El profe de educación física

El profe de educación física

Texto

Juan Miguel Álvarez

Ilustración

María José Porras

17 de mayo de 2024

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El profe de educación física

(La curva de un destino)

La tentación de las armas y el poder del gatillo. La vida en los barrios populares de este país puede ser un continuo ejercicio de esquivar los saltos al vacío. ¿Qué mueve a las personas hacia la violencia? ¿Qué las protege? No son respuestas fáciles. Pero sí son preguntas centrales en nuestra historia como nación. La siguiente historia es la de un joven que eligió lo que otros, quizás, no hubieran elegido.

I

El personaje se llama Honorio Asdrubal Hernández Cardona y es profesional en Educación Física. Cuando hablé con él iba por la mitad de su tercera década. Ahora es mayor de 40. Me recibió en un colegio público situado en lo alto de la ladera noroccidental de la ciudad. Era media tarde y el sol arrojaba una luz de brillos plateados sobre el manto de techos que recubre el Valle de Aburrá. Cuando la reportera mexicana Alma Guillermoprieto estuvo parada en una loma de estas escribió que el corazón de Medellín, con sus edificios relumbrantes, se veía “tan lejano como la tierra de Oz”. Por teléfono, Honorio Asdrubal me había advertido que las cuadras de su casa en el barrio Popular I se encontraban en fuego cruzado. Una calentura de combos armados, drogas y asesinatos. “Hoy a las tres de la mañana se estaban dando bala. Puro fusil”. Me dijo que si a algún matón de granero le daba por montármela él no podría defenderme. Que de mil amores me hubiera atendido en su casa junto a su familia, pero no en esos días. Le dije que yo me acomodaba a su necesidad, como le quedara mejor. Añadí, en seguida, que yo creía que esos barrios de la cresta de esa ladera como Santo Domingo Savio y el Popular ya estaban calmados porque hacía rato no sonaban en noticias judiciales. “Ese barrio se calma dos años y se calienta cinco”, contestó sin ninguna ironía. Acordamos, entonces, vernos en su lugar de trabajo.

         —¿Cómo sabés que los disparos de esta madrugada eran de fusil? —le pregunté al tenerlo en frente mío, porque ser capaz de reconocer un arma según el estallido de la munición no es una habilidad menor.

         —Aprendí de armas con lo vivido en el barrio —dijo, tras una sonrisa indulgente—. Sé qué es una Magnum 357, una Prieto Beretta, una Ingram, una miniusi, un AK47, un MP5, una 7.62. De todos estos años viviendo el barrio he visto esas armas. Las distingo.

Por alguna razón atada a la confianza o al exceso de confianza, le creí completa su respuesta. Aparté la sombra que han cernido sobre mí los momentos en que mis entrevistados me han engañado con sus testimonios. Una vez un treintañero que en su adolescencia alcanzó a estar unos meses en curso para hacer parte de la Armada, en la Base Naval de Manzanillo, me habló de una balacera en su barrio y, tal como Honorio Asdrubal, se refirió a las armas por la intensidad del sonido del disparo. De entrada, le creí. Pero semanas después conversé con un oficial en retiro de la Armada y me hizo ver que en los pocos meses que aquel treintañero había estado en curso no le habían enseñado tanta precisión acerca del armamento, porque esos “contenidos académicos” los daban mucho más adelante.

         —Cómo es posible Juan Miguel, que vos estás en la acera de tu casa y pasen ellos con el fusil al brazo, como si nada —continuó Honorio Asdrubal, queriendo reforzar su respuesta—. Y si un pelao les pregunta qué es eso, mirá el descaro, empiezan a explicarle el arma pieza a pieza.

Cuando sus padres llegaron al Popular I, en 1979, era un asentamiento de chabolas sobre la tierra yerma dispuesto a recibir desplazados por la violencia o por las precarias formas del trabajo campesino. Y tan desconectado de la ciudad moderna que las personas debían caminar de dos a tres kilómetros ladera abajo para poder abordar un colectivo que las acercara hasta, digamos, el Edificio Coltejer, orgullo del desarrollo urbano e industrial en esa época. Era un tiempo en que un combo llamado Los Nachos era terror y autoridad, la ley por fuerza de la intimidación. Los papás de Honorio Asdrubal, sin ser delincuentes ni nada parecido, cayeron bien con los vecinos y con el combo; para más extrañeza, habían llegado sin conocer a nadie, sin tener referidos ni familiares y nadie les puso problema.

