Este mundo lo compartes con la flor y con el tigre
Texto
Paula Vásquez
Ilustración
Gabriela Otálora
Julio 10 de 2020
Compartir
Este mundo lo compartes con la flor y con el tigre
No somos nada o somos todo. Es la inocente conclusión a la que llega la discusión filosófica sobre la existencia humana. El siguiente artículo muestra que, si nos miramos desde la ciencia, somos más todo que nada. Que hasta el aleteo de una mosca está unido a la cadena de la vida.
Cuando pienso en el mundo suelo dividirlo en capas. En primer lugar está el cielo, que es la antesala al universo, del cual sabemos muy pocas cosas, por ejemplo, que existen 2 billones de galaxias observables en las que se estima que un agujero negro habita en el centro de cada una.
Desde que sé esto, no hay un solo día en que no me levante con la angustiosa idea de poder ser absorbida, igual de rápido, que un fideo. Los científicos dicen que esto es casi improbable, pero lo que sí es un hecho es que dentro de un tiempo, más bien lejano, el sol crecerá tanto que evaporará los océanos, quemará el planeta y lo absorberá —o sea, terminaremos absorbidos sí o sí—.
Luego está la tierra, que tiene 4.543 miles de millones de años, un tiempo que simplemente no podemos comprender. En nuestra vida cotidiana hablamos de días, meses, años, décadas —incluso siglos—, pero esas medidas no llegan a rozar si quiera la magnitud de ese número. Al salirnos de ese rango establecido y abordar miles de millones de años, entramos en un terreno igual de complejo que una obra como El ser y el tiempo de Martin Heidegger. Un libro de 478 páginas en las que el filósofo se pregunta: ¿qué significa que una entidad sea? o ¿por qué existe algo en vez de nada? Es decir, una vaina casi imposible de entender.
¿Qué ha pasado en esos 4.543 miles de millones de años que se escapa de nuestra comprensión? La geología arroja respuestas. Solo basta con mirar hacia el suelo, tomar una roca y poder entender los susurros de vida que se esconden en ella: fósiles que nos dejan estupefactos por su antigüedad.
Por últimoestán los océanos, que cubren más de la mitad de nuestro planeta y, pese a ello, siguen siendo un misterio: ¿qué hay en las profundidades del mar?, ¿qué actividades se cuecen allí?, ¿cuánta vida microbiana nos falta por descubrir? Debido a su opacidad, resulta muy difícil estudiarlo. Sabemos más de Marte que de nuestros mares. No obstante, lo poco que conocemos resulta una especie de luz esclarecedora que nos guía hacia la comprensión de la pregunta central:¿por qué existimos?
En su obra Destejiendo el arcoíris, Richard Dawkins habla de la anestesia de la familiaridad: esa tendencia a dar por sentado —o considerar como algo obvio— un puñado de eventos que en realidad son increíbles. Por ejemplo: que luego de “cien millones de siglos” podamos abrir los ojos y observar un planeta lleno de vida, que tengamos la suerte y la oportunidad de morir porque hemos nacido nosotros en vez de otros, que podamos existir gracias a que nuestro planeta reúne todas las condiciones necesarias para que la vida se manifieste. Pero, como dice Dawkins, “¿no es triste irnos a la tumba sin habernos preguntado nunca por qué nacimos?”, y “¿qué manera de invertir nuestro breve tiempo bajo el sol puede ser más noble y esclarecedora que trabajar para comprender el universo y nuestro despertar en él?”.
Que yo pueda estar escribiendo esto y que ustedes puedan leerlo es gracias —entre otras cosas— a que la atmósfera de nuestro planeta contenga oxígeno. Pero esto no fue siempre así. Si existieran realmente las máquinas del tiempo, podríamos viajar justo a la primera mitad del origen de la tierra y, ubicados en el principio, caeríamos en cuenta de que nos resultaría imposible respirar. Si quisiéramos dar un recorrido por los inicios del mundo, tendríamos que contar con un equipo especial para respirar, como el de los astronautas, que nos garantizara no morir ahogados entre hidrógeno y helio. Y agreguémosle, también, un traje especial que nos permita soportar las altas y bajas temperaturas de aquel entonces.
