Texto
Angie Serna
Fotografía
Víctor Galeano
Abril 23 de 2024
El mar que no cesa
El cambio climático viene aumentando de manera progresiva el nivel y la energía del oleaje en el mar Caribe. Un problema mayúsculo que amenaza con devorarse lo que le queda de playa a la comunidad Wayúu de Twuliá, en la Media Guajira. La situación ha puesto en evidencia un claro ejemplo de desplazados climáticos en Colombia.
Todas las mañanas Clarena Fonseca camina los pocos metros que separan su casa del mar. Antes de que sus pies alcancen el agua, amarra una cinta de veinte metros a un viejo árbol de guamacho y la estira hasta el filo de la playa: hoy hay menos arena que ayer, medio metro menos. Clarena se fija en el guamacho, en el olivo, en el trupillo y en los demás árboles que todavía viven a la orilla de la playa. Encuadra con su celular de tal manera que se vea el guamacho y la distancia que le queda antes de llegar al agua salada y toma la foto. Registra con el GPS de whatsapp el punto en que está y anota en un cuaderno la fecha y la medida de hoy. No puede evitar pensar que el destino de estos árboles será el mismo que el de los árboles con los que jugaba siendo niña y que ahora no son más que troncos podridos apenas visibles en la arena o ya ahogados en el mar. Observa las casas que están a sus espaldas, construidas con barro y algunos palos apilados, y teme que algún día también se desvanezcan en el agua.
Un cementerio de ancestros wayuú, una carretera principal, una alberca, dos casas y algunas embarcaciones pesqueras. Esto es lo que hasta el momento el oleaje se ha llevado de La Cachaca III, una comunidad ubicada al sur de Riohacha. Su nombre originario es Twuliá y en el último año ha visto cómo el mar ha consumido más de un kilómetro de playa y cómo se ha tragado las mismas proporciones de costa en otras dieciocho comunidades situadas sobre la margen de la Troncal del Caribe. Todas son wayuú del sector de la Media Guajira.
A este fenómeno se le conoce como erosión costera y ocurre cuando, por el aumento del nivel del mar, las olas chocan con mayor fuerza en la playa, arrasándola de a pocos. En La Cachaca III esto empezó alrededor del año 2005 y se agudizó entre 2009 y 2023. Normalmente, se intensifica en la temporada de lluvias que va de septiembre a diciembre de cada año y, también, con el paso de ciclones tropicales. Así sucedió con la aproximación del huracán Franklin que en agosto de 2023 desgarró más de siete metros de arena en solo dos días.
Carlos Busón Buesa, geólogo de la Universidad Complutense de Madrid, afirma que con la rapidez con la que está sucediendo esta erosión en esta zona de la costa guajira pronto se verán afectadas infraestructuras importantes como carreteras, líneas eléctricas y gasoductos, y se degradarán ecosistemas estratégicos hasta su desaparición. Dada la gravedad, Busón Buesa opina que deben llevarse a cabo estudios especializados lo más pronto posible para definir cuál podría ser la solución más viable y efectiva para moderar la fuerza del oleaje.
Este punto de vista lo comparte Katherin Pérez, directora del programa de Economía de la Universidad de La Guajira. Por cada mil metros de playa lineales perdidos, dice, las afectaciones económicas pueden ser de doscientos millones de pesos al mes. Pérez llama la atención sobre la importancia de cuantificar en términos económicos los daños ocasionados por la crisis climática, pues a partir de esos datos se pueden planear medidas congruentes de mitigación, adaptación y reparación a las comunidades.
Pérez estudió la valoración económica de los ecosistemas desde las prácticas culturales de las comunidades indígenas de la costa de Mayapo, ubicada también en la Media Guajira, a cuarenta minutos de Riohacha. Ella subraya que realizar un estudio en todas las comunidades indígenas al margen del mar es urgente y debe tener en cuenta, primero, a las personas y sus sistemas culturales y de relacionamiento con el ambiente.
Los daños asociados a la crisis climática deben contemplar, también, las pérdidas no económicas como son las tradiciones culturales, los conocimientos indígenas, la biodiversidad y los servicios de los ecosistemas. En el caso de Twuliá, la erosión ha significado la pérdida de espacios para realizar rituales ancestrales tales como la yonna, una danza tradicional wayuú que celebra la majayut —el tránsito de una niña a la vida adulta—, las reuniones en torno al fuego para contar historias o las ceremonias fúnebres características de esta etnia.