         —Mi niñez fue en la esquina en la que más marihuana se fumaba, la calle 118. Hay un sector que le dicen La Guayana, un callejón donde se reunían por ahí treinta personas a fumar. Los Nachos prendiendo porros. Y había una familia muy parada de apellido Londoño que mantenía dándose bala con esa gente. Una cosa de locos. En la esquina se encendían a cuchillo. Yo era muy sardino, pero tengo recuerdos de eso porque los tengo.

Una década después, finales de los años ochenta, el Popular I ya era núcleo de un vasto suburbio obrero delimitado como Comuna Uno y conocido por los habitantes de la ciudad como la “Nororiental”. Toda esta ladera sería escenario de los dos relatos más ilustrativos de una época de desmadre y fuego, de adolescentes en un precipicio moral y criminal: la película Rodrigo D: No Futuro y el libro No nacimos pa’semilla. Ambos, clásicos de la narrativa colombiana. Rodrigo D, como se le dice perezosamente, le mostró un mundo descascarado al país de privilegios. La historia de un joven con aspiraciones de baterista de punk que hubiera podido ser sicario, pero en vez de la música o las armas escoge el suicidio al comprender que estaba destinado a matar o a no ser nadie. Desde ese momento, el director de la película, el poeta Víctor Gaviria, puso lo marginal en el centro. Le dijo a este país —nos dijo— que si íbamos a seguir mirando hacia los lados nos íbamos a seguir estrellando contra nuestra propia indiferencia. Algo similar pasó con la crónica No nacimos pa’semilla. Alonso Salazar es su autor y años después de publicada fue alcalde de Medellín. Algún día tendré que entrevistarlo sobre este libro. Cómo lo hizo, cómo llegó a los personajes, cómo lidió con el desasosiego de tanta barbarie. El libro cuenta la vida de un joven sicario que se relame con su habilidad para matar y sufre con su torpeza para vivir las horas del día a día. Dentro de nuestra escasa tradición de periodismo narrativo, esta crónica resalta por experimental y arriesgada, por situar a la Nororiental en el centro. Lo marginal en el centro.

Vuelvo con mi personaje.

Honorio Asdrubal es el menor de siete hijos —cuatro mujeres y tres hombres—. De niño veía a su papá trabajando como albañil y se daba cuenta de que el salario alcanzaba, apenas, para la comida de la familia y el arriendo de la casa. Cuando su hermano mayor estuvo en la edad en que ya podía sentirse casi adulto —12 o 13 años— debió abandonar séptimo de bachillerato y ponerse a trabajar para comprarle ropa a todos. Las hermanas aportaron lo suyo: primero, se emplearon para ayudar con los gastos de la casa y luego se fueron casando para aminorarle a su papá el tamaño de la obligación. Más tarde, cuando el mayor ya ocupaba rancho aparte, fue su otro hermano quien pudo culminar un curso técnico de electricista y echarse a la espalda los faltantes de la familia. Pero sobrevino la fatalidad o el azar inescrutable de la violencia. En el velorio de un vecino que había sido asesinado a balazos el día anterior, unos hombres se aparecieron armados. El hermano electricista de Honorio Asdrubal se inquietó o se indignó porque entre ellos reconoció a los asesinos del vecino, como si anduvieran en busca de los amigos del muerto para matarlos también. Y dijo: “Hombre, aquí solo viene gente seria”. Sin mediar palabra, uno de los tipos le disparó a la rodilla con un changón delante de todos los asistentes. Nadie intentó evitarlo. Desde ese día el hermano electricista quedó discapacitado y nunca más consiguió empleo.

         —Vos sabés —me dijo Honorio Asdrubal— que en este país a los discapacitados no les creen. Pero también debo decir que mi hermano, a raíz del rechazo, se volvió un poco holgazán. Y le he dicho: “Trabajá pues que estoy mamado de mantener la casa yo solo”, y es como si no escuchara.

