Monólogos del gatillo

Texto

Juan Miguel Álvarez

Ilustración

Angélica Correa Osorio

Fotografía

Santiago Mesa

Julio 19 de 2024

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Monólogos del gatillo

Para una generación de jóvenes en armas las ideas de la vida se resumen en la negación del futuro. Lo usual es la construcción cotidiana del pesimismo o de la ausencia de fe. Para llevar las horas con la mínima alegría vital se aferran a un sentido de pertenencia de grupo y a una efímera y pragmática amistad. La siguiente historia es el encuentro del cronista con un puñado de gatilleros que admiten lo evidente: para ellos todo se pondrá peor.  

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Ellos se llaman “el Parche” y cuando se explican o se mencionan dicen: “Este parche de aquí”. Me dicen que buscaron y buscaron un nombre hasta que desistieron por falta de acierto o de sonoridad. Encontrar una palabra que reúna a un grupo de gatilleros no es un asunto fácil. Y la historia de la violencia en Medellín está llena de nombres de combos y bandas extraídos de una espontaneidad cantinflesca. Hubo uno muy famoso comenzando los años ochenta al que le decían “Los Calvos” porque el cabecilla mantenía rapado y el resto quiso continuar el estilo. Hay otra que surgió en ese tiempo y todavía da guerra que se hizo llamar “Los Triana” porque sus fundadores eran de la misma familia. Y como todo degenera, ha habido combos con nombres tomados de las estanterías de un granero: “Los Areperos”, “Los Lecheros”, “Los Bananeros”. Y hasta una banda con un prestigio criminal tan ominoso como la procedencia de su nombre: “Los Mondongueros”, porque eran una familia —hermanos y primos junto con los tíos— que antes de delincuentes se ganaban la vida lavando el estómago de la vaca para distribuirlo a las carnicerías que lo vendían como callo o menudo para el mondongo.

Gatillo 1: Tengo 34 años y soy de aquí, de Castilla. Había un combo en los años noventa, Los Mondongueros. La situación era diferente que ahora. La gente vivía con temor. Esos manes le daban a todo el mundo, a los vecinos, a lo que fuera… ¿Sí me entiende? Había más conflicto, porque estamos hablando de Carrusel, de La Mondonguería, de Los Lecheros, Los Bananeros, Los Areperos, de La Setenta, El Hueco, La María, El Infierno, combos que existen todavía, pero ya están calmados. Este barrio es una semilla. Pero en ese tiempo estaban enfrentados todos contra todos. Nadie podía ir hacia arriba ni bajar. Había que quedarse en este sector. A las seis de la tarde no quedaba nadie en la calle. Me crie en ese ambiente, pero yo trabajaba vendiendo tomates acá en la 68. Me tocaba trabajar porque papá nos dejó a muy temprana edad. Éramos tres hermanitos y yo veía a mi mamá alcanzada, entonces un vecino me dio trabajo en su granero.

De la edad de 13 años comencé a delinquir. Soy bachiller. Me faltaba un semestre para graduarme en Investigación Judicial cuando me caí por el primer homicidio. Lo pagué con siete años físicos, encanado. Salí. Duré un año y volví a caer por concierto para delinquir. Pagué otro año más físico allá. Hace un año y tres meses salí de un canaso de cuatro años otra vez pagando el mismo concierto para delinquir. Y salí con otra mentalidad, cansado de la vuelta. Cansado, pero no con miedo. A todo mundo respeto. He vivido tres guerras acá pero ya estoy cansado porque el conflicto ya no es entre combos, sino que son las mismas vueltas. Mucha ambición. La misma razón: viendo quién va a tener más que aquel. Usted no puede ver que el vecino está consiguiendo. No hay confianza. Hace como tres meses hay una paz, yo la llamo una paz cula, una paz de palabras, sin proceso de nada: se reunieron los enemigos y se dijeron que dejaran las cosas así, que cada quien en lo suyo. Y ya. Eso no es paz.

