Una y mil vidas sobre el jarillón del río Cauca
Texto
Lina Uribe Henao
Ilustración
María José Porras
Octubre 24 de 2021
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Una y mil vidas
sobre el jarillón del río Cauca
Pasaron años y años para que el gobierno de Cali ordenara desalojar y reasentar a las familias campesinas que levantaron sus casas sobre el dique que protege a la ciudad de las inundaciones eventuales del río Cauca. Tras la medida, estas familias tratan de no perder lo escencia: el arraigo y el afecto vecinal.
La señora Martha y su esposo Rufino recuerdan con exactitud que el 20 de noviembre de 2019 fueron desalojados de su vivienda. Lo recuerdan con la misma precisión y nostalgia que las fechas en las que han fallecido dos de sus hijos, porque para ellos es un dolor compatible. “Cuando nos sacaron, lo sentí como la muerte de mis hijos. Fue muy duro”, dice Martha, mientras se soba las manos intentando invocar la calma para que el recuerdo no le quiebre la voz.
Esta pareja de adultos mayores, cuya descendencia se extiende hasta bisnietos, llegó a Cali hace 19 años, en el 2002, con el antojo de seguir construyendo la vida en una zona donde ya residía uno de sus hijos: el jarillón del río Cauca. La emoción de verse en un terreno amplio los motivó a la agricultura y, entonces, sembraron plátano, yuca, maracuyá, papaya y habichuela. Luego, don Rufino logró un préstamo con el que hizo un galpón. Más adelante empezaron a criar cerdos para la venta.
La calma se rompió casi una década después, en el 2010, cuando entre los vecinos se expandieron los rumores de que los iban a desalojar de sus viviendas, pues la zona había sido declarada de riesgo no mitigable. Resultaba incomprensible para ellos que nunca se habían sentido en peligro, aunque desde la parte trasera de su vivienda podían observar el río Cauca, no muy lejos, pero sí lo suficiente para que la amenaza de una creciente no les interrumpiera el sueño.
Pasaron nueve años de censos, trámites, reclamos y acuerdos hasta que sucedió lo inevitable. Martha y Rufino vendieron los pollos y los cerdos, y ese 20 de noviembre se hicieron a un lado mientras funcionarios de la Alcaldía de Cali destruían la vivienda a porrazos. En cada escombro se iban 17 años de historias. Los recuerdos. El esfuerzo. La vida.
“Nos tocó irnos a pagar arriendo en el barrio donde vive una hija. Duramos dos meses y medio, pero no aguantamos el ruido de los vecinos. Salió la oportunidad de alquilar una casita en el jarillón, una que todavía no habían demolido, y no lo dudamos”, cuenta don Rufino.
El jarillón de Cali es un muro hecho de tierra, que tiene 26,1 kilómetros de largo y unos 35 metros de ancho, construido por la Corporación Autónoma Regional del Valle –CVC- entre los años 1958 y 1962 como medida de prevención para que una posible creciente del río Cauca, que se encuentra a uno de sus costados, no inundara el oriente de la ciudad y causara una tragedia. A una velocidad promedio, una persona tardaría seis horas y media caminando de un extremo al otro del jarillón.
La forma correcta de llamar este dique es ‘farillón’, pero la cadencia del acento caleño reemplazó la ‘f’ por una ‘j’ y ahora ambas formas son aceptadas, o al menos comprendidas por quienes las pronuncian. El muro no se construyó de manera paralela al río, sino que su ruta fue determinada por los ingenieros a cargo de mitigar el riesgo, de manera que en unas partes está más lejos que en otras.
El ingeniero ambiental Hernando Devia, técnico de la CVC, autoridad ambiental del Valle del Cauca, explica que la cresta del dique tiene unos 24 metros, y quedaron 36 metros libres hacia el lado del río para hacer un ‘aliviadero’: si el río subía, la inundación se resolvía en ese espacio y era contenida por muro. La parte alta podía ser utilizada para labores agrícolas, pero no de vivienda.
“Con el paso del tiempo, personas desplazadas de otras partes de Colombia por fenómenos naturales empezaron a establecerse ahí lentamente. Trajeron escombros y tierra para rellenar el aliviadero, y sobre él construyeron sus casas”, dice el ingeniero Devia. Un censo realizado en el 2012 estableció que había 8777 familias asentadas sobre el jarillón y en inmediaciones de dos lagunas cercanas, construidas con el fin de que regularan las aguas lluvia.
Bajo el supuesto de que cada familia tuviera, en promedio, cinco integrantes, las personas que vivían en el jarillón y en las lagunas cuando se hizo el censo eran suficientes para llenar un escenario como el Estadio Metropolitano Roberto Meléndez, en Barranquilla, el segundo más grande de Colombia.
Surgió una necesidad inminente: estas familias debían ser reasentadas en otras zonas de la ciudad, y el jarillón tenía que quedar libre para iniciar labores de reforzamiento por el deterioro que había sufrido con la llegada de asentamientos humanos. Se creó el Plan Jarillón, un programa que se apoya en el Fondo Adaptación y en la Secretaría de Vivienda de Cali para ofrecer una solución de vivienda a las familias censadas que, voluntariamente, desalojen la zona de riesgo.
