27 marzo, 2025

Juan Miguel Álvarez

ILUSTRACIÓN:
Sara Arredondo
Prueba
La mamá como figura de devoción y autoridad moral. En la literatura colombiana algo se ha hablado de la madre como esa fuerza extranatural que es capaz de corregir o impulsar los desvíos criminales de jóvenes embrutecidos por las armas. No mucho más se ha dicho de su vida en el sufrimiento cuando es ella la que ha debido poner la cara para responder por los daños de los hijos. La siguiente historia es la de una anciana que en un recóndito paraje del pais llevó por más de veinte años la deshonra y la miseria de ser la mamá de los guerrilleros más buscados.

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Antes de este viaje para conocerla hice la consulta con los colegas. Alguno dijo de ella que era capaz de sortear cualquier situación con su “carácter frentero”. Otro la señaló de ser una “veterana guerrillera” que se escondía bajo un alias de malvada ternura: “la Abuela”. Uno más alcanzó a describir una escena en la que ella se veía animada y feliz durante la ceremonia en que sus hijos, ellos sí veteranos guerrilleros, entregaban armas y desmovilizaban su fuerza luego de haber firmado con el Gobierno. “Mientras el Alto Comisionado para la Paz y el Alcalde del pueblo leían los discursos, ella levantaba su bolso de cuero negro y aplaudía con las manos extendidas hacia el cielo”. Y ahora yo, que la tengo en frente, arriesgo una primera impresión: es una anciana de 81 años que se nota fuerte y capaz, y que sonríe y se expresa vital a pesar de una inocultable melancolía en sus ojos. Se llama Josefa Caro y el pelo todo blanco de su cabeza le crece en mechones arremolinados. Le insisto que se anime a contarme y me dice:
—¿Y si uno por ponerse a contar todo, más o menos cómo fue, le cogen rabia a uno y vienen y acaban con uno? Eso es lo que a uno le da miedo.

2

Es mayo de 2014 y estamos en el Bajo Guaduas, una remota vereda que es un estrecho valle surcado por un río helado y rápido y pedregoso que alimenta buena parte de esta frontera serrana entre el Chocó y Antioquia. Quibdó se encuentra a no menos de doce horas. Y Medellín, a unas ocho. Durante los peores años de esta guerra criolla, que pueden haber sido los finales de la década del noventa y los primeros de la siguiente, este valle y sus faldas de bosques enmarañados fueron cuna y guarida de una guerrilla que nunca pasó de 400 hombres y que se hizo llamar Ejército Revolucionario Guevarista, ERG. Su origen fue en 1993 como disidencia del frente Ernesto Che Guevara del ELN y su auge pudo haber sido exactamente entre 1999 y 2002, lapso en el que ya se habían extendido a la esquina noroccidental del Eje Cafetero, algunas pestañas del norte del Valle del Cauca, toda la cuenca alta del río Atrato y buena parte de la del río San Juan, algunas salidas en carreteras de Antioquia e incursiones fugaces en departamentos aledaños. La Fiscalía alcanzó a imputarles 1.775 delitos, todos asociados a la actividad insurgente y ninguno por narcotráfico. Los más lesivos fueron el reclutamiento forzado de menores de edad, el homicidio por fusilamiento dentro de las filas incluso contra menores de edad, la desaparición del cuerpo de sus víctimas, el secuestro extorsivo de civiles y crímenes de guerra como torturas y homicidios con tiros de gracia sobre miembros de la fuerza pública que habían sido vencidos en emboscadas. Su desarme tuvo lugar en 2008, acogidos a la ley de Justicia y Paz, proceso que la revista Semana tituló como una claudicación: “La guerrilla que se rindió”. Sus fundadores fueron dos hermanos: Olimpo y Lizardo Sánchez Caro, alias Cristóbal y alias Romaña. Y como ya es obvio en esta crónica: hijos de Josefa.

—Yo no los mandé a que se armaran —dice y en su tono me deja sentir que siente frustración o decepción todavía—. Ellos lo hicieron porque quisieron 

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Para llegar a la casa de Josefa Caro hay que tomar la trocha que lleva desde el municipio del Carmen de Atrato al corregimiento de Guadas, unos cuarenta minutos, y continuar dos horas por un camino de huellas sobre la tierra hasta que se agota en la pared de una montaña. Allí toca seguir a pie una hora más por un sendero que bordea el cañón del río Guaduas por el que se alcanza una planicie de altos pastizales sobre un suelo pantanoso. La casa de esta mujer es una juntura de habitaciones y corredores a medio hacer en adobes y piso de cemento, a la que le faltan ventanas y puertas. Con ella vive su hijo menor, Abelardo, que es un espigado cuarentón de gesto serio y torso fornido, piel mestiza y rostro de mejillas rosadas. Es él quien se ha encargado de levantar cada pared.

—Toca de a partecitas, de a pedacitos —me dice Abelardo—. Cuando volvimos por acá en 2004 esta casa ya existía, pero era un rastrojero. Llevamos diez años reconstruyéndola. Y mire: el techo de esa enramada lo terminé hace un mes. —Abelardo me señala una caseta a unos metros de esta casa, que ha venido edificando para agrupar el ganado, ordeñarlo y montar las máquinas para producir queso. La caseta está en ese mismo punto de medio hacer: paredes de adobe expuesto, columnas de concreto de las que se escapan las terminaciones de las varillas internas—. ¿Cuánto se demoraron para llegar hasta aquí? —me pregunta a modo de prueba—. Ahora piense en cómo es entrar y traer ladrillos y cemento.

