El cuerpo es el territorio que puedo interpretar

El cuerpo es el territorio que puedo interpretar

Texto

Juan Miguel Álvarez

Ilustración

Maria José Porras Sepúlveda 

Septiembre 30 de 2023

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El cuerpo es el territorio que puedo interpretar

La fotografía como documento y como arte. Este difícil equilibrio ha sido el campo de trabajo del maestro Rodrigo Grajales. Su obra es un corte que explora la intricada relación entre la muerte por la violencia, el dolor, el despojo y la pobreza. En la siguiente conversación, Grajales habla de su larga y dedicada relación con el caso de la masacre de Trujillo, y su papel como creador de imágenes polivalentes.

En BaudóAP seguimos dándole aire al concepto del río Cauca como fosa común. Y esta entrega con Rodrigo Grajales refrenda en algo su amistad y guía con los fundadores y demás equipo periodístico de esta agencia.

El fotógrafo Rodrigo Grajales tenía 48 años cuando comenzó su relación con el río Cauca. 

Era 2008 y venía dándole un viraje al enfoque de su obra. Luego de haber transitado por largo tiempo la fotografía comercial —publicidad, eventos sociales, moda—, llevaba unos años haciendo ensayos visuales en los que cruzaba intereses políticos sobre el territorio del Eje Cafetero, con derechos humanos y con la figura del cuerpo humano.

Alguna tarde, en una sala de exposiciones del centro de Pereira, contemplé una serie suya dedicada a los recolectores de café, la escala más baja en el negocio de la caficultura. Se trataba de unas personas con sus atuendos de trabajo —chiros, prendas en hilachas, jeans raídos y botas de caucho— puestos en lugares reconocibles de cafetales, pero con los rostros cubiertos con los mismos trapos que colgaban de sus cuerpos. El mensaje final podía ser el de unos trabajadores muy identificables por su oficio —de ahí que posaran en situación—, pero poco distinguibles por su identidad —de ahí el rostro oculto—. Algo así como los nadie que han sido fundamentales en el cultivo insignia del país.

Calculo que era 2007, año en que el debate en la calle estaba muy agitado por los discursos del gobierno de turno, según los cuales los defensores de derechos humanos y las organizaciones de base eran guerrilleros o cohonestadores con la lucha armada de clases. Por supuesto, nadie cejaba en su empeño: si los gobiernistas y oficialistas no ahorraban un segundo para decir que medio país era marxista-leninista, los activistas y miembros de partidos políticos de izquierda peroraban que el fascismo reinaba en el palacio de gobierno.

En esa miasma de opiniones, el arte más comprometido con el conflicto social venía aprovechando el escenario que estaba construyendo el Centro Nacional de Memoria Histórica luego de la desmovilización de los grupos paramilitares. Gente dedicada a la escritura, a la pintura, a la fotografía, al cine, a la música y demás, estaba hallando en los relatos de los desmovilizados un universo de detalles de la guerra que siempre habían permanecido ocultos.

Y, sobre todo, sus obras venían explorando el lugar de la víctima en una sociedad que no terminaba de descifrar si en esta guerra criolla podía hablarse del bando de los buenos como opuesto al bando de los malos. Es decir, la víctima como un concepto totalizante sobre el que debía girar el enfoque político.

En el río Cauca, Grajales fue elaborando sus certezas sobre lo que era —es— una víctima de la violencia colombiana. Primero, pudo recorrer las laderas cafeteras que descienden a este río cuando ya va encañonado, para escuchar los testimonios de familias de pescadores y campesinos acostumbrados a ver cadáveres humanos entre las aguas. Luego, se conoció con los artistas plásticos Yorlady Ruiz y Gabriel Posada, quienes venían creando una obra que aspiraba destacar los rostros de algunas personas cuyos restos habían sido arrojados al Cauca, así como el de algunas mujeres sobrevivientes que no paraban de buscar a sus hijos o esposos desaparecidos. Esta obra se llamaría Magdalenas por el Cauca y Grajales se convertiría en el fotógrafo documental que ayudaría a salvaguardar el registro.

Finalmente, por intermedio de esta pareja de artistas, Rodrigo Grajales se acercó a la historia de la masacre de Trujillo y allá empezó a comprender “esa relación tan fuerte que hay en este país entre la muerte por la violencia, el dolor, la expropiación o el despojo, y la pobreza. Entendí que todos estos elementos se unen en los entornos en los que han ocurrido episodios centrales del conflicto armado colombiano”.

