Soberanía alimentaria: mujeres sabedoras, semillas libres y tejido cultural en el Eje Cafetero

Soberanía alimentaria: mujeres sabedoras, semillas libres y tejido cultural en el Eje Cafetero

Texto

Natalia Barriga

Ilustración

María José Porras

Marzo 9 de 2023

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Soberanía alimentaria:

mujeres sabedoras, semillas libres y tejido cultural en el Eje Cafetero

La soberanía alimentaria hace una lectura amplia sobre la relación entre la producción de alimentos, el hambre y condiciones de desigualdad. Estas son las experiencias, saberes y reflexiones de algunas mujeres del Eje Cafetero que actualmente desarrollan procesos de soberanía alimentaria. Por medio de las semillas, el alimento, la pedagogía y la generación de comunidad, resisten en colectivo ante las formas violentas de la agroindustria, y nos invitan a hacerlo con ellas.

Las plantas que han vivido aquí desde siempre tienen algo que decir,
se puede escuchar su canción.

Eliana Hernández y Eliana Martínez
Fragmento del libro ‘Plantas del Camino’.

Alimentarse es una función vital de los seres vivos. Nuestra existencia depende, en buena medida, de que nos alimentemos con la regularidad, nutrientes y características que cada cuerpo exige. En el caso de los humanos el alimento no sólo es un recurso vital para nuestra existencia, salud y bienestar, sino que también está relacionado con la supervivencia de nuestras culturas, con los derechos de las mujeres, del campesinado y trabajadores, los derechos de los pueblos étnicos, y con la pérdida o conservación de la biodiversidad de los territorios y países del mundo.

El alimento nos atraviesa todo el tiempo, seamos conscientes o no: si no lo tenemos con regularidad, si es insuficiente, si es costoso, si tenemos o no la posibilidad de sembrarlo y cosecharlo, si tiene las características nutricionales para nuestras necesidades, si sabe bien, si nos une con un bello recuerdo o con otras personas; si recorre países y mares hasta llegar a nuestra mesa, si para obtenerlo otros animales o personas deben sufrir, si beneficia nuestra salud o la afecta, si está modificado genéticamente, si está contaminado y nos contamina de a poco, por ejemplo.

En 1996, en la Cumbre Mundial de la Alimentación, el movimiento social internacional La Vía Campesina, promovió la propuesta de Soberanía Alimentaria. Un derecho amplio de los pueblos y naciones, que en síntesis se basa en la libertad de definir su propia política agraria y alimentaria, y sin que países terceros importen productos a un precio inferior al que se vende en el mercado interno del país de origen. Según expone La Vía, el agronegocio y las multinacionales intentan dominar “las formas de producción de los alimentos, imponer cómo, qué y cuándo producir, sin respetar los saberes alimentarios ancestrales, reemplazándolos por el monocultivo y los agrotóxicos”.  

La soberanía alimentaria —con base en la agroecología y el ecofeminismo— hace una lectura amplia sobre la relación entre la producción de alimentos, el hambre y condiciones de desigualdad. Pues cuestiona, critica y responde ante tres sesgos fundamentales del sistema agroalimentario globalizado que se basan en la reducción, inferioridad, desprecio y opresión de las mujeres, la naturaleza y las culturas y tradiciones occidentales, según explica Marta Soler, economista española y profesora de economía agraria de la Universidad de Sevilla.

Ante la comprensión de ese sistema de opresiones y desigualdad social, la soberanía reivindica los derechos del campesinado y la fundamental labor de las mujeres en el campo: reconoce su doble trabajo productivo y de cuidado invisibilizado, y las violencias que sufren; reconoce la necesidad de que mujeres, campesinos y personas sin tierra tengan acceso a ella, al agua, a las semillas, a recursos productivos, y al suministro de servicios públicos. Acorta la distancia entre personas productoras y consumidoras, y fortalece las economías locales. Reconoce que las personas debemos tener trabajos y salarios dignos para poder acceder a alimentos sanos y nutritivos. Y tiene como principio a la sostenibilidad, los saberes ancestrales y formas respetuosas y simbióticas de relacionarse con la tierra y los territorios.

