Texto
Juan Miguel Álvarez
Ilustración
Sara Arredondo
Noviembre 15 de 2024
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La vida pasada de un nutabe
Poco queda del pueblo indígena Nutabe. Algunas familias desperdigadas en los municipios del norte de Antioquia; otras, en los extramuros de Medellín. Primero fue la violencia del conflicto armado. Luego, el llenado de la represa de Hidroituango. Lo que fueron sus caseríos, sus caminos y sus tierras hoy están en el fondo del embalse. Desde su casa en Ituango, un nutabe recuerda la vida de su comunidad y la de su familia a golpes de no futuro.
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Bernardo Chancí Sucerquia, 78 años, padre de familia, minero nómada, sobreviviente del pueblo Nutabe. Me recibe en su casa, en la entrada de su casa quiero decir, sentado a una banca de madera acomodada al pie de la puerta. Botas pantaneras, camiseta verde militar, jeans de trabajo. Su pelo blanco va al rape en los parietales y arriba se acopla a la curvatura de su cabeza. Dice: “Me fui viniendo por muchos conflictos y ya llevo un poquito más de treinta años en este pueblo”. Este pueblo es Ituango, en el extremo norte de Antioquia, a seis horas de Medellín tras superar los llanos lecheros de Cuivá y romper en bajada y subida el cañón del río Cauca. “Acá no es duro mantenerse como allá, acá lo único que ha hecho dura la vida son los grupos armados. De resto, uno sobrevive”. Allá es Orobajo, un caserío sobre la margen izquierda del Cauca que fue el último refugio del pueblo Nutabe en el municipio de Sabanalarga hasta que las Empresas Públicas de Medellín —las famosas EPM— lo inundaron por estar en el puro centro del cañón que hoy ya es el embalse o la represa o la hidroeléctrica de Hidroituango. Hay que ver las poquísimas fotos de Orobajo que existen en internet para entender este caserío: ranchos de vara en tierra, techos de paja, alguna cosa en ladrillo y cemento, alguna otra en piedra. No electricidad. No acueducto. Nada de colectores de aguas negras. Acaso, un sanitario. O dos. Velas, lámparas de aceite o de petróleo, fogones de leña. Sólo “el Patrón Mono”, el río como fin y principio, como camino y territorio. “Y vino la masacre. Terminaron con la vida de un hijo mío allá, un pelaito mío de 15 años. Me aburrí y me vine pa’acá”.
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Esta historia de Bernardo Chancí Sucerquia comienza cuando él tenía menos de 10 años, que le tocaba trabajar para ayudar a alimentar a la familia. Los Nutabe eran mineros de las orillas y los niños aprendían el oficio al mismo tiempo que a nadar y sobrevivir a las turbulencias del Cauca. “Se cateaba con batea y con un cajoncito por toda la playa del río, al lado de allá y al lado de acá”. El oro era un bien de intercambio que no representaba la riqueza que hoy sí, pero alcanzaba para comprar comida. “En esos años, 1954, usted sacaba un real y valía 5 pesos. Fue subiendo y subiendo. Y hoy un real vale 54.000 pesos. Como el oro era barato, la comida era barata: uno mercaba con 10 pesos. Con dos reales uno mercaba para siete personas”. En un muy buen día de trabajo, un nutabe podía lograr veinte o treinta reales, pero nadie se enriquecía. Más de una familia, pero menos de cinco, hicieron lo que nadie de esa comunidad imaginó: acumular. Una chispita para el baúl. Un real. Dos reales. De repente, ya tenían dos castellanos, diez castellanos. Y empezaron a subir los precios y vendieron y compraron ganado. “Hubo gente que quedó acomodada. Muy pocos. Más de la mitad de la gente de Orobajo fuimos pobres”.
¿Además de oro, ¿cultivaban algo?
En esa tierra sólo se cultivaba maíz. El maíz daba en abundancia. Lo demás no prendía.
¿No tenían espacio para sembrar arroz?
Cuando yo era niño, en Orobajo no conocíamos el arroz. Yo vine a conocer el arroz cuando ya tenía 16 años. Lo conocí en la cascarita listo para sembrarlo. Eso fue por los lados de Briceño. Allá conocí el frisol, el arroz y el platanito.
