Morir antes de los 30

Morir antes de los 30

Texto

Lina Uribe Henao

Ilustración

Daniela Hernández

Junio 16 de 2022

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Morir antes de los 30

En Cali, más de la mitad de personas asesinadas entre 2010 y 2021 tenían menos de 30 años. Aunque sucede lo mismo en otras ciudades de Colombia, Cali reúne condiciones para que resulte más difícil superar las tres décadas de vida. La madre de un joven asesinado, un líder social y expertos en seguridad indagan en las razones.

A Juancho lo mataron cuando tenía 17. Hasta antes de los disparos había sido un día feliz para su familia: su mamá, por fin, estaba haciendo construir la losa de la casa, con los ahorros que habían resultado de su trabajo como empleada doméstica. Al lado de ella, sus hijos observaban el procedimiento. De repente, un grito del enemigo: “¡Juancho!”. Disparo, caída, remate.

“A Juancho le echaron la culpa de haber matado a alguien porque él prestó la bicicleta para cometer el crimen. Me lo mataron por venganza. Mi hijo de 10 años intentó cargarlo cuando quedó tendido en el piso, pero no pudo. El cuerpo ya pesaba mucho”, cuenta Patricia, la mamá, mientras se quiebra en llanto al recordar uno de los momentos más tristes de su vida.

Para ese entonces, el pelao había abandonado el colegio, tenía un bebé, consumía sustancias psicoactivas a diario y le había confesado a su mamá un homicidio cometido por él un año antes. Patricia, que poco se relacionaba con sus vecinos por estar dedicada al trabajo, había empezado a notar miradas raras. Fue entonces cuando decidió enfrentar a su hijo adolescente y preguntarle qué sabía de ese asesinato: “Mamá, Fui yo. Yo la maté”.

Ni en la respuesta de Juancho ni en la reacción de Patricia hubo titubeos. Al día siguiente, madrugó a iniciar el trámite en la Fiscalía para denunciar a su hijo por el delito de homicidio. Allá, sin embargo, la recibió un funcionario que le sugirió cambiar de idea: “Me dijo que mi hijo era menor de edad y que no tenía demandas por ese caso, que mejor dejara todo así… Entonces me fui sin hacer nada”, recuerda Patricia.

Meses después, tuvo que sacar a Juancho de la casa cuando agredió a uno de sus hermanos menores. “Ahora creo que el error fue haber dejado a mis hijos mucho tiempo solos por irme a trabajar. Las pandillas se aprovechan de los padres ausentes”, agrega con el tono de quien añora lo imposible.

Nunca tuvo otra opción: mientras ella se ganaba unos pesos arreglando casas de familia, con la imposibilidad de contratar a alguien que cuidara a sus hijos después del colegio, tuvo que cargarles a los mayores la responsabilidad de cuidar a los más pequeños. En tantos días de soledad, los seis pelaos eran un grupo de adolescentes cuidando niños, cuidándose entre todos, con la criminalidad servida en bandeja apenas abrían la puerta de la casa.  

Juancho fue una de las 1.239 personas asesinadas en Cali durante 2017, cifra que a su vez hace parte de la base de datos de la Policía Nacional que contiene las 17.192 muertes violentas registradas entre 2010 y 2021 en la capital vallecaucana. La tragedia se extiende: 6 de cada 10 personas asesinadas en Cali en los últimos 11 años eran menores de 30 años. La cantidad de homicidios supera los registros de ciudades como Bogotá, que tiene tres veces más habitantes, y duplica la de Medellín, cuya población también es mayor que la de Cali.

El homicidio de jóvenes no es un fenómeno exclusivo de algunas ciudades. Ni siquiera de Colombia. Estudios de alcance internacional han coincidido en que los jóvenes propenden a involucrarse en acciones violentas, por lo que es usual que se concentren los homicidios en ese grupo etario. Sin embargo, Cali tiene unas condiciones particulares que exacerban el peligro inminente ante las dinámicas delictivas.