El oxígeno se originó en la atmosfera hace aproximadamente 2.400 millones de años. Antes solo existían microbios; no había ni insectos ni aves ni peces, y las montañas altas y grandes no podían sostenerse. En la superficie de los océanos, sin embargo, había seres que necesitaban alimentarse para sobrevivir: cianobacterias, más conocidas como algas verde azuladas, que por medio de la fotosíntesis generaban su alimento y otra cosa que les resultaba molesta: oxígeno. Al no necesitarlo, lo liberaban en los océanos y en el aire, lo que permitió la evolución de la vida marina y terrestre —entre ella, la nuestra—, y el éxodo de las plantas y hongos a tierra firme. En otras palabras, las de Claudio Magris, escritor italiano: “Venimos del mar como especie, estamos compuestos de agua. Como individuos aprendemos a nadar antes que a caminar en las primeras semanas de nuestra vida intrauterina”.
Pero debajo del mar no solo se encuentran las cianobacterias, pioneras o gestoras de un nuevo territorio y de una nueva vida. En la superficie de los océanos habita un bosque invisible de algas, más conocidas como fitoplancton, organismos tan pequeños y tan imposibles de ver para el ojo humano que resulta más fácil ver un pelo flotando en el mar.
Del fitoplancton se alimentan los animales microscópicos que viven en las superficies del agua llamados zooplancton. Estos, a su vez, son consumidos por peces más pequeños. Y estos peces pequeños son devorados por depredadores más grandes como el pez reloj, el atún o el salmón. Lo que comprueba que el fitoplancton es la base de la cadena alimentaria de los océanos y sin él, probablemente, muchas especies estarían apunto de desaparecer.
Dentro de ese grupo de seres invisibles suspendidos en el agua, se encuentran también los cocolitóforos, algas de una sola célula, que consumen el dióxido de carbono disuelto en los mares. Lo que ayuda a que los océanos no se vuelvan ácidos con las grandes cantidades de carbono —regulando también las emisiones en el ambiente— y nos arrojan información sobre los cambios de temperatura y lo salados que pueden estar los mares.
¿Se han preguntado alguna vez cómo se forman las nubes? ¿De qué están compuestas? o ¿para qué sirven? Los cocolitóforos tienen algo que ver. Como si su rol no fuera ya suficiente, una especie de estos organismos —mediante un proceso natural— contribuye a la formación de algunas nubes y estas, a su vez, actúan como un espejo que refleja la luz del sol y la devuelve al espacio, evitando así que la tierra se caliente.
Es inevitable no cuestionarse el por qué necesitamos inventarnos seres con poderes ininteligibles que den cuenta por nuestra existencia y el funcionamiento de todo, si, como lo planteó el filósofo Spinoza, nuestro Dios es la naturaleza.
No quisiera dejar por fuera a las diatomeas, otra especie de alga marina que es muy abundante en los océanos. Se calcula que estas pequeñas algas producen entre el 20 y 40 por ciento de oxígeno de la tierra. Nos hemos equivocado pensando y creyendo que los bosques son los únicos responsables de que nosotros podamos respirar. Se estima que de los mares proviene más de la mitad del oxígeno que consumimos.
Todo esto nos demuestra que, queramos o no, estamos inevitablemente conectados con todo, que dependemos de ello y de los otros seres vivos que comparten esta esfera con nosotros para poder vivir y que, por simple lógica, debemos cuidarlo.
Pero, parafraseando a Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, nos hemos dado el lujo de no pensar en el milagro de la vida, en lo asombroso que es despertarnos todos los días y constatar con nuestros ojos que todo sigue funcionando, aparentemente, de una manera armoniosa por obra y gracia de mecanismos naturales que la mayoría de nosotros desconocemos o no alcanzamos a entender.
¿Qué es lo que necesitamos para empezar a aprender y a cambiar? No hacernos esta pregunta y no trabajar en el cambio implicará que, antes de que el sol se convierta en una gigante roja que nos abrace hasta quemarnos y nos convierta en cenizas y humo, seremos nosotros quienes pongamos un punto final a nuestra existencia y a la de todo lo que conocemos.
Entonces el cielo me habló en un lenguaje claro, familiar como el corazón, que el amor más cercano. El cielo le dijo a mi alma: “¡Tienes lo que deseas!
Ahora debes saber que has nacido junto con estas nubes y vientos y estrellas y mares siempre en movimiento y habitante de los bosques. Esta es tu naturaleza.
Levanta de nuevo tu corazón sin miedo. Duerme en la tumba, o respira en el aire vivo. Este mundo lo compartes con la flor y con el tigre”.
Kathleen Raine.