Tiros en la pierna de un bailarín
Texto
Juan Miguel Álvarez
Ilustración
Daniela Hernández
Julio 10 de 2020
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Tiros en la pierna de un bailarín
Una alta dósis de motivación personal, un hondo sentido de la dignidad, la determinación de ayudar a los demás como camino de vida propia. Esta es la historia de un joven chocoano que viene formando niños como bailarines en uno de los barrios más pobres del país.
Escena #1
La columna de humo negro se alza sobre los techos metálicos. Es el rastro de un incendio que dejó en cenizas cuatro o cinco casas al norte de Quibdó. La entrevista con Jonathan está planeada en la sede de su grupo de baile, pero antes de llevarnos allá él nos ha puesto a atestiguar —a mí y al fotógrafo Mario Pedraza— el tamaño de la pobreza de sus vecinos, que es la suya.
La tragedia usual en este sector de la ciudad es el incendio repentino y previsible, pero inevitable. Las chabolas del extramuro se prenden con cualquier chispazo de los cables eléctricos. Los bomberos no tardan más de veinte minutos en llegar, pero para las maderas tostadas por el sol esos veinte minutos son suficientes para arder en un bacanal de fuego.
Los vecinos son los primeros en correr a ayudar. Algunos asisten a los bomberos sosteniendo la manguera; otros cargan baldes con el agua del pantano. Quienes acaban de perder su casa apenas logran salvar una que otra pertenencia.
“Sentimientos de tristeza y alegría”
Cada vez que Jonathan Martínez camina por las calles de su barrio, los niños se le pegan. “El profe, allá va el profe”, dicen y se le van adhiriendo como si él estuviera regalando dinero o repartiendo tamales en campaña electoral. Nada de eso. Lo único que ha venido prodigando a manos llenas para estos niños es la fe en el futuro. Y en una de las comunidades más pobres de la ciudad de Quibdó, es decir, una de las más pobres de Colombia, la fe en el futuro lo es todo.
Jonathan usa el pelo en tiras enroscadas. Es ancho y alto, entre corpulento y gordo, pero se mueve con rapidez y agilidad. Sus ojos se cargan de color amarillo cuando el sol les pega de frente y en la sombra se tornan verdosos. Siempre que habla, los pómulos se le enarcan con profundos dobleces de la piel. Su aspecto en conjunto podría ser el de un maleante amenazador, salvo por el hecho de que Jonathan ha cultivado una franca sonrisa para una mirada de hermano comprensivo con la que se ha ganado la confianza y el afecto de la gente.
Desde hace un tiempo este joven negro de 28 años viene liderando una agrupación de bailarines con la que le ha hecho el quite a la pobreza. Se llama Black Boys Chocó, que hoy puede sumar más de doscientos muchachos entre los 8 y 25 años. “El baile se lleva en las venas”, dice Jonathan. “Con el baile se expresan sentimientos de tristeza y alegría, con el baile usted se libera, expulsa el aburrimiento”.
El barrio de Jonathan se llama El Reposo y fue construido hace unos veinte años al norte de Quibdó. Está dividido en tres etapas, la última de las cuales fue bautizada “Dos de Mayo” porque tuvo como fin darle vivienda a los desplazados que dejó la masacre de Bojayá ocurrida el 2 de mayo de 2002. Las casas son de ladrillo gris y columnas de concreto. No hay andenes ni senderos peatonales demarcados; como las calles son de tierra se tornan un polvero o un pantanero según haya sol o lluvia.
Jonathan llegó con su familia a vivir en este lugar antes de cumplir 10 años. No había descubierto qué sentido le daría a su vida, aunque aprovechaba cualquier momento de desocupe para practicar el baile de un ritmo frenético y estridente conocido como “Exótico”. También ensayaba champeta africana, champeta colombiana, salsa choque y zamba. A diferencia de sus compañeros de cuadra o del colegio, que jugaban fútbol o baloncesto de sol a sol, Jonathan solo encontraba diversión bailando.
A los 15 años de edad, ya consciente de que su sueño era ser bailarín, entró a una academia llamada ‘Mundo Exótico’. Pero un año después, finalizado el ciclo de aprendizaje y graduado de colegio, debió ponerse a trabajar como ayudante en el mercado campesino. No se ganaba más de cinco mil pesos diarios, pero “yo trabajaba en eso para no quedarme desocupado y evitar caer en las bandas armadas que ha habido acá en el barrio”.