Desde entonces, Grajales ha estado ligado a la comunidad de sobrevivientes del pueblo —agrupados bajo la sigla Afavit, Asociación de Familiares Víctimas de Trujillo—, y se ha empleado como un fotógrafo polivalente: tomando imágenes para documentar los procesos cotidianos y que le sirven a la comunidad, produciendo material fotográfico para acompañar publicaciones periodísticas y creando varias series o ensayos de fotografía en los que ha intentado resaltar detalles concretos del caso judicial. En paralelo a esta y a sus demás inmersiones en diferentes partes de Colombia, Grajales se ha desempeñado como docente universitario de fotografía y ha llegado a ser, para no pocos fotógrafos de la región, un modelo de maestría.

La siguiente conversación tuvo lugar en su residencia a las afueras de Pereira el pasado mes de agosto. En la sala de su apartamento cuelgan a gran tamaño dos de las imágenes centrales de una las series que hizo sobre Trujillo. Se trata de los rostros de dos niños de un paraje llamado La Sonora, a los que no se les alcanza a identificar porque se han cubierto el gesto con las manos. “Esas fotos siempre me acompañan”, dice. “Para donde me vaya, van conmigo”. Vale decir que la mayoría de las personas de La Sonora que fueron asesinadas durante los días de la masacre fueron desaparecidas arrojando sus restos al río Cauca.

Quiero empezar con una pregunta sobre el interés. Llegaste a Trujillo en febrero de 2010 y nunca abandonaste esa historia, al punto en que hoy, 2023, sigues conectado con las personas de allá y sigues produciendo imágenes sobre ese proceso de restablecimiento de los derechos de las víctimas. Si algo sucediera en este momento, serías el primero en llegar allá. ¿Qué te enganchó de esa manera para dedicarle tanto tiempo de tu vida a este caso?

R/ En Trujillo fue donde, por primera vez en mi carrera, escuché las voces de las víctimas. Empecé a entender esa idea de que gran parte del peso de la guerra lo cargan las mujeres porque son a quienes les matan los hijos, los esposos, les quitan las tierras. En uno de mis primeros viajes allá, estuve una Semana Santa completa conociendo a las mujeres de Afavit. Conversé con cada una y no tomé fotos. Sus testimonios eran tan fuertes que no me sentí capaz de usar la cámara. Me dediqué a conocerlas, a escucharlas, a sentir su soledad, su tristeza, a entender su resistencia, su esperanza y su desesperanza también.

Lo que más me tocó fue hablar con las que no habían podido hacer el duelo, las que tenían a sus familiares desaparecidos. En especial, una mujer, que ahora no recuerdo su nombre, a la que le mataron seis hijos en dos años. Hablaba y parecía que se hubiera puesto una coraza ante el dolor. Fue la que más me dejó ver cómo las mujeres son capaces de sobreponerse a tanto daño.

Y hubo algo más: también me sentí identificado desde mi lado personal, porque yo había pasado por una experiencia familiar parecida. Durante unos años conviví con mi abuela a quien le habían matado a su esposo y pude ver cómo su vida quedó limitada, nunca más tuvo pareja y se dedicó solamente a criar a los hijos y a los nietos.

Entonces, yo creo que esa conexión con Trujillo nació de esa relación que establecí con las mujeres de Afavit y el hecho de que yo veía en ellas algo de mi abuela.

En todo este tiempo comprometido con el caso Trujillo has realizado una producción periodística junto con algunos reporteros que han estado allá cubriendo diferentes lados de este caso. A la vez, hiciste el registro de la obra Magdalenas por el Cauca. Y a la vez, llevaste la impronta de captar imágenes más artísticas para tus ensayos fotográficos. ¿Cómo respondías a este trabajo de tres cabezas?

R/ Lo primero es que cuando me comprometí con Afavit y esas mujeres sabía que debía hacer fotos que ayudaran a documentar el proceso de la organización social y sabía que debía ayudar a visibilizar estas historias en medios de comunicación. Entonces, trabajaba registrando la obra Magdalenas por el Cauca y trabajaba colaborando con los periodistas que publicaban artículos. En el camino daba forma a mis intereses artísticos planeando una obra más simbólica.

¿Todo ocurrió al mismo tiempo? ¿Cómo fueron esos períodos de producción?