Si algo no le faltaba al dique era variedad. Podían encontrarse desde humildes casas de esterilla hasta empresas de reciclaje, pesqueras, parqueaderos y hasta billares o discotecas. Se estima que hoy, con los avances que ha tenido el Plan Jarillón, quedan unas 3000 familias que aún viven sobre el jarillón o en la zona más cercana al río. Las comunidades se han articulado para ejercer procesos de resistencia y no permitir que los saquen de un territorio que consideran suyo.
La casa en alquiler de la señora Martha y su esposo Rufino ya no tiene pollos ni marranos, pero sí una mata de tomate que bordea la puerta de entrada. En el antejardín hay varios cultivos en materas que mantienen a flote su producción agrícola. Su vecina Amalfi se ha dedicado a cuidar su huerta en un terreno en el que sembró maracuyá, ají, lulo, tomate, pimentón, poleo, hierbabuena, fríjol, pepino, acelgas, cebolla y otros alimentos.
“Yo vivía en una casa que también tumbaron. No me quería ir, pero no había opción: sale o sale”, recuerda Amalfi, oriunda del sur del Valle del Cauca y habitante del jarillón desde hace 30 años. La única alternativa que contempló cuando demolieron su casa fue rentar otra cercana, a la que aún no le llegaba la demolición.
Como en la fábula de Los tres cerditos, varias familias han encontrado otra vivienda sobre el jarillón después de que la suya se convierte en una montaña de escombros. La toman en renta, aunque saben que el Estado llegará ahí nuevamente, a soplar como el lobo del cuento infantil, proponiendo una negociación de desalojo voluntario o ejerciendo su poder para derribarla.
La mayoría de familias de un sector sobre el dique reconocido legalmente como Samanes del Cauca son campesinas y de vocación agrícola. Por eso, están esperanzadas en un proyecto promovido por el presidente de la Junta de Acción Comunal –JAC- y la administración municipal, con el cual pasarán a tener viviendas productivas comunitarias en una parte que no sea de riesgo y allá podrán seguir con sus actividades para que mengüe el impacto de dejar aquel lugar en el que han pasado décadas.
Yoider Gómez, líder comunal y presidente de la JAC de Samanes del Cauca, también vivió 20 años junto al río Cauca. “La vivienda, después de la salud, es el bien más preciado para las comunidades”, dice mientras mira con nostalgia un árbol de guanábana sembrado en lo que era su casa y que daba guanábanas de hasta 25 kilos, pero sobre el que ha recaído el peso del abandono y ya no carga frutos.
Como se negó a firmar un acuerdo con la Alcaldía para dejar su vivienda voluntariamente a cambio de un subsidio de arrendamiento o el reasentamiento en otro proyecto de vivienda, por lo general en unidades de apartamentos, tuvo que pasar por un procedimiento denominado ‘restitución de bien de uso público’. Sin el eufemismo, lo que le sucedió fue que derribaron su casa a la fuerza, contra su voluntad. “Ese día vinieron como 200 hombres del Esmad y la Policía como si yo fuera un delincuente. Arrasaron con toda mi familia”, recuerda.
En Samanes del Cauca quedan unas 90 familias de las 130 que habitaban la zona, según los cálculos de Yoider. Todas saben que deben irse de ahí, quizá muy pronto, pero se aferran a sus espacios mientras puedan.
En un sector cercano a la punta norte del dique, Nancy Restrepo recuerda que sus pasatiempos a los ocho años eran jugar a la orilla del río, montar a caballo y hacer columpios con sogas atadas a los árboles. Incluso, como sus lecciones empíricas de natación las tuvo en el río Cauca, cuenta entre risas que cuando va a piscina le dicen que tiene ‘nadado cauquita’.
El extremo norte del dique es el que más asentamientos humanos posee, pues los desalojos no han llegado a esta zona y se acordó que los trabajos de reforzamiento del jarillón se harán en la parte que da la cara a la ciudad y no al río, con lo que los habitantes de la zona no tendrán que irse de sus viviendas de manera urgente. Esto, sin embargo, no indica que no deban hacerlo en algún momento. Y ahí llegan las preocupaciones.
Don Luis, que vive en el jarillón hace más de 50 años y su edad ya supera los 80, no tendría tranquilidad en un apartamento. Su hijo Miguel cuenta que don Luis ocupa sus días paseando las vacas, vendiendo leche o cuidando los pollos que cría. “Su vida es esto. ¿Qué va a hacer él en un apartamento? Se me muere”, sentencia Miguel.
Recorrer el jarillón es encontrarse con una comunidad que ha tejido lazos tan fuertes que parece una familia: cuidan a los hijos de los demás, hacen celebraciones comunes, comparten alimentos en tiempos de cosecha y se comunican alertas cuando algo extraño está ocurriendo. Esta vida en comunidad ya no es frecuente en los desarrollos urbanos, en los que cada familia suele interesarse únicamente en lo que sucede de su puerta hacia adentro.