“Somos el epicentro urbano más importante del suroccidente del país. Todo lo que pasa en el andén Pacífico se refleja en nuestra ciudad. Además, la concentración de cultivos ilícitos más grande de Colombia está a 40 minutos, así que somos un corredor para el tráfico de estupefacientes y tenemos presencia de organizaciones criminales de todo tipo. A esto se le suma el alto porcentaje de la población vulnerable y las condiciones de desempleo”, explica Rocío Gutiérrez Cely, directora de proyectos de intervención en violencia y cultura de paz de la fundación Sidoc.

Para Juan Camilo Cock, director ejecutivo de la fundación Alvaralice y ex subsecretario de la estrategia Territorios de Inclusión y Oportunidades (TIO) de la Alcaldía de Cali, la lista de agravantes se extiende: “En Cali hay una instrumentalización de niños para el delito porque son más arriesgados y tienen menos percepción de riesgo. En los barrios donde la gente no tiene muchas perspectivas en la vida, hacer parte de un grupo delincuencial es visto como una fuente de poder. Además, hay una gran disponibilidad de armas de fuego”.

En efecto, la estadística delictiva de la Policía Nacional entre 2010 y 2021 indica que el 85% de los homicidios perpetrados en Cali durante este periodo se cometieron con armas de fuego, seguido por un 0,1% con arma blanca. En ‘el bajo mundo’, que en realidad puede estar a pocas cuadras de sitios concurridos en la ciudad, una pistola hechiza o ‘pacha’ se puede conseguir en $100.000. Si el dinero no es suficiente, hay servicio de alquiler.

Con un arma de fuego, Juancho cometió su primer crimen: “Empezó a coger ‘malas juntas’ que le decían ‘mirá como le toca de duro a tu mamá y vos ahí haciendo nada’, ‘mirá que no tenés ni zapatos’. Cuando pude darme cuenta, mi hijo ya estaba metido hasta el cuello”, cuenta Patricia.

Álvaro Pretel, exdirector del Observatorio de Seguridad de Cali, afirma que los jóvenes víctimas de homicidios en la ciudad suelen recorrer una espiral del delito: empiezan con porte de armas, luego incursionan en la venta de drogas, llegan al homicidio, tal vez van a la cárcel, recuperan la libertad y son asesinados.

Al ser un territorio en el que confluyen estructuras criminales de Buenaventura, Cauca, Nariño, Chocó y hasta carteles de otros países, en Cali hay un fenómeno de normalización de la actividad criminal que permea la escala de valores y permite que los jóvenes, desde muy chicos, incorporen en su cotidianidad actividades como vender drogas, actuar de campaneros o cometer algunos delitos para irse insertando en dinámicas delictivas mayores. “Y como son tan jóvenes, los usan de carne de cañón. Se vuelven desechables para las organizaciones criminales”, dice Pretel.

Patricia se desmorona cada vez que recuerda todo lo que pasó con su muchacho. Es como si caminara sobre vidrio molido: los pequeños fragmentos de la historia van abriendo heridas. “Los chicos se lanzan a la calle porque en la casa no encuentran ese calor de hogar. Las pandillas se aprovechan de esa vulnerabilidad”, comenta justo antes de mencionar que durante su infancia y adolescencia ella sí logró esquivar la oferta que tenía más cerca: pandillas, prostitución y droga.

En Cali, los homicidios se concentran en las cuatro comunas del oriente, que conforman el Distrito de Aguablanca; en la comuna 18, límite del perímetro urbano al suroriente de la ciudad, y en la comuna 20, sector conocido como Siloé, aunque este es solo uno de los 11 barrios que conforman la zona. La violencia homicida se intensifica en sectores de alta vulnerabilidad, donde los niños aprenden a correr cuando escuchan una balacera incluso antes de saber cómo amarrarse los zapatos.

En estos lugares también se han asentado los grupos delictivos. “Ya no hay pandillas juveniles como las que tuvimos en los años 90, pues los cambios en la geopolítica de las drogas han permitido que grandes organizaciones criminales, que participaban en el negocio del narcotráfico hacia el exterior, se ubicaran en los mercados internos. Tienen todo un andamiaje criminal distribuido en la ciudad”, explica Gildardo Vanegas, investigador sobre violencia urbana. A principios de abril de 2022, por ejemplo, capturaron a un cabecilla del cartel de Sinaloa en el sur de Cali.