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Este combo es un bullicio. Todos hablan al mismo tiempo. Le hago una pregunta a uno de ellos y no alcanza a completar dos frases de respuesta antes de que los otros metan la cucharada. Y se ríen y gesticulan y mueven las manos con cada palabra como si eso les otorgara presencia. Calculo que son unos veinte. Todos adultos: de 30 a 35 años. Alguno que otro no ha pasado de los 25. Y hay uno mayor de 40 al que todos respetan como la máxima figura de autoridad. Visten como cualquier joven: jeans empalidecidos, camiseta holgada, tenis, alguna gorra, cadenas en el cuello y tatuajes. Brazos y torsos y piernas y cuellos rayados con letreros e imágenes. Nada parecido a las marcas de los pandilleros de la Mara. Nada radicalmente diferente. Hay unos que mantienen el pelo parado como erizos. Otros lucen el corte del Siete. Y no hay calvos ni peludos. El pelo es una muestra de estatus. Los calvos por voluntad pueden ser confundidos con skinheads, así no haya botas punteras. Y los peludos podrían parecer metachos. Acá, nada de eso: no hay odios de raza ni de religión ni cosa distinta en los parlantes que salsa guapachosa y hip hop.

Gatillo 2: Usted pasa por acá y ve pelaos en una esquina, pero todos no son bandidos. Es que el bandido no se parcha en la esquina, miviejo, ¿quién dijo que un bandido se parcha en la esquina? En la esquina todo el mundo pasa y lo ve. Cuando yo era bandido, nunca me pillaba la ley. Un día me cogió un judicial y me preguntó por mí mismo, no me conocía la cara. Me dijo que le llevara una razón. Hoy en día me parcho en una esquina. Ya no soy bandido, por eso me vas a ver acá parchado las veces que sea. Aquí nací, aquí crecí, ¿dónde más me voy a parchar? Yo sé que el pasado no perdona, he pagado mucha cárcel. Pero el día de mañana que le tiren a uno, uno también tira. En este momento llevo un año y pedazo quieto. Y si el día de mañana toca colocarse las botas, uno se las coloca. A mí me gusta es el respeto, miviejo.

Acá en el barrio siempre se ha necesitado la misma ayuda. No importa la época. Cuando yo estaba en la vuelta había mejor economía, cada quien con lo suyo, ni la policía ni la Alcaldía interviniendo. En este momento está quieto porque hay presencia de autoridad. Pero donde la comunidad se una, es una fuerza que ni el peor bandido la podría detener. La comunidad se encarga de montarlo a uno o bajarlo. Aquí la Alcaldía puede coger mucha gente, pero la vuelta sigue creciendo. ¿Por qué existen las plazas de vicio? El Gobierno no ve que sean un trabajo. Pero uno sí lo ve como un trabajo. De eso come mucha gente. Yo tengo una plaza y no como solo, a más de uno le doy. ¿Si me entiendes, miviejo? ¿Por qué montamos plazas de vicio? Uno no cree en el Estado. Acá hay mucha gente con carrera y uno la ve parada en la esquina botando su talento. ¿La Alcaldía qué hace? Nada. Entonces, hemos colaborado más los bandidos que la misma Alcaldía.

Rocas de cocaína en pequeñas dosis.

Foto: Santiago Mesa

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Estamos en un local con cara de tienda. En la vitrina hay paquetes de papas fritas y chitos y chocolatinas. En la nevera junto a la puerta del local se ven gaseosas y helados. Y no faltan los vecinos que pasan por aquí a comprar. Esta tienda es el lugar de encuentro del combo. Uno de ellos deja las armas por unas horas mientras se dedica a atender desde el mostrador. Los otros entran y salen. Lo curioso es que acá no se nota la venta de drogas. Esta tienda no es la olla. Los gatilleros venden su merca en las calles que dominan y luego se encuentran aquí para pasar el rato. En la esquina, que es el cruce con la carrera 68, la arteria comercial de Castilla, veo una patrulla de dos policías parados junto a su moto verde limón. Un descanso en su turno o a la espera de la señal del radioteléfono para entrar en acción. Y no parecen estar avisados de este combo. O puede que sí, pero sus formas de trabajo incluyen hacerse los desentendidos.

