25 abril, 2025

Camilo Alzate González

ILUSTRACIÓN:
Sara Arrendondo
Prueba
Ni la justicia ordinaria, ni los tribunales de Justicia y Paz que juzgaron a los grupos paramilitares han dado respuestas satisfactorias a las comunidades afrocolombianas del Urabá y el Bajo Atrato chocoano. Esperan que la Justicia Especial para la Paz (JEP) sirva para esclarecer hechos y condenar con penas restaurativas a miembros de las Farc que cometieron crimenes en su territorio.


Su nombre es Plinio. Tomó el micrófono con ambas manos conteniendo la mirada en un respiro antes de traer al presente los hechos perdidos dos décadas atrás. Con una solemnidad espontánea, casi silvestre, pero propia de la audiencia judicial que se desarrollaba, Plinio comenzó el relato diciendo “Los guerrilleros aparecieron por ahí escondidos en el monte, les decían los muchachitos”, e iba pasando revista por cada uno de quienes lo escuchábamos en el recinto de un hotel en Apartadó. “Iniciaron el reclutamiento de jóvenes, implementando sus políticas, y al que no estaba de acuerdo, le tocaba desocupar”. 

Plinio hablaba de las primeras incursiones de la extinta guerrilla de las Farc en sus tierras: el Consejo Comunitario de La Larga Tumaradó y la cuenca del río Salaquí que desemboca al Atrato, en jurisdicción de Riosucio, Chocó. 

“A un primo mío lo mataron. La mamá dijo en medio del dolor que lo iba a vengar y a ella también la fueron a matar”, continuó Plinio. “Se escondió debajo de una cama en la casa de la hija. Fue tanto el plomo que le dieron que me tocó recogerle los huesos como si fueran granos de maíz”. 

Junto a esta hay una extensa enumeración de atrocidades que escuchaba en riguroso silencio Nadiezhda Henríquez, la magistrada de la Justicia Especial para la Paz (JEP) que lleva el macro caso 04, un voluminoso expediente para esclarecer y juzgar los crímenes de guerra cometidos en el Urabá, Darién y el Bajo Atrato durante el conflicto armado entre las Farc y el Estado colombiano. 

La lista de crímenes es larga y podría empezar con el asesinato sistemático de una veintena de líderes comunitarios, una práctica que las Farc implementó a mediados de los ochenta para cimentar su proyecto político en la región, empezando con los hermanos Manuel y Marcos Murillo, fundadores de la vereda Macondo. Después asesinaron a Fidel Angulo “Cachi”, dirigente social del río Salaquí al que unos milicianos mataron por un chisme. 

Su hijastro, José Ángel Palomeque “Chango”, es uno de los dirigentes afrocolombianos que ahora busca justicia por este y otros crímenes que la antigua comandancia de las Farc en la zona reconoció, pidiendo perdón en el último acto privado al que asistí, organizado por la Comisión de la Verdad el 23 de junio de 2022 en Apartadó. 

En aquella ocasión la plana mayor de la extinta guerrilla en la región puso la cara, empezando por el veterano y ya anciano Isaías Trujillo, fundador de las Farc en Urabá y antiguo comandante del Quinto Frente, quien ese día lucía una impecable guayabera blanca y parecía de verdad compungido mientras aceptaba ante el recinto que no existía ninguna justificación para haber causado tanto dolor al pueblo que decían defender. “Esto no es fácil”, fueron sus palabras de entonces, “estar al frente de las víctimas no lo hace cualquiera”.

Esta vez no había ningún exguerrillero en el recinto y la magistrada Henríquez, igual de solemne a las víctimas que la acompañaban esa mañana, había dado inicio a la audiencia con la que podría ser una declaración de principios, “la voz es de ustedes”. Fue el pasado 25 de marzo en una diligencia reservada que tuvo lugar en Apartadó (Antioquia), con el propósito de que fueran incorporadas al caso las propuestas de penas alternativas que sugieren las comunidades de los dos Consejos Comunitarios.

“Es un gesto muy generoso de su parte”, reconoció la magistrada Henríquez: “teníamos pensado que vinieran y estuvieran en esta audiencia los comparecientes de las Farc. Sin embargo, aún es muy prematuro”. 

“Sabemos que no van a pagar cárcel, pero al menos que nos paguen con trabajo y reparaciones. Hay veinte Concejos Comunitarios en el Bajo Atrato, sólo dos Concejos hicimos un modelo para la reparación” me explicó José Ángel Palomeque “Chango”, viejo líder del río Salaquí.

“Chango” se refería a la propuesta de Trabajos, Obras y Actividades con contenido Restaurador, conocidos como TOAR, que son contemplados dentro de la Justicia Especial para la Paz como pena alternativa a la privación de la libertad, tanto para exguerrilleros como para miembros de la Fuerza Pública que hayan cometido crímenes en el marco del conflicto. 

La propuesta se construyó desde 2022 en media docena de talleres y asambleas de las mismas comunidades, con apoyo del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), organización que además asumió la representación legal de las comunidades ante la JEP. Resulta disruptiva porque la norma no establece que sean las víctimas quienes formulen las sanciones que se van a imponer a sus victimarios. No obstante, la norma tampoco lo prohíbe, y es por esa brecha legal que los Consejos Comunitarios tomaron la iniciativa. 

