mujeres se nos designó el hogar, la maternidad, el silencio, los cuidados, la bondad, la sumisión, la idea del sexo débil e incapaz. A los hombres, el poder, el discurso, lo público, los placeres, la virilidad, la fuerza, la idea de inteligencia, capacidad y sagacidad.
Durante años, las mujeres nos hemos enfrentado a distintas formas de violencia y la violencia política es una de ellas. Muchas mujeres fueron excluidas del discurso público y la oratoria, y agredidas por hacerlo. Son tan pocas las que han tenido poder significativo en el mundo, que podemos contarlas fácilmente. La historiadora inglesa Mary Beard, en Mujeres y poder, expone cómo el discurso público y la oratoria “no eran simplemente actividades en que las mujeres no tenían participación, sino que eran prácticas y habilidades exclusivas que definían la masculinidad como género”. Y agrega que autores clásicos “insistían en que el tono y timbre del habla de las mujeres amenazaba con subvertir no solo la voz del orador masculino, sino también la estabilidad social y política, la salud, del Estado”.
Aunque ha corrido el tiempo y ha habido avances, una vista al panorama electoral, activista, de liderazgo social y político, parece revelar que, al menos en Colombia, muchas personas siguen pensando que las mujeres somos una amenaza para la salud y estabilidad de un Estado, o quizá para sus propios intereses: de 279 curules del Congreso, en el periodo actual (2018-2022) solo 56 están ocupadas por mujeres, es decir, apenas el 20%. El promedio de Latinoamérica es del 30%, según ONU Mujeres.
Hace varios días, la Organización Artemisas, oenegé de incidencia política con enfoque de género, realizó varios conversatorios con mujeres candidatas al Congreso. En uno de ellos, Mabel Lara, periodista y candidata al senado por el Nuevo Liberalismo, contó una conversación que tuvo con otras mujeres como María Fernanda Cabal, Francia Márquez, Sara Tufano, Angélica Lozano y Claudia López, sobre sus experiencias en política, en la que todas, sin distinción de partido y de posición política, estaban enojadas porque en los primeros escenarios de participación ya habían sido maltratadas: “Yo decía, no es posible que todos tengan la posibilidad de ser o participar en política y a nosotras todos nos quieren fregar la vida. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de esto?”. Ante las preguntas de Mabel, quizá la respuesta sea: violencia política contra las mujeres.
Según la definición de la Guía para la prevención, atención y seguimiento a la violencia contra las mujeres en política, del Ministerio del Interior, la Misión de Observación Electoral (MOE), y el Instituto Holandés para la Democracia Multipartidaria (NIMD por sus siglas en inglés), la violencia política contra las mujeres hace referencia a: “todas aquellas agresiones dirigidas a las mujeres por ser mujeres sin distinción de su afinidad política o ideológica, con el objetivo de impedir, desestimular y/o dificultar el ejercicio de la participación y/o representación de las lideresas políticas, sociales y comunales. Esta violencia puede ser perpetrada por actores legales o ilegales y se manifiesta mediante acciones físicas, psicológicas, simbólicas y económicas como consecuencia de una cultura machista que ha establecido el espacio público como propio de la expresión masculina y ha limitado a las mujeres al espacio de lo privado”.
En su informe No es normal la violencia contra las mujeres en política. ¿Cómo estamos en Colombia?, publicado en 2019, la NIMD dice que para comprender las motivaciones estructurales que conforman la violencia política contra las mujeres es importante tener en cuenta que hace parte de una violencia basada en el género y que “por tanto, perpetúa los roles asignados a mujeres y hombres en las sociedades patriarcales para mantener vigente la subordinación femenina, en este caso, en el ámbito político”.
Según la NIMD, en Colombia, de 148 mujeres electas para el periodo 2015-2019, entre congresistas, diputadas, gobernadoras, concejalas, edilesas y alcaldesas, el 68% aseguró haber sido víctima de “violencia política por ser mujeres” y el 22% manifestó haber tenido “experiencias negativas” durante el ejercicio de sus cargos políticos “que las llevan a desistir de participar nuevamente en la contienda electoral”.
La principal implicación de la violencia política contra las mujeres, o quizá la más grave en un país que se identifica democrático, es que resulta un elemento determinante para disminuir la participación de las mujeres en el ejercicio de elección popular: “el problema es que el espíritu de la democracia es la representatividad de la ciudadanía, si las mujeres no estamos ahí [en la política] pues no es una verdadera democracia funcional”, expuso Ángela Rodríguez, directora del NIMD.
