Los círculos del odio
Texto
Martín Franco Vélez
Ilustración
María José Porras
Febrero 20 de 2022
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Los círculos del odio
La crueldad y la insistencia en el tiempo quizá sean dos rasgos centrales de nuestra historia de violencia en Colombia. En su más reciente novela, Las Travesías Gilmer Mesa escudriña en los remolinos morales de unos personajes avocados a la guerra para replantear las preguntas que nos siguen habitando como colombianos.
En una de las muchas escenas de Las Travesías, de Gilmer Mesa, un comando de paramilitares asalta un resguardo indígena. Es de madrugada, los indígenas duermen. Los paracos entran gritando en medio de disparos, separan a los niños y a las mujeres, se llevan a los hombres aparte. Los ponen de rodillas mientras les exigen que les digan dónde está la guerrilla. Los indios no entienden bien su lenguaje y por eso callan. Ahí es cuando el comandante pide que le pasen ‘el raspador’, una lata de sardinas agujereada, y ordena que amarren desnudo a uno de ellos. “Entonces qué, indio hijueputa”, lo increpa. “¿Vas a hablar o te raspo?”.
Lo que sigue es tan duro como esta novela de ritmo frenético que más de una vez revuelve el estómago. Pero esa descripción explícita no solo nos lleva a preguntarnos por lo que ha sido este país, sino que abre un interrogante que parece flotar en el aire desde hace mucho tiempo: ¿somos violentos por naturaleza? “A mí me parece increíble que la gente se moleste porque yo ponga eso en un libro y no porque pasó o siga pasando”, dice Gilmer al otro lado de la línea, con voz profunda de acento paisa. “Pero son temas vigentes porque nos seguimos matando igual que hace años. La violencia en Colombia es tan cotidiana que no podemos identificar una forma sin que aparezca otra. Es tremendo que en este país uno tenga que estar agradecido de que no lo maten, o peor: de que no lo torturen antes de matarlo y hagan con su cuerpo lo que les dé la puta gana. Se han especializado tanto en incrementar la violencia que para nosotros es necesario que pasen cosas así para poder medio pararle bolas a lo que está pasando”.
Como muchos colombianos, yo también me he hecho varias veces las mismas preguntas: ¿no hay límite para la violencia en este país? ¿Cuándo nos detendremos? ¿Qué tiene que suceder para que paremos de matarnos? Y eso que anota Gilmer sigue dándome vueltas en la cabeza: nos escandalizamos cuando alguien muestra la violencia y no porque la violencia siga reciclándose. Saltamos a defender la imagen del país cuando asumimos que hablan mal de él, como si estuvieran diciendo mentiras. Seguimos negándonos a creer que aquí pasan esas cosas. “Hace poco fui a cine acá en Aranjuez —me cuenta Gilmer—, a ver La mujer del animal, de Víctor Gaviria. Había unas peladas ahí adelante que, cuando se terminó, decían que qué era eso tan pendejo, que eso ni debía ser en Medellín”.
Así de ciegos estamos.
“Yo escribí para la Comisión de la Verdad un artículo sobre la palabra Resiliencia, y finalmente lo que les dije fue que eso en Colombia significa hacerse el guevón —cuenta Gilmer—. No le demos tanta vuelta. Es una de las pocas maneras que tenemos de podernos levantar todos los días”.
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Las Travesías es la segunda novela de este escritor paisa, que en 2016 ganó el premio de la Cámara de Comercio de Medellín con La cuadra. Un debut que fue considerado “uno de los más deslumbrantes de la literatura colombiana en las últimas décadas”, como se lee en la contraportada de esta nueva novela, publicada por Random House Mondadori en 2021. No es una exageración: La cuadra significó la aparición de una voz arrolladora que se lleva todo por delante como una especie de vendaval. Y esa violencia desbordada —como Colombia misma— arranca ahí, en esas páginas.
“Más que dar respuestas, mi literatura lo que hace es ampliar un poco las preguntas que siempre he tenido —dice Gilmer—. Y una de esas cuestiones desde que empecé mi vida literaria es saber de dónde nos viene ese acervo violento. ¿Hasta dónde va esa indagación? Hay una cantidad de condiciones del ser humano que hacen que la violencia nos resulte casi orgánica, natural, y que nos ha hecho entenderla como una forma de comunicación, aunque sea la más errada”.
Gilmer cree que esa violencia ha sido instaurada como un proyecto político, una forma de dominio ejercida por las élites que les ha servido para conservar el poder. “Cuando se impone un régimen político en el que la violencia es la forma central de dominio, tan solo les basta con ser más violentos cada vez para mantener ese poder. No es necesario pensar en el otro, ampliar las posibilidades de todos o igualarnos en derechos, sino ejercer la mayor cantidad de violencia para crear terror, miedo, sumisión el resentimiento que les permita a esas élites mantenerse en el poder y tener al pueblo sumiso, resentido y odiador”.
Tiene razón cuando dice que no ha habido un solo día de paz en la historia de Colombia. Las Travesías es valiosa precisamente por eso: porque es y seguirá siendo una novela atemporal. Un libro que podrá leerse en muchos años, cuando sigamos corriendo en este círculo de violencia y nos miremos en ese espejo del pasado. Entonces, quizás, estemos todavía enredados en esa historia dicotómica, de dos fuerzas enfrentadas de las que habla Mesa: “Liberales contra conservadores, chusmeros contra limpios, guerrilleros contra el Estado, guerrilleros contra paras…. póngale los nombres que quiera. Hoy seguimos viendo lo mismo, una propuesta de contradicción, de rifirrafe. Y mientras sigamos así, nada va a cambiar”.