Esta propuesta que partió del campesinado y del movimiento social y que con el tiempo fue acogida por las Naciones Unidas, surgió como respuesta al concepto de Seguridad Alimentaria, que fue propuesto en la década del setenta en un contexto de crisis alimentaria global, y que se basó en la disponibilidad y producción de alimentos en todo momento para todas las personas de una nación y del mundo. Y que se tradujo, a nivel internacional, en políticas de aumento de la producción agraria que terminaron beneficiando, principalmente, a las grandes industrias y los agroquímicos.

Sin embargo, el aumento de la producción agraria no acabó con el hambre en el mundo, pero sí ha llevado a que cientos de millones de campesinos abandonen sus prácticas agrícolas tradicionales, además de generar una descampesinización de lo rural.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), al menos 56,5 millones de personas en Latinoamérica y el Caribe sufrieron escasez de alimentos básicos en el año 2021, causando carestía y miseria generalizada.

En Colombia, en el mismo año, cerca del 50% de la población tuvo un consumo de alimentos mínimamente adecuado y no pudo afrontar algunos de los gastos alimentarios esenciales. Y cerca del 30% de la población del país —al menos 15,5 millones de personas— tuvieron brechas significativas y extremas frente al acceso y consumo de alimentos.

Brechas que, según el Programa Mundial de Alimentos, representa situaciones de inseguridad alimentaria y nutricional que lleva a las personas a adoptar estrategias irreversibles de supervivencia que les pueden causar daño en distintas intensidades. Esa inseguridad alimentaria, dice el Programa, la sufren principalmente personas trabajadoras informales, hogares con bajo nivel educativo, víctimas del conflicto armado, poblaciones étnicas, y mujeres y hogares con jefatura femenina.

Esta visión más integral alrededor del alimento, el campo y las variables que lo atraviesan y condicionan, ha generado que distintas personas, en especial mujeres, encuentren en la soberanía alimentaria un lugar para responder a esa necesidad vital. Un lugar para el bienestar, para otras formas de la economía, de relacionarse; una herramienta transformadora desde lo individual y colectivo, un punto de encuentro con otras y con la vida misma. Una forma de resistencia desde el alimento sano y los saberes ancestrales. Medicina para el cuerpo y para el ser.

Estas son las experiencias, saberes y reflexiones de algunas mujeres del Eje Cafetero que actualmente desarrollan procesos de soberanía alimentaria en el territorio. Por medio de las semillas, el alimento, la pedagogía y la generación de comunidad, resisten en colectivo ante las formas violentas de la agroindustria, y nos invitan a hacerlo con ellas.

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“Esa acción de dar alimento, que también está conectada con la tierra y las mujeres, ha hecho que logremos influenciar en la forma de organizar las comunidades”: Colectivo Las Weras

Estamos bajo una maloca que nos cubre del sol de las once de la mañana, alrededor hay una mezcla de sonidos de pájaros, grillos, renacuajos, y un poco más distante, el siseo del río. El espacio es un semillero de soberanía alimentaria, de siembra y de estudio sobre agroecología gestionado por la YMCA de Risaralda, ubicado muy cerca al skatepark del barrio Kennedy, en Pereira, apenas separado por un pequeño puente, un tramo de cerca de 3 minutos caminando y por la ausencia del ruido del barrio.

Las Weras es un colectivo de mujeres emprendedoras, que realiza procesos comunitarios y de soberanía alimentaria, y que inició en febrero de 2021 con la intención de generar una red de emprendimientos y de economía circular entre mujeres, para apoyarse y fortalecer sus proyectos productivos. Días siguientes a esa unión, en Colombia se convocó al Paro Nacional y esto fue determinante para transformar un poco el objetivo del colectivo: después de decidir si tomar o no posición en ese momento político del país y de investigar cómo podían aportar, Las Weras hicieron su primera olla comunitaria el 28 de abril, para las y los protestantes en Pereira.

Ese día, en la calle, en medio del movimiento social pudieron evidenciar la lamentable cantidad de personas que no tenían asegurados alimentos sanos y suficientes: en efecto, los primeros en solicitar el alimento fueron las y los vendedores ambulantes, también personas de tercera edad, habitantes de calle, y los chicos que estaban en la protesta que manifestaron que estaban comiendo mejor que en su vida diaria.