Los actos de violencia política contras las mujeres no solo tienen como consecuencia sus bajas participaciones en cargos de poder, para Adriana Magali Matiz, representante a la Cámara por el partido Conservador, y proponente del proyecto de ley 352 de 2021, por medio de la cual se establecen medidas para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres en la vida política, radicado en octubre del año pasado, esta forma de la violencia también pueden afectar sus desarrollos personales, profesionales y económicos.
¿Cómo podemos identificar la violencia política contra las mujeres?
Son tantas las formas y tan diversas sus manifestaciones —psicológicas, simbólicas, económicas, físicas—, que a veces se vuelve difuso cuántas violencias convergen en un solo gesto, y cuánto daño hacen. Aspectos como vivir en el campo o en un pueblo, tener una condición de discapacidad, convivir con grupos armados ilegales en la zona, ser de una comunidad indígena o afro, identificarse como no binarie son condiciones que agudizan el grado de desigualdad y de exposición a más sesgos y prejuicios.
Quizá sea importante aclarar que la violencia política contra las mujeres no solo la ejercen hombres, jefes de partidos, copartidarios y opositores, aunque quizá sean quienes más frecuentemente lo hacen: instituciones gubernamentales, organizaciones privadas, medios de comunicación y otras mujeres también hacemos el rol de victimarios en este asunto. Como veremos, se trata de agravios e injusticias que alimentamos día a día, como si cada tanto martilláramos, consciente o inconscientemente, para expandir la grieta.
No se puede evitar o enfrentar lo que no puede identificarse. Por eso es fundamental conocer detalles del modo en que estas violencias se ejercen.
Lorena Quintero, comisionada de Nosotras ahora (Red de Innovación e incidencia política de mujeres), habla de algunas de las formas de violencia política que sufren las mujeres desde su territorio en Funza, Cundinamarca:
“Aún sufrimos violencia política cuando los hombres no ceden espacio para que nosotras hagamos parte importante de cargos a elección popular. Cuando nos llaman en las listas para tenernos como relleno o porque les toca cumplir unas cuotas. Cuando a pesar de nuestra experiencia y formación profesional ponen en tela de juicio nuestras capacidades y logros. Cuando se ríen y comentan sobre nuestra forma de hacer política y las propuestas dirigidas a mujeres, considerándolas cursis e innecesarias. Cuando entre ellos conforman comisiones de la mujer, comisiones de equidad de género, entre otras, y deciden sobre nuestras agendas estando ellos a puerta cerrada”. Y finaliza diciendo: “En resumen, seguimos sufriendo violencia política cuando se siguen los hombres negando a tenernos en cuenta dentro de la forma de hacer política”.
Las prácticas masculinas para hacer negocios también tienen mucho que ver con esta desigualdad. Ángela Rodríguez explica que en Colombia y en la mayoría de Latinoamérica, ni la política ni los hombres contemplan las particularidades de las vidas de las mujeres, lo que resulta en muchas ocasiones excluyéndolas de los escenarios de toma de decisiones porque, por ejemplo, estas se suelen dar por fuera de los horarios e instituciones establecidas, y para los hombres, en ocasiones lo importante sucede en clubes, bares, fincas, en las noches, en compañía de tragos, a la hora en la que algunas mujeres deben ir a asumir roles de cuidado, o en las que quieren descansar, o maternar, o hacer alguna actividad distinta, o evadirse del posible comentario sobre ser una política y frecuentar bares nocturnos o simplemente porque no se sienten seguras en esos espacios. La violencia política, como las demás violencias de género, aumenta en la medida en la que se dejan por fuera más variables sobre las diversas realidades y desigualdades de las mujeres.
No son niñas ni pertenencias
Jessica Obando, abogada y una de las 11 candidatas al senado por el movimiento Estamos Listas, cuenta que lo que más han sentido en sus campañas es infantilización: “creen que como somos mujeres no vamos a llegar a ningún lado”. Cuando estuvieron recogiendo firmas en municipios del Quindío, departamento en el que ella nació, muchos hombres mayores aceptaron firmar, pero se negaron a escuchar sus propuestas, prefirieron quedarse en lo de (casi) siempre: valorar a las mujeres por su aspecto físico. “No hay intención de entrar a discutir, no hay intención de abordar cuál es la propuesta, no hay intención de cuestionarse las formas y las prácticas, no. Es por bonitas”.