Raúl Roiz, líder de La Cachaca I sector playa, cuenta con preocupación que buena parte del cementerio fue arrasado por el mar y su comunidad se vio obligada a trasladarlo. En lengua wayunaiki, Aamaka significa “cementerio” y es uno de los lugares más sagrados y representativos para este pueblo indígena. Es un sitio de encuentro y de unión en el que todo el clan y las familias se reúnen a despedir al ser querido. Allí es común ver a las mujeres cerca de las bóvedas y bajo las enramadas preparando sus comidas tradicionales. Al ser un sitio sagrado no se puede mover ni modificar, debe permanecer como lo construyeron sus antepasados. En su ley ancestral, el cementerio ratifica la propiedad sobre las tierras. Es la manera de comprobar ante el mundo que sus ancestros nacieron, formaron comunidad, murieron y fueron enterrados ahí; por lo cual, esas tierras les pertenecen por derecho.
Otro de los conocimientos ancestrales que está en riesgo de desaparecer es la pesca. El papá de Clarena llamado Pedro Fonseca (88) es autoridad mayor de Twuliá y palabrero, es decir, quien propicia el diálogo y la justicia en la comunidad. Él afirma que la sierra, el uriel, el pardo y la mojarra son especies que han pescado históricamente para alimentarse y comercializar, pero hoy han disminuido considerablemente. Algo parecido recuerda ella: cuando la playa era extensa abundaban los pichi pichi, un molusco muy apetecido en la cocina guajira, que Clarena recolectaba junto a su madre en las horas del amanecer para venderlos en Riohacha o para intercambiarlos por la yuca que cosechaban los vecinos, mientras que veía a su padre llegar de su faena nocturna con kilos de pescado variado y fresco.
En los últimos treinta años, la fuerza del mar ha aumentado los sedimentos y ha provocado que los peces se retiren aguas adentro. Las olas ahora son aparatosas, difíciles de navegar y los pocos pescadores que se aventuran a avanzar mar adentro consiguen solamente unos cuantos peces pequeños. Al regresar, se ven obligados a dejar sus embarcaciones cerca al agua, porque ya no hay suficiente playa para dejarlas en la arena. Y ha pasado que el fuerte oleaje del atardecer las golpea hasta fracturar sus cascos. Gabriel Sapuana tiene aproximadamente 70 años y cuenta que un día salió en su lancha a pescar camarón y de regreso a casa, mientras levantaba su red de arrastre, fue sorprendido por una gran porción de arena que se desprendió en el filo de la playa y amenazó con sepultarlo vivo.
Pedro Fonseca cuenta que, en general, todas las actividades económicas que ha practicado su pueblo en el agua o en la tierra están siendo cada vez más difíciles de realizar. La erosión marina ha horadado la tierra dispuesta para que los chivos pasten y para que el frijol guajiro, la auyama, el maíz y la yuca crezcan. Un poco más retirado de la costa se encuentra el jagüey, que fue construído para que en épocas de lluvia recoja agua dulce y solventar así un poco la escasez de este líquido. Ningún miembro de la comunidad quiere imaginar lo que pasaría si el mar llegara hasta ese lugar.
Este es el panorama: sin agua, sin alimento, sin productos suficientes para vender y con el riesgo de perder sus casas. No hay sitio de desembarco, muchas lanchas están rotas y salir a pescar supone un riesgo para la vida. Por eso, cada vez más personas se están desplazando hacia la capital junto con sus familias para buscar otro futuro. Algunos de los hijos ya han nacido en la ciudad y no han tenido la posibilidad de aprender el wayunaiki, su lengua originaria, como se transmite normalmente: escuchando y repitiendo las frases de los mayores en el territorio. El wayunaiki tiene variaciones del habla según la zona, las personas de la baja media o alta Guajira tienen maneras diferentes de expresarla. Por eso el desplazamiento hacia lugares lejanos supone la pérdida progresiva del dialecto en toda la región. Y también, como en este caso, la pérdida de una forma particular e irrepetible de hablarlo.
