Texto: Camilo Alzate
Ilustración: Opert_ser

La paz era el plan

        En Llanogrande vivía un perro langaruto y mugroso de cara negra al que los guerrilleros habían bautizado “Vencedor”. Seco, comido por la sarna, a veces cojeaba de una pierna pero aquello no parecía el rezago de algún golpe sino más bien una de esas cojeras aprendidas que ciertos perros hacen por puro gusto. A su otra pata le sobresalía una uña por el costado, como si fuera el garfio de algún pirata o la garra de una rapaz, una garra con vida propia que se movía aparentemente sin la voluntad del perro. La pata coja, vaya coincidencia, era la izquierda. El pelaje de Vencedor era de un café clarísimo, casi amarillento, siempre sucio por el lodo que inundaba la Zona Veredal de Llanogrande. Vencedor era camorrista y pendenciero, ladraba a los otros perros sin motivo aparente, incluso solía ladrar aunque no hubiera rivales. Los guerrilleros lo pateaban, lo estrujaban, lo chistaban, no había nadie que le quisiera especialmente.

        Llegué a la Zona Veredal de Llanogrande la tarde del 10 de junio del 2017 con el propósito de cubrir la última jornada de dejación de armas que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia tenía prevista para finales de ese mismo mes.  Llanogrande es una vereda fría y montañosa a veinte kilómetros del municipio antioqueño de Dabeiba, allí estaban concentrados 300 combatientes de las FARC desde el 31 de enero de ese año, esperando que el gobierno nacional terminara las instalaciones acordadas para su reincorporación: unas viviendas prefabricadas, unas aulas de formación, una cancha multipropósito, bagatelas que al todopoderoso Estado no le iban a costar mayor cosa. Pero también esperaban otros asuntos acordados en La Habana: los proyectos productivos, los programas de educación, la posibilidad de participar en política, las garantías de seguridad para una reincorporación colectiva.

        Entre junio y agosto, cuando visité las Zonas Veredales de Dabeiba en Antioquia y La Elvira en el Cauca, todo seguía en obra negra o sin arrancar mientras la lluvia licuaba un pantanero omnipresente que se iba filtrando por las botas, por las medias, por los calzoncillos, por la moral de los excombatientes. “El problema dizque éramos nosotros las FARC” me dijo Pablo Atrato, uno de los comandantes del frente 57 “¿y ahora? En un mes ya no tenemos una hijueputa arma, lo demás es hablar pendejadas”.

        El gobierno colombiano encabezado por Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC sostuvieron unas negociaciones de paz en Cuba desde el 2011 hasta la firma del acuerdo final en septiembre de 2016. En La Habana se pactaron aspectos como las garantías de participación política de los exguerrilleros, un programa nacional de sustitución de cultivos de coca y marihuana, una reforma rural, mecanismos especiales de justicia transicional y planes de desarrollo a diez años para las regiones más golpeadas por la guerra.

        No obstante, el acuerdo final no iba a ser tan definitivo, pues Santos convocó un plebiscito de aprobación donde ganó el “No” a la paz por un margen muy leve. Entonces el texto fue modificado y adaptado según los requerimientos de los opositores al proceso, con el senador y expresidente Álvaro Uribe Vélez a la cabeza. El acuerdo volvió a firmarse dos meses después en un teatro bogotano con la presencia del presidente Santos y del entonces máximo comandante de la guerrilla Rodrigo Londoño ‘Timochenko’.

        Pero este tampoco fue el acuerdo final. Los congresistas opositores modificaron en Senado y Cámara la mayoría de puntos, empezando por las circunscripciones especiales de paz que abrían la posibilidad de que víctimas del conflicto y líderes de las regiones más golpeadas por la guerra pudieran llegar al Congreso. Después cambiaron las normas de funcionamiento de la Justicia Especial que se había definido en La Habana para juzgar los hechos ocurridos en el marco del conflicto. Mientras eso sucedía cientos de jueces y funcionarios a lo largo y ancho del país impedían la salida de los guerrilleros presos en las cárceles aduciendo cualquier motivo, aún a pesar de los indultos y decretos presidenciales que ordenaban su liberación. Y empezó el laberinto de la implementación de lo pactado, que no ha hecho más que complicarse con la llegada del gobierno de Iván Duque, quien hizo su campaña presidencial despotricando de los acuerdos.

        ¿Quién debía cumplir lo acordado y cómo debía hacerlo? ¿De dónde sacar la plata? ¿En qué plazos? ¿Cuáles proyectos productivos debían aprobarse para los excombatientes? El primero de marzo compartí un evento con el almirante de la Armada Nacional, Orlando Romero, quien fuera delegado del Gobierno nacional ante el Mecanismo de Monitoreo y Verificación de los acuerdos. Romero fue un firme defensor de los diálogos al interior de las Fuerzas Militares. En el evento reconoció ante líderes comunitarios y sacerdotes del Pacífico colombiano que materializar los acuerdos de La Habana se estaba convirtiendo en un problema mayúsculo para el Estado: “nos dimos cuenta que hay muchísimos problemas en la implementación, muchas promesas y pocas realidades. Tenemos una responsabilidad y es ayudar a la paz, pero una paz real. El discurso nuestro debe ayudarle a la comunidad, venimos a colaborar, no venimos a atropellar” aseguró.