En otras ocasiones, distintas personas —incluidas periodistas— les han preguntado que quién las mandó —a las candidatas del movimiento—, que quién hay detrás, que si ellas son [pertenencia] de Ángela María Robledo, infantilizándolas, eliminando toda su agencia y sus capacidades. Y entonces aparece la importancia de la condición de clase: “Les parece increíble que mujeres del común estemos en un espacio de participación político electoral, con una posibilidad grandísima de llegar con curules al Senado. Les parece sorprendente que una mujer sin reconocimiento por su posición de clase y de apellido, tenga esa posibilidad tan fehaciente de llegar al Senado”.
Una democracia en la que los hombres valen más
Según Transparencia por Colombia, del 2016 al 2020, los partidos y movimientos políticos solo invirtieron el 2,4% de los recursos estatales para inclusión de las mujeres. Y según el Análisis sobre el acceso a recursos para la inclusión efectiva de las mujeres en la política, en 2018, las campañas de las mujeres al Congreso tuvieron menos recursos de financiación, y las que quedaron electas tuvieron que invertir casi la misma cantidad de recursos que los hombres elegidos.
La violencia económica también se da a otros niveles y con otras características. Por ejemplo, que tener solvencia económica para una colecta o vaca, sea un requisito explícito o no para poder participar de espacios, tener voz y voto. Como en la anécdota que narró Jennifer Pinzón, abogada y concejala de Chocontá, Cundinamarca, en un conversatorio de Nosotras Ahora: «Con mi compañera de bancada, en algún momento llegamos a una reunión y no nos dejaron intervenir porque no habíamos puesto para el petaco de cerveza”.
Racismo, invisibilización y objetos de diversión
En el debate presidencial del 25 de enero de este año, la precandidata Francia Márquez aprovechó el espacio de su intervención para denunciar que Arelis Uriana, primera mujer indígena precandidata a la presidencia de Colombia, no fue invitada al debate en el que estaban. Dos meses después, en un comunicado público, Francia denunció su invisibilización en medios como RCN y Semana, y de encuestas nacionales: “Desde el equipo de campaña rechazamos esta serie de actos antidemocráticos que limitan la posibilidad de una ciudadana a ser elegida en un proceso electoral en igualdad de condiciones (…) Consideramos que estos actos imponen la superioridad de unos candidatos sobre otros e imposibilita la democratización de la información”. Días después Arelis también denunció públicamente la invisibilización de su candidatura.
Una mujer afro y una indígena, precandidatas a la presidencia de Colombia, pertenecientes a las comunidades más históricamente marginadas del país, excluidas del discurso público y la oratoria de medios de comunicación nacionales, es también violencia simbólica. Eso, en el siglo XXI. Pero eso no es todo.
“Aquí ya no es solamente mi condición de mujer, sino de mujer negra, y eso no es lo mismo”, dice Francia Márquez, refiriéndose al racismo del que ha sido víctima y que se entrelaza con formas de violencia política. “A mí me han dicho cuál es el lugar que debo ocupar, me han dicho que debo aspirar a otra cosa y no a eso [a la presidencia], y esto no se lo dicen a un hombre blanco de élite privilegiado, él dice voy a ir a la presidencia y ya. Pero si es una mujer y negra, ese no es su lugar. Usted tiene que ir es pa otro lado amiga. Eso es racismo, y ya estoy cansada de que nos digan a nosotros cuál es el lugar que debemos ocupar”.
Muchos de nuestros medios de comunicación, cuando no invisibilizan, exponen para la burla. Y hay quienes no alcanzan a ver en la burla otra forma de violencia. Las redes sociales cada tanto estallan llenas de memes violentos contra mujeres que están en la política. En algunos se compara, por ejemplo, a Paloma Valencia con una señora que padece problemas mentales o ponen de forma burlesca una foto de Ingrid Betancour cuando estuvo secuestrada o la imagen sexualizada o aludiendo a la belleza de María Fernanda Cabal en vestido de baño o utilizando el racismo como arma y se refieren a Francia como “esa negra” o reducen la importancia de su precandidatura y sus capacidades y se centran en la exotización del color de su piel o su vestimenta, como el tweet de Tola y Maruja hace días: “Berrionditos, Tola y yo vamos a votar por Francia con tal de ver sus pintas en el Palacio…”.
Pasa, y pasa mucho. Eso, en el siglo XXI, con el machismo y el racismo onfire.
El temor al feminismo y la fuerza del prejuicio
Incluso reconocerse ideológicamente con un movimiento político que pretende disminuir las brechas de género y redistribuir el poder, es una amenaza, un obstáculo, un pero. En la Cumbre G20, de 2017, le preguntaron a Ángela Merkel, la entonces canciller de Alemania y una de las mujeres que recientemente ha tenido más poder en el mundo, si se consideraba una feminista, y ella respondió que no tenía miedo de que la consideraran feminista, pero que ella no quería ponerse esa medalla. Cuatro años después, en septiembre de 2021, cuando Merkel ya estaba de salida de la Cancillería, se reconoció públicamente feminista en un conversatorio con la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie: “Lo que he dicho en el pasado sobre este aspecto ha sido un poco tímido, hoy mi opinión está más pensada y puedo decir, sí, todas deberíamos ser feministas”.
