La vida nuestra, la plata de los demás

La vida nuestra, la plata de los demás

Texto

Juan Miguel Álvarez

Fotografías

Víctor Galeano

Diciembre 2 de 2022

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La vida nuestra,

la plata de los demás

Hay una bahía en Chile que expone quizás la mayor paradoja económica y moral del mundo contemporáneo: la producción de energía como impronta del crecimiento industrial a costa de la vida humana, animal y vegetal. En el siguiente reportaje emergen las voces de la gente cotidiana para contar cómo fue que terminaron siendo víctimas del desarrollo.

Panorama de la bahía de Quintero, de sur a norte. Fotografía por: Víctor Galeano.

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En el extremo sur de la bahía de Quintero-Puchuncaví hay un faro de 18 metros de altura pintado en anillos blancos y rojos, que se yergue sobre un risco a los pies del océano pacífico. La bahía se abre en dirección norte sobre una larga costa en forma de medialuna. Embarcaciones pesqueras locales comparten el mar azulado con buques y naves transatlánticas. Todo el paisaje es un solo contraste: abajo del faro, un parque de jardines cruzados por senderos que desembocan en una playa de arena clara en la que alguna vez Soda Stereo posó para fotos de promoción; pero más allá, ocupando la medialuna, se levanta un complejo industrial con sus torres de metal, largos muelles y tubería, tanques como edificios cilíndricos repletos de combustible y chorros de humo blanco, gris, café tiznando el horizonte. Durante años, la chimenea más alta del complejo fue el símbolo de pujanza, trabajo y productividad de la región. Su dibujo integra el escudo de la comuna Puchuncaví. Hoy, sin embargo, esa chimenea de 155 metros pintada en anillos blancos y rojos representa la violencia de la contaminación, la sombra amenazante del desarrollo. Y la bahía, con sus gentes, sus animales y su vegetación, es conocida como una “zona de sacrificio”.

Ingrid y Luis, mamá y papá de Ignacia. Fotografía por: Víctor Galeano.

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“La niña ya no es la de antes”, me dice Luis Fuenzalida. “Antes quería jugar todo el tiempo. Ahora llega del colegio y solo quiere acostarse a dormir. Mantiene cansada”. Luis es un mecánico de estructuras industriales que se mudó hace ocho años de Santiago a Quintero para aprovechar el clima laboral. No imaginó que ese cambio de ciudad le iba a costar la salud de su hija Ignacia y, quizás, la de su esposa Ingrid y la de él.

            El 21 de agosto de 2018, a media mañana, Ingrid recibió una llamada del colegio para informarle que debía recoger a su hija que en ese entonces tenía 5 años. Un puñado de niños había caído enfermo y los profesores estaban despachando al resto para las casas. Ingrid dejó lo que estaba haciendo y en el camino notó que la ciudad parecía enloquecida: había sirenas de ambulancias y de bomberos ululando por las calles y veía a la gente afanada de un lado a otro. Nadie sabía con exactitud qué estaba sucediendo, pero el rumor decía que algo en el aire estaba intoxicando a las personas. Para su calma, Ignacia no mostraba síntoma alguno. Una semana después, luego de haber dormido por la tarde, la niña despertó con la almohada en sangre que le había manado por la nariz. “La llevé al hospital y los médicos le bajaron el perfil al diagnóstico: que era una cefalea común, que estuviera tranquila”, dice Ingrid. Al cabo de unas semanas, cuando ya era inocultable que una nube tóxica había enfermado a los niños en los colegios y a una cantidad indeterminada de adultos, las autoridades de salud instalaron un hospital de campaña en Quintero y comenzaron a llamar a los afectados para hacerles exámenes de sangre. Incluso Ingrid se hizo revisar un dolor de garganta que la había dejado sin voz. Rinofaringitis, le dijeron. Las paredes de los conductos respiratorios estaban quemadas. A Ignacia, entre tanto, los resultados de sangre le salieron mal. “A la niña le dolían los huesos, estaba pálida y desganada. Su vida cambió desde ese momento”.

        Angustiado, Luis me dice que nadie se ha hecho cargo de los daños en la salud pública de Quintero, que esperaría que el Estado, al menos, les hiciera exámenes a los habitantes de la ciudad para saber si están contaminados con metales pesados. “No sabemos qué le quedó a la niña”. Tampoco saben si ellos como adultos y padres de familia están contaminados. “Y a mí me da mucho miedo porque ellas dependen de mí: si yo caigo, caigo con toda mi familia”.

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Quintero y Puchuncaví son dos ciudades que forman un conurbano en el que están anexadas otras localidades pequeñas y más rurales como Loncura y Las Ventanas. Todo el sector comprendido por la bahía y la medialuna costera creció desde inicios del siglo XX como punto de pesca artesanal, balneario y sitio de casas campestres, en el que las familias citadinas aspiraban a terminar sus vidas en cabañas con patio y salida a pie para la playa. En Loncura, me dicen algunos lugareños, comenzó la práctica del surf en Chile. Carlos Vega, buzo profesional y concejal de Ventanas que hoy tiene menos de 70 años, recuerda que cuando era bien niño la línea costera era una playa de arena blanca en la que cada tarde el viento componía las dunas. Su papá, pescador y buzo, le enseñó a capturar los moluscos y mariscos del fondo marino. “Era un mar precioso de aguas claras en el que se veía la vida del océano”.

