Texto: Juan Miguel Álvarez
TW: @cronista77
IG: @vidacronica
Ilustración: Maria José Porras
Despachos de la pandemia (desde el encierro)
Despacho #3
“Aquí nadie quiere infectarse”*
La epidemia avanza. Con el encierro de la gente, el país ha ganado tiempo para tomar mejores desiciones e ir ajustando la estrategia que detenga el contagio. La pregunta que nos hacemos ahora es por los médicos: ¿cuáles son sus angustias actuales? ¿qué implica querer curar a sabiendas de que muchos infectados van a morir?
En la segunda semana de marzo, hace escasos veinte días, Europa central se convirtió en el epicentro mundial de la pandemia del Covid-19. Las noticias emitidas desde Italia y España solo referían cifras de contagio en decenas de miles y un promedio en cada uno de estos dos países entre 700 y 800 muertos por día. Mientras que la región más afectada de Italia era —es— Lombardía, la de España era —es— Madrid y alrededores.
Una amiga mía vive hace dos décadas en la capital de España y se desempeña como médico especialista en rehabilitación ósea. Dadas las circunstancias, me dio por escribirle y pedirle, en la medida de lo posible, que me concediera una pequeña entrevista sobre lo que ella estaba atestiguando. Amigos en común me habían informado que ella está clavada trabajando en una clínica que solo atiende pacientes de Covid-19. Como en principio su especialidad no tiene nada qué ver con los tratamientos que obliga esta infección, pensé que no era atrevido y oportunista hacerle mi petición. Ella, en tono afectado, me escribió un mensaje de vuelta diciéndome que no, que no era “un buen momento”, que su suegra estaba internada en condición grave y que ella estaba padeciendo un nivel alto de estrés y ansiedad. “Estoy emocionalmente hundida”, zanjó.
Si algo ha entrado en crisis con esta pandemia es la salud mental de los profesionales de la atención médica. En unos pocos días, especialistas en áreas clínicas como internistas, neumólogos, infectólogos, urgentólogos, cardiólogos, entre otros, pasaron de vivir un estrés laboral rutinario a uno en grado máximo e inevitable. “Antes no me tocaba ni una alerta naranja en el día; ya en este momento recibo cinco o seis diarias. Y eso que acá no hemos llegado al momento de máximo contagio”, me dijo un internista de una clínica privada de nivel 4 en la ciudad de Pereira a quien llamaré G.
Las preocupaciones que rondan ahora a los médicos pueden ser tres: primera —la más importante según entendí—, es que el sistema de atención colapse, que los infectados lleguen a ser tantos que no se puedan atender. Segunda, que ellos y el resto del personal médico se contagie y lleve el virus a su casa. Y tercera, que la información científica sobre el virus apenas está siendo concretada en el mundo y, en general, la enfermedad sigue sorprendiendo.
Vamos una por una.
El colapso
A comienzos de marzo, luego de que supimos del primer contagiado en Colombia, llamé a G para que me diera su opinión sobre lo que podría pasar en el país. G, debo decirlo ya, es el médico que me ha atentido hace años y con quien he desarrollado suficiente confianza para hablar sin misterios sobre la ortodoxia de la medicina. Su conocimiento clínico ha sido probado dentro del gremio reconociéndolo en varias ocasiones como uno de los diez internistas más sabios del país.
De entrada me dijo “nos llevó el putas” y citó una cifra con la que quería probar su pesimismo: “En Colombia no tenemos más de 7.000 ventiladores o respiradores mecánicos, y los modelos matemáticos indican que en el pico del contagio necesitaremos unos 23.000”. Un mes más tarde, es decir ahora a comienzos de abril, volvimos a hablar del tema y me contó que en la clínica para la que trabaja ya hay ocupados tres ventiladores de los veinte que tienen. “Está claro que los vamos a ocupar todos en pocos días, mucho antes de alcanzar el mayor número de infectados”, dijo. Añadió que aunque en el país se estaban habilitando clínicas abandonadas —como las que quedaron cesantes tras la quiebra de la EPS Saludcoop— y se estaban adaptando amplios espacios techados como si fueran hospitales de campaña y desocupando pisos completos de clínicas para empezar a acomodar pacientes de Convid-19, el problema era la falta de equipos de soporte pulmonar: balas de oxígeno para cada cama nueva habilitada con pacientes de síntomas moderados a severos, y ventiladores para cada cama de cuidados intensivos. “Hay universidades públicas que han creado modelos de ventiladores más baratos, pero quién sabe si podremos llegar a usarlos tan rápido como los vayamos a necesitar”.
