La conjetura de Fayad

La conjetura de Fayad

Texto

Camilo Alzate

Ilustración

Maria José Porras Sepúlveda

Julio 10 de 2020

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La conjetura de Fayad

La región cafetera es fundamental en la historia de la insurgencia en Colombia. Sus montañas, hoy bastión del conservadurismo político y cultural, vieron nacer un sinnúmero de movimientos guerrilleros. ¿Coincidencia?

 

Recortes de prensa

-Hijo, ¿ya leíste la prensa? –Le preguntó el abogado Mario Gärtner a su hijo Guillermo Aníbal durante una llamada telefónica que debió ocurrir en la tercera semana de marzo de 1966, en Pereira.

       –No, papá, no la he leído –contestó Guillermo, quien alternaba las clases del colegio con los oficios clandestinos de la Juventud Comunista.

       –Mira El Espectador y no vengas a la casa –le advirtió su padre.

El 17 de marzo de 1966, la prensa nacional abrió con una acusación salida de los cuarteles de la Octava Brigada del Ejército. Los altos mandos militares de Caldas sostenían que en un paraje de Riosucio llamado La Iberia se estaba creando una “república independiente” de bandoleros adoctrinados por ideologías izquierdistas, que buscaba desafiar el orden constitucional. En su trama, los militares señalaron con nombre propio a reconocidos políticos, abogados y activistas estudiantiles de Pereira.

La Iberia es una hilera de casas montadas en una cuchilla que se desprende de la Cordillera Occidental. Sus habitantes eran y siguen siendo indígenas o campesinos minifundistas, herederos del viejo resguardo colonial de Cañamomo y Lomaprieta.

       –En esos sectores hacíamos educación política, de derechos –me dice hoy Guillermo Gärtner–, pero que hubiera intentos de formar una “república independiente” fue un infundio, una operación psicológica montada indiscutiblemente por el Ejército Nacional, desde el Batallón San Mateo.

Las tropas capturaron a los indígenas Faustino Rotavista, José Largo y Martín Hernández, quienes fueron conducidos al batallón en Pereira. Pero los soldados “no encontraron, como no tenían por qué encontrar, uniformes ni armas de ninguna especie” y no obstante decomisaron “propaganda del Movimiento Revolucionario Liberal y propaganda legal del Partido Comunista”, según puede leerse en el papel amarillento del comunicado que publicó uno de los abogados defensores de los indígenas.

Este comunicado se refiere a un informe del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). De forma errada –o quizá tendenciosa–, el DAS suponía que en Riosucio se estaba formando “un nuevo grupo del Ejército de Liberación Nacional”. Pero el comunicado desmiente tales acusaciones e insiste en que se trata más bien de un montaje con “oscuros fines” cuyo propósito es “justificar una persecución contra un movimiento agrario que aspira simplemente a recuperar lo que se la ha quitado por la fuerza”.

Cuando la prensa hizo eco de las acusaciones del Ejército contra los detenidos en Riosucio, faltaban solo tres días para las elecciones legislativas. El operativo parecía una maniobra para torpedear las candidaturas de varios miembros del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) como Liborio Chica, Gerardo Bernal y Zabulón Ramírez, quienes gozaban de simpatía en esas montañas. 

“Quiero advertir que se trata de una típica provocación contra esa región campesina, eminentemente pacífica, y que por lo general se opone al Frente Nacional”, insistía el abogado defensor de los indígenas en su comunicado. “En ese esfuerzo de los indígenas por la reivindicación de sus derechos, los hemos ayudado y estamos dispuestos a seguir ayudándolos, porque la batalla contra la injusticia no tiene color ni fronteras”.

No conservo el recorte de prensa donde, según Gärtner, él aparecía reseñado, con los otros dirigentes políticos, por los hechos de La Iberia, pero sí conservo el comunicado que desenmascaró todo el montaje. El doctor Alberto Alzate Tobón, quien lo suscribe al final, fue su autor. Él era uno más entre los acusados por los militares de ser instigador de la “república independiente” de La Iberia. Ese hombre era mi abuelo.

