Ni una voz ni un sueño ni un hermano: nunca más desaparecidos
Texto
Natalia Barriga
Ilustración
María José Porras
Julio 7 de 2023
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Ni una voz ni un sueño ni un hermano:
nunca más desaparecidos
En medio de la invisibilización del conflicto armado e indiferencia social en el departamento del Quindío, las integrantes de Fundamaná buscan a sus familiares víctimas de desaparición forzada, y se oponen al ocultamiento y silenciamiento de una violencia que les causa heridas de por vida. En medio del dolor y la resiliencia, las buscadoras defienden su derecho a la verdad, la memoria, la justicia, y la no repetición.
Después de casi veinte años de espera, preguntas e incertidumbre, el 15 de mayo de 2023, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas le dio la noticia a Libia Ospina, de que la coincidencia entre la muestra de ADN que había solicitado y los datos de un cuerpo exhumado de una fosa común en 2008 en Barranquilla era total. En efecto, pertenecía a su hermano Diego Fernando Ospina, desaparecido 19 años atrás cuando tenía 22 años de edad.
“La verdad, yo ese día no lo estaba esperando, ¡como llevo tanto tiempo esperando!”, me dice Libia, de 42 años de edad, lideresa, cofundadora de la Fundación Supervivientes Maná – Fundamaná. La primera y hasta ahora única organización del departamento del Quindío, actualmente conformada por 21 personas —casi todas mujeres— que buscan a sus familiares víctimas de desaparición forzada en el departamento y el país, entre la década del noventa hasta el año 2023.
Diego, hermano menor de Libia, era comerciante de ponchos y sombreros, y había ido por trabajo a Ciénaga, Magdalena en mayo de 2004. Dos de los compañeros que viajaron con él fueron quienes alertaron a su familia sobre la desaparición.
Entre lágrimas y sonrisas, Libia me cuenta que a pesar de estar esperando hace tantos años una respuesta concreta y fidedigna del paradero de su hermano, hallarlo ahora le despierta sentimientos cruzados. También porque es la primera persona encontrada por la Fundación desde que fue constituida en 2021, producto del apoyo de organizaciones como la Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas, (ICMP por sus siglas en inglés).
“La satisfacción y la felicidad que acarrea haberlo encontrado choca con la de haberlo encontrado muerto. Tenemos que enterrarlo, tenemos que vivir ese proceso… Para mí personalmente es súper difícil, no sé qué seguirá después de esto”, me dice Libia con cierta angustia.
En Colombia son al menos 121.768 las personas desaparecidas de forma forzada en 31 años de conflicto armado (entre 1985 y 2016).
No siendo pequeña esta tragedia, la Comisión de la Verdad en su trabajo de esclarecimiento del conflicto calculó un potencial subregistro de al menos 90.000 víctimas, por lo que estima que las personas desaparecidas forzosamente en el país son más de 200.000. La mayor cifra de Latinoamérica y eso que es una estimación solo hasta 2016. ¿Cuántos hasta hoy?
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“Si no lo hacemos nosotras, nadie más los va buscar”, exclama Marleny Zabala en un video de Fundamaná. Marleny es lideresa, cofundadora de la organización y de la Asociación de Mujeres Multiétnicas y sus Familias Retornando “ASMUFARE”, que promueve estilos de vidas sostenibles desde lo ambiental, económico y sociocultural para víctimas del conflicto armado, a través de proyectos productivos y pedagógicos.
Finalizando la década del noventa, Marleny y su familia fueron desplazadas de Berlín, corregimiento de Samaná, al oriente de Caldas, por la violencia y control territorial que ejercían grupos armados en la zona. Cerca de diez años después, ya estando en Armenia reconstruyendo sus vidas, Jairo, su hermano mayor, desapareció.
“Yo siento que la gente campesina en general ha sido gente que resiste, y resiste y resiste, y vuelven y le pasan cosas y resiste. Entonces el desplazamiento, las muertes, la mano negra, que tuviéramos que salir corriendo de un momento a otro no era algo extraordinario. En nuestro territorio uno ya sabe que ese territorio es guerrillero, este paramilitar, y que acá está la policía y que nosotros estamos en la mitad. Luego con la Comisión de la Verdad fue darnos cuenta de que eso que veíamos tan normal no lo era, que realmente pasaban cosas muy graves, y que había una ruta para denunciar así a uno le dijeran que no”.
