El circo de la sopita de murciélago

Texto: Laura Camila Arévalo Domínguez
TW: @lauracamilaad
IG: @lcarevalodominguez

Ilustración: Ema Villalba
TW: @_utopia_
IG: @Emavillalbaj

El circo de la sopita de murciélago

Si algo ha sido puesto a prueba en esta pandemia es la solidadridad espontánea. Cuando todo indica que nada puede ser peor, siempre hay una persona o un grupo de personas que recuperan el sentido altruista y llevan la esperanza. La siguiente es la historia de cuatro artistas que, en vez de quedarse de brazos cruzados, optaron por construir ciudadanía.

Hay cuatro payasos cocinando “sopita de murciélago” en las calles de Bogotá. La preparan en una olla enorme, en la que cabe un persona sentada. La guisan con alimentos que algunos tenderos les donan después de verlos bailar y recitar poemas. Mazorcas, papas, yucas, plátanos, arroz, lentejas… El tipo de “sopita” depende de los ingredientes recibidos. Puede ser sancocho o sopa de pata o de pasta o ajiaco. Y la reparten entre las familias que colgaron trapos rojos en sus ventanas como forma de anunciar que tienen hambre.
       Hay cuatro payasos desempleados que salen a las calles gritando que vienen los malabares y la comida.

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Quedan convertidos en pavos reales de narices redondas brillantes que comienzan a gritar que salgan, pero con tapabocas. Que miren, pero a distancia. Que saluden, pero con “el piecito”.

Circo Encuentro nació hace once años en la localidad Rafael Uribe Uribe, sur de Bogotá. Comenzó como un grupo de cuatro jóvenes profesionales que decidieron ser cirqueros tiempo completo. Iván Pira, licenciado en artes y líder del grupo; Sergio Cubillos y Daniel Ceballos, que se graduaron en pedagogía en recursos humanos, y Alexandra Suárez, la contadora del equipo. Todos menores de 30 años. Además de participar en cuanta convocatoria anunciaba la alcaldía local, crearon un semillero de niños para enseñarles artes plásticas y arte circense.
          Desde sus inicios y hasta antes de la pandemia, su único sustento provenía de contratos que lograban con algunas empresas y de las clases que daban en la casa de Alexandra. Pero cuando empezó el contagio, los niños no pudieron volver a estas clases ni al colegio. “Quedaron encerrados con los problemas entre sus papás, con la densidad de la necesidad y la violencia. Con el hambre. Nosotros, que también quedamos encerrados y desempleados, nos preguntábamos qué podíamos hacer por ellos si tampoco teníamos dinero. La respuesta llegó más rápido que tarde: vamos a intercambiar arte por comida y vamos a compartirla”, dice Alexandra, que habla como si estuviera recitando. La entonación de sus palabras suuuuuuube y luego desciende lento. Como si quisiera que al conversar los demás también quedaran prendidos de sus anhelos.     
            Sin ingresos, la comida tenía que salir de donaciones así que planearon dos shows callejeros por semana. Uno para recolectar y otro para repartir. A su iniciativa la llamaron “Campaña anti COVID-19 acompañada de nuestra sopita de murciélago”.
           La semana de Pira, Ceballos, Cubillos y Suárez comienza ubicando los lugares para la colecta. Después de elegida la zona, fijan día y hora para encontrarse allá. Llegan vestidos de “civiles”, es decir, no disfrazados. “A lo que vinimos, muchachos”, se dicen, una frase convertida en empujón para encontrar el coraje. Antes de la función en la que saben que serán ignorados por algunos, se pegan palmaditas en la espalda, se miran, se endurecen para no quebrarse cuando el “querido público” los ignore y no duela tanto. Suspiran y se comienzan a maquillar.
          Se ponen un overol café con parches negros en las rodillas que combinan con una camisa de rayas blancas y rojas. Dos de ellos se pintan la cara de blanco y se dibujan ojos más grandes con rayas y puntos de color verde, más toquecitos de escarcha. Los otros dos se la pintan de rojo y adornan los ojos con plumas trazadas con delineadores de colores. Quedan convertidos en pavos reales de narices redondas brillantes que comienzan a gritar que salgan, pero con tapabocas. Que miren, pero a distancia. Que saluden, pero con “el piecito”.
          La presentación para la colecta inicia con un baile y aplausos. Ahí es cuando los tenderos que sí quisieron ser parte del público terminan moviendo las caderas y juntando las manos para lo que venga: las vueltas en el aire de los payasos y los días que restan de esta cuarentena interminable que, según algunos, pronto acabará.