 

Carlos Vega, buzo y pescador, actual concejal de Ventanas. Fotografía por: Víctor Galeano.

            En 1964, la Empresa Nacional de Minería (Enami) interrumpió esa línea costera con la apertura de la primera planta industrial de la bahía, una fundición y refinería de cobre que la gente empezó a llamar “la fundición” o “la empresa” como referencia inconfundible para el conurbano. Desde entonces y hasta el 2013, fueron construidas dieciocho plantas más, entre ellas cuatro termoeléctricas cuya materia prima es el carbón, así como terminales de gas, de petróleo y de diversos químicos requeridos en los procesos productivos del complejo industrial.

         Las razones para haber situado tal cantidad de infraestructura técnica en lo que había nacido como zona de vacaciones pueden ser varias: la fundamental, la forma y hondura de la bahía permitió que las plantas receptoras y exportadoras internaran sus muelles y tuberías varios cientos de metros para facilitar el arribo de los buques; también, que las plantas se ahorraban desalinizar el agua del mar porque podían captar agua dulce de un subsuelo nutrido de acuíferos. Y una más: que la ubicación de la bahía en el mapa chileno ofrecía cierta equidistancia de otros centros industriales y una rápida conexión con las ciudades de Valparaíso y Santiago.    

            Los primeros reclamos de los habitantes afectados por la contaminación sobrevinieron antes de que terminara la década del sesenta. Las familias campesinas situadas en las colinas bajas de Ventanas denunciaron que el humo de la chimenea de la fundición había quemado los cultivos de pancoger y que los animales de corral habían enfermado. En 1968, el Ministerio de Agricultura emitió un oficio en el que responsabilizaba a Enami por esos daños. La empresa tardó hasta 1975 para dar una respuesta que no tuvo nada que ver con mejoras tecnológicas en el procedimiento o la implementación de un mecanismo de reducción de emisiones: simplemente, elevó la altura de la chimenea hasta los 155 metros actuales. Los habitantes de la bahía no tardaron en darse cuenta de que lo único logrado con esa medida había sido esparcir la contaminación a un área mayor debido a los caprichos del viento. Si con la chimenea de tamaño estándar el problema quedaba en las tierras inmediatas, con la chimenea más alta los tóxicos volaron hasta las calles de Loncura y Quintero, dos kilómetros más allá.

Ingrid e Ignacia revisan los rastros de carbón en las matas de su casa. Fotografía por: Víctor Galeano.

         El malestar ciudadano duró toda la década del ochenta, pero como el país estaba sumido en dictadura había temor de quejarse o denunciar en voz alta. Ya en los años noventa, con el retorno de la democracia, la gente se organizó en el Comité de Defensa del Medio Ambiente Puchuncaví y entre su acción política y los hallazgos científicos que probaban las graves consecuencias de la contaminación sobre el medio ambiente y la salud de las personas, se lograron dos cosas: el primer plan de descontaminación, en 1992, y la declaratoria sobre la bahía como “zona saturada por anhídrido sulfuroso (SO2) y material particulado” en 1993.

         El plan de descontaminación nunca alcanzó las metas que se había propuesto y terminó siendo derogado a los pocos años. La declaratoria sirvió para que el país dejara de dudar sobre la veracidad de los datos y empezara a tomarse en serio la salud pública de los habitantes de la bahía. De carambola, alejó a los turistas. Hasta comienzos de los años noventa, el turismo no había sido afectado por los hechos de contaminación. Andrea Lobos, 38 años, profesora de un colegio en Quintero, cuenta que en su infancia y adolescencia su familia le arrendaba la casa a los turistas en verano. Para sus papás, comerciantes, era el momento en que vendían más y podían ahorrar algo de dinero. “El verano era la época en que la comunidad ganaba unas lukas que servían para mejorar el ingreso de varios meses”. Luego de la declaratoria, la familia de Andrea y el resto de la comunidad comenzaron a percibir que el flujo de visitantes aminoró.

         Y saber que aún estaban por ocurrir asuntos todavía más graves.

1. Daños en la piel de una niña por causa de la contaminación. 2. Espuma de residuos industriales arrastrada por la marea. 3. Trazas de carbón en la arena. 4. Dos adolescentes en la playa frente a la termoeléctrica de Campiche. Fotografía por: Víctor Galeano.

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El 23 de marzo de 2011, antes del mediodía, un aire cargado de químicos venenosos intoxicó a 33 infantes y 9 adultos que se encontraban en la escuela de La Greda. Un pequeño centro educativo rural situado muy próximo a la fundición, en las barbas de la chimenea. Dificultades para respirar, tos, náuseas, desmayos, irritación de las vías respiratorias, vómito y dolor abdominal fueron los síntomas de los 42 afectados. Las autoridades no tuvieron que buscar responsables porque la fundición muy rápidamente se echó la culpa.