Josefa nació en este valle y aquí se casó y parió a todos sus hijos. Sus padres llegaron de pueblos de Antioquia buscando tierras para abrir. Lo mismo su esposo, Octavio Sánchez, un campesino colono que tumbó monte y metió ganado y alcanzó a hacerse a una tierra de varias decenas de hectáreas en las que plantó a su familia. Toda la tierra que rodea esta casa, que es la parte baja de este valle y las laderas de estas montañas, es propiedad de la familia Sánchez Caro desde mediados del siglo XX. 

—Mi papá logró escrituras de esta finca desde los años sesenta —me dice Abelardo.

Y acá vivieron sin conflicto armado hasta que comenzó la década del ochenta cuando aparecieron unos primeros hombres del ELN con ganas de expandir la tropa por esta región y fueron de comunidad en comunidad con un único argumento para el cual no había opuesto: “Venga salve la patria con nosotros”. Y no había opuesto porque era una época crítica de la historia nacional: seis o siete grupos guerrilleros queriendo tumbar al régimen democrático, dos carteles de narcotráfico adinerados y sanguinarios, una fuerza pública feliz torturando y desapareciendo activistas y ciudadanos inermes, una cimiente paramilitar aplaudida por el Establecimiento y dos partidos políticos anacrónicos y corruptos.

—Yo tendría por ahí 10 años y conforme fue pasando el tiempo el ELN se me fue acercando. Venían a hacerme un lavado mental político, como decían ellos. Pero no me entró. —Abelardo se ríe envalentonado, como si pasado todo este tiempo aquello fuera uno de sus grandes triunfos en la vida.

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El que sí les copió el verbo, un día sin decirle adiós a la mamá, fue Olimpo que era el mayor y que había trabajado la finca para ayudar a mantener a la familia. Tenía 19 años y aunque no había cumplido ni siquiera la primaria era un lector de curiosidad y se hacía preguntas que otros no. ¿Por qué los ricos terratenientes no les pagan bien a los campesinos la labranza de la tierra? ¿Por qué lo ricos son dueños de la mejor tierra, la más cercana al pueblo y a la carretera? Hasta que llegó el momento en que se dejó seducir del espejismo de la revolución, de su falsa esperanza.

—Se dejó arrastrar —me dice Josefa—. Él mantenía por acá con el papá. Y un día se fue. Los otros hermanos lo fueron siguiendo.

Olimpo fue reclutado en 1986. Época en la que la fuerza pública no patrullaba el valle del río Guaduas ni asomaba sus fusiles en el Chocó. Josefa recuerda que el campamento de los elenos —como ella les dice— quedaba muy cerca de su casa, medio oculto entre los primeros metros de bosque de las laderas y que lo común era ver a esos guerrilleros pasando el tiempo en la escuela de Bajo Guaduas, es decir, a unos quince minutos a pie de su casa.

—Yo iba a verlos. Pero ellos se quedaban por allá en el campamento y nosotros acá en la casa. Me visitaban, pero no se quedaban acá ni dormían acá. No me gustaba que vinieran hasta esta casa, porque podía llegar el ejército o enterarse de que habían estado acá y ya la cogían contra uno —dice Josefa.

En la medida en que el frente Che Guevara fue creciendo en hombres y en delitos para financiarse —como asaltar los camiones de la trocha que llevaba a Quibdó—, el ejército fue haciéndose más visible y agresivo. A todo campesino, por el solo hecho de vivir en la zona, lo consideraban automáticamente como colaborador del ELN. A Abelardo, por ser hermano de Olimpo y Lizardo, lo trataban de hijueputa y lo acusaban de no ayudar informando nada sobre el paradero de los guerrilleros, “usted es el hermano, usted debe saber”. 

—Un día me tiraron al piso boca abajo y me pusieron el fusil en la nuca, que me iban a matar. Pero no lo hicieron porque lo que ellos buscaban era hacerles dar rabia a mis hermanos para que salieran de los campamentos.

Hay que pensar en lo jodido que es para una familia que uno de los suyos se meta o lo metan a la guerrilla. Por mucho que se demore, llega el día en que el ejército y las agencias de inteligencia se dan cuenta y comienzan el asedio. Hay que pensar que en una ciudad es fácil chuzar los teléfonos, montar operaciones de espionaje, seguir a los miembros de la familia que mantienen el contacto. Pero en el campo más recóndito, como esto por acá, son otras las técnicas de persuasión. Abelardo me explica:

—Acá no hay teléfono para chuzar, pero el soldado le sale a uno al paso, lo hacen parar, le preguntan, vienen a la casa y preguntan. Llega el día en que uno puede reaccionar con brusquedad porque se siente cansado del acoso. Y es cuando el soldado se siente con la autoridad para encañonarlo a uno. Y uno ya encañonado, el disparo es en nada.

Y añado yo que con el campesino ya muerto a tiros, a la fuerza pública solo le resta presentarlo como “baja del enemigo en combate”.

5

Y vino la disidencia en 1993. Olimpo o alias Cristóbal convenció a diecisiete de los cuarenta compañeros del frente Che Guevara de que se fueran con él y con los fusiles y las granadas que tenían encima. Que en Guaduas podrían hacerse la retaguardia. Que la comunidad los iba a respaldar. Que allá realmente estarían protegidos del ejército. Que el ELN ya se había llenado de enemigos en la región. Que los finqueros y los comerciantes y los transportadores ya no soportaban una más de los elenos y que era cuestión de tiempo para que el ejército los aniquilara.

