Marchar: Confusiones de una pequeña polis larga en movimiento
Texto
Jhon Isaza
Ilustración
María José Porras y naranja_deotono
Mayo 22 de 2021
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Marchar
Confusiones de una pequeña polis larga en movimiento
«Una bala mata más rápido que un virus», dijo una profesora hace poco, y quizá importe recordar que esa bala sale de un arma que dispara alguien que cree en argumentos, y que probablemente esos argumentos le han persuadido de que debe contraer el dedo que aprieta el gatillo. Todas nuestras acciones voluntarias están motivadas por razonamientos. Y esos razonamientos están construidos con creencias, creencias verdaderas o falsas, claras o confusas. En muchos casos, mejorar la forma de razonar puede detener el dedo y evitar que la bala salga.
En el marco de los muchos conflictos que se cruzan en las protestas sociales, existen por lo menos dos zonas de confusión que afectan nuestra comprensión de este fenómeno, y quizá en cada una de ellas estamos cometiendo errores graves que pueden explicar parte de esa violencia escalonada que se vive cotidianamente en nuestros hogares, con amigas y amigos, y en nuestros propios cerebros; esa violencia lingüística y epistémica, que es también parte de la causa de la violencia que derrama sangre en las calles. Hacer más claras y comprensibles esas zonas podría permitirnos reducir la desigualdad e injusticia que se acrecientan a causa de esta comprensión equivocada de la realidad. Por esa ruta va la intención de ese texto: aclarar un par de errores, ofrecer herramientas para reducir un poco tanta confusión que existe en los frentes legal y argumentativo de esta lucha lingüística que también cobra vidas.
I. El legal
Antes de la Constitución Política de 1991, antes de que fuéramos un Estado Social de Derecho, antes de que la ley estuviera al servicio de la sociedad, no había protección para las formas de manifestar la insatisfacción ante las políticas del Gobierno. Protestar, exponer vehementemente nuestros desacuerdos, quejas, oposiciones e inconformidades, era entonces un acto condenado al silencio o el castigo.
En el marco de la Constitución Política de 1886, el Artículo 1°, del Decreto 2195 de 1976, que indicaba las medidas conducentes al restablecimiento del orden público, ofrece una muestra de ese escenario. Como afirman Luz María Sánchez Duque y Rodrigo Uprimny, “Protestar en tal contexto era un delito, no un derecho”. La Constitución de 1886 fue superada con creces por la Constitución de 1991, pues garantiza derechos que la anterior no. En el Artículo 37 se legitima la protesta social, la Sentencia C-009/18 de la Corte Constitucional, amplía, detalla y da alcance a este Artículo. Y qué pasa cuando estas protestas no son pacíficas: pues incluso en estos casos la ciudadanía tiene derechos y deberes. Los actos violentos que en ese marco se realicen están contemplados, por ejemplo, en el Código Penal Colombiano, que en el Título II tipifica las penas que deberán cumplir quienes incurran en daño a bien ajeno, y ninguna de esas penas, vea usted, implica perder un ojo o la vida misma. ¿Y si en las protestas alguien incumple la ley?, pues para eso tenemos el Principio de legalidad que indica que a todo delito le corresponde un procedimiento específico para sancionarlo, y que si algún agente del Estado realizara un procedimiento que no está establecido en la ley, el agente del Estado estará violando este principio, y el derecho fundamental al debido proceso. Es así de fácil cruzar la delgada línea que separa la legalidad de la ilegalidad. ¿Y si quienes incumplen la ley lo hacen de manera violenta y la Fuerza pública debe usar también la violencia?, pues incluso cuando los escenarios de protesta se tornan violentos, la Fuerza pública encuentra límites en este ejercicio; bajo el Principio de proporcionalidad, necesidad y precaución, como lo dice la Corte Constitucional (Sentencia C-430/19), se regula la relación entre: i) la acción delictiva y la pena; ii) la igualdad de armas; iii) el uso legítimo de la fuerza, iv) el derecho a la legítima defensa, y además es el límite para determinar el abuso de la fuerza y la autoridad, cuando está en cabeza del Estado. Todo esto ha representado la gran puerta que nos permitiría entrar en la tierra prometida de una democracia más justa, más participativa, más comunitaria y menos represiva y violenta, una democracia en la que protestar es un derecho, no un delito.
