Apostar hasta el aire que respiro
Texto
Laura Carolina Cruz Soto
Ilustración
Angélica Correa Osorio
Abril 19 de 2022
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Apostar hasta el aire que respiro
Ludopatía en primera persona
Jugar para vivir, vivir para jugar. Y apostar. Y perder. Y volver a perder. Nunca ganar. Este parece ser el resumen de la vida de una persona ludópata que no pudo salir del casino desde la primera vez que entró. La siguiente historia es el desahogo fiel de una joven mujer que se reconoce como una adicta al juego y que cuenta su historia como un paso más en su sanación.
Hace cuatro años entré a un casino y no he podido salir. Todo inició cuando trabajaba en la Universidad del Valle. Hacía dos años había llegado a Cali y había logrado que me contrataran en un buen trabajo; también había hecho varios amigos y tenía una pareja estable, trabajaba en una revista como reportera freelance. Mi biblioteca y mis lecturas crecían simultáneamente. Estaba enamorada de la literatura y me sentía bastante bien con la vida que estaba formando, sin siquiera intuir que estaba a punto de apostar todo lo que había construido y que perdería la apuesta, porque en los juegos de azar nadie gana. Incluso cuando se gana, se está perdiendo.
Con dos amigas íbamos a almorzar a Unicentro, un centro comercial que está ubicado al frente de la Universidad del Valle, por la avenida Pasoancho, al sur de Cali. Alguna sugirió que entráramos a Gato Pardo, café bar, el restaurante que hay dentro del casino. Almorzamos un par de veces, y en la tercera, alguien dijo que jugáramos unos cuantos pesos por divertirnos. Una de mis amigas escogió una máquina tragaperras o tragamonedas como las llaman; yo me decidí por el black jack.
El dealer me explicó que el juego se trataba de hacer veintiuna, así que comencé a jugar con un montón de extraños que se molestaban porque pedía otra carta. Yo tenía catorce y pedía. Mágicamente, sacaba un siete o un seis, y completaba veintiuna. La casa quedaba en diecinueve y yo ganaba escasos diez mil pesos que estaba apostando. Los que tenían sumas mucho más altas perdían. Los miraba con extrañeza, no me explicaba cómo alguien podía apostar tanto dinero y perder, perder, perder, luego cambiar dinero, seguir apostando y a lo sumo pegar un madrazo, pero sin dejar de apostar, para solo detenerse cuando tenían que ir a retirar dinero o al baño de forma muy rápida porque “se puede desacomodar la baraja”, porque no paraban ni a comer porque cuando lo hacían les llevaban la comida al lado de la mesa y vi jugadores que olvidaban que la comida estaba allí.
En el black jack hay cinco jugadores por mesa que tienen que apostar contra la casa. En la primera ronda, el dealer le reparte de a dos cartas a cada jugador. En un paño que es de color escarlata, una máquina negra es la encargada de revolver y acomodar las cartas. Pocas veces se logra hacer veintiuna con la primera mano de cartas. Así que el jugador tiene permitido pedir otra carta e intentar completar veintiuna. Pero si se pasa de ese número, pierde la apuesta. El último en repartirse carta es el dealer que, la mayoría de las veces hace veintiuna, veinte o un número mayor que los jugadores y termina por recoger todo el dinero de la mesa.
La apuesta inicial es, mínimo, de cinco mil pesos y la máxima de 300 mil. Aunque cada jugador puede abrir varias casillas. Además de la apuesta inicial, hay tres casillas: una para apostar a que el dealer se vuela, o sea, que excede los veintiún puntos; otra para los pares, que consiste en apostar a que te van a salir dos números iguales del mismo color y del mismo símbolo; y la tercera es para apostarle al número veinte, es decir, que si salen dos jotas de picas tienes un veinte perfecto y puedes ganar 120 mil pesos por cada cinco mil pesos apostados.
Ese primer día que jugué me salieron las jotas y me gané 250 mil pesos, con 25 mil pesos que tenía de apuesta inicial. La maldición del jugador que va por primera vez a ganar. Podría asegurar que la mayoría de las personas que van por primera vez ganan.
Ese día yo pensé que ganaba, pero en el black jack nunca se gana, ni siquiera cuando te pagan una apuesta. En el casino el dinero se vuelve ficción, te dan fichas de plástico por dinero de verdad y tu mente piensa que está jugando. El dinero en gran parte pierde el valor y queda reducido a esas fichas que afuera del casino no valen nada, ni adentro tampoco, porque en cinco minutos puedes jugarte el sueldo sin darte cuenta.