            En principio se dijo que la sustancia contaminante había sido lo de siempre: anhídrido sulfuroso, SO2, resultante de fundir y refinar el cobre, y de quemar el carbón en las termoeléctricas. Sin embargo, nuestros colegas del Centro de Investigación Periodística, Ciper, plantearon la hipótesis de que el contaminante en La Greda había sido SO3, anhídrido sulfúrico, una cosa todavía más lesiva. Informaron, además, que nueve días antes de la intoxicación las autoridades habían presentado un estudio que probaba las altas concentraciones de cromo, plomo, cobre y arsénico en los salones de clase de la escuela y en el patio de recreo.

         Tres años después, el 24 de septiembre de 2014, una falla en los amarres de contención de un buque petrolero causaron un derrame de crudo en pleno corazón de la bahía. La responsabilidad recayó sobre la Empresa Nacional de Petróleo (Enap), quienes al comienzo del desastre trataron de lavarse la cara diciendo que solo habían sido unos 2.000 litros, que era un daño manejable. Más tarde la Gobernación Marítima —autoridad estatal— probó que habían sido 38.700 litros. Las playas fueron cerradas y los pescadores no pudieron volver a faenar mientras se llevaban a cabo las acciones de recuperación.

         El siguiente episodio ocurrió casi de inmediato. En octubre, errores en el procedimiento de embarque y desembarque terminaron en un varamiento —derrame— de carbón en aguas profundas de la bahía. No habían terminado de limpiar el petróleo cuando ya la superficie del mar y la arena estaban curtidas por una mancha oscura de ese polvillo negro.

         Katta Alonso, una líder histórica de las organizaciones civiles por la justicia ambiental en la bahía, me dice que a este 2022 han ocurrido más de mil varamientos de carbón entre grandes y pequeños, que los derrames de petróleo también han sido numerosos y que los niños en escuelas y colegios se vienen enfermando desde el 2008 o 2009 por nubes tóxicas. “En las mañanas en Quintero es usual que haya cinco niños afectados en tal colegio, tres en el otro, cuatro más en el siguiente. Y en las tardes pasa lo mismo acá en Ventanas. Todo por la dirección en que circula el viento”. 

Katta Alonso con sus perros desde el deck de su casa en Ventanas. Fotografía por: Víctor Galeano.

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Macarena Carvajal se encontraba en su trabajo cuando la llamaron del colegio para decirle que su hija Eloísa, 9 años, había resultado intoxicada. Bruno, su esposo, fue por la niña y la llevó a Urgencias. “Estaba pálida, amarillenta, con náuseas y se había desmayado. Los médicos la revisaron, la mandaron para la casa y le programaron controles”. A la semana, Eloísa comenzó a sufrir de un brote en la piel que rápidamente le cubrió casi todo el cuerpo. Macarena la hizo revisar de los médicos del hospital de campaña instalado por el gobierno para atender a los intoxicados de aquel 21 de agosto de 2018. El diagnóstico: ir al dermatólogo. “Y así seguimos desde ese momento: llevándola al dermatólogo”, dice Macarena. “Y al psicólogo”.

Bruno, Eloísa y Macarena en el antejardín de su casa. Fotografía por: Víctor Galeano.

            Hoy Eloísa tiene 13 años y la nube tóxica le dejó unas llagas supurantes que hasta hace poco manchaban las sábanas de la cama. Sus padres, obreros, han debido sacar dinero de donde no tienen para costearle la recuperación de la piel y la salud mental. “A mi hija le cambió la vida completamente”, dice Bruno. “En la playa se baña con ropa, no ha querido usar bikini. No usa ningún tipo de polera corta. Se le cayó la autoestima. Cuando practica deportes en el colegio y no tiene camiseta para taparse los brazos se pone parches de curitas y que no le pregunten qué es lo que tiene. Ponerse una falda es imposible. En verano se viste tal cual como en invierno”.

            Eloísa me muestra el rastro de las llagas en su abdomen y en sus brazos. Son como una seguidilla de manchas grises sin forma alguna que le avanzan por la piel. Con una sonrisa llena de dulzura, dice que una muy grande que tenía en el costado del cuerpo, encima de la cintura, se le acaba de borrar. “Todas estas manchas que usted ve como si ella no se hubiera bañado se las estamos tratando para que desaparezcan”, dice Macarena. “Hemos intentado todos los tratamientos a nuestro alcance y no hemos podido lograr que se cure. Cada vez que hay un peak de contaminación es como si el brote se despertara porque le sale peor. Se congestiona, le arden los ojos, le pica la piel”.

            Conforme ha ido creciendo la niña, el problema de baja autoestima se ha ido agravando y el tratamiento con el psicólogo se ha ido subiendo de precio. “Eloísa llora frecuente”, dice Macarena, “no duerme y todo porque no le gusta cómo se ve su cuerpo”.

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De todos los episodios de contaminación que han padecido los habitantes de la bahía de Quintero-Puchuncaví, hay consenso en que el más grave fue el de la nube tóxica que enfermó a Eloísa, a Ignacia y a más de dos mil personas.

