La suerte de un indio Bora

La suerte de un indio Bora

Texto

Felipe Chica Jiménez

Ilustración

María José Porras

Agosto 28 de 2021

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La suerte de un indio Bora

El reclutamiento forzado es uno de los mayores hechos victimizantes en el conflicto armado colombiano. Mucho se ha dicho cuando la guerrilla o los paramilitares arrancan a los niños de sus familias. Pero muy poco cuando es la fuerza pública la que interrumpe la vida de una persona para darle un fusil y convertirlo, de buenas a primeras, en soldado regular.

Una mañana de septiembre de 2004, Cornelio, a quien apodan Cone, cobró su sueldo de jornalero y salió directo hacia Florencia, Caquetá, para visitar a su madre. Recién había terminado su servicio militar y guardaba con celo la libreta de reservista de primera categoría. No la enseñaba de no ser estrictamente necesario. Le aterraba que en los retenes ilegales que a diario montaba las Farc entre San Vicente del Caguán y Florencia supieran que él era reservista del Ejercito de Colombia.

Esa mañana no fue diferente. Un grupo de hombres de civil fuertemente armados se interpuso en la mitad del camino arcilloso haciendo detener el bus en el que viajaba él y otras quince personas. Todos creyeron que se trataba de paramilitares y enseñaron la libreta militar. Con eso bastaría para demostrar que ellos no eran guerrilleros, pensaron. En caso de que se tratara de subversivos sin uniforme camuflado, los asesinarían por haber hecho parte del Ejército, como ya había sucedido. Cone comenzaba a sudar.

 Al bajarse del bus fueron formados en dos grupos. Uno compuesto por cinco indígenas de las etnias Murui y Bora, entre los que estaba Cone, fue retenido y conducido hacia un camión blanco situado quince metros adelante. Al otro grupo le permitieron volver al bus y continuar el viaje. Ninguno de los retenidos entendía qué pasaba. El camión cogió camino y luego de un par de horas se detuvo al interior de la base aérea de Tres Esquinas, del Ejército Nacional.  

Cone tenía 20 años entonces y estuvo tres días en esas instalaciones viendo cómo cada tanto un camión semejante vaciaba otros jóvenes como él hasta completar un grupo de unas 130 personas, todas indígenas de las etnias Murui, Bora, Carijunas y Mirañas. Cone los distinguía según los rasgos de sus caras.

¿Por qué a pesar de portar la libreta militar eran retenidos por las fuerzas militares?, se preguntaban. La incertidumbre crecía con el paso de las horas. Al tercer día, un helicóptero aterrizó dejando salir un capitán del Ejercito que jadeaba al caminar. El hombre se dirigió al hervidero de indígenas confirmándoles que habían sido reclutados nuevamente.

A diferencia de la amplia cobertura que existe sobre reclutamiento forzado por parte de grupos armados ilegales, no es mucho lo que se ha documentado este mismo hecho cometido por la fuerza pública. Siete años antes del caso de Cone, 63 familias interpusieron una tutela solicitando proteger el derecho fundamental a la vida de sus hijos reclutados contra su voluntad por el Ejercito. En vez, los militares le confirmaron a Corte Suprema de Justicia que entre 1995 y 1996, 163 soldados regulares y 284 “voluntarios” habían sido incorporados a la tropa en circunstancias similares a las de Cone. Todos ellos luego perderían la vida en combates.

“Las operaciones comienzan”, ordenó el capitán. Cone supo en ese momento que no vería a su madre por un buen tiempo y que el dinero que había ahorrado para gastarlo con ella en Florencia se evaporaría en medio de fusiles y trincheras.

Cone es Bora. Un pueblo indígena sobreviviente al genocidio que cometieron las caucheras en la Amazonía durante el siglo XIX y parte del XX. Habitan las tierras de los ríos Igará-Paraná y Putumayo. Hoy no son más de mil personas y en la región son reconocidos como los aguerridos hijos del tabaco y la coca. Pese a su baja estatura, el cuerpo de Cone era entonces fornido y sus piernas, como las de un futbolista. De ojos pequeños y estirados como una almendra, le quedaban ligeramente incrustados en un rostro redondo.