Jairo Zabala desapareció un viernes, el 23 de junio de 2009, en Armenia (Quindío). Tenía 43 años, dos menos que su hermana Marleny. Ese día, Jairo salió de su casa al Hospital San Juan de Dios a reclamar unos medicamentos para la enfermedad que padecía, pero no regresó ni avisó dónde estaría, una conducta extraña en él. En el acto, la familia intentó poner la denuncia por desaparición en la Policía, pero solo se la recibieron dos días después con la excusa —que aún la dicen a pesar de ser falsa— de que tenían que esperar 72 horas para darlo por desaparecido. Luego, cuenta su hermana, la archivaron sin más.
“Yo la verdad aún guardaba la esperanza de que él estuviera por ahí, pero él nunca se iba mucho tiempo sin decir. En unas terapias que hice de constelaciones me dijeron que él había estado vivo mucho tiempo y había muerto como en el 2012, por allá en Medellín. Yo no sé si creer esa historia porque también en la semana que mi hermano desapareció, desaparecieron dos personas más en el barrio y con características similares. Eran personas que vivían solas o muy solas, enfermas y más o menos de la misma edad, como de 25 a 40 años”, recuerda Marleny.
Además de la similitud observada por Marleny, hay otras características que comparten los familiares desaparecidos de forma forzada que busca Fundamaná: la mayoría son hombres y la mayoría de ellos y sus familias estaban —y están— en condiciones económicas precarias. Por lo que en muchos de los casos, las familias no tenían los recursos y conocimientos para hacer la búsqueda de sus seres queridos. Razón por la que Marleny recuerda que “si no lo hacemos nosotras, nadie más los va buscar”.
En Colombia la desaparición forzada, además de ser una violencia de diferentes grupos armados, se presenta de distintas formas y finalidades, explica la Comisión de la Verdad en su informe final. Se recurrió a ella para afectar al enemigo, para controlar y dominar territorios y comunidades, para eliminar a quienes se oponían a los intereses de los grupos armados. Para eliminar a quienes eran vistos como “indeseables” y “vulnerables” —como personas LGBTIQ+, trabajadoras sexuales, consumidores de estupefacientes, habitantes de calle—; además de hacer parte de un mecanismo usado por las fuerzas armadas del país en contra de civiles inocentes para asesinarlos y mostrarlos como bajas de combate.
Los grupos paramilitares son los responsables de cerca del 52% de las desapariciones forzadas en el país, siendo los principales perpetradores. Seguidos por las FARC-EP (24%), los múltiples responsables (9%) y los agentes estatales (8%).
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En el volumen del informe titulado Hasta la guerra tiene límites, la Comisión explica que parte de la violencia e impacto que genera la desaparición forzada en el ámbito individual, familiar y comunitario, tiene que ver con que es un hecho que resulta incomprensible e inexplicable. Que genera confusión, incertidumbre, impotencia, miedo, preguntas. Preguntas que en muchas ocasiones, como me dijo Libia, no tienen respuesta.
En medio de la búsqueda de su hermano y de respuestas a algunas de sus preguntas, Marleny habló con varias de las familias del barrio que sabía que tenían familiares desaparecidos, pero dos de ellas le dijeron que ya habían sido indemnizadas y que ya no tenían derecho a reclamar. “Yo les dije que una cosa era la indemnización y otra es la búsqueda. Entonces ellas dijeron que no querían saber nada ni averiguar nada, ni querían tocar ese tema”.
En ese entonces, pocas personas entendían qué era lo que decía o quería Marleny; la denuncia en la Fiscalía no mostraba avances y en el departamento este era un tema del que se tenía poco conocimiento, a pesar de que la Comisión de la Verdad documentó en el Quindío 760 víctimas desaparecidas entre 1985 y 2016, y de que la Fiscalía tiene registros desde la década del setenta.
Pese a esto, Marleny continuó su proceso: en Bogotá participó en una marcha por los desaparecidos y encontró una fundación a la que pudo preguntarles cómo podía buscar a su hermano. Allí las personas de la fundación la asesoraron y le ayudaron a crear un derecho de petición dirigido a la Fiscalía del Quindío, exigiendo respuestas sobre la archivada de la investigación y los hallazgos de esta.
“Yo empecé a tener pesadillas muy raras, era como mucha gente lila, como zombies lila, muchos, yo miraba y nunca terminaba. Y yo veía a mi hermano en el centro, como que me miraba y no me miraba, era como un zombie, y no era triste ni alegre, era como una momia. Esas pesadillas no me dejaban dormir”, recuerda Marleny.