            Por razones que aún no son obvias, Enap importó un petróleo altamente contaminante conocido en el mercado mundial como Iranian Heavy. El transatlántico de bandera portuguesa que traía el crudo atracó primero en el puerto de Talcahuano, centro-sur de Chile. Allí el capitán abrió una chimenea de los tanques de depósito para liberar una cantidad inestimada de ácido sulfhídrico al ambiente. En las horas siguientes todas las personas que había en un centro comercial y en una clínica debieron ser evacuadas. Nadie cayó enfermo, pero el tamaño de la amenaza dio la medida del veneno traído desde Medio Oriente.

            El capitán del barco se vio obligado a abrir la chimenea, declaró después, porque el ácido sulfhídrico estaba ejerciendo una presión tan alta contra las paredes de los depósitos que de no haberlo hecho habría desencadenado una explosión. Además de la segura destrucción del barco, el derrame de crudo en aguas del puerto hubiera sido de unos 80.000 litros.

            Sabiendo esto, el 9 de agosto de 2018 Enap recibió parte de ese Iranian Heavy en su muelle de la bahía de Quintero-Puchuncaví. Lo descargó en estanques sin cubierta y le aplicó un aditivo para reducir las emisiones de ácido sulfhídrico. Según parece, el aditivo no funcionó como esperaban y la mezcla, al estar al aire libre, soltó la nube tóxica que en la mañana del 21 de agosto el viento llevó hasta las calles de Quintero. La intoxicación masiva colapsó el sistema de salud de la ciudad.

            En los días siguientes, la empresa intentó detener las emanaciones. Filtró agua residual del crudo, cubrió los estanques con carpas ajustadas y disparó una espuma sobre los rotos o espacios que quedaron abiertos. Pero la composición del Iranian Heavy es tan potente que de todos modos el ácido sulfhídrico se sentía en la planta y siguió corriendo por el cielo de la bahía, aunque menos concentrado.

            Una cuestión que la gente entrevistada para este reportaje no se explica fue que durante esos días en que continuaron percibiendo en el aire el ácido sulfhídrico vieron caer sobre Quintero un polvo amarillo. La casa de la familia de Ignacia, para más señas, aún lo tiene y se ve como si el tejado hubiera sido mal pintado. Es fácil encontrar otras viviendas en torno al cerro del Faro con ese contaminante adherido en las techos. No fueron pocas las personas que creyeron que era polen, lejos de imaginar que se trataba de una emisión infecta del parque industrial. Una lluvia de polen repentina y abundante como un regalo de las flores. “Nada de polen”, dice Luis Fuenzalida, papá de Ignacia. “Es un veneno que lo tenemos en nuestras casas y que nadie del gobierno ni de las industrias se ha preocupado por venir a estudiar ni menos a quitar”.

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La extensión de costa playera en forma de medialuna que es ocupada por el parque industrial alcanza unos dos kilómetros. Al fotógrafo Víctor Galeano y a mí nos tomó una mañana completa recorrerlos. De norte a sur, empieza con la termoeléctrica de Campiche puesta en funcionamiento en 2013. Culmina con la terminal marítima de la Compañía de Petróleos de Chile, Copec, que está en operaciones desde 2006. No más comenzamos a caminar, nos topamos con dos adolescentes que estaban sentadas con los pies desnudos entre la arena, justo en frente de la termoeléctrica. Nos dijeron que como ellas eran oriundas de Ventanas no sentían la contaminación, que sus cuerpos ya estaban acostumbrados y no reflejaban mayores síntomas. Que los recién llegados como nosotros sí deberíamos experimentar cosas como picazón en la garganta y tos. Pero que tranquilos, que no era nada.

            Este asunto de que los lugareños estén acostumbrados a las dolencias causadas por la contaminación ya me lo habían advertido varias personas, entre ellas Claudio López, integrante del consejo consultivo de salud de Quintero. Dijo que para la gente de la bahía es “normal que al salir en la mañana nos piquen los ojos, que nos pique la garganta”. Cuando él estaba niño una tía suya respiraba con el pecho cerrado y ella no lo veía raro. “Hoy con mi conocimiento en salud sé que no era normal. Aquí hay muchos asmáticos, gente con alergias y eso no es normal”.

            Víctor y yo avanzamos con las olas golpeando a nuestra derecha y las mastodónticas paredes de metales herrumbrosas a la izquierda. Una garita allí, otra allá, rejas, centinelas, chimeneas. En frente de la siguiente termoeléctrica emergían dos tubos verdes en los primeros metros del mar que se prolongaban sobre el oleaje hasta aguas profundas. Hubo una época en que una de estas dos termoeléctricas devolvía al mar el agua que había usado para atemperar las calderas. El desagüe quedaba muy próximo a la playa y creaba un efecto termal. Como el Pacífico chileno es tan frío, la gente corría feliz a disfrutar del mar en ese punto exacto. Lo llamaban las “aguas calientitas”. No existía una advertencia pública de que no eran termales sino desechos industriales y la gente creía que era un generoso y cálido accidente marino.

            Katta Alonso, la líder ambiental de Ventanas, nos había advertido que caminar esta playa y pasar por debajo de los muelles era “asqueroso”. Nuestra sensación tras alcanzar el umbral del primer muelle —un armatoste de concreto con las columnas ruñidas por la erosión marina y toteado de grafitis— fue una mezcla de temor y amenaza. Las preguntas eran: ¿qué estamos tragando con el aire que respiramos?, ¿que sustancia estamos tocando con las botas en el suelo?, ¿qué veneno puede alcanzarnos si ponemos las manos sobre las columnas?

