A don Gonzalo lo tumbaron

A don Gonzalo lo tumbaron

Texto

Laura Ramos y Diego Pedraza

Ilustración

Angélica Correa Osorio

Julio 10 de 2020

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A don Gonzalo lo tumbaron

Contra toda forma de opresión, hasta la simbólica. Eso quisieron decir los enviados del pueblo Misak al derribar el monumento a Gonzalo Jiménez de Quesada en el centro de Bogotá. Y fue la corrección de la historia, la subversión del relato oficial.

 

1.

En el lugar donde se erguía la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada está parado un joven de gorra y barba abundante posando con el puño en alto para una cámara que le apunta desde abajo. Otro, mientras tanto, escribe con aerosol negro en una de las paredes del pedestal: “485 años de impunidad”. Algunas personas prefieren rodear el sitio, para tomar fotos o simplemente observar la ausencia de la efigie. Uno de los celadores, con chaleco color verde fosforescente, merodea el monumento sin poder hacer nada.

—¡Quihubo, don Gonzalo! —le grita un vendedor de esmeraldas al joven encaramado en la cima de la historia y del olvido.

Las cinco de la tarde del viernes 7 de mayo caen sobre el aire ocre de la plazoleta frente a la Universidad del Rosario, en el centro histórico de Bogotá. Y hace aproximadamente dieciocho horas, un grupo de indígenas Misak, provenientes del suroccidente colombiano, tumbaron la estatua del fundador de la ciudad: Gonzalo Jiménez de Quesada. Solo quedó, en todo el centro de la plaza, el basamento de piedra en forma de estrella con flores y arbustos bien arreglados.

El pasado 28 de abril comenzaba una nueva jornada de protestas en el país, en principio, contra la reforma tributaria impulsada por el Gobierno para cubrir la crisis económica derivada de la pandemia. Ese día, en Cali, los Misak empezaban la jornada tumbando a Sebastián de Belalcázar, el conquistador español de la Provincia de Popayán y fundador de Santiago de Cali. Pese a que la reforma fue retirada, las protestas continúan. Y hoy, 7 de mayo, décimo día de manifestaciones, los indígenas Misak también iniciaron como protagonistas. En su comunicado oficial dicen:

Los pueblos originarios del Movimiento Autoridades Indígenas del Sur Occidente, AISO, fuerza de las mujeres y de los jóvenes por el territorio de Bacatá, Nutrak, Mejter, derribamos a Gonzalo Jiménez de Quesada, quien fue históricamente el más grande MASACRADOR, TORTURADOR Y VIOLADOR de nuestras mujeres y nuestros hijos.

 

Más de 30 años después de haber fundado la capital del Reino de Nueva Granada, exactamente en el año 1579, Gonzalo Jiménez de Quesada murió de lepra mientras vivía en la población de Mariquita, frustrado, empobrecido y olvidado, según cuenta el historiador Juan Friede en su artículo “Jiménez de Quesada, conquistador frustrado”.

Es resucitado de ese olvido por los indígenas Misak, pero no como el hombre que se batió con los indios chimilas y caribes en estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, ni como el que remontó el río Magdalena hacia el sur buscando el Perú, ni como el que llegó a la sabana de Bogotá siguiendo la ruta de la sal.

“Lo interesante de Jiménez, es que Jiménez ya no es Jiménez. Jiménez ya no es Sebastián de Belalcázar. Jiménez ya no es ese nombre de personajes más o menos célebres, más o menos oscuros, que son fundadores de otras tantas ciudades”, dice Carlos Páramo, antropólogo, historiador y profesor de la Universidad Nacional de Colombia. “Todos esos personajes son un solo personaje de múltiples caras: el conquistador español, que es portaestandarte de la violencia, de la barbarie, de la opresión, de la subyugación”.

“He vivido y he muerto muchas veces”, escribió Jorge Luis Borges en su poema El Conquistador: “Yo soy el Arquetipo. Ellos, los hombres.”