Cuando rompemos, cuando violamos estos acuerdos, lo hacemos por dos vías: la intencional y la no intencional. Centrémonos en la no intencional. ¿Qué quiere decir esto?: que no conocer los derechos y deberes nos puede llevar fácilmente a excederlos y vulnerarlos, y a conjeturar sobre ellos, a tergiversarlos y construirlos a nuestro amaño. Todas, todos, tenemos la obligación de conocer la Constitución Política de Colombia, el Código Penal y el Código de Policía. Vamos a pensar en dos casos, dos ejemplos:
- Supongamos que en medio de la necesidad de hacer justicia histórica con los símbolos que representan a colonizadores y esclavistas, un conjunto de personas derriba una estatua y pinta una pared de algún edificio público con la frase: “Sus estatuas ocultan nuestra historia”. Alguien que no conoce estos acuerdos, creerá, por ejemplo, que dañar una estatua o una pared es un delito que merece como castigo una bala y lamentará a los cuatro vientos que el dinero para reparar esos daños salga de nuestros bolsillos; y aquí va apareciendo el problema de no saber: por norma, todos los bienes públicos deben estar asegurados, así que cuando alguien los dañase, estos daños no representan un gasto adicional de los recursos de la nación. Saber esto quizá podría menguar un poco la indignación la próxima vez, porque aunque los daños a bienes públicos son delito, y aunque sintamos un visceral dolor de patria al leer titulares trágicos en los noticieros, el Estado no deberá descontar el dinero que se invertirá en repararlas de los recursos que corresponden a las escuelas u hospitales públicos.
- Imaginen una tanqueta Venom, de uso privativo del ESMAD, diez o veinte policías lanzando gases lacrimógenos, disparando munición de fogueo con lanzadores calibre 12 contra cinco o seis civiles que a su vez están cubiertos y resguardados con escudos de madera, plástico o lámina, mientras lanzan piedras a las tanquetas y los policías. El hecho es claro: no hay un uso proporcional de la fuerza por parte de los agentes del Estado, y aquellas personas están legalmente justificadas en usar la violencia para proteger su integridad física, su vida y su salud, apelando al derecho de la legítima defensa (Artículo 32, Código penal). Aunque la fuerza pública se encuentra legitimada para usar la fuerza, de esto no se sigue que la ley les permita excederse en la violación del derecho a la vida o la salud, pues su obligación es respetar y ser veedores y garantes de esos mismos derechos. Pero alguien que no sepa esto, alguien que esté en casa juzgando que quienes se enfrentan a la fuerza pública son siempre delincuentes, y que la ley no les protege, podría creer que ciertos delitos cometidos en las protestas deben ser castigados “con todo el peso de la ley”, y es probable que cuando dicen esto ni siquiera se les ocurra que existe el principio de proporcionalidad. Y entonces, es probable que considere a su amaño cuáles deben ser las sanciones correctas, y las ejecute por su cuenta, las incite o promueva. El desconocimiento nos pone fácilmente en lado de la delincuencia y se convierte en parte de la cadena causal que eleva la injusticia, la desigualdad y el dolor.
II. El argumentativo
Todo nuestro comportamiento voluntario depende de nuestras creencias, y de la forma en que las organizamos y relacionamos para llegar a las conclusiones de nuestras decisiones, es decir, de la forma en que argumentamos: el paso de la creencia a la bala. Nuestro cerebro está poblado por errores, por vicios, por hábitos irracionales, y todo eso alimenta nuestras decisiones cotidianas, y la responsabilidad que debemos asumir ante ellas. Librarnos de vicios irracionales no es una tarea fácil, nuestro cerebro ha enraizado esos vicios, esos errores, y los ha convertido en nuestros lentes. Limpiar esos lentes puede ayudarnos a comprender mejor la realidad, reducir errores, y permitirnos aprender a entender la sociedad, entendernos y entender a quienes nos rodean.