            Por momentos encontramos trazas de carbón entre la arena, cadáveres de animales costeros —gaviotas, cangrejos—, y restos de algas arrancadas por la marea. De repente vimos una mancha oscura no muy grande sobre el mar azul. Al superar el tercer muelle —el último, levantado en pilotes metálicos—, nos salió una pandilla de perros de playa con sus pelambres curtidos de inmundicia. Ya en Loncura, a poco de alcanzar el Bato Surf House —una caseta de alquiler de tablas y enseñanza—, contemplamos el mar vacío de surfistas. Una rareza porque la fotografía usual de la playa de Loncura viene con la gente surfeando las olas mientras que a lo lejos abundan las chimeneas humeantes. 

            Al final de la tarde, en la habitación del hotel, noté partículas diminutas entre la tela negra de mi suéter que parecían cristales porque se tornasolaban con el giro de la luz. Víctor también las veía en su impermeable. Me picaba el cuero cabelludo. Era nuestro quinto día en Quintero y en cada una de las noches anteriores, luego de haber adelantado trabajo de campo durante el día, habíamos sentido alguna molestia: ardor en la garganta o dolor de cabeza o comezón en la piel de los brazos y el cuello. Aquellas motas acristaladas e invisibles en el aire son una de las sustancias no identificadas y destacadas desde 1993 como el “material particulado” que ha saturado de contaminación a la bahía. Es lo que a diario respira la gente que habita muy cerca del complejo industrial o que se anima a pasar un tiempo en la playa.     

            Entre los principales contaminantes que han sido identificados volando por ahí se encuentran: dióxido de azufre, ácido sulfúrico, dióxido de nitrógeno, ozono, monóxido de carbono, plomo, arsénico, mercurio, cobre, metilcloroformo, mercaptanos, tolueno y nitrobenceno. A esta lista se suman las reacciones o combustiones generadas por el encuentro fortuito de algunas de estas sustancias en el medioambiente. “El gas de tal empresa mezclado en el aire con el gas de otra empresa y todo a sol intenso más la humedad, puede producir un componente que nadie conoce, que nadie puede describir sus efectos en las personas y en la vida de la bahía” explica Claudio López. “Por eso es que hoy día, finales de 2022, después de sesenta años de chimeneas, no se sabe qué es lo que pasa aquí”.

 

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La primera medición química que intentó arrojar un diagnóstico tuvo lugar en 1985. Tres académicos de la Universidad de Valparaiso encabezados por Jaime Chiang Acosta determinaron la concentración de metales pesados —arsénico entre esos— en el sedimento atmosférico de la bahía. La conclusión de los resultados fue que tres localidades —La Greda, Campiche y Rungue— presentaban concentraciones hasta 400 veces más altas que una zona previamente escogida como referencia llamada Peñuela. Y aunque era conocido que en cercanías al complejo industrial se morían animales “con relativa frecuencia” por intoxicación con metales, el efecto en la salud de las personas era “incierto”. Cinco años después, 1990, el mismo profesor Chiang hizo otro estudio para establecer los porcentajes de arsénico en las personas de aquellas tres localidades. Le dio 60 % en pelo y 20 % en orina, lo cual quería decir que los habitantes en torno a la fundición y a las termoeléctricas estaban en “riesgo toxicológico”: ya estaban intoxicadas o a punto de estarlo.

            La más reciente publicación tiene fecha en marzo de 2022. También fue un estudio hecho por un equipo académico de la Universidad de Valparaiso, pero en el área de medicina y en cabeza de Eva Madrid. El paper advierte que los habitantes de la bahía “tienen mayor riesgo de presentar una falla en la función del gen P53 que se encarga de suprimir los tumores en los seres humanos”. Los datos permitieron concluir que quienes llevan viviendo más de cinco años en el área del complejo industrial —con el suelo atestado de arsénico, cobre, plomo y zinc— presentan 2,8 veces más alteraciones en el funcionamiento de ese gen que otras personas que durante ese mismo tiempo han vivido en suelos con niveles aceptables o bajos de esos metales. En otras palabras: los habitantes de la bahía de Quintero son propensos a sufrir de una anomalía celular que los hace más vulnerables al cáncer.

            Entre estas dos marcas en el tiempo hubo otro tanto de investigaciones. Ya por manos de oficinas estatales, ya por oenegés internacionales.

En 2012, la oenegé Oceana publicó los datos de un estudio que determinó la concentración de metales pesados en mariscos y crustáceos: almejas, lapas, locos y jaibas. Las cuatro especies, en ese momento, estaban contaminadas al 100 % de arsénico, cobre y cadmio. Pescarlas para comérselas o venderlas era un peligro para la salud. Katta Alonso recuerda que ese estudio no fue aceptado por las autoridades, “dijeron que había unas variables que no debían ser”. Para las organizaciones sociales el no reconocimiento de los resultados fue un desplante calculado del gobierno de turno. Como si al desestimar los datos, las autoridades se hubieran dado la opción de seguir ignorando el grave daño a la vida infligido por las emisiones contaminantes. “Oceana trajo científicos internacionales, era una oenegé internacional, parte de las muestras fueron analizadas en laboratorios de Estados Unidos, ¿por qué no lo aceptaron?”, dice Alonso.