        El último informe del Instituto Kroc a cargo de verificar el cumplimiento de la paz reveló en agosto de este año que en cinco de los seis puntos centrales del acuerdo la implementación estaba en una fase mínima o no iniciada, salvo en el punto sexto que incluía la concentración y el desarme de la guerrilla. En otras palabras, se efectuó a cabalidad el cese al fuego y la dejación de armas de las FARC. O para ser más claros: solo la guerrilla ha cumplido su parte de manera consistente.

        El resto de los puntos se atasca en el pantanero de las Zonas Veredales, ahora convertidas en Espacios Territoriales de Reincorporación. “Nosotros somos el foco de la implementación y nos tienen aguantando hambre. El Gobierno contrató un montón de burocracia. Nosotros habíamos pactado la reincorporación colectiva, pero ni siquiera le han dado a la gente garantías de reincorporación individual” me dijo Andrés, un militante urbano de las FARC con quien conversé en abril. Andrés se refirió a la situación de las Zonas Veredales con un término tenebroso, habló de “desbandada”: miles de excombatientes han desertado sin orden de las Zonas, un porcentaje minoritario pero significativo se ha ido a engrosar las llamadas ‘disidencias’, bandas armadas descoordinadas entre sí que están reconfigurando el conflicto en las regiones. Un estudio de la Fundación Ideas para la Paz calculaba que el número de disidentes podría oscilar entre 800 y 1.500 hombres en todo el país, con un fuerte accionar violento y el control territorial efectivo en lugares como el norte del Cauca, el Guaviare o la costa Pacífica caucana y nariñense. ¿Acaso no tenían algo listo en caso de que el proceso de paz fallara? La respuesta de Andrés fue punzante: “no había otro plan, la paz era el plan”.

A pesar del clima de incertidumbre y zozobra, y de que hasta la fecha casi un centenar de excombatientes fueron asesinados, en Llanogrande han sucedido cosas inéditas que antes parecían impensables. Faustino, un negro altísimo que se pasó tres décadas pegando tiros por el río Atrato, aprende por fin a juntar las letras. Liney, una mulata que permaneció catorce años presa y que parió en la cárcel, por fin puede vivir con sus dos hijos. Por las tardes los policías y militares apostados en una base cercana suelen jugar futbol con los guerrilleros, y estos a su vez van a fiestas y verbenas en los caseríos cercanos.

 

        “Yo sé que nosotros podemos hacer historia. Esta generación puede hacer historia” aseguraba Sandra, una estudiante universitaria que en sus vacaciones daba clases de alfabetización a los guerrilleros concentrados en la Zona Veredal de Dabeiba. Sandra viajaba con Estefanía, eran un par de veinteañeras repletas de optimismo que si acaso acababan de nacer cuando el Gobierno y las FARC se embarcaron en los fallidos diálogos del Caguán. Nada les tocó de los procesos de paz anteriores con los gobiernos de Belisario Betancur primero y de César Gaviria luego, negociaciones que ocurrieron a la par que el genocidio de la Unión Patriótica, el exterminio de un partido político completo con el que la guerrilla aspiraba a foguearse en la política legal. “Evidentemente, cualquier cosa puede pasar este país donde no hay garantías para hacer política. Pero decidimos venir” me explicó Estefanía cuando le pregunté si no sentía miedo de ser señalada en caso de que los acuerdos fracasaran. “¿Hacia dónde vamos si esto se rompe? No sabemos, no solo nos expone a nosotros sino que expone a familiares, a amigos que no han asumido esos riesgos”.

        A pesar del clima de incertidumbre y zozobra, y de que hasta la fecha casi un centenar de excombatientes fueron asesinados, en Llanogrande han sucedido cosas inéditas que antes parecían impensables. Faustino, un negro altísimo que se pasó tres décadas pegando tiros por el río Atrato, aprende por fin a juntar las letras. Liney, una mulata que permaneció catorce años presa y que parió en la cárcel por fin puede vivir con sus dos hijos. Por las tardes los policías y militares apostados en una base cercana suelen jugar futbol con los guerrilleros, y estos a su vez van a fiestas y verbenas en los caseríos cercanos. 2017 fue el año con la menor tasa de homicidios en tres décadas, sin duda un logro del gobierno anterior. Los tatucos, las minas antipersonales, los hostigamientos, los bombardeos y operativos militares parecen cosa del pasado. La guerra va cediendo terreno al tedio.

        “Nosotros logramos en la mesa lo que la correlación de fuerzas permitió, hubiéramos querido mucho más” me dijo Rodrigo Londoño ‘Timochenko’ cuando lo entrevisté en Pereira durante una de sus giras el pasado 30 de julio. Un sector mayoritario de las antiguas FARC, liderado por él, cree que se abrieron las compuertas de la lucha legal y la participación política, ese nuevo escenario que según sus palabras debe “aprovecharse”.

