Entre la verdad y la extraviada Esperanza

Entre la verdad y la extraviada Esperanza

Texto

Michelle Mojica Noreña

Ilustración

Daniela Hernández

Diciembre 15 de 2021

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Entre la verdad y la extraviada Esperanza

Anotaciones de un corto viaje

Durante los últimos tres años, la Comisión de la Verdad ha venido trabajando a partir del relato de las víctimas y de los victimarios. El filo de la atrocidad también ha tajado la sensibilidad de los investigadores y hay quienes han encontrado sosiego en el encuentro personal con los vejados. El relato que sigue es un ejemplo del vacío que se abre en muchas personas que hoy trabajan en la reconstrucción de la memoria.

El regreso fue más ameno y alegre, sentíamos que ya nos conocíamos. Y puede que así fuera: ahora éramos depositarios de una parte de sus vidas, de un dolor que parecía pesarles menos después de haberlo narrado. Solo transcurrió medio día y yo a esas mujeres las sentí más ligeras mientras viajábamos de vuelta a sus casas.

Algunas parecían haber hecho a un lado este encuentro con la Comisión de la Verdad; otras siguieron contando, explicando detalles y poniendo la escena en el paisaje. Solo Marina[1] permaneció taciturna, juzgándose a sí misma, buscando cómo aliviar la herida del recuerdo, en su relato se cristalizaba lo inescrutable de la guerra. Canjear una vida por otra.

Así es la guerra. Así ocurrió en la vereda La Esperanza, a una hora de la cabecera municipal de Santuario, Risaralda, pueblo al que llaman la “Perla del Tatamá”.

Para mí, la visita a esta vereda cargaba cierto misticismo, si no resulta ofensivo admitirlo.  Ya había escuchado de antemano algunos relatos de los paramilitares que ferozmente se afincaron en la vereda. Entre historias de sangre, sevicia y espantos, —sí, espantos—, dibujé una imagen de lo que esperaba encontrarme, imagen que logró ser solo un bosquejo de la realidad.  

En el viaje de ida hubo risas y conversación animada, a pesar de que estas mujeres iban a recordar las maneras en que fueron victimizadas por  actores armados. La policía nos escoltó todo el camino. Al llegar, encontramos unas pocas casas a borde de carretera, una iglesia con la pintura desgastada, una cruz vigilante y una panorámica encantadora. Perdidas entre las faldas de las montañas, pequeñas casas antaño ocupadas por algunas de las mujeres, se veían graneadas entre cultivos de café. Desde el filo, divisamos a un costado la vereda La Linda, por el otro, el camino que conduce a las montañas de El Águila, en el Valle del Cauca.

Me asombró y aturdió el silencio, silencio que fue dulcemente interrumpido por el canto de Lucía. Antes de echarse a cantar, la vi recorrer con su mirada todo alrededor para afirmar: “esto no ha cambiado nada”. Me di cuenta de que aquellas mujeres no habían regresado a La Esperanza desde el día en que fueron desplazadas, hace más de quince años.

El simbolismo es ineludible. Desde la cabecera municipal de Santuario nos trasladamos a la Esperanza. Creí que allí nos íbamos a reunir con más personas que habían sido víctimas de la violencia del conflicto armado que se arraigó durante años en ese territorio. No fue así. Me sorprendí. El ejercicio lo realizamos con las mismas mujeres con las que partimos desde Santuario. Algunas de ellas se habían desplazado por las acciones violentas de la guerrilla, otras, de los paramilitares. Independiente de las circunstancias que ocasionaron el desarraigo, todas tenían que su hogar en La Esperanza era solo un recuerdo, puesto que hasta ese día se habían mantenido distantes de la vereda. Sin saber ni llegar a imaginarlo, mis compañeros y yo habíamos sido los acompañantes de un proceso de retorno, efímero, pero al fin de cuentas, retorno. Hicimos lo que hacemos siempre, y como siempre, lo hicimos distinto.