Escena #2
Las calles del Dos de Mayo son en tierra y arena. Las casas fueron construidas en ladrillos grisáceos. Son de una planta y por dentro abrasan. Las paredes sudan y no son muchas las familias que pueden comprar ventiladores. En cada casa habitan familias numerosas: papás, hijos, hijos de los hijos. Avanzamos de esquina a esquina y, en segundos, un cardumen de niños en chanclas o descalzos rodea a Jonathan. A mí me preguntan por el aparato que tengo en la mano. “Una grabadora de audio”, explico. Y ven mi celular y me preguntan con ojos de asombro: “¿Es un iPhone?”. Al fotógrafo le preguntan por la cámara. Él se las enseña, les explica cómo obturar y les muestra la imagen en la pantalla. De repente, saca una segunda cámara de su mochila y se la entrega a un niño y le dice que le ayude a tomar fotos. El niño extrema una sonrisa. No cabe de la felicidad.
“Me dieron, me dieron”
Al cumplir 20 años Jonathan ya había desarrollado una sensibilidad particular por las carencias de los niños del vecindario. Los veía perdiendo el tiempo en las calles y sin perspectiva de nada. Él sabía, además, que no iba a quedarse trabajando en el mercado por el resto de su vida y estaba convencido de que podía encontrar la manera de llevar a cabo un oficio ligado al baile. Entonces, se dijo: “Un academia como en la que yo estuve, un grupo para que estos niños hagan algo con la vida”.
Comenzó con cinco niños practicando una coreaografía a las afueras de su casa y poniendo la música en el equipo de sonido de su mamá. Ella, pesimista con el plan de su hijo, le insistía en que dejara esa pendejada, que se pusiera a trabajar. “Me decía que para qué me preocupaba por la vida de otros si nadie se preocupaba por la mía”. La tensión en su casa fue creciendo en la misma medida que el grupo de niños: entre más interesados llegaban a ensayar con Jonathan, más resistencia sentía su mamá. “Ella no entendía. Me tocó irme de la casa”.
Con unos veinte niños bajo su cargo, Jonathan buscó un lugar para ensayar: la cancha del colegio, una casa abandonada, una terraza. Nada fijo y nunca bajo techo. Siempre a pleno sol del trópico. Durante este tiempo, que va desde sus 20 a los 27 años, Jonathan se preparó como lider comunitario. En la Casa de la Juventud, que es una dependencia del gobierno local de Quibdó, se inscribió en cursos de liderazgo y convivencia, y se capacitó como instructor de baile. Fue un momento de inquietud porque apenas terminó el curso de instructor le resultó una oportunidad de trabajo como profesor en una academia. Pero no la aceptó. “Si he hecho todo esto —se dijo— es para tener mi propia academia”.
Luego, al grupo entraron dos jóvenes que desde ese momento se han convertido en sus compañeros como líderes: Luis Alberto Saucedo y Byron Palomeque. Entre los tres se repartieron las actividades organizativas. Eran días en que el grupo participaba en competencias que realizaba la misma Casa de la Juventud y si obtenían algún premio en dinero, lo compartían con los bailarines. “Diga usted que nos ganábamos cuatrocientos mil pesos”, explica Saucedo. “A cada bailarín le dábamos una parte para que pudiera comprar cosas para su casa”.
En ese momento se llamaban los Black Master, pero quisieron cambiar el nombre por uno que sonara más incluyente, más local y que despertara un sentido de pertenencia. “Black, porque somos orgullosamente de raza negra”, aclara Jonathan. “Boys porque debía quedar claro que esto es para niños y jóvenes. Y Chocó porque es nuestra tierra. Entonces: Black Boys Chocó”.
A comienzos de 2018, el asunto de no tener un lugar bajo techo para ensayar ya era un problema; algunos niños estaban desistiendo agotados de soportar el sol. Y fue cuando ocurrió lo inesperado: en febrero, Jonathan fue invitado a protagonizar una película que un naciente director local estaba filmando en calles de Quibdó con actores naturales. Se llamaba Ejércitos sin esperanza y trataba sobre la vida de los jóvenes que terminan como gatilleros de bandas armadas. Jonathan interpretaba al más bandido de todos. Filmando la escena de un asalto a un supermercado, simularon una balacera entre dos motos. Usaban pistolas de fogueo, que se ven y suenan como las que sí matan. Jonathan iba en la de atrás y cuando pasaron raudas por una calle de la zona bancaria de Quibdó, sintió dos jalonazos calientes que le encogían la rodilla izquierda. Se la miró. Le salía sangre por dos heridas de bala. “¡Me dieron!”, gritó asustado. “Me pegaron unos tiros en la pierna”. “Pero ¿cómo? Si estas pistolas no tienen balas”, dijo el compañero que manejaba la moto. Segundos antes, otro joven actor había sido herido de bala en un tobillo.