“A partir de ahí dijimos sí, somos mamás, emprendedoras, queremos mejorar nuestra economía, nuestro bienestar, queremos ser independientes para poder maternar. Porque la sociedad le exige a las mujeres un poco de cosas; ahora sobre todo, responder económicamente, cuidar los niños, mantener la casa. Pero dijimos sí, en este momento nos une este propósito, y vamos a trabajar en él”.

Me cuenta Luciana González, de 36 años, administradora ambiental, integrante del colectivo y creadora de Luz Ángel plantas. A su lado, están Paula Arcila, cofundadora de Bio Itinerante y Corporación Oshun; y Jessica Carvajal, estudiante de la YMCA, de 30 años. Ambas integrantes también de Las Weras y custodias de semillas.

Esa experiencia de la olla comunitaria les permitió ver de cerca una necesidad latente en la ciudad y el país, y también les mostró una forma de generar procesos con las comunidades, de generar colectivización y cohesión social a través del alimento y la olla. Y más adelante, también desde el cultivo y la cosecha.

Resistir desde la semilla

En agosto de 2022, Las Weras empezaron su siembra en la huerta de La Abuela, un espacio ubicado al lado del Estadio Mora Mora, que el colectivo ‘Cultiva lo nuestro’ logró conseguir en comodato y que actualmente varias personas y colectivos comparten: “Lo que ahora queremos es llevar el mensaje de que todos podemos cultivar alimentos sanos, no importa el espacio. También la idea es que el colectivo sea un multiplicador de semillas nativas, orgánicas, libres de agrotóxicos, y hacer toda esa resistencia al alimento que nos quieren imponer”, dice Luciana.

Con la participación de otras personas, el colectivo ha estado en la labor de expandir los cultivos a espacios y hogares en donde se los permitan, estableciendo acuerdos de reciprocidad: ellas comparten las semillas, las personas obtienen alimento y retornan las semillas multiplicadas al colectivo. Proceso que las va adaptando a diversos espacios “para que cada vez sean más semillas y más personas sembrando”.

Las semillas son el origen y sostén de gran parte de la biodiversidad que conocemos y de muchos de los alimentos que consumimos nosotras  y otras especies animales. Son la base principal del sustento humano, dice la FAO.

Entre el 1900 y 2000, no solo desaparecieron el 75% de las variedades de cultivos del mundo, sino que también en la década del noventa, impulsado por las agroindustrias, se introdujeron leyes de privatización de las semillas modificadas, impidiendo y obstruyendo su resiembra, multiplicación e intercambio. Lo que conllevó a la persecución y criminalización de las semillas libres, nativas, criollas, que no están modificadas genéticamente y que no tienen propiedad intelectual.

Más de veinte años después, cuatro grandes empresas —Bayer, Corteva, ChemChina y Limagrain— controlan más del 50% de las semillas del mundo y del suministro de alimentos a nivel global, según el medio Deutsche Welle (DW).

Velma Echavarría González, agricultora agroecológica, guardiana de semillas criollas y nativas, y coordinadora de la Casa de las Semillas en Riosucio (Caldas), explica que la pérdida de la agrobiodiversidad de un territorio —flora, frutos, fauna, microorganismos, conocimientos tradicionales— es una de las causas de la pérdida cultural de un pueblo. De allí esa relación crucial e histórica de los pueblos indígenas, negros y campesinos con la protección, preservación y pervivencia de las semillas y los ecosistemas de los territorios:

“Las semillas han caminado de la mano con las comunidades que las han conservado durante miles de años; las semillas nos cuidan y nosotros las cuidamos, es una relación directa de supervivencia”.

Velma hace parte de la comunidad indígena de Tumbabarreto del Resguardo Indígena Cañamomo-Lomaprieta, tiene 50 años, y hace veinte empezó a desaprender la deformación que tuvo como ingeniera agrónoma, y a aprender a ser agricultora al lado de las custodias de semillas, a quienes les debe el amor y el respeto por la vida en todas sus formas.

La custodia cuenta que en contrapeso con esas agresivas y monopólicas dinámicas del mercado, las semillas criollas y nativas cumplen un rol base en la soberanía alimentaria y en la historia de los pueblos, pues están adaptadas a las condiciones climáticas de la zona de origen, son de mayor productividad, se pueden reproducir, no tienen propiedad intelectual, hacen parte de la cultura alimentaria de las comunidades, no necesitan los agroquímicos y tecnologías de las semillas certificadas y privatizadas, no son modificadas genéticamente, y además de ser alimento, “son medicina para el cuerpo y para el alma”.