Como la Fiscalía no encontró nada, tuvieron que interponer una tutela y tampoco sucedió mucho. Como no ha sucedido con la mayoría de los casos de las integrantes de Fundamaná, pues según señala Luz Helena Ocampo —cofundadora y representante legal de la organización—, casi todas las experiencias que han tenido con las fiscalías seccionales han sido negativas. Con poca o nula investigación, pero sí con revictimización y una especie de justificación de la desaparición, a partir de prejuicios y estigmas violentos.
“Es muy duro para uno como víctima ir a la Fiscalía a solicitar informe del caso y que uno de esos funcionarios le diga a uno que seguro el pelado tenía alguna una deuda por ahí y por no pagarla se echó a perder. ‘¿Ustedes no han contemplado esa posibilidad?’, —le preguntaron en una ocasión a Libia cuando fue a consultar cómo iba la investigación—. Yo les dije, ‘puede que sí pero la idea es buscarlo y saber dónde está, por el motivo que sea’. ¡Cualquier persona desaparecida hay que buscarla!”.
La Comisión habla de “desaparecer al desaparecido” cuando desde la institucionalidad y la sociedad se niega o invisibiliza este crimen, reforzando la intención de la desaparición. Lo que hace que la sospecha, la sanción moral, y el peso del estigma no recaiga siempre sobre los responsables de esta violencia, sino sobre la víctima o sobre las familias buscadoras.
De 1.405 respuestas de entrevistas realizadas por la Comisión a familiares de víctimas de desaparición forzada en el país, el 19% indicaron la estigmatización como una forma de revictimización. El 13% enfrentó obstáculos para presentar denuncias, y el 10% sufrió discriminación.
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La indiferencia social fue una de las primeras realidades más dolorosas con las que se encontraronlas cinco fundadoras —Luz Elena Ocampo, Marleny Villabón, Marleny Zabala, Luz Mery Mejía y Libia Ospina— de la organización en 2016, cuando decidieron exponer las fotografías de sus familiares desaparecidos en la plaza de Bolívar de Armenia. En ese entonces se habían unido a la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (ASFADES). Llevaban apenas dos o tres meses de los doce que estuvieron aproximadamente en la asociación y querían replicar un ejercicio similar al que hacen las Madres de la Plaza de Mayo.
Estando en la plaza con las fotografías «la gente ni volteaba a mirar a estas personas que son historias de vida sagradas para nosotros. Como si fueran peor que cosas. Yo pensaba y le decía a la psicóloga: si hubieran sido fotos de perros o gatos al menos se hubieran acercado un par a decir ‘ay qué bonito, qué raza es esa’. Pero no. A mí personalmente eso me generó mucha rabia contra la sociedad, me llené de odio», cuenta Luz Helena, mientras sus ojos claros parecen brillar con cada palabra.
Una de las conclusiones de la escucha y trabajo que realizó la Comisión de la Verdad en el Eje Cafetero es que la región ha sufrido una invisibilización de sus violencias relacionadas al conflicto armado: “Aunque en la agenda pública institucional y política constantemente se ha hecho referencia a este territorio como un «remanso de paz» con incidencias menores del conflicto armado, en Caldas, Quindío y Risaralda se vivió una temprana violencia bipartidista, con alto número de masacres y repertorios de violencia, y desde finales de los años setenta diversos grupos guerrilleros y paramilitares operaron en varias subregiones causando picos históricos de homicidios, secuestros y desplazamientos forzados con alto impacto sobre las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes”.
Pero, ¿cómo entender que se ha ocultado y omitido intencionalmente el conflicto armado en el Eje Cafetero? ¿para qué?
La Comisión plantea tres posibles escenarios movidos por actores armados ilegales, élites económicas y políticas, y la institucionalidad: por un lado, la invisibilización como una estrategia de élites económicas y políticas regionales “interesadas en seguir constituyendo espacios de poder a través de dinámicas asociadas entre lo legal e ilegal; o como mecanismo de disuasión de actores ilegales –como el narcotráfico– con el objetivo de constituir un control territorial sin mucha vigilancia e interferencia de algunas instituciones; y como una estrategia política de actores legales que quieren sostener el imaginario de una institucionalidad fuerte y una cultural asociada al civismo, la prosperidad y el desarrollo como expresión representativa”. Además de silencios intencionales que omiten estructuralmente ciertos aspectos del conflicto “para defender intereses particulares anclados a la ilegalidad”.