Fotogramas

Es 30 de julio de 2018. El tráfico desastroso tiene infartado el viaducto de Pereira, como ocurre siempre que cae la noche, y yo estoy sentado en el zaguán del Don Simón, un hotel barato a veinte metros del puente, casi debajo de él, viendo la procesión de menesterosos y prostitutas que merodean desorientados por la zona. Un amigo de infancia que milita hace años en las Farc, recién convertidas en partido político, me ha dicho que venga antes del anochecer. Ahora sí, asegura él, podrá conseguirme esa entrevista con el último comandante de la guerrilla, Rodrigo Londoño, “Timochenko”, quien anda de gira por la ciudad.

Recuerdo la primera entrevista de todas, la entrevista fundacional. La hicieron en 1965 dos cineastas franceses, Bruno Muel y Jean-Pierre Sergent, quienes se internaron a pie por las selvas del Cauca hacia un cañón de la cordillera central conocido como Riochiquito. Era una de las “republiquetas independientes” de las que había hablado el senador ultraconservador Álvaro Gómez Hurtado en una famosa sesión del Congreso en 1962.

Gómez, el hijo de Laureano –gran artífice de la violencia entre liberales y conservadores que se desató con el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán– instigó una y otra vez al Congreso para que el Ejército golpeara y arrasara las zonas remotas donde los campesinos liberales y comunistas se habían refugiado de la persecución política, organizándose en grupos de autodefensa.

Marquetalia, bajo el liderazgo del guerrillero Pedro Antonio Marín, fue la más famosa de aquellas zonas, pero no la única. Hubo experiencias similares en Cauca, Cundinamarca, Tolima, Huila, los Santanderes y en el viejo departamento de Caldas, entre Quinchía y Riosucio, donde imperaba la “república independiente” de Medardo Trejos, también conocido como “Capitán Venganza”, un guerrillero liberal que experimentó un viraje hacia las ideas de izquierda bajo la influencia de Roberto González Prieto, alias “Pedro Brincos”, otro bandolero famoso que había viajado a Cuba en los primeros días posteriores a la revolución, adoptando una marcada ideología social.

Durante su estadía en Riochiquito, los franceses conversaron con Pedro Antonio Marín, cuyo seudónimo era Manuel Marulanda Vélez, aunque la prensa lo bautizó eternamente como “Tirofijo”. También entrevistaron a Ciro Trujillo Castaño, segundo al mando, detrás de Tirofijo.

Ambos documentalistas jamás ocultaron su simpatía por los guerrilleros. Filmaron a los centinelas de guardia, a los combatientes y a sus familias, a los jefes repartiendo instrucciones y a Tirofijo tecleando en una vieja máquina de escribir al cobijo de un rancho en la montaña. Registraron las marchas extenuantes de los rebeldes con mujeres y niños a bordo, abriéndose camino por la manigua a machetazo limpio. Lograron captar los bombardeos y la caída de un avión de combate derribado.

“Riochiquito, al pie de la cordillera, no es ni la guerra ni la paz”, narraba la voz en off con evidente tono de epopeya. “Ya no es la paz y todavía no es la guerra”. Era el nacimiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, la primera guerrilla izquierdista del país, que a partir de los noventa sería la más grande, la más destructiva y poderosa.

Pero hoy es 30 de julio de 2018, ya ha pasado medio siglo de aquello. Acá no hay manigua sino esa procesión de mendigos que acechan bajo el Viaducto. De golpe veo cómo aparece la camioneta blindada de la que desciende un hombrecito rechoncho con el bigote afeitado hasta la pulcritud, caminando rengo a causa de los derrames cerebrales de los últimos años.

Es Timochenko, el último comandante. Solo me va a conceder diez minutos de conversación esquiva, como un funambulista que hace equilibrio porque no quiere resbalar con las preguntas incómodas. Finjo que estoy interesado en escuchar el balance acerca de las últimas elecciones en las que su partido acaba de sufrir un fracaso inocultable, pero al final confieso que he venido porque quiero saber algo inocuo para la mayoría de periodistas:

       –¿Es verdad que Santiago Londoño Londoño, un médico rico, comunista y homosexual, famoso en Pereira por sus contribuciones cívicas, fue el responsable de su ingreso a la guerrilla?