***

Entre 1999 y 2003, se instaló el horror paramilitar en la vereda. Allí, el Frente Héroes y Mártires de Guática estableció una base desde la que irradió su accionar a otros municipios de Risaralda. Si bien el nombre del frente no fue muy distinguido por el campesinado —les decían paras o BCB—, la gente sí recuerda vívidamente las chapas, los alias, los rostros de quienes patrullaron, asesinaron y amedrentaron a sus comunidades.

En Santuario denunciaron que fueron las personas con influencia y plata quienes apoyaron y permitieron el ingreso de los paramilitares, plata que no evitó que en algún momento también cayeran por la violencia. “Fueron parte y víctima”, aseguró Marina.

El Frente Héroes y Mártires de Guática fue una de las subestructuras del Bloque Central Bolívar que operó en el Eje Cafetero junto con el Frente Cacique Pipintá. A pesar de estar a órdenes de Carlos Mario Jiménez alias Macaco e Iván Roberto Duque alias Ernesto Báez, los dos frentes operaron de manera diferente, con repertorios de violencia distintos, pero igual de lacerantes en el tejido social.

Mientras que con el Héroes y Mártires de Guática predominaron los asesinatos y las desapariciones forzadas, con el Cacique Pipintá abundaron las masacres lista en mano. A la par de que los paramilitares perpetraron todo tipo de actos violentos en el Eje Cafetero, la región experimentó una reconfiguración económica ajena a otros territorios. Hay víctimas y relatos de la sociedad civil que aseguran que el discurso del progreso, del Paisaje Cultural Cafetero y del remanso de paz, ha servido de manto para ocultar y reconocer la violencia y sus impactos.

Santuario, municipio que comparte geográficamente el Parque Natural Tatamá con otros municipios del Chocó y del Valle del Cauca, así como algunas historias de guerra, proporcionó ventajas a todos los grupos armados ilegales. Ubicado a hora y media de la ciudad de Pereira, donde el eco de sus relatos apenas asoma, fue epicentro de una violencia que apenas se está cuantificando. Mientras el Centro Nacional de Memoria Histórica reporta 87 víctimas del paramilitarismo, el Registro Único de Víctimas habla de 1487. A pesar del subregistro, estas cifras sobrepasan las endosadas a las guerrillas y a los agentes del Estado. En consonancia con lo narrado por las víctimas, la mayoría de los hechos victimizantes se concentran en el periodo  2000-2005, años en que no hubo tregua para la población.

Los desplazamientos forzados, las amenazas y los asesinatos selectivos, fueron los hechos más recurrentes. También fueron perpetradas desapariciones forzadas, actos de violencia sexual y reclutamientos. Aunque la magnitud de lo sucedido pretenda medirse con cifras, no hay registros estadísticos sobre las torturas, los castigos, las normas impuestas a la comunidad ni están contabilizados —no se podría—, los daños psicológicos, familiares ni comunitarios.

El 15 de diciembre de 2005, en la vereda la Linda y no en la Esperanza como aparece en los pocos registros que existen, se desmovilizaron 552 integrantes y no integrantes —gente que se hizo pasar como tales— del frente.  Con la dejación de armas, la posterior extradición de Macaco y con la aparente pérdida de los registros de la desmovilización en las páginas oficinales —que tal vez puedan estar sepultados en el anaquel de alguna oficina—, un capítulo poco conocido perdió fuerza para ser documentado. Esta es una apertura.

***

Valentía es la única palabra que se me ocurre para describir lo que yace al interior de esas mujeres quienes nos confiaron una parte de sus vidas. Verlas señalar una edificación justo detrás de la escuela y contar que ahí estuvieron retenidas y vigiladas como castigo por oponerse a una orden. Escucharlas mencionar que en la escuela la gente fue torturada, que en tal quebrada encontraron los cuerpos de unos chicos que no eran de la zona sino de Cartago, o que ahí, a escasos metros y completamente a la vista, existen fosas con hombres que aún son esperados en sus casas. Fue estremecedor. Se necesita valor para recordar y mucho más para narrar una historia en el lugar donde una fracción de sus vidas fue arrebatada y al que no se habían permitido regresar.