Un murciélago se encontraba volando
y el hombre obsesionado se encontraba acechando
no se sabe bien si en laboratorio o en sopa
pero el coronavirus nos tiene en una encerrona
ahora depende de ti y de mí que esto mejore
porque con cuidado y tapabocas el cuidado se impone

          Esta estrofa la recitan fuerte, casi que a los gritos. Es un poema que debe llegar a todo el sector, así que las cuerdas vocales de estos cuatro payasos vibran con fuerza. Después ejecutan malabares con pelotas y dicen: “Así como las peloticas del payasito están en el aire, el coronavirus también. No debemos salir a la calle sin protección”. Sonríen, así no se les note. Así sepan que tienen que esforzarse más para sacar las arrugas que se forman en las esquinas de los ojos. Sus espectadores, que son los comerciantes y tenderos del lugar, les devuelven las sonrisas y las arrugas. Es la señal para pasar de puerta en puerta llenando los costales con las donaciones de comida.
          Previamente, en plazas de mercado y en las tiendas de los barrios han repartido “panfletos” —así dicen ellos— en los que explican en dónde terminará la comida que reciben. Van con sus redes sociales, números de contacto y una invitación para donar alimentos.

           Si los sectores en los que deciden presentarse no quedan muy lejos de la sede del grupo —que es la casa de Alexandra en Rafael Uribe Uribe—, se van a pie. Si la distancia es larga, usan bicicletas. Cargan las donaciones en la espalda o en los manubrios. De regreso en la sede, se ponen guantes, rocían los costales con decol y limpian cada cosa recibida. Toda la comida se queda en agua hasta el día siguiente que es el día de preparar la “sopita”.
          Los cuatro hablan con diminutivos y en una voz actuada. Achinan lo ojos y endulzan la mueca. Como si a todo quisieran imprimirle una ternura maternal. Así logran que al pedir, les regalen, y al ofrecer, les reciban.

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Después de repartir, comen los payasos, aunque a veces —la mayoría de las veces—, se quedan sin almuerzo.