Repito: hacía un clima exquisito en esa ladera noroccidental. Sol atenuado, viento reparador. Unas mujeres tercera edad estaban dobladas sobre colchonetas en el suelo. Respondían a una rutina de ejercicios dirigida por Honorio Asdrubal. La estructura de aquel colegio seguía el lamentable modelo encementado de las instituciones de educación pública: salones dentro de galpones pétreos, una plancha de concreto demarcada con líneas de colores que, decían, era una cancha triple: microfútbol, baloncesto, voleibol. El techo de varillas. No había una sola franja —no digamos zona— de pasto y árboles. ¿Jardines? Ni loco. Sentados en el suelo y recostados contra un muro, Honorio Asdrubal cruzaba palabras conmigo sin dejar de dar instrucciones a las señoras. Espigado y más escuálido que corpulento, Honorio Asdrubal no se quitaba unas gafas de miopía que le agrandaban las pupilas como por efecto de lupa. Motilado como la coronilla de un chontaduro, se expresaba en un tono pausado y dominando sus emociones.

         —Vea hermano: allá en mi barrio a los pelaos de 10 años para arriba les gusta es dar bala, ni trabajar ni estudiar. Vea hermano: a los que no nos gustó dar bala, a los que solo queríamos estudiar, se nos dificultó más.

II

Honorio Asdrubal soñaba con ser futbolista profesional. Comenzó jugando en el equipo del barrio, pero nunca consiguió formarse en una escuadra de divisiones inferiores. A los 22 años, con el cartón de bachiller y aún enfebrecido por la pelota, ingresó al colegio de árbitros para empezar una carrera como silbato de fútbol aficionado y tratar de alcanzar en el futuro la Primera División. Pero en el segundo o tercer partido que le asignaron olfateó la muerte. Era una semifinal en una cancha en el corregimiento de San Antonio de Prado. Tensión, patadas de ida y vuelta, jugada confusa en el área y Honorio Asdrubal sancionó penalti. Los futbolistas del equipo castigado se le fueron encima. Él se defendió como gato acorralado parándose en la línea del área: “Al que se me arrime lo expulso”. Hubo gol. Y mientras el balón fue ubicado en mitad de cancha, los futbolistas comenzaron a amenazarlo: “Te vamos a matar… te vamos a matar”. Honorio Asdrubal se hizo el sordo y continuó el partido hasta el último minuto. Pero luego, cuando se estaba cambiando, vio que los perdedores se habían situado en la puerta de salida de la cancha, como si de verdad lo estuvieran esperando. Sigiloso y con ayuda del organizador del torneo, Honorio Asdrubal se escabulló por una puerta auxiliar. De camino a su casa en un taxi, se repitió las certezas de su experiencia: “Me iban a matar, como si un partido de fútbol valiera la vida”. Frustrado y humillado, se dijo que no volvería a pitar, le restaría importancia a ese juego, pensaría en otro futuro.

Ya en su casa, se quitó el atuendo de árbitro y lo arrinconó en un extremo del closet. Apagó la luz y se tiró en su cama. Sin poder dormirse, hilvanó los recuerdos de lo que había sido su vida hasta esa noche. De repente, una imagen súbita lo arropó como epifanía: fue aquel instante en que su profesor de educación física en el bachillerato corrió a atenderlo luego de que se hubiera tronchado un pie. El profesor le palpó la hinchazón, los tendones y la redondez del tobillo mientras iba describiendo los huesos, músculos y cartílagos con tal dominio de la anatomía que Honorio Asdrubal quedó estupefacto. El profesor le dijo qué tipo de lesión podía ser y le sugirió una terapia de hielo y calor. Lo tranquilizó: se recuperaría pronto. Honorio Asdrubal no atinó una palabra. Abstraído, olvidó la lesión por unos segundos. La elocuencia y el conocimiento de su profesor le habían mostrado un mundo, el del estudio y el conocimiento. Esa noche, en lo hondo de su habitación, con la seguridad de que nunca más arbitraría un partido de fútbol, Honorio Asdrubal se prometió ser como ese profesor.