Una de las personas que ya vive en otro lugar es Tatiana Epiayu, una joven madre de dos niños, de 2 y 9 años, y a la espera del tercero. Lo que obtenía de la venta de pescado ya no resultaba suficiente para cubrir los gastos básicos, por lo cual se vio obligada a situarse en Bogotá junto con su hermano Ronaldo. Ahora ambos trabajan durante largas jornadas recolectando flores en una plantación ubicada en Facatativá. Con ella hay otras diecisiete personas que dejaron Twuliá y están viviendo en distintas ciudades. Ahí el clima les ha resultado adverso y se han visto vulnerables a la discriminación y a contraer enfermedades que no saben tratar con sus conocimientos ancestrales. Algunos deben caminar largas horas hasta el sitio de trabajo porque no cuentan con transporte propio y otros soportan la incertidumbre diaria de depender de ingresos mínimos por la venta de dulces y gaseosas en la calle. Todos mantienen el anhelo de enviar algo de dinero a las familias que siguen en la ranchería, pero no contaban con que en estos nuevos sitios difícilmente lograrían pagar un arriendo.
Edwin Fonseca, quien ya lleva unos meses en Bogotá, sufre el dolor de la muerte de su abuela. Para describir lo que siente se compara con una planta a la que le desgarran las raíces de la tierra donde creció. Su abuela fue además la esposa del palabrero y un pilar fundamental para la unión de toda la comunidad. No poder estar en el territorio para disfrutar con los suyos, acompañar los ritos fúnebres y hacer del duelo un abrazo colectivo es un peso que todos los desplazados cargan consigo.
“Solastalgia” es un término acuñado por el filósofo australiano Glenn Albrecht. Es la combinación de las palabras soledad y nostalgia para referirse a la sensación de profunda tristeza que experimentan las personas cuando el lugar donde crecieron está siendo alterado negativamente, ya sea por intervenciones humanas directas o como consecuencia del cambio climático, la deforestación y la contaminación. “Desórdenes del nuevo milenio” o “ecoansiedad” lo llamarían otros. Lo cierto es que, para encauzar el sentimiento, cada tanto Edwin publica fotos de su hija que le envían desde Twuliá. A la par, trata de manejar la enorme angustia que le causa imaginar que su territorio ya no es el mismo. y que, quizás, no lo será más en muy poco tiempo.
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La comunidad asevera que el aumento de la fuerza del oleaje coincide con la construcción de seis espolones en Riohacha en 2007. Los espolones son unos muros de piedra que se ubican de manera perpendicular a la playa para contener y disminuir el impacto y la velocidad del mar contra la costa. Georín Blanchar, el secretario de obras de ese momento, indicó que esta obra alcanzó a recuperar cincuenta metros de playa, pero que el presupuesto no alcanzó para cubrir los tres barrios de Riohacha con mayor riesgo de erosión marina y que nunca se contempló implementar espolones en otras localidades.
Parece ser que la fuerza oceánica contenida con esta obra se dirigió con mayor velocidad a la costa habitada por las comunidades cercanas a Riohacha, como la de Twuliá, por consecuencia de la retención de sedimentos que generaron los espolones. Las afectaciones posteriores no fueron atendidas por el Gobierno local ni por el nacional. De hecho, de este contrato, firmado hace casi veinte años, se han encontrado irregularidades. En 2012 la Fiscalía General de la Nación abrió investigación contra el exgobernador de La Guajira José González Crespo —en cuya administración se contrató la obra— para verificar si los estudios de factibilidad fueron hechos antes de iniciar la construcción. González Crespo resultó condenado, luego, a diez años de cárcel por los delitos de celebración de contratos sin el cumplimiento de los requisitos legales y contra el patrimonio público.
El Plan Maestro de Erosión Costera realizado por el Gobierno nacional en 2016 indica que casi cuarenta instituciones tienen la obligación de tomar medidas para la protección contra la erosión costera, pero también reconoce que ninguna es responsable en su totalidad. Menciona que hay un débil desempeño y cumplimiento de las normas de ordenamiento territorial, falta claridad sobre los roles y competencias entre actores público-privados, y no hay un esquema de financiamiento específico que atienda este fenómeno.
Corpoguajira, por citar un caso, es la entidad encargada de expedir la licencia ambiental para la construcción de espolones y la que coordina la Mesa Técnica de Erosión Costera, realizada por primera vez en 2013. En las actas de las reuniones pasadas se evidencia que fue una Acción de Incumplimiento la que obligó a la entidad a focalizar la mayor parte de acciones contra la erosión costera en los barrios de Marbella y José Antonio Galán en Riohacha, lo que relegó a comunidades como la de Twuliá, que están por fuera del perímetro urbano.