Gatillo 1: Antes, la ley venía y lo requisaba a uno. Si uno tenía vicio, se lo quitaban a uno. Y se iban. A los tres minutos pasaba una moto dando bala. Y al momento pasaba la ley mirando haber a quién habían matado. Si alguno caía, iban a avisarle a las liebres [enemigos]. Así era. Y así es todavía.

Gatillo 2: Antier llegó un policía que es viejaguardia y nos llevaba en la vuelta: yo le pagaba nómina. Y llegó a montarla, que me iba a llevar para la Sijin. Le salí, le dije unas palabras y se calmó. Le voy a decir la verdad: acá el alcalde viene es a hablar de los bandidos, pero nunca han hecho nada por esta comuna. Siempre se ha beneficiado la comuna 13 y otros sectores. Menos Castilla. Usted viene a hacer un censo de cuántas madres de familia de 13 a 25 años hay solas criando a sus hijos y le salen todas. Vulgarmente hay que decirlo: les toca darlo para traerle un bocado de comida a sus hijos. Con sinceridad: de bolsillo mío he dado mercados a la gente pobre, he regalado para las tejas del techo, he hecho fiestas a los niños, acá han venido parceros enfermos con una fórmula y yo “tenga para que vaya a la farmacia”. Acá llega la gente diciendo: “parcero, que necesito esto” y uno ayuda todo de cuenta de uno. Eso ni el alcalde. Pero también está pasando que mucha comunidad está con la Alcaldía. Más de un comerciante, molesto. Mensualmente se les pide una multa [vacuna] de tres o cuatro millones de pesos. Cuando yo mandaba, no me gustaba abusar. Me tomaba una gaseosa y la pagaba. Acá cada carro que amanezca paga cinco mil. La gente puede que vaya y lo sapee a uno, pero uno va y le toca la puerta y siguen colaborando.

Gatillo 3: Empecé de celador; luego, pasé a la ruta de los buses y luego el comercio. Y nunca abusé de esa autoridad. Yo decía: “De corazón, lo que nos quieran colaborar”. Me daban cien mil, doscientos mil, quinientos mil. Antes era lo que podían colaborar de acuerdo con las ventas. Ahora, les toca dar tres palos, cinco palos. O paila hijueputa. La vuelta es que usted tiene veinte cuadras a la redonda y cuenta cuántos negocios hay. Así monta lo suyo porque ya sabe cuánta plata va a recoger.

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“La protección violenta”. Así es que los académicos han bautizado el tipo de extorsión que ejercen los combos en los barrios. Me pagas para que no te haga daño. Me pagas para que no te robe. Me pagas para que tu panadería no sea asaltada. Me pagas para que seamos tus escoltas en el barrio. Me pagas o vamos en la mala. Esta protección violenta es, de lejos, el negocio principal de los gatilleros y hace que las ollas sean, apenas, un complemento. Si la mayoría de comercios del barrio o de la comuna cumplen con las vacunas, si la mayoría de vehículos —automóviles y buses, motos rara vez— también, es fácil deducir que los gatilleros ostentan el control territorial porque el resto de las actividades se vuelven subsidiarias de la posibilidad de la existencia. Que los hijos vayan al colegio es posible porque los gatilleros ya recibieron la vacuna y no le harán daño a la familia. Que el carro entre y salga del barrio de manera cotidiana es posible porque los gatilleros tienen la cuota en el bolsillo. Que la tienda siga vendiendo la leche y las arepas es posible porque los gatilleros dejan entrar el furgón del distribuidor. Este combo me dice que recogen entre 18 y 20 millones de pesos, pero guardan el dato de si es por día o por semana o por mes. Cada opción merecería análisis propio. Cuando esta forma de lucro alcanza la estabilidad que otorga el poder de las armas, los gatilleros evitan comportarse como asaltantes. En Medellín, donde la protección violenta suma más de treinta años como práctica criminal, son menos usuales las noticias de bandidos que entran a un restaurante, pistolas en mano, para vaciar los bolsillos de los clientes y de la caja registradora. O el producido de un taxista. O los celulares de los viajantes de un bus.      