R/ Empezó en 2008, cuando estuve en Guayabito, ese caserío a orilla del Cauca entre Obando y Cartago, viendo a Yorlady Ruiz y a Gabriel Posada haciendo las Magdalenas que lanzaron ese año, y dándome cuenta de que esa obra no tenía ni fotógrafo ni videógrafo. Ya en Trujillo, en 2010, empecé a hacer para ellos dos tipos de foto: las de los talleres con la comunidad en los que elaboraban las balsas y luego el registro de la puesta en escena de esa segunda edición de las Magdalenas, el 17 de abril 2010. Al año siguiente, 2011, me vinculé con la hermana Maritze, de Afavit, y le dije: “Yo le voy a hacer el acompañamiento con la fotografía”. Asumí el lugar de ser el fotógrafo de la organización. De hecho, yo iba a las reuniones de Afavit solo a escuchar el desarrollo del proceso. Luego de las reuniones, me iba con la hermana a hacer recorridos.

¿Cambiaba tu manera de mirar o de usar la cámara cuando sabías específicamente que las fotos iban para medios de comunicación?

R/ No, no cambió. La razón es que ese trabajo en Trujillo lo tomé como un modo de vida, porque construí una relación muy fuerte con el entorno y con la gente y eso determinó mi forma de producir imágenes. Yo creo que nunca hice fotos pensando en lo que necesitaban los periodistas y sus textos. Más bien, todo lo que yo iba haciendo procuraba que sirviera para documentar los procesos y para acompañar o ilustrar una crónica. De hecho, mi método es no ir nunca junto al periodista. Siempre voy por mi lado y veo cómo coinciden las imágenes con lo que el periodista puso en su texto.

¿Qué destino tuvieron todas esas fotos del proceso de Afavit?

R/ Ellos tienen una copia. Y le entregué otra copia al Ministerio de Cultura. Dejé autorizado que las fotos fueran de uso público siempre y cuando tuvieran fines culturales y de divulgación. Y pasó que en febrero de 2013 mataron a una de las mujeres de Afavit, a Alba Mery Chilito. Y la foto que ilustró el artículo del crimen en el periódico El Espectador fue la que yo le tomé y que hace parte de ese archivo. Esa era la intención. Que mi trabajo ayudara a hacer más visible a Afavit.

Ahora bien, lo que he registrado desde 2013 para acá lo tengo yo y la hermana Maritze de vez en cuando me pide alguna que otra foto.

El día que por primera vez llegaste a Trujillo sostuviste un encuentro con Jesús Abad Colorado. Seguramente, el fotógrafo más representativo de los que se han dedicado a retratar el conflicto armado colombiano y sus consecuencias. ¿Qué me puedes contar de ese encuentro? ¿Te instruyó de alguna manera?

R/ Apenas llegué, la hermana Maritze me envió a hablar con él que justo estaba en el pueblo junto con los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica. Yo sabía de su trabajo y él no del mío. De una manera muy humana, él vio mi inexperiencia con víctimas y me hizo dos recomendaciones: que hablara con las mujeres y que fuera al parque monumento. Que me enfocara en esas dos cosas. Eso hice: fui directo a buscar a dos mujeres que él me propuso, porque ya tenía una amistad fuerte con ellas. Y lo del parque me lo dijo, creo, como una manera de empezar a percibir la atmósfera del lugar.

Las imágenes referenciales de las víctimas y Afavit han sido las de Jesús Abad Colorado. A pesar del tiempo y de que otros fotógrafos y artistas han hecho obra con este caso, me parece que las fotos de Jesús Abad siguen siendo tutelares. Desde el punto de vista técnico y moral, ¿qué te impuso esa obra sobre la tuya?

R/ Yo tenía una memoria de ese lugar por medio de las fotos de Jesús Abad Colorado. Y cuando él me dijo que me enfocara en las mujeres y en el parque, me dejó listo el camino. Ahora bien: la forma de trabajo de él es muy diferente a la mía. Mi búsqueda era más artística. Menos periodística. Aunque, debo decir que hay una parte de la obra de él que es bien artística, una simbología de la guerra que pudo elaborar yendo a los sitios en donde ocurrieron los hechos. Yo no. Lo mío es la evocación a través del cuerpo. El cuerpo es el territorio que puedo interpretar. Te doy un ejemplo: en una serie que llamé Las madres del silencio usé el dejamiento del cuerpo, el deterioro de la piel, para construir la metáfora de la espera. Ellas, vestidas en luto o medio luto, como muestra del dolor. Y las canas como evidencia del paso del tiempo.

Ya que empezaste a citar las series que has hecho en estos trece años de conexión con el caso Trujillo, me gustaría preguntarte por la que hiciste en La Sonora porque me parece la más sintética, quizás la mejor lograda y porque hiciste las fotos, prácticamente, con el fusil apuntándote. Una primera pregunta es por el enfoque: ¿en qué consiste y cómo la describes?

