Texto
Camilo Alzate
Ilustración
Sara Arredondo
Noviembre 24 de 2024
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La COP16 de los pueblos sin voz
Durante dos semanas Colombia fue anfitriona de la COP16 sobre biodiversidad, un importante evento multilateral donde se definen las políticas globales para proteger la diversidad biológica. Con victorias parciales para Colombia y para los pueblos indígenas del mundo, el balance es agridulce por la nula voluntad de cambio de los países ricos culpables en mayor medida de la grave crisis climática y ambiental que afronta el planeta.
En la noche del 28 de octubre, en un salón con menos de diez asistentes y donde las sillas vacías lucían un blanco impecable, la delegación de la República de Cuba hizo la presentación oficial de su estrategia nacional para cumplir los objetivos del Marco Mundial Kunming Montréal de Biodiversidad.
La comitiva, encabezada por la viceministra de ciencia y medio ambiente de la isla, Adianez Taboada, junto con la científica al frente de la estrategia, Lourdes Coya de la Fuente, desmenuzó aspectos como el alto endemismo de las especies presentes en el territorio cubano y las acciones en curso que salvaguardan áreas oceánicas de crucial importancia en el tránsito y reproducción de mamíferos, tiburones, peces y otros tipos de fauna marina menos conocidos como moluscos y corales de aguas profundas.
Los esfuerzos del país no son menores. Bajo el implacable bloqueo económico impuesto por los Estados Unidos y con muy poca tierra disponible para la conservación, puesto que la mayor parte de su superficie emergida debe emplearse en la agricultura que sustenta a los más de diez millones de habitantes, Cuba ha cumplido con la meta de reducir a cero la deforestación y cada año crece un poco en cobertura boscosa, en tanto se encamina a consolidar la protección del 13% del total de su territorio terrestre y marino.
Una cuarta parte de los ecosistemas costeros o de manglares de la isla ya se encuentra bajo alguna figura de conservación. Además, Cuba lleva años impulsando un corredor biológico en el Caribe para salvaguardar especies en riesgo como los manatíes o “vaquitas marinas”. Junto a México, Colombia y Surinam, Cuba se cuenta entre el selecto grupo de países de América latina que estructuró un plan nacional de biodiversidad antes de llegar a la COP16, un compromiso incumplido por la inmensa mayoría de naciones presentes en la conferencia.
Cuando le pregunté a Lourdes Coya por qué casi nadie fue a escucharlos si Cuba fue de los pocos países que hicieron la tarea antes de llegar a Cali, ella respondió con una suavidad que delataba desazón y agotamiento: “pecamos a veces de mucha modestia, nos falta mostrar más lo que hacemos, comunicar más lo que hacemos, podemos ayudar a otros países a que lo logren igual”.
A la misma hora de la exposición de los cubanos, otro salón cercano estaba a reventar y aunque era más amplio los asistentes se amontonaron y apretujaron en los corredores. Ni una silla quedó libre. Un grupo de importantes banqueros respaldados por los gobiernos del Reino Unido y Francia se había dado cita para lanzar el último modelo de negocios “verdes” que, aseguraron, revolucionará el mundo de la conservación: los créditos de biodiversidad.
Al final sonrieron para la foto Amelia Fawcett, empresaria y financista británica, junto a la exministra de defensa francesa Silvye Goulard, quien hoy preside la cuestionada iniciativa para impulsar los créditos, copiando parcialmente el esquema del fallido modelo de los bonos de carbono que no han conseguido frenar el cambio climático.
La propuesta, vista con escepticismo por la comunidad científica, pues más de 270 investigadores y organizaciones publicaron un documento alertando que se trataba de una falsa solución que no va a contrarrestar la pérdida de la biodiversidad, despertó el entusiasmo de inversores y oenegés hambrientas de euros.
El recinto estaba compartido con Ambroise Fayolle, vicepresidente del Banco de Inversión Europeo, y Antoine Sire, alto directivo del Paribas, el banco de Francia que hace un año dejó de financiar proyectos petroleros luego de haber sido presionado por una campaña de denuncia en la que varias organizaciones francesa amenazaron con interponer acciones judiciales amparadas en una ley francesa que obliga al “deber de vigilancia” cuando las actividades corporativas afectan los derechos humanos o la salud de las personas.