Fue a la edad de 16 años que Bernardo Chancí Sucerquia se fue de Orobajo. Dice que dejó el caserío de su pueblo cuando se dio cuenta de que no era capaz de hacer la vida allá y que su familia tampoco. En aquel tiempo y hasta que el lugar fue inundado, la distancia para llegar a la cabecera municipal de Sabanalarga era de nueve horas a pie por entre caminos de herradura, siempre en ascenso sobre el lomo del cañón. Los pocos que tenían bestia para ensillar tardaban una o dos horas menos. La cabecera municipal de Toledo quedaba ligeramente más cerca: a ocho horas. En cualquiera de los dos, los Nutabe de Orobajo buscaban lo impostergable: atención médica y del Gobierno. Sobre todo, mercado. La costumbre indicaba coger camino de noche para llegar en la mañana y encontrar los toldos abiertos y abundante comida. “Salía por ahí a las 11 de la noche y estaba llegando a las 8 de la mañana. Mercaba lo que no se conseguía en la vereda: frisolito, panela, jabón, sal, mantequita de marrano”. Como ya cargaba el costal con las provisiones, Bernardo Chancí Sucerquia dividía el viaje de regreso en dos jornadas. Se detenía en un tramo que podía ser la mitad del camino, descansaba y comía. La estación era de varias horas. Entrada la noche volvía a comer. Y en la madrugada retomaba el viaje para llegar a Orobajo antes de mediodía. La carga le dejaba peladuras en la espalda. “Hasta que conseguí una bestiecita y la mandaba con un arriero. Y uno le daba el oro: ‘véndalo y con lo que valga me trae comida y si sobra me trae plata y si no pues no importa’. Vendía el oro y traía la factura de lo que valía el oro, y la del mercado”.
¿Ustedes confiaban plenamente en el arriero?
Uno escogía al que era responsable porque había arriero borracho. En ese no confiábamos.
¿Por qué se fue de Orobajo?
Yo me salí de allá porque el recurso muy lejos. Y se enfermaba una persona… yo me salí de allá sobre todo porque la señora mía se murió, por lejos el recurso. Se murió en un parto y a mí me cayó una aburrición, saber que mi señora se murió por falta del recurso cerca. Le dije a mi mamá, “si usted quiere nos salimos de aquí”. Me dijo: “Sí, me voy con usted pa’donde usted se vaya”.
Bernardo Chancí Sucerquia y su mamá se mudaron para una parcela en cercanías de Toledo y de Briceño. Fue allá donde conoció el arroz y aprendió a cosecharlo y pudo alternar el trabajo: en temporadas de sol, que la orilla del río se encogía y agrandaba las playas, bajaba a barequear. Y en los días de lluvia se dedicaba a cultivar la tierra. “La vida alcanzaba. A uno le quedaba hasta para emborracharse luego de comprar la comida. Y a los que les gustaba el juego, les quedaba plata para ir a apostar a los dados”. Pero como la casa de Orobajo era propia, Bernardo Chancí Sucerquia se acostumbró a darle una vuelta al caserío cada tanto y evitar que alguien ocupara ese techo y se lo apropiara.
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El caserío de Orobajo fue quemado durante la violencia partidista, tal como pasó con otros poblados nutabes de la región. Los varones electorales conservadores de Antioquia enviaron bandas de matones al cañón del Cauca para que lo “limpiaran” de liberales. Aunque hubo desplazamientos y cambio de dueños de la tierra, las familias históricas de Orobajo mantuvieron el control del caserío y facilitaron el retorno de los que habían salido huyendo. Cuando Bernardo Chancí Sucerquia tenía menos de 10 años, hacia 1950, en la comunidad se obedecía a los ancianos que traían la voz de las generaciones anteriores. “Eran viejitos de 80 y 100 años que vivían ahí hacía mucho tiempo. Y contaban historias de espantos y yo no creía en los espantos”. Uno de los relatos más respetados o temidos era el de Madrelagua o Madre Agua. Un relato cuya función parecía ser la de sentir al río como el dios vigilante y castigador. La mamá de Bernardo Chancí Sucerquia decía: “En el río no se confié”. Decía que había una serpiente del tamaño de una ballena y una mujer mitad pescado y bestias del agua como ganado que emergía a la superficie sólo para calentarse. Y entre todo eso, la Madrelagua: “un espíritu que andaba en balsa y que tenía que comerse una persona todos los días. O no sólo personas, un ser viviente: una res, un perro, un marrano o un cristiano. Todos los días. Y que cuando no, lo reclamaba”.
¿Lo llegaron a relacionar con los cadáveres de personas que habitualmente han arrastrado las aguas del Cauca?