            Al comprender que los datos duros no incomodaban al gobierno ni alcanzaban a preocupar a la opinión pública, quizás porque no los entendían o porque la prensa no los difundía con suficiente enfoque, Álex Muñoz, ambientalista y director ejecutivo de Oceana, ideó una campaña con un nombre que resonó como nada lo había hecho antes: “No más zonas de sacrificio”. Y fue de entrevista en entrevista explicando que los cinco núcleos de producción minero energéticos de Chile —Huasco, Coronel, Tocapilla, Mejillones y Ventanas o bahía de Quintero— eran zonas de sacrificio en cuanto que la vida de las personas, de los animales y las plantas, así como el equilibrio de los ecosistemas, estaban siendo sacrificados a cambio de generar la energía y el dinero que exigía el resto del país.

            “Con el grado de desarrollo que hoy tiene Chile”, dijo Muñoz a la prensa, “no podemos seguir aceptando que existan lugares tan contaminados y discriminados como las zonas de sacrificio. Es deber del gobierno adoptar un profundo plan para ir en ayuda de estas comunidades y tomar medidas para recuperar dentro de lo posible estos ecosistemas”.

            Muñoz había tomado el concepto de la teoría ecologista de los años setenta del siglo XX en Estados Unidos. Resulta que un comité de académicos en ciencias e ingeniería habló de “áreas de sacrificio nacional” para señalar a los lugares en que la vida y los ecosistemas habían sido extintos en aras de operar minas de carbón a cielo abierto en el oeste del país. En adelante, el concepto fue adoptado por un sector de la prensa y la academia para incorporarle un matiz de clase social: además de ser lugares con nulas probabilidades de ser recuperadas, eran puntos geográficos históricamente habitados por comunidades negras marginales que a nadie le importaban y que enfermaban hasta morir por causas asociadas a la contaminación. El efecto buscado al decir “áreas de sacrificio nacional”, entonces, era que el resto del país se sintiera interpelado y un tanto responsable al saber que toda forma de vida, incluso la humana, había sido sacrificada por producir el carbón que requería la economía de Estados Unidos.

            Algo parecido intentó Muñoz y no le salió mal. Hoy es común escuchar “zonas de sacrificio” en boca de personas que defienden los derechos humanos y en la pluma de algunos columnistas que se muestran solidarios. Existe un “cónclave de alcaldes de zonas de sacrificio” y el expresidente Piñera, incluso, empleó la expresión en una alocución ante la ONU en septiembre de 2019. Aunque fue un uso a conveniencia del escenario, también fue la aceptación pública por parte del presidente del mensaje moral que conlleva. Sin embargo, son los habitantes de la bahía quienes como víctimas directas han comprendido que los sacrificados y abandonadas son ellos. Como me lo dijo el papá de Ignacia, Luis Fuenzalida: “Nosotros nos tenemos que sacrificar para mantener el desarrollo del país. Cuando hay un peak de contaminación, nos piden que paremos la vida, que no llevemos los hijos al colegio, que no salgamos de la casa. Pero a las empresas no les piden que paren. No les piden que paren de producir para que paren de contaminar. Es claro que solo importa la plata, que a nadie le importa la vida de nosotros”.

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Entre la termoeléctrica de Campiche y las casas de Ventanas está la autovía que comunica con Quintero y a su lado, corriendo en paralelo, lo que queda de un acuífero subterráneo que emerge como humedal y desemboca en el mar. Carlos Vega, el buzo y concejal de Ventanas, me cuenta que los constructores de la termoeléctrica no solo tumbaron y no repusieron un puente que le permitía a la gente cruzar el humedal para bajar a la playa, sino que también desviaron y diezmaron el acuífero. “Nadie del gobierno les dijo nada. En este país las normas y las leyes protegen a las empresas, no a la gente”.

            El proceso que permitió la autorización de esta termoeléctrica fue toda una trama de componendas diplomáticas entre los gobiernos de Estados Unidos y Chile, durante el primer mandato de Michelle Bachelet, 2006-2010. El asunto, ampliamente tratado por la prensa chilena, se resume en que cuando la multinacional AES Gener llevaba construido el 40 % de la termoeléctrica, la Corte Suprema de Justicia detuvo el proyecto argumentando que la autoridad respectiva había aprobado ilegalmente el permiso ambiental porque no había considerado que el uso del suelo estaba privilegiado para áreas verdes. Lo cual era, según la sentencia de junio de 2009, “un menoscabo evidente al entorno en que viven sus recurrentes, vulnerando su derecho constitucional a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”.

            En los seis meses siguientes, entre el embajador de Estados Unidos en Chile y varios ministros del gobierno Bachelet fueron capaces de quitarle peso judicial a la sentencia habilitando al Ministerio de Vivienda para que promulgara, el 31 de diciembre del mismo año, un decreto que modificaba los requisitos para tomar decisiones sobre uso del suelo en todo el país y que terminaba siendo una acción jurídica a la medida de la necesidad del proyecto de la termoeléctrica. “Nunca creímos que Bachelet nos fuera a hacer eso”, me dice Katta Alonso en tono de decepción. “Ella pasó muchos años aquí porque su papá fue militar de la base aérea de Quintero. Tiene muchos amigos aquí”.