Otras razones para la disidencia fueron discutidas años después. Que Olimpo era un radical guevarista y no compartía que el Comando Central del ELN estuviera adelantando diálogos de paz con el Gobierno del presidente Gaviria, y que no estaba de acuerdo en la manera en cómo se repartía el dinero desde ese Comando Central hacia los frentes en las regiones. Hubo más explicaciones que hasta el día hoy siguen siendo las partes de un todo. ¿Qué pasa por la cabeza de un guerrillero que pierde la confianza en sus comandantes y que nunca ha tenido fe en el régimen democrático?

Fueron los años en que el naciente ERG encontró guarida en las tierras limítrofes del Chocó con el Eje Cafetero, exactamente con el departamento de Risaralda, exactamente en los municipios de Pueblo Rico y Mistrató, exactamente en los bosques ocultos de los Emberá Chamí y los Emberá Katío, y un poco más abajo, más próximos al río San Juan, en los filos de selva que rodean al caserío de Santa Cecilia. Allá, el ERG creció en hombres y delitos. Y fue calculando su retorno a la zona rural del Carmen de Atrato.

Para 1996, esta guerrilla ya estaba en el valle del río Guaduas y se habían ganado la confianza de no pocas familias campesinas que me lo explicaron así: el ERG gozaba de cierta simpatía de un sector de la comunidad, sobre todo el que había sufrido el abuso de autoridad y violencia de la fuerza pública. Pasaba que si un grupo de soldados encontraba a un campesino con su machete caminando por la montaña, lo señalaban de ser colaborador de la guerrilla, lo retenían, lo golpeaban, lo humillaban reduciéndolo al suelo. Esto fue engendrando el resentimiento de la comunidad contra el ejército y la policía. De ahí que cuando se enteraron de la existencia del ERG, de que era un grupo integrado por familias y amigos de la zona, la gente no lo vio con malos ojos y en cambio comenzó a sentirse respaldada.

Pero el tiempo de la guerra, que no es el tiempo de la vida, se encargó de voltear las cosas. O de ponerlas en su justa medida. Para el ejército era insoportable que en un lugar tan localizado y evidente hubiera una guerrilla, es decir, un grupo armado dispuesto a matar soldados y policías. Y para más molestia, comandado por un hombre que todos conocían como el vecino, el mayor de nueve hermanos, hijo de una familia tradicional de la vereda. Los operativos militares, entonces, arreciaron. Retenes en la vía para detener cada campero que entrara o saliera del valle del río Guaduas, pedir cédulas y retener a cada persona que portara el apellido Sánchez, así el segundo no fuera Caro, para interrogarla, increparla y amenazarla. Vinieron las incursiones de tropa en la comunidad y sobrevuelo de helicópteros. En la escuela del Bajo Guaduas los soldados entraban al salón y cogían a los niños como informantes y no de buena forma. Un campesino que vivió esas horas en la escuela me lo recordó así: “Nos decían que nosotros sabíamos dónde estaba la guerrilla, que dijéramos haber; hubo compañeros que no volvieron a la escuela por miedo al maltrato del ejército”. Mientras tanto, en la cabecera municipal del Carmen de Atrato, otro poco de lo mismo: la policía pedía cédulas, acosaba y perseguía a los hermanos de Olimpo y Lizardo. Dos de ellos optaron por irse el pueblo luego de que supieran que los iban a matar en cualquier momento. Efraín y Octavio de Jesús buscaron refugio en los escondites del ERG, porque era el único lugar en el que se sentían seguros.

Por supuesto hubo denuncias civiles de homicidios y desapariciones. Pero no faltó quien le diera datos certeros a la fuerza pública. Lo que despertó la desconfianza del ERG en la comunidad. Y comenzaron las respuestas: el ERG se empezó a portar como el vigilante que tira a matar cuando no conoce quién pasa por su predio y se dedicó a obligar a las personas a que les ayudaran, incluso a evadir a los soldados. A jóvenes dueños de motos los pusieron de mensajeros y transportadores, a los líderes comunales los conminaron, so pena de los fusiles, a que tomaran decisiones que le sirvieran a la guerrilla, y a las familias les fueron reclutando a los hijos, niños y niñas, que rondaran la preadolescencia: desde los 12 años comenzaban a calentarles el oído, pero ya no con el argumento ochentero de vamos a salvar la patria, sino con uno más rastrero por sátrapa: con nosotros va a conseguir la plata que le hace falta a su familia para que su mamá no tenga que trabajar tan duro, para que su papá pueda descansar como se lo merece, para que no falta nada en la casa.

Y en pocos meses, casi toda la comunidad del valle del río Guaduas ya odiaba al ERG.

—Doña Josefa, ¿alguna de las familias de este valle le recriminó algo a usted porque sus hijos fueran los guerrilleros del ERG?

—A mi nadie me dijo nada y este es el día en que no me han dicho nada. 

—¿Nadie le reclamó nunca nada ni le echó la culpa de que sus hijos se hubieran vuelto guerrilleros?

—Conmigo nadie se ha portado mal. Y me respetan y a Abelardo, porque tampoco se han metido con él. Por aquí todos me conocen, saben que yo solo le he hecho el bien a la gente, que mis hijos fueron los que se metieron a guerrilleros porque quisieron. Yo les rogué que se salieran, pero no. Ellos ya estaban muy amamantados en esa carajada con los elenos. 