Desde Buenos Aires, Argentina, otro internista me describió lo que para ellos allá será el colapso. En ese país se han registrado más de 1.400 infectados y van 43 muertos, cifras que Colombia está cerca de manejar. Sus agravantes son dos: que durante el mes de enero, una cantidad indeterminada de porteños se encontraba en Europa, especialmente en Italia, cuando la infección corría impunemente entre la gente y todavía no se había manifestado con síntomas mortales y no parecía preocupar a nadie. A su regreso a la Argentina, estos viajeros esparcieron el virus sin darse cuenta. Y desde el 23 de marzo, día en que las autoridades sanitarias registraron el primer caso sin vínculo epidemiológico —sin poder rastrear cómo se contagió—, la ciudad de Buenos Aires se encuentra en la fase tres de la epidemia, es decir en ‘transmisión comunitaria’. Este internista, a quien llamaré M, me dijo: “Acá ya no se requiere que una persona haya venido desde un país pandémico o que haya tenido contacto cercano con un viajero de un país pandémico. Acá cualquier persona con los síntomas ya es un probable caso de Covid-19”.
Lo más inquietante, a su juicio, es que las pruebas RT-PCR han mostrado resultados de falso negativo muy altas, hasta de un 41%. Pacientes que en la primera prueba dieron negativo y a los cuales se les pudo hacer una segunda ya dieron positivo. “Tenemos un subregistro de los positivos. En teoría, debería ser el 20% de los infectados, pero como ese 80% restante no presenta síntomas va por ahí contagiando mínimo a tres personas más”.
Dice que los médicos más viejos han sido mandados para la casa por indicación de la clínica para la que trabaja, que les ordenaron estar en aislamiento y alejados de la práctica profesional para evitarles el contagio. Y dice que lo más grave está por venir cuando las temperaturas de la ciudad bajen con el cambio de estación y se pase de otoño a invierno: “Vamos a entrar en la época de Influenza estacional y ante la similitud de los síntomas, vamos a atender a todos los pacientes como si tuvieran Covid-19. Esto va a colapsar”.
Llevar el virus a casa
A M le sucedió. Uno de los primeros pacientes que recibió en la clínica por sospecha de Covid-19 fue una mujer recién bajada de un crucero por Europa. M aisló a la mujer y esperó el resultado de la prueba. Horas más tarde recibió al hijo de esta paciente y le dio igual trato: aislamiento preventivo, pero quedó pendiente la toma de la prueba según el resultado que arrojara el de mamá.
Al día siguiente, otro internista compañero de trabajo le dijo a M que el resultado de la prueba de la mujer había dado negativo. M verificó el dato entrando a la página web del ministerio de salud argentino y leyó: “negativo”. Se dirigió, entonces, a la habitación del hijo de la mujer. Revisó los exámenes regulares de laboratorio y las radiografías de pulmón. El paciente no tenía fiebre ni mayores síntomas y en las radiografías no se notaban cambios que dejaran ver el inicio de una neumonía. M entró a la habitación del paciente rompiendo el protocolo de riesgo: sin barbijo ni guantes ni traje protector. Le dio el alta y lo mandó para la casa. Esa noche, M recibió una llamada del director de la clínica en la que le advertían que el resultado de la prueba de la mujer había sido un falso negativo, que le habían practicado la segunda prueba y había arrojado positivo. La señora sí tenía el Covid-19 y en consecuencia el hijo también podía tenerlo. El director le indicó a M que se aislara, pero ya era tarde. M vive en un monoambiente con su esposa. Si había quedado infectado, ella también lo estaba. La pareja conversó las posibilidades: qué les podía pasar, cuál era el riesgo de agravarse y ser internados en cuidados intensivos. Al día diez de su encierro, el médico de la clínica lo llamó de nuevo para decirle que las dos pruebas que le habían practicado al hijo de la señora habían dado negativas, que no estaba infectado. M sintió que le volvía la vida. “Mi esposa y yo somos jóvenes y no tenemos otras enfermedades, pero con este virus no se sabe qué pueda pasar”.
G no ha sufrido de un susto equiparable, pero dice que la falta de equipos de protección si ha sido un grave error de procedimiento. Hace una semana recibió una alerta naranja. Debía atender a una paciente recién internada con todos los síntomas del Covid-19. G no tenía un barbijo de tipo N95 —el adecuado para evitar el contagio—, apenas una mascarilla de protección quirúrgica. Salió del consultorio y habló con el grupo de médicos que estaban en ese momento en el piso de atención y les pidió el favor de que lo relevaran. Una médico sí tenía ese implemento, aceptó tomar el lugar de G y fue a ver a ese paciente. “Mi sistema inmunológico se inflama muy fácil —me dijo G—. Si a mí me llega dar ese virus, me saca de camino fácil”. En su jerga, ‘me saca de camino’ quiere decir ‘me mata’. Y en caso de que no, su otro gran miedo es llevar la infección a su casa y contagiar a su esposa —enfermera de profesión— y a su hija que es una niña menor de diez años. “Mi esposa está sufriendo de ansiedad por el riesgo que estoy corriendo. Y si le contagio el virus a mi hija no se sabe qué le pueda pasar. Es falso que a los niños no les pase nada. Ese virus es una porquería. Enloquece el sistema inmunológico; en la nariz este virus se multiplica mil veces más que el coronavirus del SARS y si llega a bajar a los pulmones, cuente con una infección severa. No hay manera de que sea leve”.