El profesor Carlos Páramo afirma que la memoria del conflicto en Colombia y, en general, en Latinoamérica se puede remitir a la época de la conquista. “Siempre será la misma violencia, la violencia del conquistador”, dice. Y esa violencia termina decantándose en un ser investido en armadura de caballero español y prendas de hombre ilustrado, barbado, con una espada empuñada que a la vez es cruz, y alzado en el centro de una plaza donde todos los días se le cagaban encima las palomas.

El conquistador que revivió una vez más, pero para ser derribado del pedestal en el que lo habían montado.

 

2.

Eran las dos de la tarde del viernes 7 de mayo y en la carrera séptima con calle 79 marchaba Didier Chirimuscay entre la multitud. De su cuello colgaba una correa tejida con los mismos colores de la bandera que sujetaba con sus manos: rosado, azul, blanco y negro. Los tonos del pueblo Misak. Caminaba seguro, con semblante serio y firme. No le temblaba la voz para admitir y justificar a medios de comunicación el cometido que, en nombre de su pueblo, él y sus compañeros habían llevado a cabo. “Además de que ellos nos despojaron de nuestras tierras, nos masacraron, nos asesinaron y violaron a nuestros ancestros, colocan esos monumentos. No queremos esos monumentos que traen una mala memoria a los pueblos indígenas”.

Un reportero de tantos se le acercó en medio de gritos, consignas, cantos y pitidos.

       —Taita, ¿por qué el pueblo Misak tumbó la estatua?

       —Nuestras comunidades en asamblea emiten los mandatos que son legítimos. Son una fuerza de la comunidad para empezar a ordenar el territorio, nuestro territorio, los espacios sagrados —respondió Didier Chirimuscay, rezagando el paso e intentando ordenar sus ideas en medio del bullicio.

       —¿Piensan seguir protestando de esta forma?

       —La protesta es legítima, pero sabemos que el gobierno está asesinando a través de la policía. Entonces el pueblo colombiano va a seguir y el movimiento indígena también.

Finalmente, el periodista le preguntó a Didier si tenía algún mensaje para enviarle a la opinión pública:

       —Bueno, que no solamente están esos títulos personales, tenemos que apostar a un periodismo que conozca la historia.

 

3.

“A don Gonzalo una grúa vino y se lo llevó”, cuenta el vendedor de esmeraldas, que exhibe sobre una manta blanca sus piedras preciosas de diferentes formas, tamaños, colores y purezas.

       —Mi nombre es Yurguin, pero me conocen mejor como “el Mono”.

La gente continúa llegando en torno al pedestal sin ídolo en la plazoleta del Rosario, ubicada al borde de la avenida que lleva su nombre en sentido oriente-occidente, canalizado y luego soterrado, el río San Francisco, como le pusieron los españoles, o Vicachá, como era llamado por los indígenas. La avenida fue bautizada en 1917 en honor a este conquistador ya que no existía calle que recordara “la memoria de uno de los más ilustres entre los héroes de la conquista y colonización del Nuevo Reino de Granada”, dice el Acuerdo 31 del Concejo de Bogotá de ese año.

Unos rieles de tranvía incrustados en el suelo de ladrillos —pisoteados por los buses que ahora transportan cientos de pasajeros al día— se pueden ver en un tramo de la avenida, como huella del paso de los vehículos del primer sistema de transporte masivo en la ciudad. El Café Pasaje con su fachada blanca, sus ventanales con anuncios de neón dirigidos al centro de la plazoleta, recuerda las tertulias y reuniones de la élite ilustrada bogotana de mediados del siglo XX, que tenían lugar en cafés, salones de té, clubes, librerías y restaurantes del Pasaje Santa Fe, del que la plazoleta fue primero su parqueadero.

Los edificios de más de cinco pisos de alto, que contrastan con el estilo colonial de las casas y edificaciones que se encuentran hacia el suroriente, como las instalaciones de la Universidad del Rosario, dan cuenta de una tendencia arquitectónica modernista que acogió a las actividades emblema del progreso. Como la prensa y la banca, con la primera sede del periódico El Tiempo, o el edificio del Banco de la República que persiste hasta hoy.