Desde el mismo momento del reclutamiento, Cone se ancló en amistad con otro indígena al que todos llamaban Herrera. Al cuarto día de estar contra su voluntad en la base de Tres Esquinas, Cone fue trasladado junto a otros setenta reclusos al Batallón de Tolemaida. Allá serían entrenados como unidades contra guerrilla. El direccionamiento militar de la época era combatir a las Farc con soldados que conocieran el nudo de selvas y ríos del territorio amazónico. Que los indígenas fueran buenos o no en armas importaba menos que su capacidad de guiar por las entrañas de la selva a un pelotón. El gobierno del momento parecía decidido a barrer a fuego la insurgencia y recuperar el terreno perdido bajo el pacto político conocido como la Zona de Distensión, creada en el gobierno de Andrés Pastrana.

Cone y Herrera fueron enviados en un grupo de 18 soldados hacia los llanos del Yarí. La mirada de Cone no encajaba con la de un tipo que parecía tener el hígado para disparar un fusil y menos para quitar una vida que no se comiera. Dos semanas después de ser reclutado, llamó a su madre y le contó lo que había pasado. Era hijo único. Durante aquel tiempo, él y Herrera se hermanaron profundamente y aprendieron a sobrevivir semanas enteras comiendo solo galletas saladas con panela. En las tropas ya existía el rumor de que en medio de la selva la guerrilla ocultaba toneladas de dólares.

Comenzaba diciembre y su grupo había sido elegido para una operación hacia la Bocana del río Caguán. Según instrucciones del comandante se trataba de una operación frontal contra la insurgencia.

A las 4 de la madrugada, el pelotón abordó dos helicópteros y, antes de despegar, Cone le pidió a su amigo Herrera que pensara en que gastarían la millonada de dólares que se iban a encontrar. Dos horas después, aterrizaron los helicópteros luego de sobrevolar la selva. A las 7 de la mañana, los soldados comieron su primera ración mientras comenzaban la marcha. A las 8, la imaginación de Herrera se bajaba de la fantasía millonaria con la que había iniciado el día. Sobre las 9, el vapor de agua se filtraba entre la selva dibujando las columnas de luz que confirman el inicio de una jornada calurosa. A las 10, sonó el primer disparo.

El pelotón se componía de un radio, una ametralladora M 60, una lanza granadas y 11 fusiles cargados por 12 jóvenes indígenas para los cuales Colombia era ese país que quedaba más allá de la selva. Cone se ocultó de la emboscada guerrillera tras las raíces de un higuerón mientras buscaba con la mirada a su amigo. Herrera corrió hacia el higuerón y luego ambos huyeron directo hacia un caño.

Fue justo cuando tocaron las aguas pantanosas que Cone sintió que su amigo no disparaba ni se movía. La emboscada duró cuarenta minutos. A Herrera una bala de fusil le entró por la espalda y le perforó el pecho. Cone entró en shock y, movido por el instinto, hundió sus manos en el pecho abierto de su amigo untando su sangre aun caliente en todo su rostro, intentando pasar por muerto.

Fue hasta las 2 de la tarde cuando un helicóptero de refuerzo llegó al lugar preparado para hacer el levantamiento de Herrera y otros siete soldados masacrados por el Frente 63 de las Farc. Al escuchar a la aeronave, Cone se percató de que había perdido su fusil y que el plan de hacerse el muerto había funcionado. De regreso a Tres Esquinas, Cone se asomó al rostro de su amigo y lloró.  

Fue hasta caída la tarde que dos comandantes en la base lo interrogaron durante dos horas para averiguar el paradero de los guerrilleros. Uno de los hombres ordenó el traslado de Cone a un centro militar de salud mental en la que recibiría apoyo psicológico. Las dos semanas siguientes Cone contó una y otra vez lo sucedido en la emboscada. Su tratamiento consistió en una píldora que le hacía hervir la sangre de ansiedad y cuyo nombre nunca supo.

Pocas semanas después fue reincorporado al batallón. Cone no volvió a reír y en lugar de correrle a las balas sentía querer despedazar todo lo que se moviera. Una tarde, dos soldados de su cuadrilla discutían por una caja de galletas. Cone, fusil en mano, soltó una ráfaga al aire para disipar la pelea. El acto le costó tres semanas más de remisión médica bajo supervisión psiquiátrica. Acciones como esas se castigaban por delatar la ubicación ante el enemigo.  