6

Detrás del ejército vinieron los paramilitares. Era 1998 cuando una avanzada de descuartizadores remontó el Atrato desde su desembocadura colosal en el golfo de Urabá hasta llegar a esta zona en la que se puede cruzar a pie de orilla a orilla. Al valle del río Guaduas entraron a matar a todo lo que se moviera, que eran campesinos rezagados de un desplazamiento masivo que despobló la vereda. Buscaban a cualquier familiar Sánchez Caro y, especialmente, a Josefa Caro alias La Abuela, la mamá del ERG, la que supuestamente había iniciado a sus hijos en la guerra, la vieja bruja capaz de invocar poderes del más allá para favorecer a los guerrilleros. 

Luego de quemar casas y matar animales y personas, los paras recorrieron el sendero que bordea el río para entrar hasta aquí al Bajo Guaduas y asaltar y quemar la casa de Josefa Caro. Pero antes de que llegaran al tramo final del valle, el ERG los detuvo a ráfagas de fusil y granadas. Como es de suponer, la Abuela se había ido antes de eso, los hijos la habían hecho salir con varios días de antelación y le habían encontrado refugio en un poblado Emberá que ella ahora no sabe precisar si era Chamí o Katío ni si quedaba por los lados de Risaralda o en Antioquia en las laderas del Alto Andágueda.

—Yo no sirvo para vivir encerrada —me dice Josefa—. Me estuve con una comunidad indígena y yo aburrida, con esa gana de venirme para mi finca por Dios. Hubo un mes en que me puse a orarle a Cristo, que él era el dueño de mi vida, que me indicara si me podía venir o no. Un mes enterito. Hasta que un día amanecí como muy contenta y con esas ganas de venirme para mi tierra. Y me fui viniendo de comunidad en comunidad hasta que llegué aquí. Hacía por hay unos tres o cuatro días que se había ido el ejército. Yo le dije a Cristo: “Me voy a ir para mi tierra, usted es el que sabe qué hace conmigo”. Y lo que hace que volví a la tierra mía, por acá no volvieron los paras. Y la gente que se había desplazado, viendo que yo llevaba dos meses por aquí, que estaba bien, que nada me estaba pasando, fueron volviendo. Eso fue en el 2004. Y Abelardo volvió despuesito.

7

Para ese 2004, las Farc ya llevaban un tiempo en la región y se habían convertido en la agrupación armada más aterradora. Desde su llegada, más o menos en el año 2000, luego de haberse tomado la cabecera municipal del Carmen de Atrato matando policías y destruyendo edificaciones públicas, la guerrilla de Tirofijo sostuvo acuerdos temporales con el ERG para combatir en conjunto a los paramilitares y a la fuerza pública. Por acá por la casa de Josefa Caro, Abelardo y ella veían pasar las filas farianas, de subida y de bajada, saliendo y entrando de la zona más apartada. Los guerrilleros al mando saludaban conscientes de que ella era la mamá del comandante en jefe del ERG. Y que el hermano menor era Abelardo, el apoyo moral de la viejita y la mano de obra de la finca, del que decían que nunca se había dejado llevar de los fusiles.

—Usted sabe que vivir por aquí no es lo mismo que vivir en la cabecera municipal, uno por aquí está solo —me dice Abelardo, preparándome para contarme algo de las Farc—. Al poco tiempo de yo volver en ese 2004 tuve una pequeña discusión con un oficial de policía y otro del ejército, allá en la cabecera municipal. Por aquí había pasado un grupo grande de las Farc y yo tenía unos chanchos gordos y me dijeron que les vendiera dos y yo se los vendí. Que les vendiera queso, les vendí. Y el ejército se dio cuenta, no sé cómo. Un fin de semana fui al Carmen y me cayeron. Me preguntaron como acusándome. “Eso sí es verdad, les vendí esa comida”. Y ya me estaban empezando a decir que yo era un colaborador y los atajé diciéndoles: “Vamos a hacer una cosa: yo me vengo a vivir acá al casco urbano y ustedes se van a vivir a mi casa, así como yo: sin armas y sin protección, y la guerrilla va a pasar y les van a pedir que les vendan la comida y ustedes van a decirles que no, y además ustedes los van a tratar mal, como ustedes creen que yo debería haber actuado. Y luego me cuentan cómo les va”. Menos mal que esos manes no eran tan tapados y entendieron, y me dijeron: “hermano, eso sí es verdad”. Les dije: “Yo no he sido guerrillero y no seré nunca, pero a todo el que pase por allá yo lo atiendo. ¿Ustedes saben cuántas veces ha pasado por allá las Farc? ¿Cuántas veces les he dado comida y hasta les he regalado?”. Me dieron la razón. Va usted a creer que uno se niega a venderles… igual, se la cogen a las malas. Yo me pongo a pensar en un comandante de la guerrilla con 200 hombres muertos de hambre y cansados, que pasen por acá y ven esos chanchos gordos y grandes, ven la leche, el queso y uno que no les venda… Pues ese comandante no se va a quedar quieto porque tiene que alimentar a sus hombres. Y tenga por seguro que lo cogen a uno y lo amarran, luego de comer, si quieren, dejan la plata en la mesa. Y si no, se van y lo dejan a uno ahí. O ponga que no lo amarran, que lo matan a uno de una vez.

—Y exactamente, ¿en qué consistió esa pequeña discusión? ¿Qué le estaban reclamando o de qué lo querían acusar?

