El café es plata en mano
Texto
Juan Miguel Álvarez
Ilustración
Daniela Hernández
Julio 10 de 2020
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El café es plata en mano
La historia de una líder campesina
Antes y después de la guerra ha estado la tierra. El campesino cafetero lleva consigo el orgullo de la resistencia: no se empuñan las armas, se siembra café, se cuida a la familia y se quiere a los vecinos. Ser caficultor es ser gente de paz.
«La cosecha de este año no estuvo buena”, dice Luz Marina Peñalosa mientras avanza a paso experto por entre el cafetal de su finca. Elude zanjas, esquiva latigazos de ramas, pone la pisada en suelo seguro. “La gente está decepcionada. De a poco se van pasando para el aguacate”. La familia dueña de la finca vecina dejó el café hace años y la del frente dejó que el monte voraz se tomara la tierra. “El precio siempre cae en épocas de cosecha —añade—. Las familias no alcanzan a pagar los créditos”.
Es media mañana y el cielo desnudo de nubes amenaza con darle vida a un sol crematorio. Estamos en la vereda Bajo Palmar, a cuarenta minutos montaña arriba del casco urbano de Viotá. Pueblo de 14 mil habitantes situado a poco más de 80 kilómetros del sur de Bogotá, en la región del Tequendama.
El cafetal de Luz Marina ocupa dos hectáreas, incluida la casa en la que vive con su familia y una enramada en la que surten el beneficio del grano. Esta mujer tiene 59 años, lleva el pelo largo recogido en una cola y usa lentes gruesos redondos. Su vitalidad tiene el vigor de una adolescente. Es esposa, madre, abuela y cuida a su papá en los metros finales de la vida. También es la presidente de una organización campesina llamada Asomucavit, acrónimo de Asociación de Mujeres Caficultoras de Viotá en el Tequendama.
“Mire”, dice y me lleva hasta el extremo de la parcela. Se inclina un poco y extiende las hojas de una especie de palma que no crece más de dos metros. Es una siembra en fila estrica que usa para delimitar el predio. “Esto también se vende, no la pagan muy bien pero algo ayuda”. Son hojas hermosas: alargadas como las del maíz, de contornos color verde mango biche y vetas centrales amarillas. Son apetecidas por floristeros para apuntalar ramos y arreglos suntuosos.
La enseñanza de sus abuelos, la agricultura ancestral, prevaleció por encima de la siembra agroindustrial.
Además de esta palma, el cafetal de Luz Marina y Gilberto Moya —como se llama su esposo— está salpicado por frutales: un limonero allí, un naranjo más acá, un mandarino al pie de la casa, aguacate, plátano y banano. El canto de los pájaros nunca se calla y el suelo conserva el tono oscuro de la fertilidad.
También hay árboles enormes que son un parasol encima del café. Hubo una época en que los técnicos de la Federación Nacional de Cafeteros le enseñaban a los campesinos que debían tumbar cualquier árbol que fuera sombra sobre el cultivo. Así alejaban los bichos traídos por pájaros y animales silvestres, y controlaban la requesedad del terreno con riego constante. Decían que el café necesitaba exposición a plena luz y que entre más palos de café cupieran en una hectárea más dinero ganaría el campesino. En zonas como el Eje Cafetero implementaron este método. Pero en otras regiones del país, como aquí en el suroccidente de Cundinamarca, los campesinos desconfiaron de aquella instrucción y mantuvieron los cultivos como bosques de color y diversidad. “Nunca tumbamos los árboles de sombra ni los de comida”, dice Luz Marina en tono orgulloso.
De años para acá, la Federación invirtió el método. Le dijo a los campesinos que debían volver a la sombra. Por cada cien palos de café, un árbol de ramas generosas. Entonces, en Viotá y en otras pocas regiones del país cantaron victoria: la enseñanza de sus abuelos, la agricultura ancestral, prevaleció por encima de la siembra agroindustrial.
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Poquito o mucho, de mala o buena calidad, mojado o seco, con o sin cosecha, a uno siempre le compran el café.
El café llegó a Viotá a mediados del siglo XIX, luego de haber pasado por los santanderes. Fue un punto estratégico. A medio camino entre Girardot y Bogotá, es decir: entre el río Magdalena —ruta hacia los puertos de la costa atlántica para su exportación— y la capital del país —el más grande mercado nacional—. Aunque al comienzo se constituyeron vastas haciendas productoras, después vino una especie de reforma agraria local.