        Pero hay otro sector, liderado por Iván Márquez, quien fuera jefe negociador de paz en La Habana, que considera que los acuerdos fueron traicionados. El propio Márquez y varios mandos medios de la antigua guerrilla desaparecieron del espectro público hace meses después de la captura del también negociador de paz Jesús Santrich, acusado por los Estados Unidos de narcotráfico. El paradero de Márquez es un misterio, aunque no parece probable que se haya unido a las disidencias.

 “¿quién quiere vivir en el monte?”. Entonces Isaías Trujillo se voltea, lo mira, después mira al público y dice bien duro para que lo escuchen los otros trescientos “pues mucha gente”. Todos vuelven a soltar la carcajada.

        Es una noche de junio en Dabeiba. En el ‘aula’, un kiosko de madera grandísimo, citan a todos los guerrilleros para la charla habitual de todas las noches. Un indultado que acaba de salir de la cárcel viene a dar una conferencia sobre la ley 1820 que establece los términos de amnistía e indulto para los guerrilleros. No es ni de lejos un abogado, pero su charla está llena de tecnicismos jurídicos, “yo sé que los que han estado en la cárcel han escuchado estos términos” dice. Mientras el indultado explica la figura del habeas corpus, Isaías Trujillo camina por el entablado sin ponerle atención. Trujillo, un campesino que vivió 47 años en la selva alzado en armas, llegó a estar entre los máximos comandantes de la guerrilla en el noroccidente del país. Con un fuetazo del poncho, Trujillo espanta unas gallinas que entraron al kiosco y los trescientos guerrilleros sueltan un coro de risas. El indultado sigue su charla, por un momento habla de los beneficios del proceso y formula una pregunta retórica “¿quién quiere vivir en el monte?”. Entonces Isaías Trujillo se voltea, lo mira, después mira al público y dice bien duro para que lo escuchen los otros trescientos “pues mucha gente”. Todos vuelven a soltar la carcajada.

Se han cumplido dos años de la firma de la paz con las FARC y el balance es agridulce. Diez miembros de la dirección de la antigua guerrilla ahora son congresistas y participan de la política legal; en muchas zonas del país los excombatientes se han organizado en cooperativas y emprendimientos colectivos gracias al apoyo de donaciones internacionales o a sus propios recursos, mientras aguardan los cacareados proyectos para su reincorporación que no llegan.    

        «Yo creo que sí hay un sector del establecimiento apostándole a la implementación. En ese sentido, son un sector aliado ya. Olvídate de la guerra, que el enemigo tiene el control” me dijo Juan Pablo, un militante del Bloque Oriental que conoció de cerca el proceso de paz del Caguán durante el Gobierno de Andrés Pastrana. “Con el seguimiento satelital y la penetración de inteligencia es mucho más complicado [continuar en la guerra], sin embargo no es imposible, pero creería que tiene más futuro la lucha política y electoral. Creo que es más difícil que vayan a matar a Timo o a algunos de los mandos del secretariado, o a mandos medios, es más fácil que maten guerrilleros rasos, pero por cosas focales. Una política sistemática de exterminio por parte del establecimiento no la veo”.

        Se han cumplido dos años de la firma de la paz con las FARC y el balance es agridulce. Diez miembros de la dirección de la antigua guerrilla ahora son congresistas y participan de la política legal; en muchas zonas del país los excombatientes se han organizado en cooperativas y emprendimientos colectivos gracias al apoyo de donaciones internacionales o a sus propios recursos, mientras aguardan los cacareados proyectos para su reincorporación que no llegan.

        No obstante,  el problema de los cultivos de uso ilícito sigue sin resolver y una constelación de bandas y grupos armados al servicio del narcotráfico se han instalado en los territorios donde antes la guerrilla ejercía su autoridad vertical ¿Cuánto durará esta paz de tedio y burocracia y aplazamientos de las reformas esenciales? Es difícil saberlo.

        Ezequiel Zamora fue al último que vi antes de irme de Dabeiba. Era un antioqueño de Apartadó que ingresó a la guerrilla en el Urabá y desde los tiempos del Caguán había sido incorporado a los frentes del Bloque Oriental, los más beligerantes y poderosos que tuvo la guerrilla. Ezequiel había sido experto en explosivos. Durante un accidente manipulando una carga se voló ambas manos, le quedaron un par de muñones pelados que maniobraba con una habilidad impresionante. Ezequiel era el encargado de coordinar un pequeño puesto de recepción y cocina donde atendían a los periodistas u otros visitantes que llegaban a la Zona Veredal: usaba esos muñones con destreza, servía tintos y acomodaba platos y miraba en su celular videos en Youtube de viejos combates entre las FARC y el Ejército colombiano. “No son las armas las que producen la violencia, son las ideas” me dijo un tarde mientras discutíamos sobre el futuro del proceso de paz. Todos los periodistas que llegaron quisieron tomarle fotos y entrevistarlo pero él siempre se negó de plano, cuando le pregunté por qué se negaba a que su imagen fuera pública respondió lo siguiente: “Esto en realidad es un cuento. Es una posibilidad, pero no sabemos cómo va a acabar”.