La comprensión de las protestas no está exenta de estos vicios. Las redes sociales, los canales de televisión, los noticieros privados que se ofrecen como si no lo fueran, nuestros chats familiares, las conversaciones convencionales, están plagados de errores argumentativos, y de buenas intenciones. Y estos errores no serían alarmantes si no promovieran, a su vez, el escalonamiento de la violencia social, pero lo hacen. Las falacias son un error de este tipo. La filósofa Montserrat Bordes Solanas dice que las falacias son argumentos regularmente persuasivos, pero cuya estructura revela fallas, viola uno o más criterios de buena argumentación. ¿Qué quiere decir esto? Pues que cuando razonamos con falacias estamos violando reglas para la buena dirección del pensamiento. Violar reglas argumentativas es un riesgo, no sólo porque nos lleva a emitir juicios que podrían ser falsos, sino porque nos puede llevar a cometer actos que creemos bien justificados, porque no vemos fallas en nuestra forma de pensar, y estos actos pueden derivar en violencia y en un aumento de la desigualdad. Y precisamente eso sucede con la protesta social. Somos víctimas de muchísimos errores, para esta casa sólo mencionaré: la Falacia de generalización apresurada.
Se trata de una falacia muy común, tan común como peligrosa. Su forma, en la práctica cotidiana se ve por doquier, estos son algunos ejemplos:
- “Como en las protestas en que ha habido enfrentamiento con la Fuerza pública algunos policías han asesinado intencionalmente a manifestantes violando con esto el principio de proporcionalidad, entonces todos los policías son unos criminales que buscan matar y destruir”.
- “Como en la protesta del 28 de abril algunas personas que marchaban cometieron daños a bienes públicos y privados, entonces todas las personas que marchan cometen daños a bienes públicos o privados”.
- “Como en las protestas hay gente que se droga, entonces todo el que protesta se droga”.
- “Como sospechamos que el ELN, las FARC y el Narcoterrorismo hacen parte de las protestas, entonces todas las personas que hacen parte de las protestas deben ser tratadas como si fueran peligrosos grupos guerrilleros y narcoterroristas”.
En cada circunstancia llegamos a conclusiones generales a partir de casos particulares. Predicamos la propiedad de la parte al todo. Si en un grupo de treinta personas sabemos que 3 tienen cáncer terminal, sería una desfachatez decir que ese es un grupo cancerígeno, la regla indica que sólo podemos decir que el 10% de esa población tiene cáncer. Este error de razonamiento es uno de los casos más comunes de falacias en nuestra vida cotidiana, y solucionarlo es sencillo: sólo debemos ajustar nuestras afirmaciones a la evidencia. Así que sólo podríamos decir que un porcentaje de la población (el porcentaje del que tenemos evidencia fiable) tiene x o y características. Eso es todo.
No es este el lugar para conjeturar por qué razón nos equivocamos tanto pensando así, por qué incurrimos una y otra vez en un vicio que hace más de dos mil años estaba ya señalado por Aristóteles, pero el caso es que la violación de esa pequeña y simple regla ha costado vidas y sufrimiento, y aún hoy lo sigue haciendo. Aún hoy hay ejércitos y fuerzas armadas que están tirando a matar a cientos de personas que están haciendo uso legítimo de sus derechos constitucionales, y una de las razones que ha expuesto quienes les lideran es que grupos armados al margen de la ley hacen parte de esas legiones de marchantes. No sólo se trata de que ni siquiera hay evidencia para demostrar que esto es verdad, ahora sabemos que la confusión es también argumentativa y legal, y que las consecuencias de aceptar un razonamiento de este tipo están siendo fatales.