Ese día, con lo “ganado”, me compré un libro de Roberto Bolaño: Los detectives salvajes. Irónicamente, uno de los pocos que queda en mi biblioteca. Mi amiga también ganó en las tragaperras y continuamos nuestras vidas. Visitábamos el casino esporádicamente hasta que se convirtió en una rutina para mí. Sin darme cuenta, ya no permanecía solo una hora, permanecía dos, tres horas. Llegó el momento en que salía a las tres de la mañana cuando hacían los últimos tres tiros en los que los jugadores pretendemos recuperar algo de lo perdido. Pero nunca se recupera un peso. La única forma de ganar en el casino es no entrando nunca.
Bienvenida al “sopladero”
El “sopladero”, como lo llaman los jugadores, está ubicado en el segundo piso de Unicentro, tiene un aviso muy grande de colores con su nombre, Río, y hace parte del grupo Winner Group S.A, de la multinacional española Cirsa, que tiene casinos en las principales ciudades del país y que es uno de los más grandes en Latinoamérica. Su misión, según su página web, es generar emociones.
A quienes reparten las cartas se les llama dealer o croupier. Mujeres y hombres jóvenes, como si el envejecer no estuviera permitido en el casino. Visten con camisa blanca, un chaleco negro, no llevan relojes, no llevan manillas, no llevan anillos. La mayoría reparte las cartas con mucha velocidad, porque cada segundo de demora es dinero que el casino deja de ganar. Algunos son inexpresivos. Pueden parecer robots, pero casi todos son amables, conversan, incluso me han llegado a decir: “Váyase de aquí, no pierda más” o “Váyase de aquí que ya ganó”.
Los dealers ganan un poco más del mínimo con horas extras y propinas. Si se equivocan y pagan de más, deben asumir las pérdidas con el jefe de la mesa, que es el encargado de verificar que todo funcione correctamente. En el casino al que voy hay un jugador que le llaman Perro Bravo. Es el terror de los dealers; puede madrear y decir “cámbienme a esta niña que es muy bruta, muy lenta”. Madrea y azota la mesa. Perro Bravo es un hombre de no más de 50 años, pero la vida lo ha tratado más mal que a todos: usa los jeans casi por debajo de la cintura, el borde de los bolsillos de dónde saca el dinero en desorden es sucio, y pronto perderá los últimos cabellos que, por pura terquedad, se resisten al paso del tiempo.
A mí Perro Bravo no me cae del todo mal. Una vez aposté lo del taxi y perdí, y él me llevó a mi casa. Pude observar en su conversación que es un hombre sensible en el fondo, solo está desesperado porque ha abierto un roto gigante en sus finanzas. Además, me regala fichas de cinco mil y de dos mil quinientos cuando va ganando. Cuando pierde, yo ni le hablo.
La luz también puede ser un castigo
Contar sobre mi adicción sería más fácil si hablara de drogas o, por lo menos, más comprensivo para mis allegados; la droga es una sustancia que actúa en el cuerpo. El casino, en cambio, es una sustancia invisible que nadie ve, pero que te transforma progresivamente y altera tu cerebro de manera paulatina, casi invisible; genera dopamina, te aísla del mundo y de tus problemas por unas cuantas horas. No eres tú y solo piensas en el dinero que hay en la mesa, en nada más.
Según la psicóloga, Andrea Estefanía Muriel Benavides, de la Universidad Javeriana, el juego actúa en el cerebro en el sistema de recompensa. Cuando el ser humano percibe que algo le gusta libera algunos neurotransmisores que lo hacen sentir bien. Lo mismo pasa cuando realizamos actividades de la vida cotidiana que tienen una recompensa positiva. Esas actividades avivan ese circuito de emociones porque al recibir la recompensa liberan neurotransmisores de bienestar. Eso hace el juego.
Comencé apostando cinco mil pesos por tiro. Luego 20 mil, luego 50, hasta llegar a 500 mil pesos, y perder mi sueldo en contadas horas y hasta en pocos minutos. Algunas veces ganaba y los gastos necesarios del mes quedaban resueltos si lograba levantarme de la mesa de juego y salir del casino. La mayoría de los jugadores que estamos sumergidos en la ludopatía nunca nos vamos, así que el resultado al final era el mismo: salía sin una moneda en el bolsillo.