Hasta séptimo semestre se pagó la carrera de Educación Física pidiendo plata prestada, ahorrando las utilidades que le dejaban las ventas en la calle de bolis y perros calientes y, más tarde, los pesos que cobraba como tutor en un gimnasio. El proyecto de ser profesional caminaba derecho. Sus cercanos le ayudaban hasta donde les era posible. Cuando las ventas se caían y debía aportar dinero adicional para los gastos de la familia, su novia le ayudaba con sus extras de estilista en peluquería de rico. Alguna vez, recibió un giro que le envió un cuñado suyo, albañil en España, como donación a la causa. Pero llegó ese día en que su hermano electricista quedó en silla de ruedas tras el changonazo en el velorio y Honorio se vio obligado a cargar con él y con la manutención de sus papás que ya tenían más de setenta años y a duras penas ganaban monedas vendiendo limones en un semáforo. En pocos días, los gastos doblaron sus ingresos y a la hora de pagar matrícula para octavo semestre, Honorio Asdrubal no tenía un centavo, estaba ahogado en deudas y a punto de postergar carrera quien sabe hasta cuándo. De esto lo salvó la noticia que le trajo el que era dueño y jefe suyo en el gimnasio, un líder barrial llamado Carlos Alberto Ospina Osorio. Le dijo que había unas becas para completar estudios superiores que la organización comunitaria estaba otorgando por méritos y con plata que giraba la Alcaldía. Que participara. Lo hizo y a los días vio su nombre entre la lista de elegidos. Año y medio después, Honorio Asdrubal obtuvo el título profesional.

         —Yo soy el único de la familia al que le ha gustado el estudio y tiene título universitario —me dijo una vez sin sonrojarse—. Es mi mayor orgullo. Y mucho se lo debo a Carlos Ospina, ojalá pudieras agregar unas líneas sobre él en esto que estás escribiendo, calidoso. Seguro el nombre no te diga nada, pero la gente de la comuna que lea esto sí sabrá quién fue él.

 

Abro paréntesis

Carlos Alberto Ospina Osorio, pude averiguar, fue un cuarentón que cayó a asesinado a tiros de pistola en una calle de la comuna. Era líder destacado en toda la Nororiental, pero luego de haber afirmado un largo prontuario como hombre de guerra. El primer antecedente que se hizo público fue su participación como integrante de las Milicias del Pueblo y para el Pueblo, esa banda de salvajes alucinados que le dio por imponer la ley del talión en varias zonas de Medellín como respuesta, supuestamente, a la anarquía de pandillas y sicarios que asolaba a la ciudad en esos años finales de la década del ochenta y primeros noventas. Bajo una pretendida ideología de defensa territorial comunitaria, las Milicias provocaron una guerra de tipo militar contra bandas de delincuencia organizada y combos de gatilleros. Una vez el Gobierno Nacional logró desactivar a la mayoría de milicias firmando con ellas un proceso de paz, Carlos Alberto Ospina Osorio apareció como directivo de Coosercom, la cooperativa creada por acuerdo con el Gobierno para integrar y emplear a los milicianos desmovilizados. De hecho, hay noticia de que Ospina fue arrestado por la policía como principal sospechoso de haber mandado a matar al gerente de la cooperativa que lo antecedió. Parece ser que nada le probaron o que pagó muy poco tiempo de cárcel porque una fuente de la Alcaldía de Medellín me contó luego que Ospina había aparecido como combatiente paramilitar de rango medio junto a alias Don Berna en la toma que del Valle de Aburrá hizo el Bloque Cacique Nutibara de las AUC. “Estuvo patrullando por toda la zona oriental de la ciudad”. Sin un conteo judicial de cuántos muertos pudo haber dejado en su camino, Carlos Alberto Ospina Osorio entregó las armas durante la desmovilización paramilitar y empezó a crecer como líder comunitario. Abrió su negocio, el gimnasio Ciaf Atlas, en el sector de La Galera, otro rincón de la Nororiental lleno de noticias de sangre, y empleó a varios jóvenes que no eran bandidos ni estaban interesados en crearse un prontuario, entre ellos Honorio Asdrubal. El homicidio de Ospina Osorio tuvo lugar en 2008 y aunque Honorio Asdrubal me dijo que lo habían matado por envidias, el crimen también pudo leerse como una consecuencia de la desprotección en la que quedó tras la extradición de Don Berna firmada por el gobierno Uribe en ese mismo año. Como haya sido, al sepelio en Campos de Paz asistieron cientos de personas (Honorio Asdrubal me dijo que mil personas). Y una mujer, líder barrial veterana de la Nororiental y de la que me reservo el nombre, me lloró contándome detalles de la gestión de Carlos Alberto Ospina Osorio como promotor de convivencia y agente de paz en la comuna. En los días y meses posteriores a esta muerte, la zona de La Galera fue la más caliente de toda la ladera.
Cierro paréntesis.