Frank Elderson, alto ejecutivo del Banco Central Europeo, declaró sin rubor ese mismo día ante la plenaria de la COP que “la economía global y las finanzas necesitan la naturaleza para sobrevivir”. Palabras que podrían ser interpretadas como una confesión de parte: el modelo económico que arrastró al planeta a una crisis climática y ambiental sin precedentes viene dispuesto a seguir depredando cuanto pueda, en todo lugar, en todo momento.
El problema fundamental para los banqueros no tiene tanto que ver con la extinción masiva de especies, la participación de las comunidades locales en la preservación del entorno natural o el colapso inminente de ecosistemas, temas todos en discusión durante las dos semanas de la COP. Es, más bien, un asunto pragmático, tal cual reconocieron altos ejecutivos al medio especializado Bloomberg exigiendo la reserva de sus nombres: ninguno de ellos sabe muy bien cómo ganará dinero con la biodiversidad.
La anécdota de los dos salones no es un truco de retórica. El primero, vacío y ninguneado por la prensa; y no se sabe si por descuido o por el desprecio deliberado de la comunidad internacional. El segundo, repleto y promocionado por algunas de las corporaciones y Estados más poderosos del planeta.
La coincidencia de estos dos momentos condensó el espíritu contradictorio de la COP16 que tuvo lugar en Cali el pasado mes de octubre, un evento en el que, como se quejó el ministro de ambiente de Panamá, Juan Carlos Navarro, estaba lleno de “gente repartiendo medallitas, felicitándose entre todos” al mismo tiempo que “el Amazonas se está quemando”.
Navarro, un veterano político ecologista de su país, insistió en que ahora como nunca es imprescindible tomar medidas radicales para proteger la biodiversidad. La primera de ellas es la más obvia: “hay que decir la verdad, no estamos en camino a cumplir las metas para evitar que la temperatura del planeta sobrepase los 1.5 grados celsius”, me contestó con una molestia inocultable mientras caminábamos yendo de un salón a otro dentro del evento.
Se refería a una de las metas del Acuerdo de París, suscrito por 196 países en 2015, que busca impedir que el promedio de la temperatura del planeta aumente más de 1.5 grados, lo que implicaría efectos devastadores sobre el deshielo de los polos y el clima. “Tenemos que cambiar si queremos combatir el cambio climático atajando el calentamiento global y el primer paso es conservar la biodiversidad, todo lo que queda vivo en el mundo, este es el paso urgente”, insistió Navarro.
Con algo más de optimismo, la ministra colombiana del medio ambiente Susana Muhamad, anfitriona y presidenta de la conferencia, reivindicó victorias parciales como la creación de un órgano subsidiario para que los pueblos indígenas tengan voz en la definición de las políticas globales sobre biodiversidad, además de la inclusión de los afrodescendientes dentro del acuerdo, uno de los puntos inamovibles en los que no estaba dispuesto a ceder el equipo negociador colombiano, por orden explícita del gobierno, que previamente había bautizado al encuentro como “la COP de la gente”.
Ambos hitos fueron celebrados también por indígenas de todo el mundo y en especial del continente africano, por ejemplo, Mohamed Handaine, quien proviene de las áridas montañas de Chtouka, al sur de Marruecos, donde habitan algunas de las tribus Amazigh más antiguas del norte africano.
Con una mirada huidiza, arrugada por los soles eternos de su tierra, y en un francés lento aprendido en los trasiegos de la colonización, Mohamed me explicó que la creación de aquel órgano subsidiario ha sido el objetivo de los pueblos autóctonos del mundo: “las comunidades locales y los pueblos autóctonos o indígenas conservamos y administramos más del 90% de la biodiversidad del planeta. Igualmente, un 30% de los territorios protegidos. Es una contribución considerable y la razón por la cual ciertos países insisten mucho en nuestro rol, a pesar de que algunos gobiernos, como ocurre en África, no nos reconozcan”.
Handaine, representante del Comité Coordinador de los Pueblos Autóctonos de África, no dejaba de admirarse con los cañaduzales y la anarquía cotidiana de la autopista a Yumbo, durante el recorrido gratuito que el sistema de transporte masivo de la ciudad dispuso para trasladar a los cerca de veinte mil acreditados de la “zona azul”, el área destinada a los visitantes internacionales y negociadores del tratado, cerrada al público general, que tuvo sede en un centro de convenciones al norte de Cali.