—De que yo, al venderles esa comida me estaba volviendo un colaborador, como si me quisieran acusar de ya ser parte del conflicto. Era lo normal. Otro día me pasó que un comandante de las Farc me dijo: “Vaya allí arriba y vea dónde está el ejército y viene y nos cuenta”. Me tocó negarme: “No, yo les vendo comida, un marrano si necesitan, y si no tienen plata hasta se los regalo, pero yo no me voy a poner de informante de ustedes porque ahí sí me estoy convirtiendo en parte del conflicto”. Siempre de mala gana, pero también entendieron.

El ERG y las Farc dejaron de sostener acuerdos y en algún momento se volvieron enemigos. El proyecto expansionista de las Farc no admitía fuerzas paralelas en zonas que ellos consideraban de importancia estratégica. El Carmen de Atrato, por ser parada en la carretera de Medellín a Quibdó, les resultaba necesario controlar. Y para lograrlo debían someter a los hombres de los Sánchez Caro, succionarlos o eliminarlos.

—No ve que se dieron candela —me dice Josefa en ese tono afanado y un toque angustiado—. El grupo del hijo mío les tumbó tres. Y las Farc apenas les tumbó uno. Y perseguían a mi muchacho y le rogaron que se fuera con ellos, que se metiera a las Farc. Pero el hijo mío les decía que no y se agarraban a pelear y como el hijo mío ha sido tan bueno para echar bala… —Josefa se ríe, pero no cínica, se ríe porque no hay otra manera de afirmarse que algo de ella salió bueno siendo malo—, le tumbaba a varios y a ellos casi no le tumbaban porque a mis hijos las balas no los tocan. Porque yo sé que Cristo me los guarda y me los protege.

—Pero no me queda clara la razón por la cual usted cree que las Farc querían cooptarlos o aniquilarlos

—Porque veían que ellos también peleaban con el ejército y con los paracos en una parte y en otra. Y se daban cuenta que el ERG tumbaba gente del gobierno y de los paracos y a ellos no los tocaba una bala… —Josefa interrumpe su explicación y dice que si nos apetece comer, que puede fritar huevos y servirlos con arroz.

8

En la ceremonia de desmovilización solo hubo 48 guerrilleros, hombres y mujeres, incluidos los cuatro hermanos Sánchez Caro. El acto de formación militar y protocolo tuvo lugar en la cancha de fútbol del Alto Guaduas, al pie de una capilla y a ojos de la comunidad asomados por las ventanas. Le cuento a doña Josefa que la prensa informó que ese día, mientras peroraban los políticos en el micrófono, ella vociferaba mirando al cielo y levantaba las manos como agradeciéndole a Dios mientras que Olimpo trataba de hacerla silenciar para que el acto terminara pronto y bien.

—Sí, así fue. Ese día me sentía muy contenta. Tanto tiempo pidiéndoles a mis hijos que se entregaran hasta que al fin me tocó verlo.

—¿Varias veces les dijo que se salieran de la guerrilla y se entregaran?

—¡Cuantas veces! Recién entraitos, cuando se dejaron arrastrar de esos tales elenos, solo me faltó llorarles. Que Dios no estaba de acuerdo que se metieran en una cosa de esas a matar hermanos, porque aquí en la tierra todos somos hermanos. Y no me hicieron caso. Y otra vez que vinieron, ya como ERG, me mandaron a llamar y fui. Y me les arrodillé, les lloré llorado, que yo no me comía un bocado de comida tranquila cuando veía por las noticias que el ERG estaba peleando con el ejército, que yo no me podía tranquilizar por la tristeza de saber que en cualquier momento me iban a dar la noticia de que los habían matado. “¡Entréguense! Y sé que se van para la cárcel, pero luego salen. En la cárcel no se están mojando, no están aguantando hambre, no están corriéndole a los paras, al ejército, se quedan allá encerraditos y el Gobierno les da el alimento, no se quedan sufriendo por ahí y haciéndome sufrir a mí, como sufro yo por Dios con ustedes lo que hace que se metieron en eso. En primer lugar, porque ustedes están contrariando a Dios porque están allá matando hermanos, porque acá todos somos hermanos por la sangre de Cristo. Y me van a hacer morir antes de ser la hora por la tristeza que me da al saber que están por ahí peleando”. Y entonces a Olimpo se le vinieron las lágrimas y al negrito, el hermano morenito lo más de inteligente, Lizardo, también se le venían las lágrimas y me lloraba duro diciéndome: “Tranquila madrecita, vamos a ver cómo nos entregamos mejor”. Y les dije: “Si no se entregan, más ligero que Dios me lleva porque él no me pone a estar sufriendo muchos años… el sufrimiento que yo mantengo por ustedes…”. Y bueno, se quedaron cualquier dos o tres días y se fueron. Y yo desde eso llórele a Cristo para que volvieran por aquí, por esta región y se entregaran. Y hasta que sí, dándole la flor a Dios porque fue él que me los guardó y me los cuidó 22 años que estuvieron de guerrilleros. Eso se agarraban con el ejército, se agarraban con paracos y una bala no tocó a ninguno. Las balas hasta les calentaba la cara, pero no más y gloria a Dios que me los guardó de todo. Y ahora, luego de tantos años en el monte, están allá encerrados bien aburriditos y van a salir muy arrepentidos y a trabajar como ordena Dios para ganar el pancito.

Hubo una hija de Josefa a la que sí le entró la bala de los paramilitares. Y a dos de sus nietos. Pero esos nietos eran hombres del ERG, dispuestos a matar y a morir. La hija, en cambio, era una civil que quiso huir de la guerra yéndose para Bagadó, un municipio más cerca de Quibdó y ya retirado del Carmen de Atrato, en el que quiso comenzar nueva vida con su esposo.

