La paz muere en el Catatumbo

Texto

Camilo Alzate

Ilustración

Felipe Rivera

Marzo 10 de 2025

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La paz muere en el Catatumbo

La ambiciosa política de Paz Total, proyecto central del gobierno del presidente Gustavo Petro, quedó sepultada en el Catatumbo, escenario de las viejas guerras de siempre con las que el Ejército de Liberación Nacional busca quebrar cualquier posibilidad de diálogo.

Los carros destartalados trepaban jadeando en sentido contrario al de nuestra caravana. Eran automóviles ochenteros con latas sin un color preciso, repletos de barro y de gallinas aún vivas, amarradas en racimo a los techos de los vehículos que se meneaban al vaivén de los interminables cráteres de la Transversal del Catatumbo, el eufemismo mezquino con qué se bautizó al trayecto entre Ocaña y Tibú, que en realidad es una rajadura abierta a fuerza de pala y sudor por más de ciento cincuenta kilómetros entre las montañas, mantenida por los mismos lugareños y sin un sólo rastro de asfalto en gran parte de su recorrido, que desciende desde la meseta de Ocaña, en Norte de Santander, hacia las tierras calientes de la frontera con Venezuela guiándose con el cauce del río Catatumbo.

El recorrido dejó intuir la desolación y algún pelotón de soldados imberbes atrincherados con cascos y fusiles gastados en los barrancos de la carretera.

 

Esos carros que nos cruzábamos cada tanto, atiborrados de gente con la parquedad consumiéndose en el rostro, recordaban una y otra vez que por esta trocha intransitable habían huido —seguían huyendo aún— cerca de cincuenta mil campesinos desplazados después de la arremetida feroz del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que ha dejado más de cien asesinatos, una veintena de desaparecidos y un número indeterminado de secuestrados desde el 14 de enero, cuando empezó la confrontación con la disidencia del Frente 33, un grupo residual de las extintas FARC con el que antes mantuvieron buenas relaciones. Aquella es, de lejos, la mayor crisis de seguridad del gobierno Petro y una de las peores en las últimas décadas.

Fue el 4 de febrero de 2024 cuando volví a la región con aquella caravana humanitaria de oenegés y funcionarios que portaban chalecos de todos los logotipos imaginables. La iglesia católica encabezó el convoy con destino a El Tarra, allí aguardaban mil campesinos y algunos miembros del Congreso de la Republica para una audiencia de paz. Las banderas blancas de nuestros vehículos contrastaban con las rojinegras del ELN izadas en astas de acero a la entrada de los caseríos: San Pablo, El Aserrío, El Tarra, donde las paredes habían sido pintadas con aerosol unos días antes, o quizá esa misma madrugada, con mensajes de la guerrilla criticando al presidente Gustavo Petro y reprochando su política de Paz Total.

Baudó AP

Los mensajes del ELN estaban en todos los puntos del recorrido de la caravana, aún frescas, como si hubieran sido pintadas en la madrugada del mismo 4 de febrero.

“Vamos a negociar con cualquiera que sea el próximo gobierno”, me había dicho Pablo Beltrán, el jefe político y segundo al mando en la guerrilla, cuando lo entrevisté por primera vez en noviembre de 2021, en la antesala de la campaña electoral que llevó a Gustavo Petro al poder liderando el que muchos califican como el primer gobierno de izquierda en la historia del país.

Aquel parece el mantra de Beltrán y del ELN en su conjunto: aplazar una y otra vez la posibilidad de un acuerdo hasta que llegue “el próximo gobierno”, con el que volverán a postergar las cosas. Esta guerrilla ha sostenido encuentros o algún tipo de conversación con todos los presidentes desde hace tres décadas, empezando con las fracasadas conversaciones de paz de Caracas y Tlaxcala en 1992, durante la presidencia de César Gaviria. Luego vendrían los contactos del Palacio de Viana, en Madrid. Allí, tras la mediación del Gobierno español, delegados del presidente Ernesto Samper y del Comando Central del ELN acordaron convocar una “convención nacional” para “estructurar un acuerdo” que jamás llegó a concretarse. Con Andrés Pastrana trataron de instalar una mesa de diálogos que fue abortada antes de existir y acompasada por una brutal ofensiva paramilitar que copó el Sur de Bolívar, retaguardia histórica de los elenos, quienes a su vez ejecutaron una campaña de secuestros masivos en aviones, restaurantes e iglesias, haciendo inviables los diálogos ante la opinión pública.

Álvaro Uribe los degradó al estatus de “terroristas” aunque siempre mantuvo un contacto secreto con ellos que duró hasta nuestros días, pues el propio Beltrán admitió que en 2020 seguían cruzándose mensajes y enviándose razones. El siguiente gobierno, el de Juan Manuel Santos, instaló la primera mesa de conversaciones formal con el ELN en 2017, que nunca arrancó de verdad por las dilaciones de ambas partes, hasta que fue desmontada un par de años más tarde por el gobierno de Iván Duque, quien aprovechó el sanguinario atentado de esta guerrilla contra la Escuela de Cadetes en Bogotá, en 2019, que mató una veintena de muchachitos reclutas desarmados, para cancelar definitivamente la posibilidad del diálogo.

Por eso, sentar a los elenos a la mesa y conseguir que firmaran varios acuerdos, como lo logró Petro, fue interpretado como un verdadero hito. Muy a pesar de que en los dos años que duraron estas conversaciones fueran notorios los incumplimientos del Gobierno y la vacilación de esta guerrilla, lo que causó múltiples aplazamientos de las rondas de negociación, que ni siquiera se hablara de desarme ni que el país sintiera la voluntad real para poner fin a la violencia.