R/ La serie se llama 342, que es el número de víctimas mortales que reporta Afavit. Yo venía trabajando como por tres meses en una serie que luego titulé Marcas huellas y vestigios que son fotografías de todos esos elementos de la memoria creados por los familiares de las víctimas y puestos en las urnas y en las paredes de las criptas del parque monumento. Pero me debía una obra que plásticamente fuera más contundente y que también conectara mucho con la forma de leer el contexto. En ese proceso de conceptualización, recordé que los niños se tapan la cara cuando ven algo que no quieren ver y se me ocurrió hacer unas fotos de los rostros de los niños de La Sonora, y no de Trujillo en general, porque los niños de ese caserío viven en el escenario de la violencia: donde hay fosas comunes, donde patrullan los paramilitares, donde desaparecieron a las personas. Entonces, me arriesgué a ir hasta allá.

 

Son ocho fotos en total. Seis muestran el rostro de los niños cubierto con las manos. Otra es una camiseta con manchas rojas como si fueran sangre, siguiendo un poco El buey desollado, la pintura de Rembrant. Y la otra muestra las manos de una mujer anciana como representación de la espera. Todas son de 1 metro por 1.50. En el parque monumento hay cuatro colgadas. Yo cargo dos. Y las dos restantes no recuerdo bien dónde están; lo más seguro es que estén en el parque monumento, pero no colgadas.

Ese viaje a La Sonora fue de mucho riesgo porque el caserío estaba ocupado por paramilitares ¿Cómo fue ese momento en que subiste allá y tomaste las fotos?

R/ Cuando le hablé a la hermana Maritze de ir a La Sonora, estábamos en los veinte años de la conmemoración de los hechos centrales de la masacre de Trujillo. Ella me dijo que era imposible ir, que allá era meternos en la boca del lobo. Eso fue el viernes en la noche, 2 de abril de 2010. El sábado en la mañana salí temprano para el parque y en el camino la hermana Maritze me dijo que había una posibilidad de ir, porque allá estaban unas hermanas misioneras que estaban pidiendo que les subieran unos alimentos para hacer una comitiva con los niños.

Maritze me previno: que apenas nos bajáramos del jeep, los paras me iban a caer a mí por llevar la cámara. Me dijo que si algo pasaba, que tratara de tocar a la persona; me contó una historia de una vez que la iban a matar y ella empezó a hablarles y a abrazarlos y no la mataron. Efectivamente, llegamos a La Sonora, nos bajamos del jeep y salieron siete pelaos con armas largas. Todos los del jeep se metieron a una casa y quedé solo. El comandante me llamó y me dijo: “usted sabe lo que le puede pasar por estar acá”. Me le acerqué y le puse la mano en el hombro y le dije que yo no venía a meterme con ellos, venía a hacer unas fotos con los niños. Me dijo que me daba diez minutos para que hiciera las fotos y desapareciera.

La Sonora es una mera calle con las casas a lado y lado de la vía. Yo me fui de casa en casa, tocando la puerta. En cada casa me permitieron tomar la foto de los niños. Seguro imaginaban que los paramilitares me habían dejado hacerlo porque allá nada se movía sin que ellos lo permitieran. Terminé y nos montamos a ese jeep, cual de todos con más miedo. Ahora, esa experiencia me dio más fuerza para seguir en el proceso, me hizo enfrentar una realidad que yo no conocía: estar determinado por la amenaza de las armas.

En los años siguientes hiciste más series sobre este caso hasta que en 2021 ganaste la convocatoria Narrativas del Conflicto Armado en el Eje Cafetero, organizado por un colectivo de la Universidad de Caldas llamado La Penúltima Verdad. Tu proyecto fue, justamente, un compendio de todo el trabajo elaborado en Trujillo. Por el numeroso grupo de curadores y toda la atención que tuvo tu obra se me ocurre que fue un reconocimiento de mucha altura. ¿Qué tal fue esa experiencia?

R/ Desde 2011 yo había renunciado a postular mi trabajo a premios y convocatorias. Pero para esta me dejé convencer de unos fotógrafos que conocían parte mi trabajo en Trujillo. Y fue muy satisfactorio para mí. Envié un paquete de 110 fotografías que incluyeron parte de todas las series, parte de la documentación que hice de la obra Magdalenas por el Cauca y parte de la documentación para Afavit. Lo titulé usando la consigna de Afavit: Trujillo, una gota de esperanza en un mar de impunidad.