Cone ya se reconocía como soldado profesional. Sus superiores le recomendaron pedir la baja y volver a su comunidad en La Chorrera, Amazonas. No aceptó. Dado que su capitán se congraciaba burlonamente con la idea de que él había sobrevivido al ataque haciéndose pasar por muerto, aceptó tenerlo nuevamente en sus filas. Esta vez le ordenó movilizarse, junto con otros dos indígenas, hacia un caserío llamado El Billar, cerca al municipio de Cartagena del Chairá. Allí conformarían una avanzada de contrainteligencia y él sería el superior. El plan era hacerse pasar por indígenas en busca de trabajo. Se habían dejado el cabello más largo para no parecer soldados.

La misión consistía en observar el movimiento de las Farc. Durante años, la guerra en Colombia se libró con acciones de este tipo. A Cone le habían convencido de que ésta era una misión de honor militar semejante a las que se veían en las películas. Llegado el día los tres hombres hicieron su aparición a orillas de la quebrada El Billar y en cuestión de horas fueron empleados como raspachines en un laboratorio de procesamiento de pasta de coca. No levantaron sospechas cuando fueron presentados ante alias Melchor, el dueño del laboratorio.

Melchor tenía más de treinta hectáreas sembradas en coca, según Cone. El hombre, procedente del interior del país, recibió a los tres indígenas adelantándoles 200 mil pesos, tres toldillos para filtrar los insectos de la selva, una colchoneta para dormir y varias libras de arroz. En esas condiciones, un grupo de unas veinte personas entre hombres, mujeres y niños trabajaron en la cosecha de esas treinta hectáreas. Una hectárea cada día con dos horas para ir al río a limpiarse. Siempre custodiados.

La orden inicial de su capitán era volver a Tres Esquinas luego de cuatro meses. Una noche, Cone y sus compañeros dijeron que los tres debían partir hacía la bocana del río Caguán donde tenían dos hectáreas de maíz. La idea era comenzar su regreso a la base antes de ser descubiertos. En un cuaderno de hojas amarillas, Cone había dibujado el mapa de El Billar: las casas, la ribera y el área en la que estuvieron trabajando como raspachines. Lo ocultaba entre bolsas y ropa sucia para no levantar sospechas. Sentados a orillas del Caguán, Cone pensó que esa era la oportunidad para delatar la ubicación de los posibles asesinos de Herrera. Melchor los dejó ir.

Aun así, el riesgo de quedar en medio de un enfrentamiento entre paramilitares y guerrilleros era demasiado alto. El río traía el rumor de que un grupo numeroso de paramilitares se dirigía hacia El Billar. Para la guerrilla este caserío era un punto de control estratégico en el que no podía mostrarse débil, pues unos años atrás habían causado una de las mayores derrotas militares en la historia del conflicto colombiano luego de que el Ejercito dejara negligentemente sin protección a más de 106 jóvenes soldados, muchos de ellos recién reclutados, muchos de ellos indígenas. El ataque se dio en marzo de ese año y dejó 61 jóvenes masacrados, 43 secuestrados y dos desaparecidos. El Consejo de Estado condenó a la Nación por haber descuidado a la tropa dejándola como carne de cañón.

El hecho es que al llegar a orillas del Caguán, los indígenas fueron interceptados por el Frente 63 de las Farc para ser reclutados inmediatamente. A Cone lo atormentaba la idea de sufrir un ataque por parte del Ejército o los paramilitares, y volver a la base aérea de Tres Esquinas como guerrillero muerto en combate. Así que le enseñó a los guerrilleros sus manos llenas de ampollas por el trabajo en el cultivo de coca alegando que lo dejaran ir.  Los tres fueron conducidos hacia un campamento guerrillero cerca a San Vicente del Caguán. En el camino se las arregló para deshacerse del cuaderno y no ser descubierto como miembro del Ejército. En plena marcha, Cone quiso recordar las plantas con las que según su abuelo el indio Bora se convertía en serpiente huyendo de los peligros. La noche se imponía, atrás iba quedando la oscuridad y el sonido de la selva.

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