Jessica Obando cuenta que, según su experiencia en el Quindío, es más conveniente identificarse como un movimiento de mujeres y no como un movimiento feminista. Pues, en ocasiones en las que se han anunciado como feministas, la respuesta de la gente ha sido violenta: desestiman sus propuestas y sus discursos, las juzgan desde el prejuicio, y hay poca disposición a la escucha y el diálogo: “Es muy complejo el desconocimiento y prejuicio que hay, la gente cree que el feminismo es igual a machismo, y pues no son equiparables. Nos encontramos hombres y mujeres, incluso jóvenes, que nos dijeron ‘¿Feministas? No. Jamás. Ustedes lo que quieren es someter a los hombres’”.
Colombia no tiene ley en contra de la violencia política contra las mujeres
En varios países de Latinoamérica, como Bolivia, México, Ecuador y Argentina, han aprobado leyes para prevenir, mitigar y sancionar la violencia/acoso político contra las mujeres. Colombia, ¡oh sorpresa!, no tiene una ley que sancione este tipo de violencia. Y aunque en el 2020, el Código Electoral permitió un avance con la aprobación de la paridad, exigencia para que las listas electorales estén conformadas por mitad mujeres y mitad hombres, en las listas actuales al Congreso las mujeres representan el 39% y no el 50%. “Sin un pronunciamiento de la Corte Constitucional, no hubo posibilidad para que la Registraduría y el Consejo Nacional Electoral (CNE) tomara determinaciones sobre el asunto”, escribió Natalia Tamayo, en un artículo sobre el tema.
En los últimos años también se han propuesto proyectos de ley que hasta ahora no han visto la luz de aprobación. Sin embargo, en este momento el proyecto propuesto por la congresista Adriana Magali Matiz, en coautoría con otras congresistas también del partido conservador y de la U, está vigente y tiene como objetivo, según Adriana Magali, en primera instancia “reducir las brechas de desigualdad entre mujeres y hombres en el acceso a los cargos públicos de decisión y de poder (…) y derribar las barreras que impiden o limitan su participación en estos escenarios”, pues creen necesario que más mujeres se involucren en el ejercicio político y se visibilicen como actoras principales de la vida política, económica y social del país.
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En Colombia, al menos dos proyectos de ley sobre violencia política contra las mujeres no han sido aprobados.
En el informe de 2020 de ONU Mujeres sobre violencia política contra las mujeres, abordaron este tema. Según la percepción de asambleístas, magistrados/as electorales, líderes y lideresas de organizaciones de mujeres de varios países de Latinoamérica, incluido Colombia, la no aprobación de este tipo de proyectos se debe a dos cosas: la primera, la falta de visibilización y reconocimiento de esta violencia de género, que se ha creído natural de la dinámica política. Ángela Rodríguez afirma que esto no es una prioridad de algunos de los partidos políticos en Colombia, ni de sus intereses en el Congreso, pues no existe un consentimiento de las mayorías sobre la idea de revisar, prevenir y sancionar este fenómeno. Y la segunda, creen que se debe al temor que tienen los hombres de perder poder político. En palabras de una de las entrevistadas: “la mayoría de los hombres no va a querer aprobar un proyecto que sanciona las prácticas discriminatorias y violentas que suelen realizar hacia las mujeres políticas. Tienen miedo”.
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¿Qué podemos hacer las personas para desescalar todo esto, para contrarrestar el daño que hacemos o permitimos?
Queda unirse al llamado que hacen diversas mujeres en el ejercicio político, activistas, lideresas, y organizaciones de incidencia política en el país: necesitamos repensar y replantear los ejercicios políticos, sus formas y prácticas. Necesitamos, desde los lugares que habitemos, identificar y disminuir sesgos y estereotipos de género, de clase, de condición racial y física, de identidad sexual y de género. Debemos aceptar que no sabemos identificar todos los grados de nuestras violencias, y debemos recorrer el camino para aprender a hacerlo. No reconocer las violencias ni poderlas sancionar ni social ni legalmente, como lo planteó Ángela Rodríguez, permite que este tipo de agravios sigan ocurriendo sin ninguna consecuencia positiva para las más afectadas, ni para el Estado.
Es nuestro deber reducir la grieta y su eco en la historia.