***
Esta mañana nos visitó en la librería una clienta. Casi no vengo, nos dijo, ahí están esos muchachos vandalizando, y señaló a personas que estaban embelleciendo con arte el cemento, y escuchando música y resistiendo en las calles. Entonces le pregunté si alguna vez había marchado, y me dijo que no. ¿Le puedo contar cómo es? Hágale pues, dijo: las marchas son un fenómeno extraño, hay marchas de muchos tipos y dimensiones, se marcha por motivos distintos y con necesidades, temores y esperanzas diferentes. Las marchas son como una pequeña polis larga en movimiento, y como en una polis hay todo tipo de personas: hay vendedores ambulantes, camioneros, taxistas, estudiantes, médicas y abogadas, profesores, desempleados, madres con niños discapacitados cargados al hombro como si cargaran su propia vida, pensionados, policías y ladrones, campesinas, indígenas, lideresas y defensores de derechos, acosadores, violadores, vigilantes, barristas, artistas y poetas, escritoras y periodistas, pensionados y sindicalistas, hay putas y putos, malabaristas, tira fuego y funambulistas, amores viejos, amores malos, amores posibles e imposibles o fugaces, hay payasos, cantantes, fotógrafos, enanos y gigantes; hay marchas en las que sólo falta que las casas salgan corriendo tras las huellas de sus habitantes. Y como en una ciudad, en una marcha son muchas las cosas que mueve a quienes la integran: se marcha por rabia, por indignación y por la necesidad de exigir una vida digna que ya ni siquiera una promesa es; hay quienes marchan porque les gusta estar entre la gente, o porque alguien les ha pagado para tomar fotos, individualizar y judicializar marchantes; se marcha por necesidad de afecto y porque para algunos esa es la única forma de que alguien le mire con fraternidad, el odio en común acerca; hay quienes marchan porque odian las marchas y quieren sabotearlas, hay gente que goza viendo el mundo arder, y hay quienes marchan por hambre, y porque se roba más fácil en multitud; otras marchan porque mientras gritan una consigna contra el Estado aprovechan la rabia para pensar en sus vidas de mierda, y desahogarse contra todo; y muchas veces las marchas son fiestas, barristas de algún equipo de fútbol en la B lleva sus redoblantes y bombos, y nos ponen a saltar y bailar, a palpitar hasta las pestañas, y es por eso que hay marchas que son carnavales, y son la ocasión para arrojar miradas que confirman que aunque no nos conocemos, vamos juntos construyendo algo, o sufriendo algo, o perdiendo algo, pero juntos, como la Constitución manda.
¿Y entonces por qué matan policías?, me dijo. No sé señora, y tampoco sé por qué los policías matan a quienes marchan. No sé quién de los que marcha mata al policía, si el médico, el funambulista, la abogada, la pensionada, el campesino, el hambriento, el que llevaba el bombo, el estudiante o el ladrón. Y no sé a quién de ellos cree el policía que mata, qué ve el policía cuando ve a alguien, a la distancia, y le apunta con una escopeta en la cara. No sé a quién cree el policía que viola en un CAI, y no tengo cómo entender qué constitución protege a quien lo hace. No sé qué les dice la evidencia a todos ellos. Pero quizá haya algo que podamos hacer, ustedes y yo, en medio de todo este mierdero triste y esta impotencia diaria: no imponer nuestras confusiones a la realidad. Repetir cuantas veces sea necesario y a cuantas personas sea posible, las normas que nos protegen y limitan, las sanciones que como colectividad hemos aceptado como justas ante la violación de esos límites, procurar ajustar nuestros juicios y acciones a esas normas y a las evidencias fiables, y trabajar, día día, en la revisión de los vicios que están haciendo que nos matemos entre nosotros, con balas y palabras, mientras otros nos ven arder y se alimentan de ese fuego. Ustedes y yo sabemos que eso no detendrá el mal mayor, pero quizá pueda menguar el daño un poco mientras salimos a las calles en movimientos perpetuos y gritamos: ¡Nos están matando!