Laura Parra, psicóloga e integrante de Mimbre, Legado para la paz, y parte del equipo que participó en el trabajo de la Comisión de la Verdad en el Eje Cafetero, observa que el Quindío es el departamento de la región en el que menos se reconoce y dimensiona la desaparición forzada. Y explica que esto no solo conlleva a negar los hechos victimizantes que han ocurrido en el territorio, sino que también niega a las personas, familias, comunidades y grupos poblacionales que se han visto afectadas por el conflicto, desencadenando otras afectaciones y violencias profundas de cara también a la justicia y la reparación.
Para Luz Helena, la experiencia de indiferencia en la plaza de Bolívar fue tan fuerte y tan revictimizante, que el dolor y el odio que sintió llegó a transformarse en pensamientos violentos que le sugerían que todas las personas debían tener un desaparecido, por lo que decidió empezar un acompañamiento psicológico.
«Yo no podía estar deseándole a la gente semejante horror. En ningún momento yo voy a desear semejante cosa, eso es una fractura social, una fractura familiar espantosa. Es un crimen de lesa humanidad y yo le agregaría algo: es una tortura para toda la vida”.
Durante el primer año de su desaparición, Luz Helena buscó intensamente a su esposo, amigo y compañero de vida Robinson Rendón Londoño, desaparecido en septiembre de 2015, a los 53 años de edad. Con su dedicación y con el apoyo de familiares y amigos, logró hacer tres búsquedas como familiar y aportar en la investigación del caso, que presentó avances pero que aún no se ha esclarecido del todo.
Pues la desaparición forzada además de ser un medio para controlar, reprimir y romper el tejido social, también es utilizada por actores armados como un medio para ocultar los hechos. Para no dejar rastro de las víctimas ni de sus cuerpos o restos y así asegurar la impunidad (Comisión de la Verdad).
Laura Parra lo explica así: “Cuando no se visibiliza y no se reconoce, por ejemplo el caso de las desapariciones, las violaciones, desplazamientos forzados y despojos, es como si aquí no pasara nada, y como no pasa nada, no hay nada qué resolver y como no hay nada qué resolver, pues realmente la justicia no se ve y los casos quedan impunes”.
Toda esta dinámica de ocultamiento también tiene una injerencia en la posibilidad de que las víctimas del departamento y la región sean reparadas, porque “de todas las esferas que puede tener reparación ninguna se puede abarcar, porque no hay forma de reparar algo que no se está reconociendo. Para poder reparar, para poder construir verdad y construir memoria es importante reconocer, es importante evaluar qué es lo que nos está pasando, como el trabajo que hizo la Comisión”, observa Laura.
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“Si la toma de ADN hubiera sido antes, se hubiera sabido mucho antes. Pero ellos [la Fiscalía] no nos tuvieron en cuenta ni siquiera para la toma de ADN. Y la investigación comienza por ahí, por la toma de ADN, si no, ¿cuándo se va saber?”, pregunta Libia.
En febrero de 2021, Medicina Legal le practicó la toma de ADN a Libia y a su mamá, procedimiento fundamental para que los perfiles genéticos de las personas desaparecidas puedan ser cruzados con otras bases de datos institucionales, como las de los cuerpos no identificados.
Después de casi 17 años, este proceso fue posible porque las integrantes de Fundamaná lograron recopilar información y documentación sobre la desaparición forzada de quince familiares de integrantes de la Fundación, y solicitar trece pruebas de ADN, gracias al apoyo económico y de fortalecimiento organizativo que les brindó la ICMP en 2021. Documentación que no había sido realizada antes por ninguna entidad estatal.
Solo tres meses después de la prueba llegó la llamada de un investigador de Barranquilla, quien dio aviso sobre la coincidencia y el inicio de la investigación respectiva.
Con indignación, Libia llama la atención sobre los tiempos y la ineptitud en los procesos de las instituciones encargadas: su hermano desapareció en el año 2004, el cuerpo fue exhumado cuatro años después, en 2008, y pasaron cerca de trece años más en que la Fiscalía no se contactó con la familia ni presentó avances en la investigación a pesar de que la denuncia de la desaparición de Diego había sido registrada en la seccional Armenia.
Desde esa llamada que removió dolores, incertidumbres, angustias, la salud de Libia se ha visto afectada. Ha sufrido de forma intensa de insomnio, tristeza y pérdida de peso. Además de la ansiedad y preocupación que le genera lo que implica este proceso.