A ‘Chezi’ lo mataron cuando tenía 23. Sus días terminaron como habitante de calle, luego de haber quedado huérfano. El sustento provenía de la generosidad de los vecinos que lo habían conocido desde niño y de los pesos que podía ganar vendiendo reciclaje, pero llegó el momento en el que los gastos lo desbordaron: conoció el basuco, el perico, la heroína, no pudo parar, no pudo parar, $150.000 de deuda, incapacidad financiera, asesinato en la calle, una cifra más para el registro homicida en Cali del año 2019.

Durante los últimos 11 años, el 96% de las personas menores de 30 años asesinadas en la capital vallecaucana fueron hombres. ‘Chezi’ hace parte de esta cifra. En él se cruzaron dos variables que casi siempre desembocan en finales indeseados: la ausencia de recursos básicos para una sostenibilidad económica y el consumo habitual de sustancias psicoactivas. “La oferta de la ilegalidad es constante, mientras la oferta de la legalidad es escasa”, asegura Rocío Gutiérrez Cely, que trabaja con jóvenes vulnerables en el marco del programa Compromiso Valle.

Sin embargo, comenta el investigador Gildardo Vanegas, referirse a la violencia con base en los homicidios que registra una ciudad tiene una limitante, pues reduce la ilegalidad a un asunto de víctimas y victimarios, y deja de lado los procesos de violencia que generan las organizaciones criminales. “Puede que los homicidios en la ciudad disminuyan, pero que esto no esté basado en el éxito de una política pública sino en el establecimiento de una hegemonía criminal que va a agudizar otros delitos”, explica Vanegas.

Además de ser las principales víctimas, los jóvenes son los principales generadores del delito. En 2021, por ejemplo, la mayoría de los capturados en Cali según los datos de la Policía Nacional tenía entre 18 y 25 años. Aunque a ninguna edad deberían usarse las manos para fabricar la muerte, resulta más triste que lo hagan a una edad en la que podrían estar fabricando sueños en el pasillo de una universidad.

En las lógicas macabras de la criminalidad, emplear niños y adolescentes para el delito resulta un buen negocio: como el sistema penal para ellos tiene un enfoque restaurativo, las sanciones son más leves que si el delito fuera cometido por un mayor de edad. Por eso, resulta insuficiente comprender la seguridad como un asunto de control territorial, pues su logro exige que en los territorios donde se gesta el crimen haya una satisfacción de las necesidades humanas básicas y se fortalezca el componente social. Solo así, el problema dejará de ser que exista una oferta criminal y se podrán enfocar los esfuerzos en construir otras alternativas.

Gustavo Gutiérrez, un líder social que lleva más de 17 años adecuando bibliotecas en esquinas donde funcionaba el expendio de drogas, asegura que el principal error que han cometido las políticas públicas que buscan disminuir la criminalidad es que se equivocan de población: “No trabajan directamente con los chicos que necesitan alejarse de la violencia, sino que llegan con procesos sociales dirigidos a jóvenes que están cerca del consumo o la violencia, pero no son los actores principales. No son los que disparan”.

A esto se le añade la nula continuidad de los proyectos, pues cada alcaldía desestima los esfuerzos de la administración anterior y propone nuevas estrategias que deben implementarse desde sus inicios, no siempre con un panorama claro de las condiciones y necesidades de la población que busca alcanzar. “Cuando se acaban estos proyectos, los jóvenes quedan sin saber qué hacer y regresan a la ilegalidad”, dice Gustavo.

‘Peluca’ dejó el colegio cuando tenía 10 años. Sus padres no podían suplir sus necesidades básicas, así que se vio en la obligación de buscar un empleo para conseguir ingresos. El crimen fue su única opción: además de dinero, le daba poder. Empezó a distribuir drogas y a trabajar de ‘campanero’ o cobrador. Lo llevaron varias veces al centro correccional. Se escapó.

Con el brío de la adolescencia, quiso seguirse abriendo camino en el delito. Comenzó a matar y a vender drogas que también consumía.

Cuando lo encontraron muerto, sus vecinos celebraron.

A la familia no le sorprendió.

La banda sonora de estas vidas pudo haber sido interpretada por Daniel Santos:

Cuatro puertas hay abiertas

Al que no tiene dinero

El hospital y la cárcel

La iglesia y el cementerio

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