Otro médico de los que entrevisté y que trabaja en atención domiciliaria me reveló que hace unos veinte días, cuando los casos de contagio en el país apenas estaban empezando, los médicos de una clínica privada le pidieron a los directivos que los confinaran en un hotel mientras trabajaban en la pandemia. Esa clínica ya había recibido tres casos graves que se estaban debatiendo entre la vida y la muerte en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), y los médicos advertían que sería así de ahí en adelante. “No querían llevar el virus a su casa”, me dijo este médico a quien llamaré D. “Pero la clínica les dijo que no, no iban a correr con ese gasto”. Desde entonces, los que han podido se alejaron temporalemente de sus familias mudándose de cuenta propia a unos apartamentos cercanos a la clínica. “Nadie quiere infectarse y estamos resolviendo cada cosa que resulte día tras día”.
La infección sigue sorprendiendo
Hace cuatro días, D llegó a la sala de urgencias de una clínica privada con un paciente que presentaba una infección en los riñones. Se trataba de un caso cotidiano en su trabajo, nada relacionado con el Covid-19. Luego de gestionarle el ingreso, se puso a hablar con el médico urgentólogo que estaba a esa hora como jefe de sala. En eso, una ambulancia arribó a toda prisa y se bajaron dos camilleros vestidos con los trajes de riesgo biológico. Abrieron las puertas y descargaron un paciente que habían recogido con todos los síntomas graves de la epidemia, incluida la dificultad evidente para respirar. D los vio moverse con premura y preocupación. Y vio que al médico jefe de urgencias lo empezaron a vestir con los implementos de protección que tenían a la mano: una mascarilla de tela, nada comparable al barbijo N95, guantes y una bata común. Una enfermera gritó: “doctor póngase una segunda bata encima”, y resultó que no había más. Lo que a continuación vio D le causó una sensación de risa y derrota: la aseadora que venía saliendo de un pasillo se quitó su delantal amarillo y se lo puso al médico. “Fue increíble, ese pobre médico quedó con atuendo de carnicero y así salió a recibir al paciente”, me dijo D. Y una vez cruzó la puerta de salida, se encontró con los camilleros de la ambulancia y se dispuso a ver el paciente, se dio cuenta de que había muerto. “Todo fue muy rápido —añadió D—. Según parece, esa persona presentó síntomas repentinos, se demoró un día para llamar a la ambulancia, y vea”.
Aunque D no se enteró después si a esa víctima le practicaron la prueba de Covid-19 para asegurarlo como muerto de la epidemia, fue claro para él que el deceso se produjo por complicaciones respiratorias. Lo increíble, me dijo, es que unos días antes él había visto los exámenes de dos pacientes graves —una pareja, de 46 años el hombre y 41 la mujer— que se encontraban en UCI en coma inducido. Las placas de los pulmones de ambos mostraban un avance severo de la infección. “En 24 horas se había doblado el daño hecho por el virus. Miedoso. El médico que seguía el caso, las enfermeras, yo mismo, creimos que se iban a morir. Parecía imposible que se recuperaran. Y resultó que no”. La pareja comenzó a responder al tratamiento y se ha ido recuperando. El hombre, incluso, ya dejó cuidados intensivos y fue llevado a cuidado intermedio. “Con este virus no se sabe nada —me dijo D—. Nadie puede calcular la respuesta del sistema inmunológico de los pacientes, así que nadie puede anticipar quién vaya a morir o a resistir”.
***
Hace tres días mis amigos me enteraron de la muerte de la suegra de nuestra amiga médica en Madrid. De inmediato, le envié a ella un mensaje de solidaridad y compañía. Su respuesta fue: “Pasando el trago amargo. Cuídate mucho. Espero que en Colombia no pase esto”.
Ojalá. Pero dado el comportamiento de la epidemia en este país y los notorios problemas de atención médica debido a las hondas carencias en todo el sistema de salud, es más fácil que sí pase lo que ha enloquecido a España y a Europa central en general. Mi amiga me dio la pista cuando me reveló que estaba sufriendo un alto nivel de ansiedad y estrés, y que estaba hundida emocionalmente. Llegado el momento en que los centros de salud del país empiecen a recibir a todos los pacientes infectados y el sistema ya no sea capaz de salvar la vida de todos los enfermos, los médicos sufrirán ese mismo estrés y esa misma ansiedad. Y tendrán que elegir. “Seamos realistas —me dijo G—. Solo salvaremos a los salvables”. Aún no saben —no sabemos— qué implique para ellos decidir a quién le darán el ventilador que ha quedado libre.
Pereira, 5 de abril, 11.00 a.m.
Para este despacho fueron cambiados los nombres de los médicos y omitidos los nombres de los centros de salud. Queremos evitar señalamientos y acusaciones.