Si la Plaza de Bolívar, ubicada a unas pocas calles, es el centro administrativo del país, la Avenida Jiménez con la plazoleta del Rosario, fue el epicentro de la transición a la modernidad de la ciudad. Y estos rasgos que persisten en el paisaje de concreto, son una sutil cicatriz de lo que fue ese proceso.

La plazoleta fue construida en la década de los 80, luego de que se demolió la manzana donde funcionaba el Pasaje Santa Fe. Y la estatua, tras ser elaborada en 1960 por Juan de Ávalos, un escultor español, pasó por dos puntos de la avenida antes de ser erigida y reinaugurada en la plazoleta el 7 de agosto de 1988, más que como un símbolo de la conquista, como uno de la civilización.

Una niña que se había subido en el basamento para tomarse una fotografía desciende agarrándose de una cuerda, mientras alguien la ayuda desde abajo ofreciendo sus hombros como apoyo.

       —¿Le va a hacer falta don Gonzalo? —le preguntamos a Yurguin, quien lleva alrededor de 30 años frecuentando la plaza para vender las esmeraldas que a veces él mismo extrae de minas del departamento de Boyacá, o que le compra a mineros de tiempo completo.

       —Falta no, porque es una cuestión material.

 

4.

“La historia no se borra por tirar una estatua”, dice Sergio Montero, PhD en desarrollo y planificación urbana, y profesor del Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo de la Universidad de los Andes. “La historia siempre va a estar en libros y en archivos de diferentes maneras”. Lo importante para Montero es la apropiación del espacio público, que le pertenece a la ciudadanía. “Lo que existe en él debería ser representativo de lo que queremos celebrar como sociedad en este momento histórico. El celebrar estatuas a personas hace parte del sistema patriarcal que celebra el individualismo. Más que estatuas, debemos buscar otras formas de celebrar que sean colectivas”, concluye.

        —¡El 2019 y el 2020 nos mostraron cómo el gobierno está dispuesto a reprimirnos y a asesinarnos, con tal de imponer sus intereses económicos por encima del pueblo trabajador! ¡Es momento… —alza la voz ahora otro joven sobre el monumento, a quien se le corta el flujo de las ideas y hace una pausa para recuperar el hilo de su discurso— de que salgamos todos juntos a las calles, este sábado 15 de mayo, no importa en qué país estén, no importa qué bandera tengan. Es momento de que nos unamos todos como hermanos y salgamos a las calles a decir: no a la violencia estatal, no a la represión!

Unos pocos aplausos y silbidos se escuchan después del discurso improvisado, dirigido a un público de no más de veinte personas que llegan a la plazoleta.

“El problema es que cuando se homenajean en público, no se cuestiona su rol, no se cuestiona cómo marcaron nuestra historia negativamente, sino que se plantea en positivo”, dice la antropóloga y profesora de la Universidad de los Andes, Diana Gomez. “Lo que nos están diciendo los indígenas es que las estatuas tienen su lado oscuro, como diría la teoría decolonial, y que ese lado oscuro fue el que significó para ellos: opresión, muerte, imposición de religión, cultura, historia, etc”.

“¡Aba muiii, aba muiii, aba aba, aba muiii!”, cantan ahora sobre la plazoleta, a ritmo de tambor y de sonaja, Lisa Bello y Carlos Hernández, quienes desde el 2015 vienen recorriendo el territorio de lo que antes era Bacatá y hoy es Bogotá, con La Caminata Sagrada, una iniciativa liderada por abuelas de diferentes comunidades indígenas del país, entre ellas algunas descendientes de los Muiscas —que habitaron la sabana de Bogotá antes de la conquista— para despertar lugares sagrados que fueron enterrados por los conquistadores.