       –Yo tomé la decisión. Por casualidad, en una conversación que escuché indiscretamente, me enteré de alguien que tenía contacto con la guerrilla. Ahí dije “ah, este hombre sabe de eso”, y me fui donde él y le dije “ábrame las puertas”. Como aquí me movía en el círculo de la izquierda –yo militaba en la Juventud Comunista–, le llevaron a Santiago el cuento de que alguien de la Juventud Comunista quería irse pa’l monte. Y cualquier día llegó y preguntó “¿cuál es el que se va?”, y entonces lo que hizo fue llevarme a los almacenes en Quimbaya a comprarme la dotación que él sabía que se necesitaba en el monte: los pantalones cafés y verdes, la macheta, las botas, la toalla, las cosas básicas que son imprescindibles en la guerrilla. Esa es la historia real.

Vuelvo a la filmación de los franceses en Riochiquito. Manuel Marulanda se fija receloso en la cámara, esconde la mirada, aunque continúa hablando con firmeza a pesar de lo tosco de su discurso. Ese gesto lo dibuja completo: es un campesino –entre desconfiado y tenaz– que quiere hacer política y no lo dejan, entonces va a hacerla a su manera, a la brava, durante sesenta años. Los pequeños ojos negros contrastan con un rostro ancho, mientras que la gorra militar de visera doblada realza esa apariencia de torpeza que siempre lo acompañó. Marulanda era de Génova y Ciro Trujillo de Calarcá, dos pueblos del Quindío muy lejos de aquel cañón abrupto donde juntos fundaron una guerrilla.

En Calarcá también nació Rodrigo Londoño, así como Libardo Mora Toro, un abogado y militante comunista que a comienzos de los setenta fue abatido por el ejército siendo el máximo comandante del Ejército Popular de Liberación (EPL), otra guerrilla de orientación maoísta. Y de Calarcá también eran los hermanos Fabio, Antonio y Manuel Vásquez Castaño, fundadores del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el segundo grupo insurgente del país inspirado en la Revolución cubana.

Bien sea que se tratara de campesinos rústicos como Manuel Marulanda y Ciro Trujillo; o de intelectuales cuyas familias tenían una posición social acomodada como Libardo Mora, Tulio Bayer y Aldemar Londoño; o de estudiantes revoltosos que acabaron en las filas de la subversión como Iván Marino Ospina o los hermanos Jairo y Óscar William Calvo, muchos de los fundadores de las guerrillas y de sus combatientes ilustres provenían de la región cafetera. ¿Coincidencia?

Algunos incluso habían sido amigos cercanos antes de ser guerrilleros. Los hermanos Calvo, que acabaron liderando al EPL, se cruzaron durante sus años de secundaria en Cartago con Carmenza Cardona Londoño, “La Chiqui” del Movimiento 19 de abril, que sorprendió al país durante la toma de la embajada de República Dominicana en 1980. También se cruzaron con Álvaro Fayad, con quien lograron acuerdos programáticos cuando oficiaba como máximo líder del M-19 para firmar la amnistía con el gobierno de Belisario Betancur en 1984.

       –Es curioso el hecho de que el primer comandante de las FARC y el último fueran del Quindío, ¿qué le dice eso a usted? –le pregunto a Rodrigo Londoño antes de despedirme.

Rápidamente suelta esa risita protocolaria que lleva ensayada en su lidia con reporteros y micrófonos de todos los pelambres; un gesto radicalmente opuesto al de ese Tirofijo que rehuía la mirada ante las cámaras y fruncía el entrecejo cuando desatrancaba su discurso. Medio siglo entre ambas imágenes, entre ambos gestos. Medio siglo con una guerra de por medio.

       –Bueno –contesta Timochenko alegremente–, eso ya es para las especulaciones.

       Y vuelve a soltar la risa de viejito inofensivo.

Lazos de familia

Cuando mi abuelo emprendió la defensa legal de los indígenas detenidos en las redadas de La Iberia, estaba surgiendo el punto de quiebre entre el final de la violencia bipartidista y el nacimiento de la insurgencia armada dominada por las ideas de izquierda. Aunque era descendiente del desangre entre liberales y conservadores, esa insurgencia obedecía a motivaciones políticas distintas.

“Las guerrillas no se formaron por su propio gusto; las creó la Violencia”, declaró Gerardo Loaiza a La Tribuna, un periódico de Ibagué, el 28 de agosto de 1958. Loaiza fue un hacendado de filiación liberal que terminó armándose con sus hijos y sobrinos en el sur del Quindío tras el asesinato de Gaitán. Pedro Antonio Marín (o mejor Manuel Marulanda) era uno de esos sobrinos. La explicación de Gerardo Loaiza –que no justificación– coincide con la que seguirían utilizando los dirigentes guerrilleros de todas las facciones y tendencias hasta bien entrados los años ochenta.