Entonces comencé a pedirle dinero prestado a mis allegados, a llegar tarde a las reuniones familiares, a las salidas con mis amigos, hasta finalmente no ir. A dejar a mi pareja de hace tres años esperándome y con angustia porque a veces no llegaba ni a las cuatro de la mañana, sino al otro día, ya que hay un casino que está ubicado en el Hotel Intercontinental y está abierto 24 horas, y siempre hay luz. Y la luz también puede ser un castigo, como lo relata George Orwell en su libro 1984.
En el casino siempre es de día. El juego no solo te aísla, sino que te vuelve ausencia, y hay un vacío en las horas, en el tiempo que no puedes explicar. Sin darte cuenta comienzas a convertirte no solo en un ludópata sino en un mitómano y hasta en un ladrón. Hace tres años tomé la tarjeta de crédito de mi pareja y jugué con su dinero. Por supuesto, esto hizo que mi relación, que de por sí ya estaba bastante fragmentada, se acabara de romper, y que yo terminara siendo una isla donde nadie podía acceder porque entonces vivía sola y mi grupo de amigos se cansó de insistir que nos viéramos, puesto que siempre estaba en el casino. El casino es un lugar para los solitarios, ya sea porque viven solos o porque el juego y sus decisiones los lleva a aislarse.
Sobre el aislamiento a causa del juego, Muriel afirma que: “Es importante diferenciar qué relación tiene el jugador con el juego, si es compulsivo o tiene dificultad para controlar los impulsos del juego, si se aísla es porque la conducta o el estímulo les genera placer. Nosotros estamos biológicamente formados para promover el placer, es importante decir que las personas no se vuelven adictas por ganar sino para estar cómodos en un mundo distinto y evitar la realidad. Es necesario estar muy pendiente del aislamiento, de qué tanto el jugador se está alejando de sus actividades, si tiene alteraciones en estados de ánimo, si está muy triste o enérgico, cuál es la inversión de recursos tanto energéticos como emocionales, físicos o económicos en el tiempo que dedica a esta actividad. La más importante es reconocer la dificultad a decirle no a esa actividad o darles prioridad a otros aspectos sobre esa actividad”.
Aun alejándome de mis amigos y finalizando una relación por culpa del juego y de mis decisiones, no lo dejé por completo. Jugaba con cierta regularidad. La terapia psicológica y la pandemia me ayudaron a dejarlo por un tiempo. Sin embargo, cuando se pudo volver a lugares públicos volví a jugar de una forma más compulsiva. Y continuaba trabajando: tenía hasta tres empleos en los que siempre fui muy responsable, a pesar de que a veces llegaba después de dormir apenas un par de horas. No me concentraba de la misma manera y me era imposible leer. Si me antes me demoraba leyendo un libro una semana, ahora me demoraba un mes y con un esfuerzo infinito.
Le conté de mi adicción a una persona que consideraba de mucha confianza y su respuesta fue: “Debes dejarlo, solo es una decisión y es una decisión política”. Y sí, parece fácil decirle a alguien: no vuelvas a entrar. Pero no es así, porque el juego no es la enfermedad sino un síntoma de que algo en nosotros no está funcionando bien y de que algo en esta sociedad no está bien.
Cuando hablo del juego se me asemeja a los Hikikomori, que es el síndrome del aislamiento juvenil, que principalmente se sufre en los países asiáticos. Consiste en aislarse de la sociedad durante por seis meses o más; quienes lo padecen se recluyen en el hogar con el fin de evitar cualquier compromiso. También pienso en los adictos al cibersexo, en los gamer, que están sumidos en un mundo virtual donde todo es ficción. En este planeta, que nunca había estado tan poblado, nunca nos habíamos sentido más solos. Y a pesar de que es la primera vez en la historia que tenemos tantos medios para comunicarnos, nunca ha habido tanto silencio.
En el casino todo es ficción. Uno se interna y sueña con ser millonario, con salir de un par de deudas. Y nunca ocurre. Se puede pasar varios días en estos lugares, apenas ir a la casa, a comer, dormir y bañarse para devolverse, porque lo he visto. En mi etapa más compulsiva pasé quince horas jugando y apostando sin parar.