Encontrarse en el aprendizaje y los lazos comunitarios

El aprendizaje sobre agroecología y custodio de semillas ha significado crecimiento para Jessica y otras Weras que no han vivido en lo rural. Y ha sido abono para su vida: “poner la semilla en la tierra, ver cómo crece, luego cosecharla, llevarla a mi plato, a mi casa, y fuera de eso tener semillas de ese alimento para seguir compartiendo, me ha alimentado mucho”.

Cultivar alimentos sanos y diversos, compartir semillas, hacer pedagogía para volver a darle valor al suelo, al alimento, a la producción local; hacer ollas comunitarias, reunirse alrededor del alimento genera comunidad, colectividad y apropiación del territorio, me dicen Las Weras. Y esto tan importante, sucede en doble vía: con las comunidades y personas con las que realizan estos procesos de soberanía, y también entre ellas, al interior del colectivo que se ha ido volviendo un espacio para ser y compartir.

Para Paula, una de las muestras de cómo han cambiado las dinámicas del grupo es la forma espontánea en que se han creado redes para el cuidado de las y los hijos de quienes necesitan el apoyo, ya que la mayoría de integrantes son madres cabeza de hogar, cuya fuente de ingreso son sus emprendimientos, lo que les permite manejar su tiempo y poder maternar, estudiar, hacer activismo y demás labores.

“Generar todo este proceso, ese solo contacto con mujeres que quieren emprender, salir adelante, que quieren cuidar sus hijos, hace que uno se vuelva más sensible, más empático, más solidario. Y entonces ahí es donde empieza uno a evidenciar que esto no solo me pasa a mí. En el caso de la violencia, es que no solo a mí me han maltratado. Entonces comenzamos a generar esa red, nos empieza a importar en principio lo que le pasa a la compañera, y después evidenciamos que es una réplica de lo que pasa a gran escala en la sociedad”.

Como cuenta Luciana, la juntanza les ha permitido encontrarse y reconocerse desde las desigualdades, necesidades, opresiones, pero también desde los anhelos, los sueños, el aprendizaje, el disfrute de lo que hacen. El colectivo se ha convertido para muchas de Las Weras, en un espacio de escucha, atención, desahogo y compartir, y también lo ha sido para aquellos hijas e hijos que se han integrado a los espacios de juntanza, pues la soberanía, dice Velma, “es un proyecto de vida, una parte del proceso económico de una familia y comunidad”. Y la parcela, el campo, es el lugar para ser feliz, en la que sus hijos son libres de pensamiento y han aprendido el respeto por la vida en todas sus formas.

Luciana tiene dos hijas y están muy interesadas en el proceso, “ya me enseñan a mí. De donde llegan y a donde van, me dicen ‘mamá, te traje estas semillas’”.

“¡Sí, por todo lado buscan semillas!”, confirma Jessica sonriendo. “Tu las miras en la huerta y están siempre recolectando semillas para la mamá”.

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“La soberanía tiene muchos aspectos, y nosotras reconocemos que pasa por el paladar”: Quysqua

En la problemática de la descampesinización de lo rural, la ausencia de relevo generacional ha sido un tema que ha estado en la mira desde hace años. Para Martha Lucía Ciro, cocinera tradicional de 59 años, que vive en Calarcá (Quindío), la vinculación de las niñas y niños desde edad temprana a experiencias con el alimento, como talleres de cocina, la siembra de semillas, o el cuidado del cultivo, son estrategias claves para incentivar y promover ese relevo generacional, y también para generar conciencia y educación alrededor de la soberanía alimentaria.

Martha y su hija Alejandra María Torres, trabajadora social y cocinera experimental de 33 años, son las creadoras de Quysqua, un proyecto que como marca nació hace cerca de siete años, pero que viene de una larga tradición culinaria que Martha y sus hermanas heredaron de su mamá y que ha continuado uniendo generaciones.