Nos tocó recoger mucho muerto que quedaba ahí. Venían con tiros, huecos, las manos amarradas en la espalda. Pero no pensábamos que fuera Madrelagua. Era gente que otra gente mataba.
Bernardo Chancí Sucerquia dice que en Orobajo no sabían distinguir quién era quien. Dice que los primeros hombres armados que pasaban patrullando decían ser M19. Que siempre iban en busca de comida y de un lugar en la sombra para echarse a descansar. “Nosotros teníamos ese sentido de ayudar. Se llegaba la hora de comer y el cliente ahí estirado; o dos o tres. Nos hablábamos tres dueños de casas y cada uno le daba de comer a uno. ‘Señor, acá solo hay arepita y mazamorra’. Arepa de maíz en pilón. Al otro día, uno buscando al cliente y no estaba, no amanecía ninguno”. Pero después, en algún momento, luego de algo, dejaron de verlos, “esa gente se fue, se entregaron, no sé, se perdió esa gente”. De vez en cuando alguien soltaba el rumor de que tal o cual era o había sido del M19, que había uno que otro por ahí, pero lo cierto es que la región se liberó de la tensión durante unos pocos años. Los pocos que tardaron en llegar las Farc. “Ya no era el M19, ya era el frente 58. Y el 36. El 46. El 18. El quinto. Y se vestían como cualquiera, así como usted, como yo, y no se les veía el fierro”. Las columnas de guerrilleros comenzaron rondas de patrullaje y avanzada sobre los filos del cañón. Orobajo era uno de los pocos valles aluviales que permitía el descanso. Para estos guerrilleros, el suelo plano del caserío era la invitación a detenerse. En la playa del Cauca podían mojar el cuerpo, soltar el fusil, abandonarse. “Pero sabíamos que la ley del arma es muy desagradecida: usted le da comida ahora y al momentico vuelven y ya lo están aporriando a uno”. No tardaron los operativos del ejército. A Orobajo llegaron con la suficiencia del que ostenta el poder, que los nutabe eran guerrilleros solapados, que colaboraban con las Farc, que sabían qué camino habían seguido, que dijeran y si no, que estaban mintiendo. “Y nosotros: ‘No, no estamos mintiendo, por aquí no pasó gente armada’. Y por eso fue que hicieron la masacre en la que mataron al hijito mío. Por la bobada de nosotros”.
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El rostro de Bernardo Chancí Sucerquia delata el mestizaje. El color es nutabe: un avellana tostado por el sol. Facciones rotundas, orejas saltonas y una nariz que señala. Pero en las pupilas hay un borde azulado que aclara el iris. Su mirada ha sido la de un hombre seguro y franco. Pero ya en este punto de la conversación, habla sin mirarme. Los ojos van al suelo y al horizonte que, desde su casa, se ve remoto y acorazado por montañas. En su testimonio comienzan a brotar los silencios. “Ya existían las Autodefensas… [silencio]. Ponga cuidado, a Orobajo entraron cinco personas. Me acuerdo yo como mi cara de viejo. Cuatro guerrilleros y un paraco que se les había infiltrado. No sabían qué calidad de persona era. Dijeron que venían a conocer Orobajo. Dijeron que eran elenos. Un primo hermano mío era el más acomodado de Orobajo, era el cacique de todos los indios. Tenía una tiendecita, ganado y finquita. Sí tenía forma de comprar frisoles. El que llegara a la casa, mujer u hombre, lo recibía con comida. Ni siquiera preguntaba si tenía hambre. No preguntaba de dónde venía ni para dónde iba, qué hacía, nada… [silencio]. Se llamaba Virgilio Sucerquia Chacín”.
Los cinco forasteros entraron al caserío justo cuando el cacique se encontraba ordeñando sus vacas. Eran las seis de la mañana. Saludaron y se hicieron los hambrientos.
—Señor, nos regala una lechita.
—¿Viene con hambre? —contestó el cacique.
—Sí señor, no le negamos.
—Siéntense un momento, termino de ordeñar esta vaca. —Nomás llenó la olla, el cacique se les pasó y mandó a traer arepas—. Si se la quieren tomar toda —dijo— tómensela toda. Bien pueda.