María del Rosario Guzmán, coordinadora del área marino costera de esta entidad, dice que: “Lo ideal para algunos casos donde el proceso de erosión costera está bastante acentuado es hacer una mezcla entre medidas blandas y medidas duras, pero en ningún caso las medidas duras son competencia de nosotros”. Por medidas blandas se refiere al proyecto ‘Medidas de Adaptación Basadas en Ecosistemas’, ejecutado en colaboración con el Banco de Crédito Alemán KfW y el Ministerio de Medio Ambiente. Son medidas enfocadas a la conservación de manglares y pastos marinos en Dibulla, Manaure, Riohacha y Uribia: los cuatro municipios costeros del departamento. Medidas duras, en cambio, son las grandes construcciones de ingeniería como los espolones, geotubos o enrocados.
Los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) como los Informes de Evaluación (Assessment Reports) destacan la importancia de incluir el conocimiento local y tradicional en la planificación de la resiliencia climática, reconociendo que las comunidades locales poseen un entendimiento valioso de su entorno. Así mismo, el Acuerdo de París, adoptado en 2015 durante la 21ª Conferencia de las Partes (COP21) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, establece que las acciones para abordar el cambio climático deben respetar los derechos humanos y prestar especial atención a las consideraciones de género, la igualdad intergeneracional y los derechos de los pueblos indígenas.
Clarena Fonseca insiste en que sembrar una red de manglares no funcionaría para reducir la erosión en su comunidad. La intensidad y dirección de los vientos que antes eran predecibles ahora son intensos y azarosos. Una alternativa de recuperación de este tipo se podría aplicar en un lugar estático, donde las corrientes de oleaje no sean tan variables. También manifiesta que ya se han interpuesto derechos de petición y solicitudes a distintas entidades de orden local, departamental y nacional haciendo un llamado a que se tomen medidas para que el incremento del nivel del mar no atente contra la soberanía alimentaria y la preservación de su cultura.
Durante el mes de junio de 2023 Luis Carlos Barreto, el subdirector para el Conocimiento del Riesgo de la Unidad Nacional de la Gestión de Riesgos y Desastres, (UNGRD), en representación del director nacional Olmedo López Martínez, visitó la comunidad de Twuliá en el marco de la iniciativa “Gobierno con el Pueblo”. En esta visita el subdirector Barreto afirmó que el presidente Gustavo Petro y el doctor Olmedo López estaban interesados en desarrollar una estrategia para atender la problemática que representa la erosión costera y aseguró que la UNGRD contaba con un presupuesto considerable para realizar los estudios.
Después de ese día han transcurrido once meses y este es el momento en que no han iniciado los estudios y se desconoce el presupuesto asignado para dicho propósito. El geólogo Carlos Busón explica que la comunidad vive sobre un talud de arena que tiene aproximadamente tres metros de altura con relación al mar y que sirve como escudo contra las olas. Afirma que el sistema más lógico para su protección y para evitar que se derrumbe a pedazos es construir un enrocado, un cinturón con aproximadamente sesenta mil metros cúbicos de piedra que disipe la energía marina. Sin embargo, aclara que se debe realizar un estudio riguroso para confirmar la información y medir los posibles impactos a largo plazo.
Estas razones motivaron a la comunidad a interponer una acción de tutela contra la Presidencia de la República, la Gobernación, el municipio de Riohacha y otras entidades como Corpoguajira, el Ministerio de Medio Ambiente y la UNGRD. Esta última entidad no atendió las peticiones de la comunidad y respondió que la tutela “no es la acción adecuada para que los accionantes aleguen las presuntas vulneraciones”. También señaló el artículo 14 de la ley 1523 de 2012 que pone al alcalde municipal como el responsable de la gestión del riesgo en jurisdicción de su municipio. La contestación de MinAmbiente, por su parte, desconoce los hechos expuestos por la comunidad sin todavía acercarse a constatarlos.
Esta demanda fue interpuesta de la mano del Centro Latinoamericano de Estudios Ambientales (Celeam) junto a la Clínica Jurídica de la Universidad de Medellín y en él se apela a la violación de derechos como el de la salud, la alimentación, el mínimo vital de agua y la vulneración de derechos humanos de las personas en situación de movilidad humana en contexto de cambio climático. Además, exige un estudio de gestión de riesgos y desastres específico para el sector de La Cachaca III y medidas concretas para abordar la erosión costera. El Consejo de Estado admitió la demanda en enero de 2024 y aún no ha sido fallada.