Fue el mismo razonamiento que usó Álvaro Fayad con la periodista Patricia Lara en medio de la extensa charla que sostuvieron una noche en su celda de La Picota en Bogotá: “Habíamos recorrido toda la gama de posibilidades. Y todas estaban agotadas. Entonces, nosotros somos el fruto de la violencia, del estado de sitio, de esa guerra que la oligarquía empezó con la muerte de Gaitán, de esa incapacidad suya para solucionar los problemas sociales y políticos de nuestro pueblo”.

Fayad, al que apodaban “el Turco” por sus ancestros sirio-libaneses, era de Ulloa, otro pueblito cafetero en el norte del Valle. De niño contempló el cadáver fresco de su padre, un jefe liberal asesinado por los pistoleros conservadores en la puerta de su casa.

       –La región estaba sumida en la violencia, pero además había una tradición de izquierda que fortaleció el tema ideológico para que los líderes decidieran montarse a la izquierda armada –me explica el antropólogo Eric Bejarano, autor de un estudio sobre el ELN–. [Las guerrillas] son un movimiento producto del liberalismo progresista. [Pero] desde la sociología y la antropología se puede pensar que el paisanaje cumplía una función. Es un tema identitario.

Fabio Vásquez Castaño fue otro caso emblemático. Se hizo célebre por fundar el ELN y después por ordenar el fusilamiento de buena parte de sus propios compañeros en las montañas de Santander, al nororiente del país. Fabio se formó en Pereira, donde su hermano Manuel, a la postre también guerrillero, jugó un rol importante como dirigente estudiantil en el Colegio Deogracias Cardona. “Fabio no había participado en luchas políticas”, declaró Ricardo Lara Parada a la revista Trópicos tras haber desertado del ELN: “Me dice que solo conoce la historia reciente de la violencia bipartidista. Que él la sintió en carne propia. Que luego tuvo contacto con campesinos de la zona”.

Datos de la época revelan que los departamentos de Caldas (que entonces incluía también a Quindío y Risaralda) junto al Valle del Cauca se contaban entre los más violentos del país luego del asesinato de Gaitán. Paradójicamente, también estaban entre los más prósperos gracias a la bonanza cafetera. Estadísticas de la Policía Nacional en esos años indicaban que en 1962 había 33 grupos de bandoleros en Caldas con un total de 513 efectivos, y 30 grupos en el Valle con 512 efectivos, la mayoría de estos en la zona limítrofe con el Quindío. Dicha región era el epicentro del desangre: el diario La Patria de Manizales, el 22 de julio de 1958, reseñó un conteo de 880 muertos por causas violentas en lo corrido de ese año.

 “La gente de mi región no cree: en el Quindío yo le garantizo que hay 420 mil habitantes que no confían en las instituciones colombianas pues están convencidos de que no sirven, porque no los protegen”, exclamó en la sesión del Congreso del 24 de diciembre de 1962 el representante a la Cámara Alberto Bermúdez. “¿Por qué un individuo se pone a trabajar 24 horas al día en perseguir a sus semejantes, si eso es una tarea tan fatigosa? ¿Por qué no prefieren seguir una vida normal? ¿Por qué para ellos es más halagüeño ser miembro de cuadrillas guerrilleras? ¿Por qué la cuadrilla de Chispas está compuesta por niños de catorce y dieciocho años? ¿Por qué esos niños, en vez de seguirse confesando y comulgando los primeros viernes del mes, están atendiendo a lo que nos han contado aquí, a los comunistas, a Castro, a la terrible Revolución bolchevique? Tienen razón al proceder así, porque el Estado ha sido muy cruel con esas gentes”.

Aquella era la transformación que el historiador Ulises Casas describió como el tránsito de las guerrillas y el bandolerismo liberal hacia las guerrillas comunistas. Los guerrilleros de las décadas del sesenta y setenta solían tener en común que “venían de familias liberales, pero su accionar ya no se hacía dentro de los marcos partidistas de este tipo”. Según Casas, “de la guerrilla liberal no les queda a estos jóvenes más que el recuerdo”.