En los años veinte y treinta del siglo XX, los movimientos campesinos lograron desconcentrar la tenencia de la tierra. La chispa de partida fue a la brava, es decir, ocupaciones repentinas de los predios más retirados de las haciendas. Para el momento en que los propietarios se daban cuenta, los campesinos ya habían levantado vivienda y tumbado palos de café para cultivar alimentos de pancoger y otros de expansión como la caña y el maíz. Si sucedían intentos armados de recuperar los predios y con apoyo de la policía, los campesinos se arremolinaban con sus machetes y asadones. Estas acciones de autodefensa terminaron creando una fuerza campesina llamada La Guardia Roja, que llegó a ser un símbolo de unión civil contra la represión estatal.
Como todas las revoluciones, esta dejó muertos y una sola gran victoria grupal: hacia mediados del siglo XX, más del 70 por ciento de la tierra ya estaba en manos de pequeños productores de café. Fincas de una a tres hectáreas. Una nueva división de la propiedad que aseguró una economía de subsistencia para todas las familias.
En algún momento de estas luchas, el Partido Comunista Colombiano llegó a Viotá. Diversos documentos históricos, entre los que destaca uno de los más recientes Guerrilla y población civil (2016), del Centro Nacional de Memoria Histórica, sitúan esta llegada a finales de los años treinta y le conceden al partido parte del crédito histórico de la fase más temprana de la organización campesina. Pero también hay versiones de gente local que me situaron la llegada de los comunistas una década más tarde: finales de los años cuarenta y entrada la de los cincuenta, cuando ya la reforma agraria estaba consolidada. Sea cual sea la versión más precisa, lo importante es que los comunistas trajeron consigo la idea de la lucha de clases armada, la cimiente del movimiento subversivo.
Fue en Viotá, en 1952 precisamente, en donde tuvo lugar la primera reunión insurgente nacional. Se llamó Primera Conferencia del Movimiento Popular de Liberación Nacional y pretendió sentar a la misma mesa a los líderes de las guerrillas liberales y de las comunistas, para acordar una lucha contra la “oligarquia corrompida” y crear un “campo abierto para la formación de una patria grata a todos los colombianos”.
En los años sesenta y setenta, el comunismo armado que representaba las Farc absorbió o integró —según se mire— a los líderes herederos del movimiento agrario campesino local. El pueblo empezó a ser conocido en el ambiente político nacional como “Viotá, la Roja”. En una de sus veredas funcionó la Escuela de formación de la juventud marxista, coordinada por el mismísimo fundador de las Farc Jacobo Arenas. Su objetivo era educar en marxismo, teoría de guerra y regimen militar a las personas que estaban en carrera para ser comandantes guerrilleros. Jaime Bateman Cayón fue uno de estos alumnos y luego haría parte de la creación del M-19.
En los años ochenta, la guerra se movió hacia zonas más alejadas de la geografía colombiana llevándose la violencia de Viotá y de la región del Tequendama. Pero a mediados de los noventa, en 1994 recuerda Luz Marina, regresaron las Farc y ya no con escuelas de formación ni casas de debate político, sino con el frente 42, es decir, con una avanzada de hombres armados que hacían parte del gran cerco que esta guerrilla le estaba tendiendo a Bogotá.
“Quisiera o no quisiera, uno tenía que colaborarles”, dice Luz Marina. “Nos pusieron a estar con ellos o a estar contra ellos. Uno tenía que ser informante. Que si veíamos el ejército, que qué nos preguntaban, que qué les decíamos. A uno lo citaban en un parte y uno tenía que llegar a esa cita. Si no, se moría. O debía irse desplazado. Ellos no tenían campamento, era peor: se metían a las casas de las familias, pasaban la noche y a uno le tocaba prepararles comida. Eran un montón de personas”.
Durante cinco años, hasta 1999, el frente 42 se encargó de dejar milicianos entre algunas familias campesinas y acondicionar la llegada del frente 22. Este pie de fuerza fue uno de los más criminales de las Farc. Su misión era hacer crecer la tropa y el control territorial. Reclutaron menores de edad, extorsionaban a finqueros y a comerciantes, y asaltaban camiones en la carretera. “Se paraba un guerrillero a la salida del colegio del bajo Palmar y elegía a los niños. ‘Venga pa’cá usted y usted’. Le prometía plata, ayuda a la familia, el cielo y la tierra. Y esos niños se iban con él. Las mujeres se sentían atraídas por el uniforme y el poder de los guerrilleros y se iban con ellos. Fue terrible”, me explica Luz Marina.