Gatillo 3: A mí no me gusta eso, ir uno a quitarle las cosas a un taxista, a un borracho… eso no. Puede pasar que a alguno le dé por hacer eso, se quedó sin plata y necesita algo y va lo hace. Pero si el cabecilla se da cuenta le quita el sueldo de una semana. Y si es recio, por eso pagan todos y les quita el sueldo de una semana a todos. Esas cosas nosotros las acabamos. A uno le daba pesar, pelaos que se criaron con uno, pero había que hacerle. Muchas veces la comunidad cansada… una vez un comerciante cansao cansao me pagó por un vecino. Por aquí cuando se toman las pepas uno habla, mucho cuidado, no vayan a salir con que mañana pasó algó y que no se acuerdan. A más de uno no le gustó eso. Entonces, empezamos a hacer barrida.

Gatillo 1: Desaparecimos gente. Nos tocaba matar la misma gente de la organización. Yo me encuentro con parceros que quieren estar aquí con nosotros y les digo que esta vida no es buena. Imagínese usted a cargo de cien soldados y tener que matar a cincuenta porque se le están torciendo. ¿Cómo va a ser buena esta vida? Matar por matar, no. Siempre con respeto. No me gustaba matar que porque este no es de aquí. Acá nunca funcionó la frontera; de aquí para abajo, sí. Pero acá en este sector nunca han existido fronteras.

Gatillo 2: En este momento tengo un barrio, el Girardot. En una noche nos tomamos eso. Apenas abrieron los ojos, ya estábamos ahí. “Ábrase, les respetamos la vida”. Y se fueron. Créalo. He pagado siete canasos en mi vida. Ya no mato por matar. En la calle hay mucho soldado, buenos soldados, pero de tumbar a alguien uno tumba uno que valga la pena, que la sientan, que si toca pagarlo que sea por algo. Pero uno no va a tirarle a un soldado porque sí.

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Este combo no es uniforme desde su origen. Lo que antes fue un parche de amigos de cuadra ahora es la reunión de gatilleros de cuadras diversas de la comuna. Por eso la diferencia de edades. Por eso, en sus curriculum vitae hay quienes antes eran enemigos. Y no faltan los que vienen de bandas legendarias por su extrema criminalidad.

Gatillo 2: Pregúntele a cualquier cacique si tiene gente con la cual antes se enfrentaba. Le dirá que sí. Ahora es así: la gente se vende al mejor postor. Los combos son de todito: gente que era Mondongueros, Machacos, de todas partes, y eso no se veía, nunca se veía eso.

Vista del sector nororiental de Medellín, desde una terraza en el barrio Castilla.

Foto: Santiago Mesa

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A la tienda entra el Gatillo 4, el mayor de 40 años, el que todos respetan como autoridad. Desde que acordamos este encuentro, la entrevista iba a ser con él. Pero se hizo esperar. Desde la puerta de la tienda, su mujer le dice cualquier cosa antes de dejarlo. Su mujer: una treintañera que parece de cuarenta y que lleva a su hijo de la mano, short cachetero, un croc top escotado, tetas enormes que prometen silicona, cabellera estival y piel bronceada. Ahora él: flaco y desgarbado, camiseta blanca ancha, bermuda gris, tenis y medias blancas. Ropa que parece nueva. El pelo ensortijado y aquietado con gomina. Piel de tono aceituna. Se sienta en frente mío y prende un cigarrillo. Los ojos navegan la duermevela de la bareta. Se ríe sin carcajada. Espera mis preguntas.