Durante tal interregno surge el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), una disidencia del partido oficialista encabezada por Alfonso López Michelsen (hijo del expresidente López Pumarejo, un cargo que años después ocuparía él mismo), movimiento que logró entusiasmar a muchos intelectuales urbanos mientras canalizaba el descontento de los campesinos en las zonas donde la violencia golpeaba con mayor fuerza.

Gonzalo Sánchez y Donny Meertens lo esclarecen en Bandoleros, gamonales y campesinos, un completo estudio sobre el fenómeno posterior a la muerte de Gaitán: “El color político de las zonas de bandolerismo era el MRL, predominantemente. La expansión de uno y otro, así como su virtual decadencia, irían, en gran medida, a la par. 1962 fue el apogeo de ambos; 1967, su momento de liquidación y disolución definitiva”.

Rectificaciones

He hallado el recorte de prensa del 19 de marzo de 1966 donde El Espectador rectificó las informaciones publicadas dos días antes. “No ha estado detenido Alzate Tobón por la investigación de La Iberia”, se lee en el titular.

Sigo leyendo: “Por su parte, el jefe del Estado Mayor de la Octava Brigada, Coronel Quintero, dijo a Caldas Press y a El Espectador que ‘en lo de Riosucio han hecho de una gota de agua un pantanero (…) no ha ocurrido nada que valga la pena y todo el escándalo ha sido obra de la publicidad’”.

En la foto del periódico, mi abuelo aparece de perfil, su corbata anudada correctamente, la frente amplia y el semblante mucho más delgado de como lo recuerdo en esa vejez retirada de las turbulencias políticas con las que coqueteó en su juventud, y que desembocaron en aquel ciclo interminable de barbarie que aún nos define. Qué precisas eran las palabras del Coronel Quintero: una gota de agua que algunos querían convertir en pantanero. Una gota que acaba en borrasca.

“Aprendimos en la selva a añorar el sol. Y supimos que la nuestra no era la marcha heroica de los himnos estudiantiles. Descubrimos en cambio que estábamos ante la vorágine”, le confesó Álvaro Fayad a Patricia Lara en esa extensa entrevista de 1982, la cual quedó inconclusa para convertirse luego en un capítulo del libro Siembra vientos y recogerás tempestades. Fayad señalaba la fatalidad de varias generaciones, la suya incluida. Cuatro años después, él mismo iba a terminar devorado por aquella vorágine.

Un infiltrado entregó la información. El Turco se encontraba en un apartamento del barrio Quinta Paredes en Bogotá. El 13 de marzo de 1986 la Policía desplegó un operativo para rodear el barrio y capturarlo, aunque otras versiones señalan que querían su ejecución. Los agentes cortaron la luz del sector y sobre las siete de la noche asaltaron el edificio. Fayad respondió con una subametralladora, hiriendo a un capitán y a un agente. En el cruce de disparos también murió la dueña del apartamento, una mujer en embarazo casada con un músico de renombre que aún vive y ha compuesto himnos para varios pueblitos remotos del país.

Al día siguiente, el cadáver del Turco Fayad iba a ser ofrecido a las cámaras de los reporteros, el mismo ritual que veinte y tantos años atrás había ocurrido en las plazas públicas con los cadáveres de “Chispas”, “Desquite” o “Sangrenegra”, los bandoleros liberales hijos de la primera Violencia. “Nosotros somos simplemente el producto”, le había dicho Fayad a Patricia Lara, “el resumen de todo ello”.

Coda

El historiador Víctor Zuluaga defiende la tesis de que las encrucijadas comerciales al sur de Antioquia, en la región donde luego se consolidaría el Eje Cafetero, fueron siempre un refugio para las ideas liberales radicales durante el siglo XIX, lo que configuró una tradición de apertura que luego propició el gaitanismo. A esa tradición radical podría atribuirse el viraje hacia la insurgencia armada que dieron tantos intelectuales, líderes agrarios y estudiantiles del Gran Caldas a partir de los años sesenta. No obstante, dicha explicación no es suficiente para entender por qué, tres décadas más tarde, algunos de los paramilitares de ultraderecha más importantes del país como Iván Roberto Duque o Carlos Mario Jiménez “Macaco” provenían de la misma región. La conjetura de Fayad tendría que aplicar también para ellos, pero esa ya es otra historia.  

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