Desayunados, los cinco forasteros se sentaron a la sombra de un tamarindo que flanqueaba el centro del caserío y allí permanecieron todas las horas de sol y sin conversar con nadie, sólo observando. Se levantaron de ahí, únicamente, cuando el cacique les dijo que pasaran a almorzar. Y a las cinco de la tarde, a comer. Al caer la noche, los nutabe apagaban los fogones para que una chispa no encendiera los techos de paja de las casas. Sólo usaban velas o lámparas de petróleo afuera de las casas. Bernardo Chacín Sucerquia dice que, a oscuras todo, la comunidad no vio con sospecha que los jóvenes del caserío se pusieran a conversar con los forasteros y que contestaran sus preguntas. “Los muchachos eran muy noveleros. Nosotros no sospechábamos nada, no pensábamos nada, porque no había pasado nada nunca”. La comunidad se acostó a dormir y a la mañana siguiente, los cinco forasteros ya se habían ido. Un mes después, aparecieron doce paramilitares. Bajaron por un camino que los nutabe llamaban la Loma del Oro. “Al primero que mataron fue al primo mío, el cacique de todos los indios, el que les dio comida, y a un hijo suyo: Roelí”. Los paramilitares arrodillaron al cacique y lo acorralaron contra la pared de la escuela. El que se había infiltrado con esos cuatro elenos fue quien habló:
—Don Virgilio, ¿sabe por qué se va a morir?
—Yo no sé por qué, yo no le hago mal a nadie. No le debo a nadie. Yo a usted no le he puesto problema. Yo no hago sino servirle a la gente.
—Usted se va a morir porque usted le da comida a la guerrilla. Y nosotros somos paras.
—¿Ustedes son paras? Entonces, ¿usted me va a matar porque ese día les di comida?
—Sí, muy agradecido, mi dios se lo ha de pagar.
—¿Y por eso me va a matar? Hágale, señor. Dispare.
Los paramilitares fusilaron al cacique y otros seis hombres más. A Roelí le pegaron los tiros en las piernas y murió desangrado. Hubo mujeres y jóvenes que saltaron al río huyendo de las balas. “Sabían nadar, pero el río estaba recibiendo monte. No había playa ni nada y se tiraron, había una chorrera muy brava y ahí murieron ahogados”. Bernardo Chancí Sucerquia, ese día, venía de la cabecera de Sabanalarga junto con tres arrieros y su recua de mulas cargadas con pupitres para dotar la escuela de Orobajo. Según sus cálculos, a la gente la estaban matando cuando a ellos les faltaban tres horas para llegar. Ya en el caserío vieron todo vacío y abandonado. La gente había cruzado a la margen derecha del río para guarecerse dentro de un bosque. Solo hallaron a un joven que había arrastrado los cuerpos de las víctimas hasta el interior de una casa para velarlos. “Les rezaba y les prendía velitas. Nos pusimos a llorar. Esa masacre tan triste. Y la muerte del propio, del cacique, del que nos servía con lo que él se conseguía. Caminamos hacia el río y ya vimos sangre en el suelo. De una casa salió un perrito que era perro bravo ese perro y al vernos se orinaba y se nos acostaba lleno de miedo. Al dueño lo habían matado. Pasamos la noche al pie de ellos… [silencio]. Velándolos. Al otro día a las 6 de la mañana comenzamos a pasarnos el río. En balsas con todo: la ropita, las ollitas, la comidita. En el día estábamos en el monte y en la noche nos íbamos a amanecer a la playa. Con ese miedo. Y veíamos en el oscuro que pasaba esa gente”.
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Don Bernardo, pero no me queda claro cómo murió su hijo…
Mi hijo murió al mes de la masacre… [silencio]. Lo encontraron… [silencio y se le aguan los ojos]
¿Fue herido y alcanzó a escapar y murió escondido?
No, ese día él no estaba ahí. Problemas con esa bodega, vinieron… [silencio y se le ahoga la voz]. Entonces, me cayó esa aburrición. Le dije a la mujer: “mija, vámonos de aquí, aquí nos siguen acabando”.
¿Cuántas familias abandonaron Orobajo con esa masacre?
No sé… [silencio]. Orobajo era grande, en tiempos de votación había jurado ahí.