Gatillo 4: En la guerra entre Valenciano y Sebastián, Los Mondongueros fuimos la organización armada más poderosa de Medellín. Teníamos el 80 por ciento de todo Medellín. Yo era el mando de esa organización, éramos diecisiete combos a una sola voz, la voz mía. Así fue desde 2009 hasta que me cogieron en 2012. Nos tomamos muchas ciudades, la costa atlántica, Panamá, Bogotá, más de un pedazo de otras ciudades.

Los Mondongueros eran una familia que lavaba el mondongo; los hermanos y los primos, cuñados, tíos, sobrinos y los vecinos, empezaron en su vuelta, cogieron poder, maltrataban al comercio, a la gente, mataban por menuda, se volvieron un mal. Y nosotros nos paramos contra ellos y todos los líderes de ellos contra nosotros porque creían que otro combo se había tomado esto, pero nosotros éramos la misma gente de Castilla. Ni más ni menos. Nunca le pusimos nombre el parche de nosotros, pero fuimos Los Mondongueros para todos los medios de comunicación solo porque vivíamos en Castilla. Pero no: nosotros no fuimos esa gente. Empezamos solo siete contra ellos. Eran las guerras de los años noventa.

Que no. En la guerra entre Valenciano y Sebastián nosotros éramos la gente de Valenciano y nos llamaban Los Mondongueros, pero no nos aprovechamos de ese nombre porque de ellos no había ninguno con nosotros. Este parche nunca ha tenido nombre y quedó bautizado Los Mondongueros de carambola. Al principio manejábamos todo desde la 101 hasta la 68. Luego entró Esneider, alias el Gomelo, y ahí sí cogimos todo Castilla. Cada quien tiene su manera de mandar. A mí no me gustaba dejar sola una zona. A mí me gustaba romper zona. Yo sacaba y cogía. Si la dejaba sola volvía a llenarse. Yo arrasaba y rompía y luego me extendía.

[Y al decir “romper zona”, Gatillo 4 hace la mímica de estar portando un fusil y no un arma corta. Con la mano izquierda simula estar sosteniendo el cuello del cañón. Y con la derecha aparenta apretar el mango dejando suelto el dedo índice en torno al aro del percutor]

 

Gatillo 2: De 2010 al 2012 la guerra fue con todos los combos. Nosotros íbamos con Valenciano y fuimos los primeros en tener la Five Seven, la pistola matapolicías. Tuvimos pistola Colt 40, Colt 45, fusiles israelíes con mira infrarroja y todo. ¿Sí me entiende? Yo estuve encargado de surtir munición y comunicación a todos los combos de Medellín. Me tocaba alquilar casas de vecinos que colaboraban, para encaletar costalaos de munición.

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Desde hace unos diez años corre la idea de que todos los combos del área metropolitana de Medellín están coordinados por una mesa de mando o unidad de mando que era o es la reunión de los cabecillas de las bandas. Fue el momento en que la investigación social debió hacer la distinción semántica entre banda y combo. La banda como el estado superior de la organización criminal, solo posible por la agrupación a necesidad de varios combos. Alguna vez un jefe de combo en los barrios más altos de la comuna ocho me dijo que sus hombres eran unos setenta, pero que junto con los otros combos de la comuna sumaban unos trescientos gatilleros. Y que a ese conglomerado le decían la banda de Caicedo. Sea como sea, la idea de un mando centralizado con poder sobre todos los combos del valle de Aburrá resulta ser una forma política: la vía para demostrar control territorial y cierta jerarquía militar: que todos los gatillos se muevan a una sola voz.

Gatillo 4: Acá no es así. Le voy a decir una cosa, ¿el clan de qué? ¿del golfo? ¿Sabe qué es eso? Urabeños, Rastrojos, Oficina, Chatas, Aranjuez, Manrique… todos los combos todos unidos. Nadie los manda a todos. Nunca va a haber eso. Nunca más habrá un Pablo, mijo, nunca habrá un solo patrón. Cada quien manda en su zona.