       —Eran lugares de pagamento, eso es importante contarlo, que la relación de nuestras comunidades ancestrales no era solo de sacar, sino también de dar, de pedir permiso y de hacer pagamento —dice Lisa, parsimoniosa, vistiendo un buzo color verde oliva sobre un vestido blanco, el pelo largo, castaño, peinado hacia atrás con ayuda de una diadema—. Sé que despertamos uno ahí, frente al Museo del Oro —y voltea hacia la plaza Santander que está del otro lado de la calle, nombrada así en honor a uno de los próceres independentistas.

Carlos Hernández y Lisa Bello rodean el monumento deteniéndose en los cuatro puntos cardinales. Un paso atrás, luego un paso adelante con el pie derecho, bailan según los toques de los tambores de mano, sincronizados hasta con las mochilas terciadas hacia el mismo lado. Carlos pisa el suelo con unas botas amarillas de punta redonda, lleva una chaqueta abultada que coincide con las botas, y un pantalón ancho, color negro. La cabeza rapada, barba oscura y prominente.

       —Desde hace mucho tiempo entendimos que esos símbolos son una historia mal contada, y que es ridículo rendirle culto a los que asesinaron a nuestros antepasados —dice él, mientras la plazoleta comienza a desocuparse y el cielo se oscurece—. Vinimos a honrar el deseo que teníamos de que se piense en restaurar y en cambiar los monumentos, porque eso ayuda a cambiar la memoria y lo que pasa en el territorio —continúa Carlos.

Pasan los transeúntes, algunos dirigiéndose a las estaciones de buses que los llevarán de regreso a sus casas, y aunque algunos se quedan mirando con curiosidad y extrañeza el ritual que realizan Lisa y Carlos, ellos permanecen concentrados en su acto.

El tambor es el corazón y con la sonaja simbolizan lo masculino y lo femenino. Y ellos dos son hombre y mujer, lo que hace más poderosa la ceremonia. Son cosas que han aprendido de comunidades indígenas.

       —Entonces por eso decidimos hacer algo sencillito, venir a saludar el territorio, y con cierto descanso. Como si hubiera estado algo oprimido y se liberara —dice Carlos Hernández.

En el monumento solo quedan las flores pisoteadas por los ciudadanos que quisieron ponerse en los zapatos de Gonzalo Jiménez de Quesada o jugar a ser estatuas de carne y hueso.

       —¿Es una manera de resignificar este espacio?

       —Creo que esa es una tarea que viene ahora —responde Lisa Bello.

 

5.

Recostando el hombro sobre una de las farolas que rodean la plazoleta, uno de los celadores, que prefiere no decir su nombre, dice que sin la estatua el espacio que lleva cuidando durante dos años se ve raro.

       —Los turistas ya no van a tener por quién preguntar. —Mira de reojo y en silencio el pedestal vacío como si fuera el polvo que delinea la ausencia del objeto que por mucho tiempo ocupó un lugar—. No entiendo qué ganan con eso, porque así no van a recuperar lo que los españoles se robaron —dice de repente, como liberándose un poco del cúmulo de cosas que tiene por decir y no puede.

       —¿Usted cree que lo que los españoles hicieron…?

       —¡Qué no hicieron! —responde anticipando la pregunta—. Nos robaron todo, lo único que nos dejaron fue la corrupción.

 

6.

       —Ellos están haciendo lo que ese señor en su época les hizo —dice Yurguin, con un cigarrillo en la boca, alistando las canastas de plástico en las que comienza a recoger su mercancía.

El hombre de piel morena y agrietada, ojos grises y claros, pelo encanecido y bien peinado hacia atrás, saca del bolsillo de su blazer caqui dos bolsas pequeñas y transparentes, cada una con una piedra no más grande que una uña. Por una pide 150.000, por la otra 650.000. Al contraluz se nota que la menos cara es de un verde azulado menos intenso. Luego, las vuelve a guardar y dice:

       —Lo único cierto es que a don Gonzalo lo tumbaron y cuando yo llegué aquí, a las ocho de la mañana, ya no tenía la espada.

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