—Esa hija mía fue casada con un profesor que era de Bagadó. De aquí de este valle se fueron para allá y solo tenían el mero pasaje. Entonces yo vendí un novillito y les dije: “Llévense esta platica y monten un chuzito, pónganle fundamento y verá que con eso se paran”. Y así fue. Al tiempo tenían la casa más linda en Bagadó y una tienda pero tienda, la más surtida que había en el pueblo. Una vez, las Farc entraron al pueblo compraron una remesa grande en la tienda. Pero comprada. A los días llegó el ejército y la gente sapa y lengüilarga dijo que de la tienda de la hija mía la guerrilla había llevado una remesa grande que metieron al monte. Y esa fue la causa para que los paramilitares me mataran a la hija…—Josefa deja caer la voz—. Ella bajaba cada ocho o quince días a Quibdó para surtir la tienda. A los paras les dijeron que ella se iba para Quibdó a traer la remesa para la guerrilla. Y la bajaron del bus y le dieron bala, me la mataron. Entonces, yo le dije a Cristo llorando y con esa tristeza: “Señor, el que me mató a mi hija por estar trabajando, por surtir la tienda, por haberle vendido la comida a la guerrilla, no tiene perdón. Y con perdón suyo, pero que esa persona reciba el mismo pago”. Y mire: ligero ligero lo mataron. Yo me enteré hace poco que bajé a Quibdó y me lo contó la hermana del yerno, que el que señaló a la hija mía como la que le daba la comida a la guerrilla lo mataron como los quince días. Con Dios no se juega, el que anda limpio le pide a Dios y vea…

9

Otro de los problemas que le quedó a Josefa y Abelardo, y al resto de la familia que no se alzó en armas fue el de la tierra. Las muchas hectáreas que consiguió el patriarca, Octavio Sánchez, quedaron para los hijos y para Josefa. Pero el Estado impuso una medida cautelar sobre esa herencia que obligó a la familia a demostrar que ni un metro del predio encerrado por el cerco que levantó el viejo se debía a la violencia de sus hijos en el ELN, primero, y luego en el ERG.

—Fue el trabajo de toda la vida de mi papá —me dice Abelardo—. Nos tocó meter un abogado.

—Vea, con lo de esta tierra me tocó trabajar más a mí que al viejo Octavio —dice Josefa, apresurada por reclamar el crédito de su esfuerzo—. Él compró unos pedacitos de tierra por ahí, pedacitos de pastico ya acabado. Y metió diez trabajadores para que araran la tierra y sembraran pasto y a esta vieja le tocó trabajar haciendo de comer para esos diez trabajadores, ordeñando nueve o diez vacas diarias, criando marranos. Y después de que él murió, que esos hijos míos ya se habían dejado arrastrar de los elenos, me tocó trabajar duro duro porque no solo fue lo de esta finca. También tenía que cuidar a los otros hijos, hacer la fuerza para que no se los llevara la guerrilla. Por eso digo: a mí me tocó trabajar más que a mi viejo.

Sonrío. Pero no por incrédulo, sino por congraciarme con ella, con la manera melodramática en que me cuenta todo, por hacerle ver que hoy, pasado todo este tiempo, estas historias conservan un matiz de alegría, la gracia de poder mirar atrás y decirse que fue capaz de vencer la adversidad. Pero ella me hace ver que nada de lo que me cuenta causa esa gracia. Que sus recuerdos de mujer atada a la tierra, a una tierra derramada en sangre, no son para sonreír.

—Cuando le diga: me tocó trabajar más que a él. Y vino el Estado y nos dice que no podemos quedarnos con lo que nos costó tanto esfuerzo… Por la mano de Cristo, eso ya se resolvió. Mire: cualquier pedacito que me toque de esa herencia para tener cinco o seis reses más, no necesito más. Porque poquita tierra se trabaja más fácil que un poco de tierra porque con qué la va a trabajar uno. Lo que quede de más es de mis hijos.

Abelardo me dice que cuando les tocó meter abogado, la familia estaba muy segura de ganar el pleito por las escrituras que su papá había dejado claras y en las que constaba que todo era legal. Que nada respondía a los delitos cometidos por sus hermanos.

—Un día en que ellos estaban en el monte en armas vino mi hermano Efraín escoltado por unos muchachos. No lo veía hacía cuatro o cinco años. Ellos habían comprado una finca de un señor por allí arriba. Y Efraín me dijo: “Trabaje esa finca, ese ganado y liquide eso”. Y le dije: “Yo a eso no le doy ni un machetazo ni voy a poner media reja. Yo trabajo lo que es de mi papá y lo trabajo a ojo cerrado. Lo mejor que pueden hacer ustedes es devolver esa tierra a los antiguos dueños”. Y no me dijo nada, se quedó callado.

—Y esa decisión tan firme, Abelardo, ¿a qué se debió?

—Mi intuición. Yo sabía que no me convenía trabajar esas tierras.

10

Desde la desmovilización del ERG, las únicas comisiones de grupos armados que Josefa y Abelardo vieron pasar por el frente de su casa fueron las de las Farc y las del ejército. Con ambas trataron de mantener el comportamiento de siempre: saludar, recibir, atender y esperar que se marcharan. Me dicen que la única manera de haber mantenido la vida a pesar de tantos grupos armados que han pisado este valle ha sido la de no cambiar de postura.

—Que siempre vean cómo es uno, cuál es la identidad —dice Abelardo.