Una mañana de lunes festivo en 2001, un guerrillero entró abruptamente a la casa de Luz Marina, la encañó, la sacó en pijama y la llevó hasta el rastrojo del frente. Gilberto, el esposo, no estaba; había madrugado a ordeñar un ganado. La hija mayor y el hijo menor de Luz Marina salieron con ella. El escándalo alertó a los vecinos. Sin dejar de apuntarle con el fusil, el guerrillero acusaba a esta caficultora de ser informante del ejército, de haberse dado cuenta —y no avisar— de que un grupo de soldados se había atrincherado en ese rastrojo para emboscar la avanzada guerrillera. “¿Qué yo soy informante? Eso me lo tienen que comprobar y confrontarme con la persona que les dijo eso a ustedes”, respondió Luz Marina. Que sí, que usted es una informante, insistía el guerrillero y mandó a sus hombres de casa en casa a que recogieran referencias de Luz Marina: si los vecinos confiaban en ella y si la veían con el ejército. Todos los vecinos sacaron la cara por ella: que era una habitante de toda la vida en la vereda y que no tenía nada que ver con el ejército. La tensión se calmó y el guerrillero la liberó no sin antes advertirle que una sospecha más y ahí sí vendría a matarla. “Era el matón del frente 22, le decían Pacho. Un segundón. No me mató gracias a los vecinos y a que mis hijos no me dejaron sola”.
En 2003 sobrevino la retoma del territorio por parte de la fuerza pública. Los helicópteros ametrallaron desde al aire, tropas en tierra barrieron metro a metro, y los paramilitares descuartizaron muchachos acusados de ser milicianos. Toda la comunidad del bajo y alto Palmar debió salir desplazada hacia la cabecera municipal. Una semana duraron en cambuches. Al regresar a sus parcelas, estos campesinos dejaron de ver a la guerrilla. “Todos teníamos temor, pero resultó que no volvimos a ver a los guerrilleros”, dice Luz Marina.
Para ese momento, ella ya se desenvolvía como la líder de la vereda. Había cultivado su vocación y se expresaba con propiedad. Una vez el Sena ofreció cursos y capacitaciones para los campesinos en Viotá, ella se inscribió. Hizo talleres de liderazgo y se fue involucrando en la organización comunitaria. Tomaba la vocería de varias familias y se fue erigiendo en la persona a la que se le confiaban conversaciones con el gobierno local.
En 2013, Luz Marina y su familia junto con las familias más afines, entre las que había parientes, dieron vida a Asomucavit. Primero, se juntaron las mujeres, establecieron los objetivos y obtuvieron el reconomiento legal. Luego, invitaron a sus maridos y a sus hijos. “El sentido de la asociación era crear un espacio de mujeres caficultoras en un medio que ha sido siempre de hombres. Luego invitamos a los hombres y al resto de la familia”.
El propósito económico de la asociación es estandarizar la producción de café para optimizar los costos y ganar más utilidades. En otras zonas y en otro tipo de cultivos, como el de arroz, las asociaciones campesinas pueden servir para contrarrestar la competencia internacional. Reunidos, varios productores juntan sus cosechas y negocian a bajo precio en busca de utilidades por volumen. Pero en el café, además del volumen, las asociaciones buscan elevar la calidad del grano para registrar un mejor perfil de taza —medida que garantiza el precio de compra final— y recibir bonificaciones. También, para reducir los costos de transporte desde las fincas hasta el local de compraventa. Es más barato que entre varios caficultores paguen el flete de un camión.
Desde la fecha de inicio de Asomucavit, Luz Marina puede hacer inventario de logros: se han hecho más fuertes como comunidad, algunas cosechas han obtenido precios más justos y han comprado equipos para tostar y empacar lo que facilita la venta directa al consumidor. A mediano plazo, la meta es adquirir un silo de secado para dejar de perder plata vendiendo café mojado. “Cuando hay cosecha —me explica— no alcanzamos a secar todo el café y nos toca entregarlo así y nos lo pagan mucho más bajito. A veces, ni alcanzamos a recuperar el costo de producción”.
Luz Marina también puede enumerar carencias: la mitad de los miembros fundadores ya no hacen parte de la asociación —hoy son quince— y el precio de compra sigue inestable por situaciones incontrolables: climas adversos, plagas como la broca y caídas frecuentes en la cotización internacional del café. “Hay productores que están a punto de perder la finca”, dice. Y a pesar de ello, estas familias sigue atadas a la caficultura. Puede ser un apego histórico: estas familias son hijas de los hijos de los primeros cafeteros del país. Pero, sobre todo, es un asunto de sobrevivencia. Otros productos no se venden tan fácil ni están protegidos por una federación. En cambio, el café es plata en mano: “Poquito o mucho, de mala o buena calidad, mojado o seco, con o sin cosecha, a uno siempre le compran el café”.
A la luz de la historia del país y de Viotá en particular, por muchas adversidades que padezca, esta asociación de productores resulta ser la prueba de que el movimiento agrario y campesino estuvo antes de la guerra de la lucha de clases y se mantiene luego del paso de las guerrillas. “Esta tierra nuestra es maravillosa”, me dice Luz Marina. “Solo necesitamos que el gobierno nos ayude mejorando las vías, solo pedimos eso, menos corrupción”.