Texto: Juan Miguel Álvarez
TW: @cronista77
IG: @vidacronica
Ilustración: Angélica Jhoana Correa Osorio
@aaangelic_
El punk de París
En la frontera de Medellín y Bello un hombre de sueños invertidos en la música de cresta y botas punteras resuelve lo que el Estado no ha sido capaz: el hambre de la gente.
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La vecina le preguntó a Fáber: “¿Qué significan las bandereas rojas?”. Fue una expresión lanzada en el tono más inocente posible. No cargaba ironía ni buscaba una respuesta erudita. Habían transcurrido dos semanas desde que el Gobierno nacional hubiera encerrado a la gente como medida imperiosa para detener la expansión del coronavirus, y la vecina no se había enterado de que un trapo rojo puesto en un lugar visible de las fachadas quería decir “tenemos hambre”. Sorprendido por la pregunta o por lo que deparara la pregunta, Fáber contestó: “¡Cómo así! ¿Dónde las vio?”. La vecina le dijo: “Baje y mire”. Fáber bajó las escaleras que separan su casa del andén, se paró en la mitad de la autovía y miró hacia la parte alta de la calle: toda la cuadra, a izquierda y derecha, tenía trapos rojos pendidos como banderines en las ventanas, en las puertas, en las cornisas de los techos. Fáber exhaló todo el aire, como si el cuadro de carencias que estaba atestiguando le hubiera exprimido los pulmones.
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Fáber López Amariles es un tipo de 45 años, vocalista y fundador en 1988 de una banda de punk llamada KDH (Kaso De Homicidio). Es ancho, no muy alto, de ojos hundidos y sombreados. Skinhead absoluto. Vive en París, un barrio levantado como frontera entre Medellín y Bello, esquina noroccidental del conurbano. Como ya parece obvio —a estas alturas de la historia contada y vuelta a contar de la guerra en tiempos de Pablo Escobar— KDH fue una reacción barrial y contracultural ante el aciago folclor de sicarios y traquetos en Colombia. En aquel tiempo, el París era un suburbio que apenas estaba siendo construido a fuerza de lidia obrera y campesina. Hoy es fácil ver el contraste: muchas de las primeras casas lucen fachadas de terminaciones pulidas —enchape y barandas forjadas— que se riegan sobre andenes delimitados por autovías de pavimento y asfalto. Pero las erguidas en años recientes apenas se muestran como junturas desiguales de ladrillo roto y cemento burdo, sobre vías de tierra pantanosa. Así como existen la tendera, el taxista, la enfermera, el maestro de obra, que han logrado una vida de mínimas posesiones dignas, existen el desplazado, el desarraigado, la violentada, la abandonada que acaso logran conseguir la plata del arriendo de una habitación.
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Luego de haber descubierto los trapos rojos en las fachadas, Fáber pidió ayuda. Habló con amigos, conocidos, gente que tuviera alguna capacidad económica y quisiera ayudar. Hizo correr la urgencia por redes sociales. Las donaciones fueron llegando y se fueron convirtiendo en paquetes de alimentos, mercados para la contingencia de una semana o dos. Fáber se impuso la tarea de hallar a las familias que se encontraban en estados de hambre y soledad extrema. Esas serían las primeras en recibir los paquetes. Después iría avanzando con familias ligeramente menos urgidas hasta llegar a todas las necesitadas. Antes, caminó el barrio, las cuadras más despedazadas por la pobreza y fue tropezándose con relatos de vidas opacadas que lo hacían llorar: la hija de la vecina que de 13 años ya estaba en embarazo, el viudo encanecido con su cambuche de latas debajo del puente, el técnico electricista desempleado y sin plata para pagar el arriendo, la joven mamá diabética que por la enfermedad y poca comida no le salía leche para amamantar a su bebé, la… (ponga aquí la tragedia que quiera). Una vez configuró el mapa de hambre en la cabeza, Fáber recibió apoyo de dos vecinas, Alejandra Soto (27) y Dayana Madrid (20), para cargar y repartir.
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En París todo es resistencia. Los fundadores y los hijos de los fundadores que hoy están vivos han visto y padecido y protagonizado la violencia más cruda. Tras la muerte de Pablo Escobar y la caída del Cartel, esta frontera entre Medellín y Bello fue un botín en disputa. Primero, una organización de sicarios conocida como la Banda de Frank sometió a la comunidad —tiendas y buses de transporte público— a pagar extorsiones diarias o semanales o mensuales. Nadie se salvaba. Todo el que tuviera un pequeño negocio, una fuente de ingreso, estaba obligado a tributarle a la banda o a irse o a morirse. Después, aparecieron los hombres de las Milicias Populares, que eran unas avanzadas de supuesto origen guerrillero, con el afán de sacar a la Banda de Frank y quedarse con el control territorial de esta frontera. Los combates con armas de asalto en las calles de París se volvieron comunes. Un día, Fáber quedó en medio del fuego cruzado. Iba caminando y se encontraba a menos diez metros de alcanzar la puerta de su casa cuando, desde un filo del barrio, los milicianos rafaguearon la calle con tiros de ametralladora. Uno de los proyectiles rebotó en una superficie y atravesó la rodilla derecha de Fáber. Doblado en el piso por el dolor y la sorpresa y el miedo, Fáber sintió que un miliciano se le acercó y le puso el cañón de una pistola en la cabeza. Lo iban a ultimar, pero a lo lejos escuchó que gritaron “Él es el punk, ese no es”.
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La mamá de Fáber murió no hace mucho. Fue una vecina querida y respetada. Devota del catolicismo. Una novicia que prefirió ser madre antes que monja. A su hijo le infundió el valor de la solidaridad, el sentido de compasión por el oprimido, la virtud de la generosidad a riesgo de despojarse de lo propio. Las amigas que dejó en el barrio ahora ven pasar a Fáber poniendo en práctica lo aprendido. Lo saludan desde las ventanas, le dicen palabras de cariño y gratitud, le sonríen. Algunas lo quieren como si fuera su sobrino. Fáber devuelve ternuras y sonrisas. Y apenas le llegan donaciones, reparte alimentos y provisiones —a las familias que tienen perros les ha donado paquetes de concentrado—. Hasta hoy, 31 de mayo de 2020, ha entregado 236 mercados. Uno de los vecinos más agradecidos con Fáber es un vendedor de dulces en el centro de Medellín, que desde la cuarentena quedó de brazos cruzados. Un día Fáber lo vio decidido a violar la restricción y salir de rebusque. El vendedor le dijo: “A mí me toca escoger: que me mate el virus o que me mate el hambre. Y yo creo que es más duro que me mate el hambre”. Una de las canciones que Fáber compuso hace unos años para KDH se llama “Nuestra humanidad”. No se le pasaba por la cabeza cómo podía ser una pandemia ni lo que una cuarentena hacía sufrir a la gente más pobre. Pero ya tenía claro que el hambre es la condición palpable de la injusticia. Y escribió:
Hambre en Etiopía, hambre en Pakistán,
hambre en las calles de nuestra ciudad.
Las madres y sus niños muriendo de dolor.
Mis ojos no resisten, se destrozan de dolor.
Las madres y sus niños muriendo de desnutrición.
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