Antes de que en enero de este año se rompieran los diálogos, charlé un par de veces más con Pablo Beltrán. La última fue el 31 de julio del 2023, en la víspera de la instalación del cese al fuego y del Comité Nacional de Participación, una instancia creada para revivir la vieja propuesta del ELN de su “Convención Nacional”, que sobre el papel debería trazar la ruta de los pactos, acuerdos y transformaciones de la sociedad colombiana para lograr la paz. La prensa calificó el evento como el mayor avance en las tres décadas de conversaciones con esa guerrilla.

Beltrán recibió a un reducido grupo de periodistas en una cabaña del Instituto Humboldt rodeada de bosques sobre los cerros orientales de Bogotá, donde apareció ya caída la noche con un fuerte dispositivo de seguridad compuesto por oficiales de la Policía Nacional. Destacaba un muchacho con ropas de paisano, cachetes rojizos y bigote incipiente negrísimo, al que se le notaba un bulto debajo la ropa formando algo semejante a una pistola en la cintura. Era su escolta personal de la guerrilla.

Con una voz casi inaudible, más cercana a la de un abuelito bonachón que narra cuentos a sus nietos que a la de un guerrillero, Beltrán confesó emocionado que llevaba treinta y tantos años sin pisar Bogotá y ni siquiera conocía el Transmilenio. En cambio, aseguró sin pretensiones, conocía más páramos del país que cualquiera de los biólogos del Humbolt. Dos horas antes había desembarcado de un vuelo privado que lo trajo desde Cuba con el resto de integrantes de la delegación negociadora del ELN. Ni él ni su compañero Aureliano Carbonell reconocieron la autopista de la calle 26 por donde las camionetas blindadas los pasearon atravesando la ciudad, aunque intuyeron que los edificios vetustos que se encontraron en un momento del recorrido debían ser la sede de la Universidad Nacional.

Beltrán es un apasionado de la historia de la revolución mexicana y cuando la mesa de negociaciones sesionó en México organizó salidas de turismo con sus hombres para conocer los lugares emblemáticos que la conmemoran, según recordó una de las negociadoras del equipo del Gobierno. Aproveché para lanzarle una provocación, insinuando que su grupo era como esas facciones obtusas de caudillos insurgentes que terminaron matándose entre ellos hasta que consiguieron el fracaso del gobierno revolucionario en el México de comienzos del siglo XX. “¿No cree que eso mismo puede ocurrir aquí?”, lo confronté: “si este proceso sigue con esa parsimonia y esa lentitud, sin mostrar avances concretos”.

Se defendió de mi pregunta con un truco de prestidigitador: “Haber… una cosa es el proceso de paz, que hay que ligarlo a la suerte de Colombia, y otra cosa son los destinos de Colombia”. Y siguió con la elucubración: “Le explico: este proceso aspira a darle margen a la paz de Colombia y se pactarán cosas, pero alguna gente no va a venir acá y va a seguir pugnando para que la paz no avance. Esto avanza, o no, sólo si hay una presión mayoritaria. Las lentitudes no dependen sólo del ELN”.

La parsimonia le abrió paso a la perfidia, a los tiros de gracia y al sicariato como última combinación de todas las formas de lucha, a las familias de desplazados arrumadas en los coliseos de los pueblitos al filo del hambre, a las volquetas cargadas de cadáveres hasta el tope, imágenes atroces que han circulado por WhatsApp en videos que los mismos guerrilleros de ambos bandos grabaron y que los campesinos reenviaron desde el Catatumbo, el teatro de operaciones donde Petro está sepultando su fallida política de paz al tenor de lo que líderes locales, cómo el exsenador campesino Alberto Castilla, llaman un “experimento” para imponer inversiones sociales aún dudosas, sin concertarlas con las comunidades, después de apelar a la militarización extrema, abandonando el camino de la solución política del conflicto que, vistos los hechos, tampoco le interesa a la contraparte.

 

 

Baudó AP

“Queremos paz” dice una pancarta rota cerca al corregimiento de San Pablo, Teorama, Norte de Satander.

Fue el ELN quién ayudó a nacer en 2017 a quienes hoy buscan exterminar como enemigos declarados en el Catatumbo: las disidencias del Frente 33. Aquello ocurrió en medio del franco sabotaje al Acuerdo de Paz con las FARC por parte del ELN, aportando una docena de fusiles y brindándole apoyo y protección a alias John Mechas, un antiguo miliciano de las FARC que nunca quiso acogerse al proceso de La Habana. Este relato, que acabó confirmándose con la versión entregada a la revista Semana por el propio Antonio García, máximo jefe del ELN, lo escuché antes, en octubre de 2024, de viva voz en un caserío remoto entre varias cervezas con campesinos de Convención y Teorama, quienes ya olían la guerra en el aire, aunque todavía no habían escalado las hostilidades. “La región está en un proceso de inteligencia”, explicó uno de ellos, “están mirando quién es quién y reorganizándose”.

“El temor que tengo es que en el sexto congreso del ELN se defina mayoritariamente que seguiremos en guerra. Es una opción factible, probable”, profetizó desde la prisión a mediados del año pasado Édgar Humberto Restrepo, un curtido guerrillero y preso político al que conocí en la cárcel de Itagüí. Al final, Restrepo tenía razón: “El tiempo se nos está acabando, la vida se nos está acabando y no vemos que el proceso vaya a llegar a acuerdos reales. Se va a acabar este gobierno y seguiremos en lo mismo”.

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