Para la psicóloga Andrea Muriel, la configuración de los espacios de los casinos tiene mucho que ver. Uno encuentra casinos abiertos a toda hora y adentro uno se puede relacionar con otras personas; por lo general, los ruidos son fuertes y actúan como estímulos que llevan al disfrute o que están relacionados con el juego; hay imágenes de jugadores que ganan porque la idea es poder involucrar a las personas con todos sus sentidos. Uno se da cuenta de que la mirada siempre está llena de imágenes y colores; que en el oído siempre hay sonidos de maquinitas, hay charla, hay música; que por el tacto se siente la altura de las sillas, en qué posición está el cuerpo, de qué material están hechos los muebles, la mesa, las cartas, las fichas, todo. Cada detalle en un casino está puesto para sumergir a una persona en el juego, en las apuestas, para disminuir o anular los posibles estímulos externos que lo hagan levantar de la mesa.
La única forma de entender
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la ludopatía como un trastorno caracterizado por la presencia de frecuentes y reiterados episodios de participación en juegos de apuestas, los cuales dominan la vida del/la enfermo/a en perjuicio de sus valores y obligaciones sociales, laborales, materiales y familiares; […]esta conducta persiste y a menudo se incrementa a pesar de sus consecuencias sociales adversas tales como pérdida de la fortuna personal, deterioro de las relaciones familiares y situaciones personales críticas”.
Si alguien me pregunta cuándo comencé a perder el control de lo que apostaba yo diría que nunca lo tuve, que en el casino poco a poco dejas de ser tú y te conviertes en otra persona, una de la que da pena hablar. Sin embargo, decidí escribir este artículo, primero, porque la única forma que tengo de entender es escribiendo. Segundo, porque es una forma de pedir perdón y perdonarme, y tercero, porque sé que hay miles de personas pasando por lo mismo.
La ludopatía, en mi concepto y personal, no la considero como una enfermedad sino un estado o una condición del momento. Si la persona puede encontrar tratamiento profesional psicológico, médico o grupos de apoyo, quizás no sea suficiene y siga jugando. La clave está en la capacidad de elección, el establecimiento de límites frente a ese estímulo que engancha, que le permitan que ese estímulo no le genere un malestar, decidir y actuar de acuerdo con sus intereses de vida.
En el casino no existe el tiempo
Hay un joven al que le dicen el Flaco. No creo que tenga más de 22 años, parece que estuviera terminando la universidad. Tiene un carro último modelo, parece de una familia con recursos. En una ocasión salimos del casino de Unicentro para meternos en el del Hotel Intercontinental. Eran las tres de la mañana y tuvieron que pedirnos que nos fuéramos, que ya iban a cerrar.
El Flaco hace tiros en la ruleta de 400 mil pesos o más; lo mismo en el Black Jack y en el Bacará. Incluso puede jugar en las dos mesas de ruleta al mismo tiempo, y si pierde, sale de afán a la ruleta electrónica; casi nunca gana. En el carro, el Flaco me dijo: “La gente que va a jugar por primera vez y ve cómo uno apuesta, mira como si uno fuera una persona rara y sí, la verdad para quien no juega es como si estuviéramos locos y quizá lo estamos”.
Una vez escuché a un jugador enojado quejándose en el casino: “Ustedes tratan muy mal a los clientes”, decía. Yo me preguntaba “¿clientes de qué?, aquí no nos venden nada, nada palpable, nada real”.
El casino al que voy en Unicentro tiene un espacio de casi mil metros cuadrados en los que hay máquinas y mesas, juegos de azar. Tres ruletas manuales, dos electrónicas, tres mesas de black jack, una de póker, una de bacará y más de 290 máquinas. Además, una sala vip, donde los clientes pueden hacer apuestas de más de dos millones de pesos por tiro.
Las baldosas del casino están cubiertas por una gran alfombra color vino tinto. Las paredes son de tonos fuertes. Las sillas van de abano y plateado. Sentado, el jugador no alcanza a tocar el suelo con los pies. Todo es brillante y hay muchas luces. Sin embargo, la atmósfera es opaca, como si la realidad estuviera cubierta por un vidrio polarizado. En el casino, no existe el tiempo, no hay relojes ni ventanas. Ni siquiera en la sala de fumadores, donde hay un espacio semiabierto, pero no hay paisaje, solo se ven un montón de tejas y ductos de ventilación. Por la reja que cubre la terraza a veces se asoma una que otra nube; ese es todo el contacto con el exterior.
Etapa de juego compulsivo
Jugando bacará mis apuestas incrementaron. Podía hacer tiros de 500 mil pesos. Recuerdo que en una noche me gasté, en casi quince minutos, dos millones 700 mil pesos, que para mucha gente no será nada, pero era mi sueldo del mes. Luego comencé en el póker, mi juego favorito. El póker es una trampa. Hay una pantalla y si haces póker la casa paga casi 40 millones de pesos. Nunca he visto que alguien lo haga y cuando cuentan que alguien lo hizo es como si hablaran de una leyenda.