Hasta el momento son los mismos comparecientes a la JEP en todo el país, es decir militares y exguerrilleros, quienes han presentado sus propuestas de obras y trabajos para reparar el daño que causaron, obras que deben ser aprobadas por los magistrados de la JEP. Si bien la Jurisdicción aún no ha emitido ninguna sentencia contra excombatientes de las Farc, algunos de los comparecientes se han adelantado a cumplir con sanciones anticipadas como construir carreteras rurales y embellecer escuelas.

La idea de las comunidades del Bajo Atrato no sólo es inédita, es además novedosa, como reconoció la magistrada Henríquez. No obstante, las comunidades no pudieron concertarla con los excombatientes porque fue imposible la coordinación con la dirección nacional del Partido Comunes, la organización política que aglutinó a los exguerrilleros tras la desmovilización. 

Entre las peticiones de las comunidades hay algunas que podrían parecer insólitas, como que los exguerrilleros contribuyan al dragado y destaponamiento de los caños y ríos afluentes del Atrato, que ellos mismos ayudaron a taponar con troncos para impedir el ingreso de las tropas durante la célebre Operación Génesis, una ofensiva conjunta entre el Ejército y los paramilitares que tuvo lugar en la región en 1997.

Otras solicitudes tienen que ver con labores sociales normales como construir carreteras, mejorar caminos vecinales y colaborar en la edificación de centros comunitarios. Además proponen “intercambio de experiencias” con mujeres excombatientes y el fortalecimiento de proyectos productivos para las comunidades afrocolombianas, buscando recuperar conocimientos ancestrales que se perdieron por el desplazamiento, explica la joven lideresa Yiliana, puntualizando que “hay gente que ya no quiere volver por el daño psicológico”.

Juan Pablo Guerrero, subdirector del CINEP, quien lleva más de una década acompañando y trasegando las mismas trochas que estas comunidades, indica que el proceso para llegar hasta acá fue un “ejercicio de varios años” que arrancó cuando ambos Concejos Comunitarios, el de La Larga Tumaradó y el del Río Salaquí, fueron aceptados como víctimas colectivas acreditadas ante la JEP. Luego, en septiembre de 2020, con apoyo del CINEP las comunidades presentaron un informe a la JEP y la Comisión de la Verdad.

Guerrero insiste en que era clave “identificar afectaciones y victimizaciones” en la región para formular “medidas de reparación con enfoque étnico, territorial y de género” en una zona donde el rezago en restitución de tierras usurpadas y reparación a víctimas del conflicto es abrumador. 

El caso del Concejo Comunitario de La Larga Tumaradó es paradigmático. Según una investigación del CINEP dentro del globo de terreno de 107.064 hectáreas que le fueron adjudicadas a las comunidades afrocolombianas hay 24.868 hectáreas en poder de particulares, la mayoría de ellos ganaderos y empresarios cercanos a los paramilitares, que aprovecharon la guerra para hacerse con el control de las tierras abandonadas con títulos de propiedad espurios impugnados en procesos de restitución de tierras.  

Tan sólo en el municipio de Riosucio más de 33 mil personas fueron acreditadas como víctimas de desplazamiento forzoso por la Unidad de Víctimas, en hechos atribuibles a la confrontación del Estado y los paramilitares buscando expulsar a las guerrillas, pero también a las FARC, que ordenaron a muchas comunidades salir hacia las cabeceras municipales para presionar al gobierno de la época. La mayoría de estos desplazados no pudieron retornar a sus tierras, que permanecen abandonadas o en poder de terceros.

“Con el proceso de paz de La Habana nos llenamos de emoción, teníamos expectativas positivas, pero el Acuerdo de Paz no ha llegado a donde tiene que llegar”, me dijo Reinaldo, un dirigente de la zona. Reinaldo ha tenido que andar por temporadas en camionetas blindadas de la Unidad Nacional de Protección por los riesgos que implica su liderazgo en una región del país donde las tierras de los afrocolombianos siguen en poder de los herederos del paramilitarismo. 

A Reinaldo lo conozco hace tiempo y fue él quien me contó, en una conversación a orillas del Atrato a comienzos de 2018, cómo los ríos y caños de sus comunidades habían sido copados por guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en las semanas siguientes a la salida de las Farc de aquel territorio, una maniobra que fue confirmada por autoridades locales y que parecía concertada entre ambos grupos, aunque “Uriel”, tercero al mando del ELN en el Chocó, lo negó cuando le consulté el tema en uno de varios intercambios de mensajes antes de su muerte.

Después los paramilitares del Clan del Golfo, autodenominados “Gaitanistas”, barrieron al ELN de todos los afluentes del Atrato con una arremetida desde el norte que llegó hasta Bojayá y las afueras de Quibdó, una más entre tantas guerras recicladas que, como explica Doroteo, otro líder afrocolombiano de la región, todos vieron venir: “Paz no, siempre pensé que iba a ser muy difícil porque se firmó la paz con un solo grupo, pero quedaron otros, paz real no esperábamos porque siguen existiendo grupos en el territorio”.

“Se firmó la paz y está pasando como si nada, yo creía que iban a llegar muchas inversiones, que iban a llegar las vías”, cierra Reinaldo sin ocultar su frustración, en una frase donde cabe el sufrimiento de esta comunidad, aún sin justicia, aún sin reparación: “lo sabemos en carne propia, si sabemos qué se perdió: no vimos la guerra por televisión”.

*Algunos nombres fueron cambiados por seguridad

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