En un artículo del periódico El Espectador, Xinia Navarro, secretaria de Integración Social, habla de 314 barrios pobres en Bogotá ubicados en localidades como Bosa, Ciudad Bolívar, Kennedy, Suba y Engativá. Y añade que “se han atendido barrios que no aparecen en Google Maps”.
           Estos son los barrios que Circo Encuentro busca para llevar la “sopita de muerciélago”. Si un día eligen prepararla en Bosa, el recorrido lo hacen en bicicleta y es de dos horas y media. En cada biciclieta amarran una carreta en la que cargan la batea, una reja y la madera del fuego para cocinar la comida. Ahí también acomodan los disfraces, maquillaje y los implementos de trabajo que son los juguetes de circo: conos, monociclos, clavas y disfraces.
           Antes de la presentación cumplen una serie de pasos. Al llegar al punto en el que cocinarán la sopa, buscan a un líder de la zona para que les ayude a encontrar agua. Descargan toda la parafernalia de las bicicletas y de las carretas. Montan el fogón, lo prenden y dejan calentando el agua. Para que la olla no tenga contacto con el suelo, la ponen sobre la batea. Mientras el fuego hace su trabajo, ellos buscan un rincón para sentarse a pelar papas, picar cebollas, lavar carnes y dejar listo el cilantro: el único ingrediente que no negocian para ninguna de las versiones de la sopa de murciélago.
            Cuando la sopita está lista, se maquillan y se visten. El procedimiento y la indumentaria es la misma que usaron en el show que hicieron para la colecta.
          Comienza la función: BUUUUUAAAAAAA BUUUUUAAAAA, suena la alarma. Uno de los payasos agarra un megáfono y pide que se asomen por las ventanas. Suena un redoblante. Entre más caras sumen en las ventanas de las casas, mejor. Suena la música.
           “¡Noooooo podemos comenzar, payasitos! ¡Hay niños que noooo tienen tapaboooocaaaasss!”, gritan y así esperan a que los que siguen con la cara descubierta se protejan. Cuando el público está listo, separado y protegido, ejecutan las acrobacias, los poemas y los chistes. Esta función es más larga que la de la colecta porque les interesa que, sobre todo los niños, se olviden de que en la casa no hay comida o de que tal vez ya les cortaron el agua por falta de pago. Que se rían, que bailen, que encuentren vías para escaparse de estos tiempos surreales.
           Hacer malabares con tapabocas y guantes quirúrgicos no es fácil. Hay trucos que no salen. Tuvieron que ajustarlos. No es lo mismo agarrar una clava con las manos envueltas en latex porque se resbalan. Antes del virus, los payasos no le temían al suelo. Ahora cada juguete que se cae y vuelve a sus manos los expone a un contagio. Debieron crear actividades más limpias. Cuando uno de ellos se monta en los hombros del otro para hacer una acrobacia, debe hacerlo sobre una plantilla que evite el contacto de las suelas con la piel. Después se desinfectan con alcohol. Antes de cada presentación, entrenan con tapabocas. Cada vez se ahogan menos, pero el agotamiento se duplica.
           Después de 15 minutos de ver monociclos sobre las barbillas de los payasos o payasos sobre los payasos, llega la hora del almuerzo. Los cuatro cirqueros en zancos se acercan a cada ventana con un volante que le indica a cada vecino la hora para acercarse a recibir cinco porciones personales de la sopita. En cada presentación, Circo Encuentro entrega unas 15 boletas que son 75 platos de comida.
            El payaso que sirve la comida tiene guantes, cabello recogido y tapabocas. Hay vecinos que por la ansiedad de comer o la preocupación de que se acabe llegan antes de la hora indicada. Cada persona en la fila está a un metro de distancia. Después de repartir, comen los payasos, aunque a veces —la mayoría de las veces—, se quedan sin almuerzo. La comida no alcanza, ceden su plato y resuelven su hambre comprando mil pesos de banano.
            Al terminar, empacan la olla —sin lavar, claro—, limpian el espacio que habían ocupado y se regresan a la sede. Van con menos peso, pero la vuelta demora lo mismo: el cansancio y el hambre les roba la energía con la que comenzaron.

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          Hasta el pasado de 13 de julio, Circo Encuentro había completado 15 actividades en distintos barrios de la ciudad. No se quejan. No piden nada. Dicen que no entienden cómo es que en la capital del país, una ciudad llena de artistas ahora paralizados, no hay más apoyo estatal con el que ellos podrían servir y acompañar a la ciudadanía.
           Les gustaría sentirse más respaldados por un gobierno que habla de economía naranja, pero que los artistas desconocen. Dicen que con el arte, que con sus malabares, vuelan. Que no son médicos, pero su aporte es vital: comida para el cuerpo y el espíritu. Sueñan con que el contagio en cada actividad sea el artístico. Que la poesía, el teatro, la música, el baile, todas las artes sean, finalmente, un soporte. Guía y refugio.
          Circo Encuentro, que ya ha entregado 1.125 sopitas de murciélago en Bogotá, es la nueva cueva gratuita para explorar las virtudes de entregarse a las prácticas que se preguntan por lo esencial.

 

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