Por eso, uno de los argumentos de las personas que han acudido a instancias legales para no desalojar el jarillón es que se va a romper todo el tejido social que han logrado con años de convivencia. “Acá las familias viven felices porque enseguida están los primos, los padres, los tíos… Si mandan a cada uno para un lugar distinto, se daña todo”, dice Nancy Restrepo, habitante y lideresa de la zona que aún tiene casi todas sus viviendas intactas.
El gerente del Plan Jarillón, Eli Shnaider, coincide en que una de las prioridades debe ser conservar el tejido social, lo que representa un reto en el proceso de reasentamiento. “Uno no puede desconocer que estas personas atesoran una vida desarrollada en este territorio. Lo que buscamos ahora es hacer reasentamientos grupales para conservar esas líneas de apoyo comunitarias, esos lazos que ya existían”, afirma Schnaider.
Tampoco se quieren afectar las unidades productivas que se han desarrollado en el jarillón, donde abunda la economía circular con empresas dedicadas al aprovechamiento del plástico, del papel y del metal. Estas y otras industrias generan empleo para los habitantes del sector y, cuando se cambian de lugar, se estima que la mitad desaparecen. Por eso, el gerente del Plan Jarillón tiene una claridad: “Esto no lo podemos desconocer. No estamos dispuestos a perder a nuestros empresarios”.
Vivir en el jarillón de Cali es tener al río Cauca casi en el patio trasero de la casa. Es estirar el brazo para tomar las frutas de los árboles. Es no tener lujos, pero experimentar la plenitud. Es hacer comunidad con los vecinos. Vivir en el jarillón de Cali es, sobre todo, resistir y tratar de lograr acuerdos que favorezcan a todos los involucrados.
El profe Ricardo, que vive hace 37 años sobre el dique, asegura que lo mejor de estar allí es la seguridad. “Acá la ropa se cuelga y amanece colgada”, dice como metáfora del respeto que hay entre los vecinos. Aunque el jarillón colinda con varias comunas de Cali que reportan la mayor cantidad de homicidios, pareciera que cerca del río operan unas lógicas menos hostiles. Hay problemáticas con bandas delincuenciales y microtráfico, como en el resto de la ciudad, pero para sus habitantes sigue siendo un lugar tranquilo.
En sus planes de vida nunca ha estado dejar su casa, que tiene marcada con un aviso de madera en el que se lee ‘La villa del profe’. Incluso, extiende ese deseo hasta el fin de sus días: “lo que más le pido a Dios es que me deje morir aquí”, pronuncia mientras mira hacia el río y deja que sus ojos se pierdan en el cauce lento.
El ingeniero Hernando Devia, de la CVC, reitera que uno de los impactos ambientales que han dejado los asentamientos humanos sobre el jarillón de Cali es que, a falta de servicio de alcantarillado, los desechos van a parar al río y esto afecta sus características físico-químicas, además de toda la contaminación que recibe en el norte del Cauca.
A esto se le suma que el dique está muy debilitado por las construcciones, de modo que una fractura del muro y una creciente del río Cauca podrían inundar a cerca de 900.000 habitantes del oriente de Cali y afectar al resto de la ciudad, pues la inundación llegaría hasta la Planta de Tratamiento de Agua Potable y la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales, que sirven a casi todos los habitantes de Cali.
“Hay que reconocer que el río Cauca no tiene crecientes súbitas porque es un río caudaloso. Los ríos caudalosos son lentos, entonces la gente aprende a vivir con eso… Pero puede llegar un momento en el que arrase con todo”, asegura el ingeniero Devia.
Jhon, que tiene una fábrica de colchones, le hizo una fiesta de despedida a su casa cuando supo que, irremediablemente, por esos días irían a tumbarla. Incluso, se atrevió a comprar una porra para derribarla él mismo con el interés de recuperar algo del material con el que la había construido. Como un acto de complicidad del universo, la demolición no llegó y Jhon permanece allí, evitando pensar en que algún día deberá irse.
Manuel, que se dedica a la cerrajería y lleva 32 de sus 37 años viviendo en el jarillón, tiene solo un deseo: “Que nos dejen quedar unos 50 años más y listo”, comenta entre risas nostálgicas. Nancy, que creció montando columpio en los árboles cercanos al río y que se ha convertido en una de las voces de los vecinos, advierte que seguirá resistiendo para que su comunidad no se rompa.
“Los que aún vivimos en el jarillón no necesitamos una vivienda porque ya la tenemos. Ellos (la Alcaldía) son los que necesitan nuestro territorio y vienen con un discurso de que nos van a dar “una vivienda digna”. ¿Quién les ha dicho que nuestras casas no son dignas? Vivimos en el jarillón porque queremos, porque acá está nuestra vida”, dice Nancy mientras, a su espalda, la tarde se cierra sobre el río Cauca y empiezan a escucharse los ruidos de la fauna nocturna.