            Con el permiso ambiental de nuevo en pie, AES Gener podía finalizar la construcción. Pero antes de seguir empalmando chimeneas, optó por convencer a la Alcaldía de Puchuncaví para que no fuera invocar algún recurso jurídico que volviera a detener el proyecto. La alcaldía convino en no oponerse a cambio de que la multinacional se comprometiera a invertir unos cuatro millones de dólares en aportes sociales a la comunidad, otros ochenta millones en adecuaciones tecnológicas en las cuatro termoeléctricas de la bahía para reducir emisiones contaminantes y a no construir ninguna otra central eléctrica allí mismo.

Esto último lo cumplieron, pero hay dudas sobre los ochenta millones de dólares que dijeron iban a invertir en mejoras tecnológicas dentro de las termoeléctricas. Para empezar, se vieron obligados a cerrar una de las cuatro porque ya estaba obsoleta. Y las otras tres siguen envenenando el ambiente con SO2 y material particulado. Eso sin contar que los varamientos de carbón en el mar son frecuentes y son responsabilidad de AES Gener, y que el viento costero levanta el polvillo negro de los depósitos y lo esparce por toda la bahía. Hay casas en Quintero, a casi cinco kilómetros de las termoeléctricas, en las que esa limadura de carbón se nota acumulada en las hojas de las matas domésticas.

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Ventanas es una localidad de gente obrera y unos cuantos de clase media. Su geografía es la de una suave colina que separa el mar del interior del país. Muchas de las casas que pueblan la parte alta y que fueron construidas en la ladera que le da la espalda al mar pertenecen a las familias menos pudientes, por no decir que son las más pobres. Un bosque de eucaliptos altos y deslucidos hace las veces de cortina entre estas viviendas y las torres de la termoeléctrica Campiche.

            Maritza Bobadilla, madre de familia residente del sector, me dice que las copas de esos árboles están quemadas por la contaminación. Que mire el suelo y encontraré carbón y elementos químicos que ella no sabe distinguir. “Es lo malo de vivir aquí”, dice. Su marido sufre de un dolor de cabeza crónico que no lo mata ni lo reduce, y no se lo calma con analgésicos. “Puede ser a causa de la contaminación, no sabemos”. Su hija, fuera de toda duda, sí es consideraba víctima directa del mal manejo que Enap hizo del petróleo Iranian Heavy.

Maritza Bobadilla y su esposo a las afueras de su casa. Fotografía por: Víctor Galeano.

            Lees, como se llama la niña, empezó a sufrir de un sarpullido luego de haberse puesto una ropa que su mamá había dejado secando al sol durante los días de la intoxicación masiva. Parece ser que esa ropa resultó contaminada luego de que una lluvia menuda hubiera precipitado el polvo amarillo sobre Ventanas. Y tal como con Eloisa, Lees se sumió en la depresión de no querer su cuerpo, de llevar su autoestima por el piso, no volvió a la playa y llora. “El daño ha sido grande”, dice Maritza. “Si ella se pone un short y sale a la calle ahí mismo se agrava”.

            Para rematar, Maritza cuenta un episodio del que se siente víctima de la contaminación así no pueda mostrarme comprobaciones médicas. Dice que en un verano cuando estaba de seis meses de embarazo de su hija bajó a la playa para compartir un rato con familiares. Maritza no sabe nadar y estaba tranquila viendo el mar desde lejos hasta que una cuñada le dijo que se metiera en las aguas calientitas, que le harían bien para el embarazo. Maritza no quería, pero accedió tras la insistencia. “Son una bendición”, dijo la cuñada. Maritza entró al mar con cautela y fue dejándose arropar por el efluvio cálido que corría de abajo hacia arriba. De súbito, sintió el sacudón de una ola. Nerviosa por su falta de pericia, no pudo evitar que el agua caliente le entrara por boca y nariz. “Tragué un resto de esa agua”. Ni Maritza ni nadie sabía que estaba nadando entre aguas de desecho industrial. Y a los dos días presentó una infección urinaria fuerte. Dice que Lees, cuando estaba en el vientre, recibió los químicos de esa agua contaminada. Y por eso nació con un riñón inservible.

            Maritza me muestra cada documento clínico, cada examen que le han hecho a su hija. Fotos en las que se le ve la piel llena de ronchas visiblemente dolorosas. “He guardado todo esto para mostrárselo a la prensa, para que más gente sepa lo que aquí ha estado pasando. Porque nadie del gobierno ha venido nunca”.

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La mayoría de los episodios de contaminación ocurridos en las últimas tres décadas han surtido alguna consecuencia en los responsables. Por la nube tóxica en la escuela de La Greda, para más señas, la Corporación Nacional del Cobre (Codelco), propietaria de la fundición, debió costear el traslado de la escuela a un sector más alejado de la chimenea. También debió indemnizar a los afectados con una alta suma de dinero y debió entregar un plan de producción limpia para “evitar las emisiones fugitivas”.