A Ana la escuché bajar la voz cuando se acercó un agente de policía. Por unos minutos rehusó seguir hablando como gesto de la connivencia que hubo entre la fuerza pública y este frente paramilitar. Ana recobró el aliento y continuamos. Los relatos escuchados no pueden ser contados por confidencialidad, pero se suman a otros de cuerpos mutilados, quemados dentro de neumáticos, desaparecidos. Los instrumentos de trabajo utilizados para labrar la tierra —recordó Ana entre sollozos— fueron usurpados en las noches para cercenar la humanidad de muchas personas etiquetadas de guerrilleras, informantes o consideradas “indeseables”. No les quedó sino llorar, llorar mientras aseaban la pala manchada de rojo antes de disponerla para su función agrícola.   

Hasta espíritus, según han contado pobladores y desmovilizados, asistieron al festín de muerte. Almas en pena de cuerpos sin la santa sepultura, asesinados o muertos en combate, poseyeron a los paramilitares, quienes desataron su furia, vociferaron incoherencias y repartieron plomo. Por confusa que pueda parecer la escena, paramilitares se arrojaron desesperados a la compra de escapularios verdes, “eran los únicos que les servían”, contó Lucía. Hubo un exorcismo. ¿Lo acontecido en La Esperanza fue tan brutal que trastornó las mentes de hombres entrenados para matar? Tal vez este episodio endilgado a lo sobrenatural no se pueda explicar, o no llegue haber una verdad que lo contenga y lo vuelva asible. Tal vez ninguna verdad tenga el poder de volver lo incomprensible, transmutable.

***

Entrada la tarde abordamos el jeep de regreso a la cabecera municipal. Durante el viaje, Nelly nos contó una de las versiones sobre la fundación de la vereda y el porqué de su nombre. Resulta que un hombre venido del departamento de Antioquia llegó en busca de una hija perdida. Los rumores decían que ella estaba en Santuario. Al llegar, se instaló en la vereda La Linda, compró unas tierras, entregó algunas a los campesinos, formó un caserío y encontró a su hija. Luego, bautizó el lugar como La Esperanza.  

Mientras viajábamos pensé en la importancia de esclarecer la verdad y me fijé en Ana cuando me señalaba el lugar donde vivía antes de su desplazamiento y los lugares en donde habían acontecido algunos de los hechos relatados: “en esta quebrada fue donde encontraron a los dos hombres que le conté”. Los cuerpos fueron encontrados mutilados.

Me quedó rondando un pensamiento: hay un afán por la verdad y ese afán es necesario. Esperamos que la verdad nos permita un suspiro que renueve el aire y haga más claro el nuevo camino al que intentamos transitar. Pero entre la verdad o las verdades, no van a quedar grabados los pequeños cierres, las minúsculas o titánicas sanaciones, las lágrimas y las sonrisas, ni la zozobra o la calma de quienes vimos dar la espalda después de haberles escuchado. Tampoco nuestras íntimas batallas al tener que dejarles ir.  

Esas mujeres, la mayoría sobre los cincuenta años, se embarcaron en un jeep con nosotros, sin conocernos, dispuestas a enfrentarse a un pasado lejano, a revivirlo. Tal vez ellas necesitaban volver allá, escapar al olvido, tejer los hilos del relato de lo que fue, sanar una herida a medias cicatrizada. Tal vez nosotros, con la escucha como bandera, buscábamos deberle menos a la región y ser bálsamo para las heridas ajenas y propias.

Finalizando el recorrido se sintió una pequeña nostalgia. El viaje a la vereda había terminado, pero quedó revitalizada la energía con el amor de aquellas mujeres. El proceso en sí reviste una importancia que no se logra dimensionar ante el afán de recabar la verdad. El proceso es transformación puesto que la escucha atenta, cuidadosa y responsable permite cierres y también, cierres mutuos. 

Atrás dejamos la Esperanza, con la ilusión de que nos sobreviva.

 

  • Todos los nombres han sido cambiados por seguridad.

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