El retroceso de la línea costera no solo afecta a la comunidad Twuliá, ubicada en la Cachaca III, sino también a la mayoría de los municipios ubicados al lado de la Troncal del Caribe. Hasta el momento se han implementado algunas medidas en zonas turísticas como Cartagena, Santa Marta y las playas de Palomino, pero no han sido tan visibles para las autoridades los casos de erosión costera en los territorios indígenas, los cuales además han estado históricamente en disputa. Así sucede en El Colorado, Puente Guerrero, Ocho Palmas, la Macolla I y II, Marvasella, El Horno, Fortaleza, Sierrapumana, El Ahumado, Puerto Caracol, Playa Pérdida, la Cachaca I, II y III y el resguardo de Las Delicias, en donde el fenómeno de la erosión afecta a más de 1.558 familias indígenas.
Las pérdidas y daños ocasionados por la crisis climática se enmarcan en una discusión global que compromete particularmente a los países más vulnerables al cambio climático, como Colombia. Uno de esos espacios fue la COP28, que se llevó a cabo del 30 de noviembre al 12 de diciembre de 2023 en Dubái. En esta conferencia rige el principio de responsabilidades compartidas pero diferenciadas, el cual reconoce que debido a la dependencia fósil todos los estados son responsables, pero el nivel de compromiso es mayor para quienes más se han beneficiado de esas emisiones.
Santiago Aldana, coordinador de proyectos de ecología y clima en la Fundación Heinrich Böll, explica que “a pesar de que el tema está incorporado en el Acuerdo de París desde el 2015, ha suscitado una discusión muy reciente porque los países con mayor poder económico no han asumido una responsabilidad jurídica ni económica. Hoy en día, especialmente en las naciones más vulnerables en las que el cambio climático agudiza las desigualdades sociales, en las islas y en el globo sur, están solicitando que eso cambie”.
Las más recientes mediciones que realizó la comunidad de Twuliá determinaron que en los últimos dos meses —marzo y abril de 2024— se han perdido cuatro metros de costa en lo que era el área de desembarque. Ellos estiman que en seis meses el mar podría llegar a sus casas, en donde pasan el tiempo los hijos pequeños y los abuelos de edad avanzada. Este fue el llamado que Clarena lanzó el pasado 28 de febrero a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Washington.
La lideresa fue invitada a participar de este espacio en representación de las comunidades indígenas que habitan la costa Caribe de Colombia. La audiencia estuvo enfocada en movilidad humana en el contexto de la emergencia climática. Ella no pudo asistir de manera presencial por falta de recursos económicos y por el poco apoyo en las gestiones para el trámite de la visa. Sin embargo, participó a través de un video con el que dio a conocer su caso en la audiencia y en donde se expusieron también otras experiencias de Centroamérica, Haití, México y Estados Unidos. Ella finaliza diciendo: “Toda la esperanza de nuestra cultura se está yendo al mar”.
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Un gran árbol de dividivi se despliega en el centro de Twuliá. En un chinchorro, bajo este árbol de poderes curativos, a veces se acuesta Clarena para descansar del sol guajiro que no da tregua. El dividivi es testigo también de todas sus actividades del día: ella lee, teje, cuida a su nieto, enseña wayunaiki, arregla y despacha el pedido del pescado, recibe a los visitantes, traduce, cocina, convoca a reuniones, le comunica a su padre palabrero las últimas noticias, se preocupa por su hermano, por el agua que aún no llega, por el panal de abejas cerca, por la mujer que está a punto de dar a luz, por las familias que se fueron lejos…
Cada mañana visita el mar y habla con el agua. Recorre esta playa que hace siglos también era el sitio donde anidaban las tortugas. Toca con las yemas de sus dedos el límite de la tierra: la arcilla que en su infancia fue consistente y fuerte, y que fue la protección de sus ancestros, ahora se deshace entre sus manos como granos de azúcar. Su mayor miedo, como el de toda la comunidad, es que en menos de diez años ya no exista su tierra originaria.
Este texto hace parte de la serie de Baudó AP que expone los impactos de la erosión costera relacionada con el calentamiento global en la comunidad de Twuliá, una ranchería wayúu al sur de Riohacha en la Guajira.