De acuerdo con la información oficial, este episodio es conocido como “masacre de Sabanalarga”, no como “masacre de Orobajo” porque a estas siete víctimas se suman otras cuatro que este mismo grupo de paramilitares asesinó en la vereda La Aurora. El desplazamiento fue de unos 250 habitantes que terminaron casi todos en Medellín y unos pocos en la cabecera de Sabanalarga. Hay investigadores sociales y antropólogos que califican esta masacre como un etnocidio. Primero, por el asesinato del último cacique del pueblo Nutabe, descendiente de un linaje de caciques que se remontaba a tiempos prehispánicos. Su muerte fue la desaparición de la figura que los estudios culturales en Estados Unidos denominan: “Big Man”. El patriarca de todos, el que por todos vela, no importa que existan las instancias del resguardo y del cabildo y sus autoridades políticas. El cacique es la fuerza moral, el tenedor de la tradición. Y segundo, porque Orobajo comenzó a sufrir un inatajable despoblamiento que terminó en una diáspora nutabe con la consecuente pérdida del territorio colectivo. Situación que favoreció las ganas de inundar que tenía EPM. Si Orobajo hubiera estado sólidamente habitado y hubiera mantenido las costumbres y los ritos y la lengua nutabe habría sido casi imposible justificar su desaparición inundándolo. “La gente que quedó allá fue saliendo, fue saliendo. Y con lo del embalse salieron las últimas familias. Unas se quedaron en Sabanalarga. El resto de gente se vino para acá para Ituango”.
¿Por qué escogió Ituango para vivir definitivamente? ¿Por qué no Sabanalarga o Toledo?
Aquí siempre ha habido trabajo con el café y los potreros. Los últimos que salieron de Orobajo, hace siete años, fueron indemnizados por EPM. Y querían una tierra que solo fuera ganado y café. Me llamaron y me preguntaron que cómo era esto por acá. Les dije que Ituango es muy cafetero y ganadero, entonces se vinieron para acá.
6
Desagrupado y desarraigado, lo que queda del pueblo Nutabe conserva una única práctica que es considerada su valor étnico: la minería con batea y cajón y en puntos diversos del río Cauca localizados después del muro de hormigón de la represa. Una minería nómada que encuentra el oro en los suelos de las orillas, que lo recoge porque es un regalo de la tierra. “Mucha gente que consiguió su platica acabó con la herramienta. Yo no. La herramienta es lo que tengo. Mi tarraya y mi batea”.
Llegar a la zona del río que está después del muro es lejos, no es como antes que el río les quedaba a la mano…
Sí, pero lo que hace que EPM entró aquí ponen una buseta para mover a la comunidad. Uno baja y pesca y lava oro y vuelve en la misma buseta.
¿Se sigue sacando oro del río a pesar del embalse?
Y buen oro. Tengo compañeros que están de Espíritu Santo pa’arriba barequeando, sacando muy buen oro. Una sola persona saca veinte o treinta reales. Espíritu Santo es una quebrada que baja de Valdivia, entre Valdivia y Briceño.
¿Usted ha vuelto a barequear?
Sí, ayer jueves vine de por allá.
¿Y desde cuándo estaba allá?
Desde el lunes
¿Dónde durmió estas tres noches?
Ahora toca más duro. Antes de la represa usted podía hacer un ranchito con hojas de plátano o iraca en el monte. De una orqueta usted amarraba un plástico y ya tenía un techo. Ahora no. Para que EPM deje trabajar, a uno le toca pasar la noche donde caiga y con un plástico encima. A lo que escampa, uno voltea el plástico por el lado que no está mojado, lo extiende en el suelo y se acuesta. Sobre piedras o sobre lo que sea y así uno duerme. Éramos cuatro, nos sentamos uno al lado del otro, el plástico encima y con la punta tapa la comidita.
¿Ya no pueden armar una carpa, un techo?
No. Antes uno armaba una carpita y uno planeaba el trabajo para uno o dos meses, asaba una carnita. Ahora no. Ahora uno arma una carpita y le echan el Esmad o el ejército a uno, y le tiran las cositas al agua. EPM es muy humillativo, también. Batea, cajón, barra, azadón, el mercadito, carpita, todo al agua. A unos compañeros, bajaron los guardabosque y les dijeron que no siguieran trabajando. Los compañeros siguieron y les mandaron el ejército. A mí no me ha pasado, pero sí me han advertido: “no arme carpa, trabaje pero no arme carpa”. Hay un puente y a uno le dicen que de ahí para abajo puede trabajar donde quiera, pero de ahí para arriba no. Uno sabe y trabaja de ahí para abajo.
Lo va seguir haciendo…
Más que todo lo hago para animar a los hijos, para que los hijos se animen y trabajen. Para que aprendan el oficio. Saco el orito, lo guardo en el trapito y me quedo pescando con tarraya. Cuando ya saco pescado y tengo el oro, me devuelvo. Y los hijos ven que ese es el trabajo.