Estamos en la casa de Martha y Alejandra, que es a la vez el principal lugar de transformación de los alimentos. Me comparten café, galleta de avena y hojuela de ahuyama, mientras me cuentan que este proyecto productivo, educativo y creativo, conserva saberes y sabores del territorio a partir de la pedagogía, exploración y preparación de los alimentos nativos y criollos; la mayoría, fáciles de conseguir en el Quindío. Frutos como la pringamosa, cidra, chachafruto, mafafa y guadua, y su transformación en tortas, postres, bebidas y conservas.

Recetas que unen la tradición culinaria de Martha, y la curiosidad y creatividad de Alejandra, y que a la vez, son recetas que se han nutrido, transformado y mejorado en colectividad, como es el caso del antipasto, receta que tiene más de veinte años ya, y que fue creada y unificada por Martha y sus hermanas, gracias al compartir de conocimientos y sabores.

Enseñar a través del alimento y del cuidado

Este proyecto pedagógico nació hace más de quince años cuando Alejandra estaba en noveno grado, su hermano mayor en décimo, y Martha trabajaba en la cafetería del colegio rural en el que sus hijos estudiaban. Allí, incentivadas por un proyecto académico, los tres empezaron a investigar sobre posibles transformaciones de alimentos como la arracacha, el bore, la cidra. Frutos que luego se convertirían en algunos de los productos y alimentos que hoy preparan y comercializan en el departamento y que son base del sustento económico de Martha y Alejandra, y del que también se ve beneficiada su familia.

“La llegada de la industria ha marcado un cambio en el modelo de alimentación impresionante, y ha hecho su labor: no solo vende los alimentos procesados y cada vez con mayor empaque, sino que además le hace creer a la gente que esa es la alimentación que necesita”.

Teniendo como base la soberanía alimentaria, Quysqua trabaja en tres procesos: en pensar la semilla, su importancia y su cuidado, pues madre e hija también son custodias; en el relevo generacional y la pedagogía sobre ello, y en la transformación culinaria: reinventarse cómo comemos y lo que comemos, para que las personas del territorio tengan la posibilidad de encontrar alimentos locales, diversos, sanos, ricos, y libres de químicos.

Para Martha y Alejandra esta también es una forma de resistencia por medio del cuidado, ante el mercado industrial de los alimentos que nos aleja de los saberes y sabores locales:

“El objetivo nuestro es que las personas reconozcan que nos estamos perdiendo de una cantidad de sabores y saberes que están atravesadas por el alimento y por el cuidado. Porque la cocina representa eso: el fuego encendido, lo que no se puede apagar, lo que debe estar ahí siempre. Para nosotras es la mayor muestra de cuidado”, dice Alejandra, y a su lado Martha asiente y sonríe.

Ese ejercicio de resistencia y preservación cultural, de pedagogía por medio del cuidado, está atravesado por el gusto, por el paladar y Quysqua lo sabe muy bien. Si no conocemos los frutos locales, si no sabemos prepararlos, si no nos gusta cómo sabe de ciertas formas tradicionales, ¿cómo podemos preservar esos frutos? ¿cómo podemos aprovechar su fácil acceso y cultivo? ¿Cómo podemos aprovechar su valor nutricional?

Usted habla de soberanía pero usted debe ser consciente de lo que se está comiendo, desde la coherencia del discurso y desde los actos, pero también desde la conexión con el territorio, porque en últimas la soberanía es eso: lo que nos permite decidir qué comemos, cómo lo comemos, qué cultivamos. Entonces si nos interesa esa conexión, hay que privilegiar lo que crece acá y lo que se da acá”, explica Alejandra.

Ese privilegiar los frutos y productos locales y criollos, que está conectado con las semillas y la pervivencia cultural, es parte transversal de la soberanía alimentaria y nos hace una invitación que también extienden las entrevistadas: como consumidoras, como agentes en la cadena de los alimentos y productos, podemos aportar en el fortalecimiento de las economías locales y los emprendimientos de mujeres y campesinado. Aportar en la conservación de los saberes y sabores del territorio, en la preservación y búsqueda de otras formas de la relación con el alimento y con la tierra. Otras formas para que desde la construcción comunitaria se generen avances hacia la justicia social. Pues como señala la experta en soberanía Miryam Gorban, licenciada en nutrición, doctora Honoris Causa de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, “la soberanía alimentaria no es un hecho aislado. La soberanía alimentaria depende de la soberanía política, de la soberanía económica y de la justicia social” de una nación.

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