            Por los derrames de petróleo y los varamientos de carbón, las empresas han recibido anotaciones por parte de las autoridades y han sido multadas. A manera de compensación, las empresas le han dado dinero a los pescadores, pero también los han hecho firmar un acuerdo en el que les impusieron el silencio: recibieron el dinero y no pudieron volver a manifestarse contra la contaminación.

Katta Alonso me dice que los pescadores de Ventanas siempre fueron aliados de la lucha por la justicia ambiental, pero que luego de haber recibido dinero de las empresas para limpiar varamientos de carbón dejaron de contar con ellos. Carlos Vega, el buzo, me cuenta que él no recibió dinero y siguió denunciando, cosa que lo enemistó con sus compañeros pescadores: “Yo no quise participar limpiando el carbón. No quise porque sentía que era lo último que nos habría tocado hacer: limpiar la misma mierda que la empresa tira. Pero luego entendí que a compañeros, sobre todo los más viejos, sí les tocaba hacerlo porque tenían la necesidad tremenda de parar la olla, de tener para comer”.

Las empresas del complejo industrial en la bahía han venido aplicando una suerte de manual del buen vecino que es distinguible en el mundo corporativo: hacen donaciones en dinero o en especie, se involucran con las comunidades apoyando actividades sociales, invierten lo necesario para ganarse el afecto de los habitantes más vulnerables entregándoles regalos, entre otras cuestiones. Todo con el único fin de acallar reclamos y contar con gente a su favor en el debate público sobre el daño ambiental. Priscila Pacheco, una líder social que integra una organización llamada Salvemos Quintero —creada para exigir derechos ambientales y responsabilidades luego del derrame de petróleo de 2014— me dice que “las empresas se han blindado ofreciendo dádivas”. Que estas empresas han ayudado con dinero a las juntas de vecinos, “le arreglamos la cancha, le ponemos nuevas luces, y a los abuelitos les montan una cocina”. Pero que ese enfoque de la responsabilidad social empresarial asistencialista, “nada ofrece que sea una solución real para la comunidad”.

Claudio López, del consejo consultivo de salud de Quintero, añade que siempre han recibido apoyo económico de las empresas cuando les han tocado la puerta para proyectos comunitarios, pero que eso no puede verse como un favor, que “es lo mínimo que les corresponde” por encontrarse instaladas en la bahía.

            Hoy se encuentra abierto un proceso penal contra seis altos ejecutivos de Enap por la culpabilidad en la intoxicación masiva con la nube tóxica desprendida del mal manejo del Iranian Heavy. También corre una demanda que espera terminar con varios millones de dólares de indemnización para las 1.423 víctimas. Entre ellas, las familias de Ignacia, Eloísa y Lees. El juicio inició en este septiembre y deberá arrojar un fallo de primera instancia antes de que termine 2022. 

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Nadie ve una solución a corto plazo. El gobierno del actual presidente Boric ha prometido cerrar la fundición de cobre en un lapso de cinco años. Se ha hablado de dejar de depender de las termoeléctricas para poder apagarlas, dado que el carbón es uno de los principales agentes catalizadores del calentamiento global. Por lo menos, el gobierno ha puesto a varios ministerios a que hagan visitas técnicas a la zona, escuchen a la gente y elaboren un diagnóstico mucho más preciso sobre la contaminación y el tejido social. Quieren establecer un plan de prevención.

         No hay consenso sobre si la solución pasa por desmontar el complejo industrial para situarlo en otra parte o detener por completo la actividad de las plantas más contaminantes. “Es súper egoísta proponer que se lleven las empresas de aquí para otra parte”, dice Priscilla Pacheco. “Para que en esa otra parte ocurra la misma mierda que aquí. Con eso no solucionas nada”.

            Una exigencia común a todos es que el estado chileno le dé vida a normas que establezcan controles efectivos sobre las emisiones industriales como el arsénico, inexistente por el momento. Que eleve a estándares de la OMS las normas que vigilan las descargas al medio ambiente de otros metales pesados. Que haya normas que obliguen a la inversión en tecnologías limpias.

          El pesimismo o el optimismo por el futuro próximo va por cuenta de cada quien. Maritza Bobadilla, así como Priscilla Pacheco, dice que no cree en que algún día vayan a apagar definitivamente a la fundición de cobre. “La plata manda a la plata”, dice. Katta Alonso opina que sí hay algo de esperanza: “estamos viendo las primeras luces”.

 

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Post Scriptum: en la entrevista con la familia Fuenzalida, Ingrid contó que estaba esperando unos exámenes médicos para que le confirmaran cáncer de útero. Dijo que, lo más probable, es que estas dolencias se debieran a la contaminación y citó el paper del equipo médico de la Universidad de Valparaíso sobre el gen P53. Hace poco, el 12 de noviembre, dos meses y medio después de la entrevista en su casa en Quintero, Ingrid nos mandó un WhatsApp en el que nos informaba sobre esos resultados: «Me encontraron cáncer de útero, ya me operaron y tengo que estar en tratamiento. Que les vaya súper. Cuídense ❤️»

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Panorama de la bahía de Quintero, de sur a norte. Fotografía por: Víctor Galeano.

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