El grupo de curadores fue muy bueno, hicieron un trabajo muy coherente organizando el material en la sala de exposiciones, que fue la del Centro Cultural Universitario Rogelio Salmona. Además de fotografías en la pared, elaboraron un montaje escénico del río Cauca sobre el piso de la sala. De cierta forma fue un resumen de todos estos años conectado a Trujillo. Luego, me invitaron a participar en un encuentro de filosofía. La obra fue leída y apreciada desde varias perspectivas. Repito, fue muy satisfactorio para mí.  

¿Cómo ha ido cambiando el interés tuyo en el caso Trujillo en todo este tiempo? ¿Hoy qué trabajarías?

R/ En la primera etapa que fue al comienzo, 2010-2012, trabajé con mucha intensidad. La comunidad necesitaba mucho apoyo para que este caso volviera ser mencionado; recuerde que en esa época Trujillo no estaba en la agenda nacional política, no se hablaba de reivindicaciones. Con Magdalenas por el Cauca, con las fotos, con los artículos de prensa, volvió a ser llamado al debate nacional e, incluso, el caso fue más conocido a nivel internacional.

Luego vino el proceso de paz con las Farc y siento que en todo el país se apaciguaron los procesos locales de memoria, en parte porque comenzaron a operar la Comisión de la Verdad y la JEP. En Trujillo, mi proceso con Afavit perdió intensidad, se fue reduciendo a un evento al año, que es la peregrinación y que en 2020 no hubo por la pandemia. En este momento, yo ya voy solamente a las peregrinaciones. Mi archivo sobre este caso ya es gigantesco, creo que en este momento no sería capaz de navegarlo bien.

Pero si volviera a intentar una obra concreta allá, me gustaría volver a La Sonora. Cuando hice los retratos de los niños en 2010 con el rostro cubierto con sus manos, mi plan era volver tiempo después, cuando el país estuviera en mejores condiciones, y hacerles el mismo retrato pero con el rostro descubierto y ya adultos. Esos niños hoy pueden tener 18, 20 años, y han sido testigos del lugar, han convivido con laboratorios de cocaína, con la idea de las fosas comunes, de las desapariciones, con el patrullaje de hombres armados. No sé qué está pasando allá justo en este momento, pero en 2020 intenté ir y no se pudo, me advirtieron que la situación estaba peor. Saber cómo está ese caserío en este momento daría cuenta un poco de lo que está pasando en el país. Vamos a ver cuándo puedo ir.

De las 342 víctimas reportadas por Afavit, más o menos un tercio equivale a los desaparecidos y no todos fueron lanzados al Cauca. De todos modos, hay una relación histórica entre la masacre de Trujillo y el río Cauca como su fosa común. ¿Que significa este río para los sobrevivientes, para Afavit?

R/ Un lugar de terror. Una mujer nos contaba que le habían desaparecido a un hermano y que cuando ella lo estaba buscando aguas abajo, lo único que quería era no encontrarlo porque se imaginaba que lo iba ver amarrado a un árbol, destrozado y comido por los gallinazos. Y esa imagen que ella se imaginaba coincide con la foto de los restos de las víctimas que alcanzaron a ser recuperadas del río, sobre todo con la del padre Tiberio. Los que han visto esa foto saben qué es el terror.

No sé si será una percepción, pero cuando uno va a atravesar el Cauca, desde el municipio de Riofrío en dirección a Trujillo, se siente azaroso por la cantidad de testimonios que uno escucha. La gente allá sí le tiene miedo al río, todos cuentan historias de asesinatos y cadáveres en las aguas, de carros sin placa que aparecían cuando iban a desaparecer a alguien. Y esa desaparición era matarlo y lanzarlo al Cauca. Puede que las nuevas generaciones no lo sientan así, no tengan esa percepción del río, pero la gente que vivió en esos años ochenta y noventa, sí lo siente así.

Yo he recorrido y trabajado esa ladera oriental de la cordillera occidental, desde Trujillo hasta Marmato. Y las comunidades hablan de eso: de cómo matan a la gente y la desaparecen tirándola al río; son muy reconocibles las maneras en que los asesinos se ensañan con los cadáveres, que les amarran piedras al cuerpo para que nunca salga a flote y cosas así.

Es decir, el río Cauca como un mecanismo usual para desaparecer los restos de las víctimas…

R/ Desde el Valle del Cauca hasta La Pintada en Antioquia, ese río es una grandísima fosa común. La violencia bipartidista dejó muertos ahí. La narcoparamilitar lo hizo más evidente, más visible. Y lo que he entendido todos estos años es que lo más terrible de esta violencia es la desaparición de las personas, porque la familia, sobre todo las mujeres, siempre guardan la esperanza de que sus hijos, sus esposos, sus hermanos, algún día van a aparecer, van a aparecer.

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