Aunque el director de la película había puesto en conocimiento de las autoridades el rodaje, ese día un escolta perteneciente a la Unidad Nacional de Protección quiso hacerse el heroe disparando a quienes él creyó bandidos. Por fortuna y su mala puntería, no los mató. La noticia salió en prensa local, pero no trascendió.
Durante semanas, Jonathan recibió escasa atención médica. En el hospital público de Quibdó le curaron las heridas, pero no le pudieron extraer las esquirlas del interior de la pierna. El pronóstico no era claro, pero amenazaba con perder la movilidad o incluso una amputación. Deprimido y desolado, los niños aprendices no dejaron de visitarlo y de hacerle saber que lo querían y lo necesitaban. Un día se le ocurrió que si su caso unido a la historia de la academia de baile salía en televisión nacional quizás alguien podría darle una mano.
Jonathan me dice que se puso en contacto con Felipe Arias, el reportero del programa Cuatro Caminos, del canal RCN. Su historia alcanzó para ser nominado a un certamen de ese mismo canal llamado Valientes, que consiste en elegir a un lider comunitario que por su labor se destaca entre muchos. No ganó, pero toda esta visibilidad le sirvió para que un colombiano exitoso instructor de baile en Miami, Beto Pérez, le enviara a Jonathan una donación de dinero para que se recuperara y continuara con su academia. Un especialista de una clínica privada en Bogotá le donó la cirugía. Con una parte del dinero enviado por Pérez, Jonathan costeó los viajes y la recuperación; con la otra, compró una casa en El Reposo para, finalmente, abrir la sede propia de los Black Boys Chocó. “No hay mal que por bien no venga”, me dice ahora, entre resignado y divertido. Se da dos palmadas en la pierna y recalca: “Aquí está y sigo bailando”.
Escena #3
Estamos sentados afuera de la sede de Black Boys. La gente pasa y nos ve conversando bajo la sombra de un alero. Jonathan me cuenta que hace poco llegó un niño buscándolo. Él ya sabía que la mamá le pegaba a ese niño con un alambre, lo humillaba y le daba poca comida. Para colmo, esa mamá es una devota cristiana que no falta a las alabanzas con el pastor. Jonathan le preguntó: “¿Si usted es religiosa por qué le hace eso al niño?”. La señora contestó: “Yo lo educo bien”.
Una noche el niño se voló a la mamá cansado del maltrato y se le apareció a Jonathan. Le pidió posada. Jonathan le explicó que no lo podía recibir porque no era lo correcto. Lo montó en la moto y se fue con él para la casa de la mamá. A medio camino se encontraron. La señora traía un látigo. “Yo creo que si lo hubiera encontrado por ahí, le hubiera dado latigazos”, me dice Jonathan.
“¿Usted para qué lleva ese látigo?”, le preguntó Jonathan a la señora. “Le iba a meter a un tunda…”, dijo ella. “No, usted tiene que hablar con su hijo, escucharlo. Si su hijo no le tiene confianza, no le va a contar los problemas, por graves que sean. Siempre le tendrá miedo a que usted le pegue. Y si usted sigue así, lo que pasa es que usted va a terminar encontrando a su niño muerto en la calle o metido en problemas de delincuencia”.
Jonathan me dice que la cháchara caló, porque el niño le ha dicho que la mamá no le ha vuelto a pegar y ha estado asistiendo a los ensayos de baile.
“Dar la cara”
El interior de la sede está pintado en rojo y tiene dos espejos de media pared en los que se refleja la práctica de los bailarines. A un lado, al pie de la entrada al baño, hay un refrigerador que siempre tiene bolsas de agua. Hay sillas y mesas de plásticos una sobre otra en una esquina. Jonathan pone la música desde su celular y el sonido sale al volumen que le den los parlantes —dos bocinas envejecidas de 300 watts de potencia—. Los vecinos ya están acostumbrados al estruendo por toda la cuadra, a los gritos alegres de las coreografías, a los ensayos de sus hijos hasta la hora que les toque.
Jonathan conoce a todos sus bailarines. Se da cuenta cuando alguno está acongojado e inundado en problemas. Él se le acerca, le habla, lo escucha y lo aconseja. Si está a su alcance, le ayuda con la solución. “Ser líder es eso”, dice Jonathan, “ponerle la cara siempre a los problemas que uno puede ayudar a resolver”.