Después comencé a jugar tragamonedas. En las mesas no se puede fumar y yo iba a la sala de fumadores y mientras llevaba el cigarrillo a mi boca le metía monedas a la máquina. No podía parar. De ese tamaño era mi adicción.
En esa sala supe que siempre hay una pareja que lleva 45 años de casados. Le pregunté al señor que cuál era el secreto para tanto tiempo de matrimonio y me respondió entre risas que “soportar los golpes”. Yo a veces pienso que es verdad porque su esposa es malhumorada y lleva un paquete de cigarrillos mentolados para pasar el día en el casino.
También supe de otra pareja que sientan uno al pie del otro y se van hablando y se dicen: la “máquina abrió”, es decir, que va a dar el premio. Entonces comienzan a apostar más. También tocan la pantalla de la máquina y a veces le pegan o presionan los botones, contando hasta tres, porque piensan que de este modo les pueden dar el premio mayor, cosa que pocas veces pasa.
Para ese momento yo saltaba de una máquina a otra, de un juego a otro, viendo en cuál podía ganar. En ninguno lo hacía porque no era capaz de irme cuando tenía el dinero en las manos; tampoco me iba cuando perdía pensando cómo podía recuperarlo.
A las personas que se hacen detrás de las mesas esperando que otro gane para que les regale alguna ficha se les llama “patos”. La manera en que un pato pide una ficha para apostar es diciendo “Dame vida” o “Dame la liga”. Las fichas se vuelven un bazuco. A los patos los molestan diciendo: “ya necesitas soplar”. Por eso se dice que el casino es un sopladero, un sopladero bonito. Yo he sido “pato” después de llegar al casino con dos millones de pesos, he salido sin lo del taxi.
Traté de pasar varias cartas a los casinos para que no me dejaran entrar. Pero esto funciona por unos cuantos meses o días, y luego te vuelven a dejar entrar. En otros países, como en España, tú te puedes denunciar en la policía para que no te dejen entrar nunca, pero en Colombia no hay ninguna ley que nos proteja del casino o que nos brinde herramientas a los ludópatas para tratar de contrarrestar la adicción.
Cuando se me acababa el dinero y ya nadie me prestaba, iba a mi casa y empeñaba el computador en el mismo casino, pues ahí adentro hay dos prestamistas que son padre e hijo: Jon y Alejandro. Me imagino que llevan años en este negocio porque son muy referenciados y si tú no los buscas para que te presten dinero ellos te buscan. Prestan 470 mil pesos y debes pagar 500 mil. Pero si no sacas las cosas empeñadas en un mes, debes pagar cien mil pesos mensuales de intereses. Yo terminé empeñando mi computadora, mi celular y mi cámara profesional. He visto personas empeñando el anillo de boda, las cadenas, los relojes y cuanto artículo de valor poseen.
Estos prestamistas andan con canguros llenos de dinero o de fichas; muchas veces ni siquiera entregan el dinero en efectivo sino en fichas. Normalmente, llegan a las cuatro de la tarde y se van a las diez de la noche. Realizan las transacciones delante de todo el personal del casino. Y nadie se los prohíbe porque ese negocio beneficia al casino.
Yo terminé vendiendo mis libros, una biblioteca que por años había construido y había disfrutado. Quienes me conocen saben que no hay nada para mí más sagrado que los libros, pero hasta a eso le fui desleal. No los vendí para jugar, pero sí para cubrir deudas del juego. Casi termino sin casa, tuve que dejar una maestría en la que me fue muy bien a nivel académico. Muchas personas tomaron distancia y yo terminé sentada en mi cuarto pensando qué hacía con mi vida.
Contar para sanar
Sé que la ludopatía es una adicción de por vida, pero comienzo este proceso de dejar de jugar contando, porque creo en la importancia de contar para sanar. También sigo en terapia psicológica y yendo cada semana a los grupos de apoyo: jugadores anónimos. Pienso que es necesario que Colombia, dentro de sus políticas públicas, tenga una ley contra los casinos, como lo ha hecho Ecuador, y que entienda que este es un problema de salud pública. También pienso que todos merecemos una oportunidad o dos y hasta tres porque, aunque el juego no es una sustancia, sí que causa adicción. Hoy comprendo que mi suerte reside en tener la familia que tengo, los amigos y mi pareja que me acompañan en este proceso, y sobre todo en tenerme aún a mí y a las palabras.