El balance general de la COP16 terminó sin mayores acuerdos sobre puntos centrales como es el de la financiación necesaria para implementar el Marco Mundial Kunming-Montreal de la Biodiversidad. Y esto, a pesar de que Hugo María Schally, jefe negociador de la Unión Europea, hubiera bautizado a la conferencia de Cali como “la COP de las finanzas”, tras admitir al diario The Guardian que nunca había visto dentro de la cumbre tal cantidad de foros y reuniones explorando posibilidades para que el capital privado invierta en biodiversidad.
El capital y las falsas soluciones que, según la ambientalista belga Nele Marien, son responsables del desastre. “Muchas de las políticas climáticas en realidad van directamente en contra de la biodiversidad”, explicó. “Hay muchos ejemplos negativos: la energía basada en biomasa que destruye bosques, se plantan monocultivos de árboles y acaban con todas las especies o la compensación de carbono basada en la idea de que si preservamos ecosistemas no tenemos que reducir las emisiones de gases contaminantes aunque siga empeorando el clima. Es una locura”.
Marien, quien es coordinadora de bosques de la red internacional Amigos de la Tierra, tuvo una larga experiencia trabajando con comunidades indígenas de la Amazonía boliviana. Cree que es una consecuencia lógica que las corporaciones promuevan soluciones que refuercen el modelo económico que generó la crisis. “Cada uno de los países quiere proteger sus empresas y el crecimiento económico esperando que otros tomen medidas”, me dijo. “Nadie toma una regulación fuerte para reducir los impactos de la minería, de la infraestructura, de la agricultura. Las falsas soluciones a la crisis son invención de las grandes corporaciones. Saben que las regulaciones les van a limitar su crecimiento”.
La paz con la naturaleza, popular eslogan del evento, sigue sin pactarse. En su lugar avanza la guerra de verdad en territorios estratégicos para el equilibrio biológico del planeta como el Darién, la Amazonía o la cuenca del río Congo, donde según Prescillia Monireh Kapupu, los mismos que asisten a estas cumbres para hablar de biodiversidad terminan auspiciando guerras fratricidas que ostentan el nefasto récord de contarse entre las más sangrientas de la historia.
“Hemos escrito a las Naciones Unidas diciéndoles que nuestra biodiversidad es destruida por las armas que ellos financian, bastaría con sentarse a abordar esa cuestión aquí para encontrar una solución”, protestó Monireh durante una on Baudó AP. Bióloga y mujer indígena de las comunidades pigmeas de las selvas del Congo, Prescillia proviene de la provincia de Kivu del sur, una de las más ricas y más martirizadas en la República Democrática del Congo. “Hay muchísima discriminación, muchísima sangre derramada, incluso hoy mientras yo hablo, en mi país se sufre la guerra”, me dijo. “Esperamos voluntad política internacional para llegar a una solución. De lo contrario, ¿cómo vamos a contribuir a la meta de conservar el 30% del territorio y la biodiversidad de acá al 2030, si estamos preocupados por los conflictos armados que ellos mismos financian?”. Un fenómeno que no es ajeno a nuestra propia realidad.
Julia Miranda, congresista y antigua directora de Parques Nacionales, reclamó con urgencia autoridad y presencia del Estado para detener en seco la deforestación ilegal a gran escala responsable de devastar las selvas del arco amazónico y del Darién, cuando me la encontré en una charla institucional repleta de ministros y burócratas criollos.
Colombia pierde miles de hectáreas de bosque arrasadas cada año por quemas provocadas, carreteras y empresarios ganaderos, como lo contamos en Baudó AP. Y nada ha podido frenar la tendencia, ni las políticas de mano dura como la Operación Artemisa del gobierno de Iván Duque, que persiguió con fuerza militar a quienes tumban la selva. Ni el ánimo conciliatorio del actual Gobierno, que entabló negociaciones aún inciertas con las disidencias de las Farc y el Clan del Golfo, operadores y reguladores del negocio ilegal de la deforestación.
“Tenemos que tener control del territorio en nuestro país para implementar las políticas sociales que nos saquen del problema”, insistió Julia Miranda. “Se vuelve un círculo vicioso grave: la coca, la minería ilegal y la deforestación son nuestros principales problemas”. Su conclusión advierte que debe haber trabajo con la comunidad, presencia del Estado y ejercicio de la autoridad para garantizar el control territorial, “aunque estemos negociando la paz”.