Para el caso, exhibir un irreductible sentido humanitario para ayudar a los que van de paso y piden calmar el hambre sin que importe el bando. Y no caer en habladurías ni servir de mensajeros de nadie para no quedar relacionados como parte de la confrontación.

—Así mataron a muchos por aquí —dice Josefa—. Se pusieron con habladurías y los tomaron por informantes.

Josefa amasa varios episodios en los que quedó en riesgo luego de haber atendido grupos armados en su casa. Pero se detiene en uno reciente que se resume en que, primero, le dio leche hervida recién ordeñada con galletas de soda a un puñado de guerrilleros de las Farc —catorce recuerda ella— que pasaron por el frente de su casa una noche luego de haber permanecido huyendo del ejército por más de tres días.

—Esos tres días sin probar bocado —dice—. Y se veían flacos y pálidos, la palidez del hambre que uno reconoce con solo mirarla.

Una semana más tarde fue una tropa numerosa del ejército la que patrulló por aquí. Los dos militares al mando la saludaron de mano extendida. Josefa los notó sudorosos y agotados de la marcha y corrió a prepararles una ollada de limonada. “Gracias, madre”, le dijeron. Luego de descansar un rato, los militares le lanzaron la pregunta que los carcomía por dentro: “¿No cierto madre que así como nos da a nosotros también les ha dado a los otros?”. Josefa sintió susto porque no sabía qué respuesta sería peor. Imaginó que había sido echada al agua por un campesino de la zona a quien ella le había confiado la anécdota de la leche hervida y las galletas de soda. “Eso es muy cierto lo que les dijeron ahí”, le admitió a los militares, “pase el que pase o arrime al patio de la casa o dentre yo le doy lo que sea porque así me ordena Cristo: hacer el bien y no mires a quien”. Los militares se quedaron en silencio. En su formación doctrinaria de guerra no concebían que una persona solidaria con el enemigo fuera solidaria con ellos y eso podía costarle la vida. Los militares le sugirieron a Josefa que dejara el valle del río Guaduas: “Madre, usted es mejor que se vaya de por aquí a vivir afuera”. Josefa se sintió agredida y hasta ofendida. Como si irse y dejar todo tirado fuera así nomás, y pensó en decirles que si tanto les preocupaba su bienestar entonces que sacaran a las Farc de la zona. Pero se calmó y les dijo que era pobre, que no tenía dinero suficiente para pagar arriendo en el pueblo y comprar comida. “Yo de por aquí me voy cuando me muera y me saquen en dos palos”. Al final los militares se fueron dándole las gracias.

—Por eso le digo que la gente es la que lo hace matar a uno.

11

Desde que las Farc entraron al proceso de paz, el único grupo armado que ha visto Josefa y Abelardo es el ejército. Y cada tropa que llega nueva al valle del río Guaduas se entera de la existencia de “la Abuela” o de “la abuela de la guerrilla” o de la “madre del ERG”. Y hay soldados que sienten la necesidad de ir a conocerla. Unos porque no dejan de ver en ella un personaje exótico o pintoresco, y otros porque le dan aire al rumor místico de que la Abuela tiene poderes celestiales que blindan la vida de los combatientes. Estos soldados aspiran a que ella los proteja de las balas con sus rezos.

Desde que empezamos este encuentro, Josefa se ha encargado de repetirme que sus hijos estuvieron 22 años en la guerra y “una bala no los tocó”. Que a ella, mientras debió salir desplazada de por aquí y esconderse con los indígenas: “llovió bala y hasta me calentaron las orejas, pero aquí estoy”. Que la razón para que las Farc hubieran querido incorporar a sus cuatro hijos del ERG había sido esa: que veían que en un combate ellos sí disparaban y mataban, pero que a ellos las balas no los tocaban.

—Doña Josefa, la gente dice que usted tiene poderes —le digo, haciéndole caso finalmente.

—Yo no, uno es un pecador. Es la bendición de Cristo. ¿Qué ve aquí? —Abre sus dos manos y las pone frente a mis ojos. Veo que son enormes, anchas y de dedos gruesos. La palma de la izquierda tiene más dobleces o arrugas en la piel que la derecha—. Sí, estas marcas son poderes dados de Cristo desde que yo nací, desde el vientre de mi madre.

Josefa me cuenta de una visita que le habían hecho unos soldados. Luego de un rato de conversación, el mando se despidió diciéndole que había tenido muchas ganas de conocerla y que se iba contento. Al ver en ese militar el gesto de una persona tranquila y agradecida, Josefa se ofreció a hacerle el rezo para que no lo tocaran las balas en un combate. El militar le dijo que sí. Josefa le hizo quitar la gorra del uniforme y le puso la mano izquierda en la cabeza.

—Le asenté la poderosa —me dice muy seria alzando la mano izquierda. Y me dice que en el tercer rezo ese militar se fue de espalda. Que estaba sentado aquí en este corredor de la entrada de la casa, así como estoy yo, y sin que ella lo empujara el hombre se fue de para atrás—. No aguantó la bendición de Cristo. Los soldados se dieron cuenta y se devolvieron, y uno de ellos me apuntó con el fusil y con ganas de echarme un balazo y le dije: “Estese tranquilo que nada le ha pasado; simplemente, no aguantó la bendición que Cristo que desde los cielos le echó”. Lo pararon, se veía pálido y yo continué invocando a Cristo, y el hombre abrió los ojos y me miró y se sonrió conmigo. Le pregunté y no se había dado cuenta de que se había desmayado. Y así pasa: cuando Cristo derrama todo su poder sobre uno, uno siente cositas—. ¿Usted cree? —me pregunta Josefa y hay algo en su tono que siento como una prueba. Miento diciéndole que sí. Y ella quizás siente poca honestidad y vuelve a formularme la pregunta—: ¿Usted sí cree que hay un Dios en el cielo que es el que nos cuida y nos mueve por toda parte?