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Guardando las proporciones, Las Travesías se asemeja en muchos aspectos a Cien años de soledad: no solo por esa capacidad de retratar la historia cíclica de nuestro país, sino por personajes como Ismael, que termina convirtiéndose en uno de los protagonistas más macabros de la época de la Violencia empujado por su realidad, como si se viera obligado a cumplir un designio del destino. Es, en cierto sentido, un personaje similar al coronel Aureliano Buendía: ambos parecen empujados a la guerra porque no hay otro camino, pero terminan hastiados y pronto se dan cuenta de que les resulta imposible salirse de ella. Se les convierte en un estilo de vida que los engulle. […]Cuanto mayores sus triunfos militares públicos más grandes sus derrotas internas, no se aguantaba a sí mismo, se sentía sucio, traicionado por unos motivos que creó…, esribe Gilmer sobre su personaje.
“En mis novelas no hablo de nada distinto a la condición humana”, explica. “Que Las Travesías se pueda leer en unos años y vaya a tener el mismo efecto de hoy, era precisamente el objetivo que tenía. A mí no me gusta hablar de las noticias del día, sino de la condición humana; por eso otra de mis influencias directas es Dostoievski, que me ha enseñado muchísimo de la culpa y de la maldad humana”.
Y está también la fuerza de los personajes femeninos, quienes, además de ser la base que sostiene la familia, desarrollan una relación con la violencia distinta a la de los hombres. Mientras ellos parecen abocados a repetir el ciclo […]las víctimas de hoy mañana serán asesinos como yo, cobrándose una venganza que después será un nuevo recobro de otro cobrador hasta el infinito[…], ellas la sufren pero tienen la capacidad de resistirla con estoicismo.
“Los hombres jugando a ser hombres nos hemos inventado esas estúpidas y siniestras formas de comunicación como la violencia, que se amainan un poco gracias al poder femenino: el centro de toda la sociedad”, concluye Gilmer. “Somos un país de hijos sin padres porque se hicieron los guevones, se murieron en las guerras o simplemente porque en las casas mandan las mamás. Una sociedad sin padres, pero machista: ¡qué hijueputa contradicción! A mí la figura femenina me parece que es el centro y motor de toda la humanidad y lo seguirá siendo, entre otras cosas porque ellas son las que tienen los hijos. Al menos en esta sociedad latinoamericana, somos hijos de la madre. La familia se sostiene es por ellas”.
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¿Cómo cortar ese círculo de odio al que parecemos destinados?
La pregunta incomoda a Gilmer quizás porque, como él mismo lo aclara varias veces, es muy malo para dar consejos. Pero aun así aventura una respuesta: “Creo que volviendo a una cosa muy simple: privilegiar el cuidado como una forma de comunicación. Necesitamos revisarnos como sociedad. Tenemos que desligarnos mucho de que el único éxito en la vida es el económico, porque eso nos hace vivir en pos de una mentira. El éxito económico, como cualquier éxito en cualquier cosa, es esquivo y fugaz. Mirá: yo nunca he escrito una línea en mi vida pensando en que voy a ser famoso porque el éxito no está en eso, sino en que yo con la escritura encontré un espacio de libertad que no he encontrado con nada más en la vida: ni con el alcohol, ni con las viejas. Con nada. Siempre me quedaba faltando algo. Y cuando me di cuenta de que en la hoja en blanco podía hacer lo que me diera la gana, todo cambió. Ese es el éxito en la vida: encontrar un espacio de libertad donde usted pueda desarrollarse”.
Un tema es clave, sin embargo: hay que buscar la manera de cortar el círculo de venganza que ha mantenido vigente esta espiral de odios y que la tendrá viva si no hacemos algo. Y ese es un proceso personal. Un propósito individual que solo asumiéndolo repercutirá en lo colectivo.
“Es que estamos muy mal educados —concluye Gilmer—. Creemos que lo único que garantiza la paz de cada uno es cobrarse una ofensa. Es muy simple: acá nunca nos han enseñado a perder, y nadie quiere hacerlo. Si a mí ya me la hicieron yo tengo que detener eso. Y eso es ganar. A mí me pasó. Cuando mataron a mi hermano yo encontré veinte propuestas de recobro, pero dije: no puedo hacerle eso a otra madre o a otro hermano porque, después, cuando me pase a mí yo sé que mi mamá no va a aguantar. Yo pensaba: puta, si no paro esto, pues paila. Y por eso creo que tenemos que aprender a vivir con el grado exacto de perdedores que tenemos. Siempre he creído en la fe invencible del que ha sido un perdedor”.
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Hacia el final de la novela, el narrador vuelve a la tierra de sus ancestros en busca de respuestas. La pregunta por esa estirpe de violencia no lo deja tranquilo: el pasado está teñido de sangre. […]No sé qué quiero encontrar, tal vez un origen, quizás un destino, o al menos entender el porqué de tanto dolor gratuito infligido a tanta gente, porque no me basta con la codicia como único motor de la debacle, tiene que haber algo más profundo y más sórdido que engendra el odio entre iguales, entre parientes, que crea rabias y maldades antiguas e intensas que enseñaron a destruir antes que a construir, que nace con todos y nos educa, nos pervierte y nos corrompe, nos hace efectivos en el daño y nulos en el cuidado, nos enseña a hacer trincheras antes que casas, nos hace preferir la guerra a la calma, y nos embrutece para que escojamos la sangre por encima de la sal y el agua, y la muerte por encima de la vida[…]
¿Somos violentos por naturaleza? ¿Podremos detener algún día este ciclo que no deja de repetirse? Las preguntas siguen abiertas. Por desgracia.