Gatillo 3: Cada oficina es como un barrio, una comuna, mijo. No hay un man que se haga coger las güevitas de todos. En cada diciembre se reúnen y comentan y acá uno escucha por chisme. Y sí mandan, pero en los combos de ellos. Un ejemplo: Mi Sangre. ¿Lo escuchó mentar? Todo mundo esperaba que Mi Sangre iba a coger todo Medallo, y vea…

Gatillo 4: Conocí a Mi Sangre sentado así al lado mío. En ese tiempo ya era sapo. Estábamos en la costa. En ese tiempo teníamos la costa, Sierra Nevada, La Guajira y nos llamaban Los Paisas. Todo mundo pensaba que éramos un grupo paramilitar y resulta que éramos Los Mondongueros. ¿Los Paisas? Nada. Éramos los gatilleros de Medellín.

Gatillo 2: Lo que siempre ha querido La Oficina es tener el control de Castilla y nunca lo ha tenido. Si usted mira un mapa, Castilla queda en todo el centro de las liebres. En cualquier dirección son todas liebres de nosotros. Y contra todos peliamos y dominamos todo. ¿Qué pasó? Caímos a la cárcel los que éramos y en la calle quedaron puros pelaos peliando el poder con una ideología de mentepollo. El día que las liebres se quieran meter acá, se toman esto fácil, porque ya el parche no tiene la fuerza que tenía primero. Y si no lo han hecho es porque…porque… por el pasado. Lo que la gente sintió que fuimos nosotros.

Parcero del combo con el bareto encendido

Foto: Santiago Mesa

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Hace años que Medellín no registra las cifras más altas de homicidios del mundo. Hace años que la historia pública parece haber dado un vuelco: ahora es la ciudad más visitada de Colombia o una que comparte este sitial con Cartagena, sin tener mar ni calles coloniales, y con Bogotá, sin ser la capital. Pero la violencia no es un sustantivo que se pueda esconder debajo del colchón. Y muertos a tiros no dejan de haber. Y de doler.

Gatillo 3: Todo mundo dice que el barrio está calmado. No, el barrio está maluco. Todo Medellín está maluco con la ley y con las liebres, porque se viene una recogida la hijueputa. Yo mantengo en mi casa y solo salgo pa’ fumarme el bareto y pa’ dentro.

Gatillo 2: Dicen que la guerra va a volver. Que vaya a la cárcel y vea que todos son de los combos de los barrios y mire cuánto les mandan. Y mire en la calle y vea que le han echado familia, la mujer, la mozita… Y piden: “guardame esto pa’ cuando salga”. Y usted se imagina que cuando salgan lo que va a pasar.

Gatillo 4: Si la comunidad dijera que se siente cansada de estos combos… Pero no, siguen colaborando, ¿por qué? Porque esas familias tienen a sus hijos y a sus sobrinos en este mundo. Por eso este mundo no se va a acabar. Acá vienen las autoridades y dicen y dicen, y la gente sale y acepta, pero las autoridades se van y dan la espalda, y las familias vea… [frota los dedos de la mano como gesto de dar dinero].

CODA

Tuve acceso a este combo gracias al fotógrafo Santiago Mesa. Para realizar un ensayo visual, Santiago visitó durante meses a estos gatilleros y alguna vez pude acompañarlo a una jornada. Santiago terminó publicando varios de los reportajes gráficos de este combo en un periódico tabloide y en algunas páginas de su fotolibro No pase (Mesa Estándar, 2023). En la actualidad, este combo está disuelto porque casi todos fueron enviados a la cárcel. Y como es costumbre, saldrán en unos cuantos años y regresarán a las calles de la comuna 5. Para volver a jugar a “policías y ladrones”, hasta que la judicial se canse y los vuelva a enviar a la cárcel para repetir el siguiente giro de su vida que es un loop casi perfecto de armas y miseria hasta que sea roto, inexorablemente, por uno de nuestros ritos colombianos predilectos: la muerte repentina y violenta.  

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