Me hago un lío para no decirle que no y vuelvo a decirle que sí:

—Yo sí creo que hay un Dios en el cielo.

—¿A usted le gustaría que yo le asentara el poder de Cristo para que lo cuide de todo mal?

Le digo que sí. Josefa me pide que cierre los ojos y que trate de no pensar en nada. En seguida, siento su tacto caliente sobre mi cabeza. Primero, la mano abierta que abarca todo mi cráneo. Luego, las puntas de sus dedos arriba de la frente. Abro los ojos y veo que ella los tiene cerrados y que su mano derecha se mueve velozmente dibujando una y otra vez la cruz en el aire sobre mi rostro, mientras va diciendo invocaciones cristianas.

12

Mi pregunta final es por el posible regreso de los cuatro hermanos luego de haber cumplido las penas de Justicia y Paz en la cárcel.

—¿Olimpo y sus tres hermanos podrían volver a vivir por acá?

Josefa me dice que no sabe y que prefiere no imaginar nada antes. Abelardo agrega que ellos dejaron muchos enemigos por acá y que hay gente que perdona y otra que no. Unos instantes después, como si lo hubiera pensado mejor, Josefa hace una distinción entre esos cuatro hijos:

—Lo que es Lizardo y Olimpo no les conviene venir por acá. Son mis hijos y los adoro, pero no les conviene venir a vivir por aquí. Ellos eran el mando del ERG. Pero Efraín y Octavio de Jesús yo creo que sí porque ellos eran mandados por los otros. Y usted sabe que el que manda, manda. Y el que obedece, obedece. Ese muchacho Octavio de Jesús nunca llegó a coger un fierro ni a ponerse un uniforme, no fue guerrillero. Él se fue detrás de ellos comiéndose el grano de arroz, como se dice.

Abelardo completa la explicación diciendo que la historia de estos dos hermanos “se parece solo en la mitad”: 

—Ambos se fueron con el ERG para que los protegieran. Pero Efraín sí cometió el error de volverse guerrillero. En cambio, Octavio no. Era un muchacho que mantenía escondido y asustado, cuidado por sus hermanos.

En octubre de 2000, Bagadó fue asaltado por una fuerza conjunta entre Farc, ELN y ERG. Quedaron cinco policías muertos y el cuartel y la alcaldía destruidos con dinamita. Los guerrilleros permanecieron en las calles del pueblo durante tres días sin que asomara la fuerza pública. Octavio de Jesus Sánchez Caro fue imputado por haber participado en esa toma y se fue para la cárcel como uno de los altos mandos del ERG. Josefa me dice que fue un malentendido.

—A mí me duelen todos mis hijos allá encerrados, pero el que la debe tiene que pagar. En cambio, por Octavio de Jesús yo sufro de verlo encerrado pagando lo que no debe. Lo que pasó fue que Octavio de Jesús, antes de esa toma, tenía una carnicería allá en Bagadó. No le fue muy bien y la cerró. Se vino para acá conmigo. Y ocurrió esa toma y la gente de Bagadó se puso a decir que él los había entrado, que él les había metido la guerrilla. Y fue porque durante la toma vieron a un nieto mío, que ya lo mataron también señor Jesús, que era idéntico a Octavio de Jesús. Igualito, la misma cara barbada. Y allá se confundieron. Por eso dijeron que él había sido parte de la toma. Pero por acá Octavio no debe nada porque no hizo daños. Y Efraín… pues no tenía mucho mando tampoco. Y por acá tampoco hizo daños. Por eso le digo: estos dos yo creo que sí pueden volver por acá. Pero Olimpo y Lizardo me parece que no sería prudente.

Postscriptum

Marzo de 2025. En El Carmen de Atrato ya han estado Efraín y Octavio de Jesús. Efraín se instaló con su esposa y sus hijos en lo que una vez fue la escuela del Bajo Guaduas, que el ERG llegó a ocupar como lugar de encuentro. Allá vive y trabaja la tierra familiar y sostiene una relación de convivencia con el resto de familias campesinas de la zona. Octavio de Jesús ha sido visto varias veces en la cabecera municipal y en el valle del río Guaduas visitando a su mamá. Los amigos desde la época del colegio lo apodan “el Colorado” y le profesan el mismo afecto de siempre. De Lizardo y Olimpo se sabe que han visitado a su mamá en la casa, pero todo muy prudente y silencioso porque, en efecto, hay personas del pueblo que les tienen mucho rencor. Por la casa de Josefa y Abelardo no volvieron a pasar comisiones guerrilleras desde que las Farc entregaron armas y firmaron el proceso de paz con el Gobierno Santos. La viejita, la Abuela, la madre de los guerrilleros, como quedó grabada en la historia del conflicto armado colombiano, vive ahora en el Alto Guaduas en la casa de una hija, ya con 92 años y con esa mano izquierda poderosa sigue repartiendo rezos y poderes celestiales. Abelardo, el impoluto, es quien dice la frase de cierre de esta crónica:

—La forma mía de mirar todo esto es que ya pasó lo malo. Entonces, saquemos lo bueno de esta historia y dejemos el resto a un lado. ¿Para qué nos ponemos a quedarnos en el pasado? De lo malo sacar fortaleza para bregar a hacer cosas mejores.

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