 

Honorio Asdrubal dejó caer la voz, como si todavía sintiera la ausencia de alguien que hubiera podido ser su mentor.

         —El lema de Carlos era “si vos no te educás, no tenés oportunidad de nada en esta vida. Si vos no te educás, ¿cómo vamos a cambiar este barrio?”.

III

Tantas veces se ha dicho que la pobreza, que la exclusión, que la falta de oportunidades, que la ausencia del Estado, que el abandono, que el aislamiento, que el resentimiento, que el (ponga aquí lo que quiera) son las circunstancias o los antecedentes que justifican la violencia, entonces la pregunta que me rondaba luego de todo su relato era por el origen de la no violencia de Honorio Asdrubal.

         —Nunca me gustó eso —me dijo—. Eso no es la vida.

         —Entiendo, pero lo dices como si siempre hubiera sido una opción, como si en tus manos siempre hubiera estado la posibilidad de elegir. ¿Tus papás te advertían o hacían cosas distintas para cuidarte y cuidar a tus hermanos?

         —Mis papás solo me decían que tuviera mucho cuidado. Pero no podían hacer mucho más. Te voy a contar algo particular: mi mamá nunca sale de la casa. Y no sale porque le dan miedo esas calles.

         —Ahora que eres profesional y que has crecido como persona y ciudadano, ¿te has sentado a pensar sobre los vecinos que se llevó la violencia, los que fueron absorbidos por la inercia de los grupos armados, y por qué vos no fuiste uno de ellos?

         —Lo he pensado. Te voy a decir lo que pienso, pero no sé cómo decirlo sin que suene arrogante.

         —Decilo tal como te salga.

         —A mí no me ha gustado el estilo de vida de mucha gente de mi comuna y de la ciudad. Me da indignación porque si yo tuve la capacidad de salir adelante ¿por qué los otros no? La pereza y la vagancia de mucha gente de esta ciudad es mortal. Les gusta la plata fácil y así es muy complicado que un barrio, que una ciudad, que un país salga adelante. Y reciben las oportunidades y no las aprovechan. Cuando a mí me dieron una oportunidad, la agarré y no la solté. En mi barrio reina el facilismo, además de que quieren llevar vidas imposibles de sostener: vestir la mejor ropa, los mejores zapatos, tener fajos de billetes en el bolsillo. Eso no lo da el trabajo honesto y honrado. El trabajo te da para vivir cómodo, no más. La vida que ellos buscan es de excesos. Y los excesos solo son posibles por el sicariato, las drogas. Quiero mucho a mi ciudad, a mi comuna y a mi barrio. Aquí he crecido. Pero no puedo tapar su realidad. Mirá te cuento algo: en uno de mis tantos trabajos de albañilería camellé con alguien de quien no puedo decir su nombre. Es técnico electricista, pero le gusta asaltar, el hurto. Qué ironías de la vida. Y una vez estábamos canchando [abrir zanjas en el piso para meter cableado] y me decía: “Uy hombre Honorio, es mucho más fácil apretar un gañote, coger el maletín y salir corriendo, que seguir haciendo este trabajo todo el día. Muy duro”. Mirá: si él que puede hacer los dos tipos de trabajos, los honestos y los criminales, opina eso, ¿qué puede uno esperar de los demás? Tenaz. Hay otra cosa que también me has puesto a pensar. Cuando llegamos al barrio, yo me hice en un grupo de diez amigos. Y ninguno de nosotros ha sido nada de eso. Hoy por hoy uno es plomero, otro es chef, otro es supervisor de una empresa, otro es mensajero, otro trabaja en aseo… fuimos diez y jugábamos fútbol y ninguno escogió esa vida. ¿Por qué? No tengo idea, no sé la respuesta. Pero así fue. 

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