Pues, el dolor —dice Libia con voz suave y lágrimas en los ojos— lo ha tenido como un león dormido, “ahí quietecito para que no me haga daño”.
Fueron casi veinte años en los que Libia celebró el cumpleaños de su hermano ausente, casi veinte años lavando cada tanto su ropa, doblándola y volviéndola a guardar. Casi veinte años viendo su foto y añorando su presencia, como un ejercicio de esperanza y de memoria, porque “es lo mínimo que uno puede hacer, recordarlo”.
Casi veinte años sin recibir apoyo psicosocial ni reparación por parte del Estado. Así como el 21% de las y los familiares de víctimas de desaparición forzada entrevistados por la Comisión, quienes reportan no haber tenido avances en sus casos por falta de interés de las autoridades.
“La verdad es que a nadie le interesa los desaparecidos más que a nosotros mismos. Eso siente uno. ¡Que a mí nadie me venga a decir que aquí en el Quindío, alguna entidad estatal ha hecho búsqueda y pruebas de ADN; aquí nadie ha hecho eso!”, aclara Luz Helena con indignación, apenas unos días antes de que la Gobernación del Quindío adjudicara el hallazgo de Diego Fernando al “trabajo mancomunado” entre la Gobernación del Quindío y Fundamaná, en una noticia de su portal web, y luego lo borrara.
Buscar es como una utopía, me dice Libia, “uno cree que eso nunca va llegar, y después de pasar tantos años y que uno a estas alturas le digan que realmente logró ese objetivo es como un triunfo. Porque a pesar del poquito apoyo, de que nadie nos reconoce, no nos damos por vencidas, seguimos en la lucha, porque hoy fui yo, y mañana puede ser cualquiera de las otras compañeras, ¡ojalá que sí sea!”.
Encontrar al hermano de Libia, que también es la primera persona entregada en el Quindío en el marco del Sistema Integral de Paz, les ha refrescado la esperanza.
Pese al dolor de encontrar a Diego muerto y recibir sus restos óseos —y de que siempre hay una ilusión de encontrarles con vida, como me dijo Libia— este hallazgo ha avivado el fuego de las integrantes para continuar resistiendo desde la memoria, la búsqueda, la visibilización de la desaparición forzada en el departamento y el país, y el acompañamiento a otras familias colombianas que no tienen la posibilidad de emprender sus búsquedas en compañía de otras personas, como lo narró la artista Gladys Molina en la entrega del cuerpo de Diego Fernando, el 30 de junio de 2023:
“Queremos ayudar a otros, a toda la otra inmensidad de colombianos que no tienen como nosotros, la suerte de asociarnos, de juntarnos, de darnos fuerzas, para que encuentren los perdidos, los desaparecidos, los que se tragó el tiempo con sus sueños y nuestros dolores a cuestas. Cuando esto pasa salimos, avanzamos, vencemos por la fuerza transformadora del amor. Ese es nuestro Maná, nuestro nutriente, el alimento, el agua de nuestra frágil vasija de barro”.
Hay algo mítico y milenario en la búsqueda que éstas y otras miles de mujeres realizan, algo que les conecta con Antígona, la heroína que hace más de 2.500 años se enfrentó al tirano Creonte y a sus órdenes de dejar insepulto el cuerpo de su hermano muerto, una insistencia por buscar el descanso de lo amado y de sí misma. Una mujer que enfrenta y reta a las leyes de los hombres para defender el amor, la justicia, el descanso de los cuerpos y de las almas.
Esa agua de la frágil pero a la vez muy fuerte vasija de barro de la que habla Gladys ha sido una luz que motiva a estas buscadoras antígonas, a continuar construyendo memoria, a recordar una vez más y las veces que sea necesario que no todo está perdido como nos enseñó Mercedes Sosa, y a recitar el poema que Gladys Molina dedicó a Fundamaná, casi como un mantra de vida:
Ni un indígena/ Ni una lideresa/ Ni un campesino/ Ni un maestro/ Ni un sindicalista/ Ni un artista/ Ni un pájaro/ Ni un río/ Ni una montaña/ Ni un árbol/ Ni un bosque/ Ni un sueño/ Ni un niño, ni una niña/ Ni una voz/ Ni una vida/ Ni un hermana, ni un hermano/ ¡Nunca más Desaparecidos!