Dibujar la vida parece tan simple
Texto
Isabella Bernal Vega
Ilustración
Opert_ser y La_arboleda
Julio 10 de 2020
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Dibujar la vida
parece tan simple*
La idea ha corrido desde hace tiempo: para los jóvenes colombianos la vida es una impronta de sobreviviencia. Una bala puede cegarla en el instante menos pensado. Y componer una canción o un verso de rap son formas de resistencia.
—crecí en Itagüí, con once parceros más, todos hombres que nacieron el mismo año que yo: 1996. Hoy, de esos once, solo tres quedamos vivos y uno de ellos está en la cárcel.
Me dijo Juan Galeano, un rapero a quien sus rasgos infantiles le esconden varias cicatrices. Estábamos en la habitación de un hotel en el centro de Cali a principios de octubre de 2019.
—Jason fue el primero al que asesinaron. Había empezado a consumir marihuana hacía rato. Dos manes se lo llevaron de la puerta de la casa y le pegaron doce tiros en la cabeza. Ese fue mi primer acercamiento a eso tan teso de la tal limpieza social.
A Juan lo conocí por redes sociales. Me había escrito para pedirme una copia de mi tesis de maestría, —algo que todavía sigo sin entender cómo encontró— pero en lo que coincidimos era en la idea de que la agenda para el posconflicto en Colombia debía tener como base el trabajo comunitario. En ese momento él vivía en Medellín y yo en Nueva York, y nadie diría que meses más tarde íbamos a vernos en Cali. El día que me contó su historia se me presentó con una sonrisa tímida dibujada en sus mejillas redondas que me arropó con la simpatía que me producen los hombres corpulentos.
Juan nació en un barrio sin policías, pero amparado por la Oficina de Envigado, una banda de sicarios que operaba como casa de cuentas de cobro para narcos y que fue la ley en muchos suburbios del área metropolitana de Medellín durante al menos una década, entre finales de los noventa y el 2009.
Cuando la mamá de Juan y sus once vecinas quedaron embarazadas, el orden lo barajaba alias Don Berna, un poderoso jefe paramilitar que tomó el control de Medellín después de la muerte de Pablo Escobar. Sin embargo, en 2008 cuando el Gobierno Nacional lo extraditó para que lo juzgaran en Estados Unidos, se prendió una guerra entre dos de sus lugartenientes, alias Sebastián y alias Valenciano, que terminó fraccionando el poder criminal en esa área metropolitana. En 2009, Itagüí, el municipio donde nació Juan, situado al sur de Medellín, pasó de 93 a 319 asesinatos al año. Fue el momento de más muertes violentas de la década en Antioquia, según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses. En solo Medellín llegó a haber unos dos mil homicidios.
—En ese tiempo estábamos en octavo, los once bajábamos a estudiar al mismo colegio y nos devolvíamos juntos. Como ya teníamos 13, 14 años empezó a aparecer el parche, la fiesta, el trago, el cigarrillo. Toda esa inquietud de adolescente que le llega a uno. Algunos empezaron a fumar mucho, otros probamos la marihuana y no nos pareció gran cosa. Los del barrio que fumaban se parchaban en el parque. Y a los que les gustaba empezaron a hacerles mandados y vueltas a los calientes.
Con “los calientes”, Juan se refería a los pelaos que ya se habían estrenado como sicarios. En este país la mayoría de quienes matan por encargo son hombres menores de 29 años y los que son considerados profesionales sólo usan revólver calibre 38 pues es la única arma que no se encascara, es decir que estalla el disparo pero no sale el proyectil. A pesar de que al tambor de un revólver sólo le caben seis balas —muchas menos que al proveedor de una pistola de 9 milímetros, que habitualmente es de 16 cartuchos—, se presume sobre la precisión de esta arma: donde el gatillero pone el ojo es muerte fija.
—El martes que mataron a Jason —siguió contándome Juan— como a las ocho y cinco de la noche sonaron doce disparos. Ahí mismo salimos todos. A esa hora cada quien estaba comiendo en su casa “¿Dónde está Jason? ¿Dónde está Jason?”. La gente que venía entrando decía que había un muerto tirado a las afueras, pero era imposible que fuera él porque ya existía la frontera y los únicos que podían cruzarla a esa hora eran los señores de edad que llegaban de trabajar; los jóvenes, paila.
La palabra frontera significa una calle que traza el punto permitido hasta el que pueden transitar los residentes de un barrio. De cruzarlo, quedan en riesgo de muerte por parte de un enemigo invisible perteneciente al barrio vecino.
***
La llamada limpieza social de la que Juan me hablaba, comenzó en Colombia como un fenómeno de justicia a mano propia que se vio expresado de manera particular en cada contexto ya fuera rural o urbano. En Bogotá, por ejemplo, según el informe Limpieza Social: una violencia mal nombrada del Centro de Memoria Histórica, se volvió común en las zonas de comercio como los San Andresito donde los dueños de los negocios se unían para cuidar la seguridad de la zona y tratar de mantenerla “limpia” de ladrones, habitantes de calle, travestis; todo lo que oliera a indigencia y drogadicción. El acceso al servicio era muy fácil, tener efectivo para pagarle a un sicario. Entre varios comerciantes conseguían el plante, contactaban al personaje y al final, cuando la vuelta estaba hecha, le achacaban el crimen a la mano negra; no había responsables.
En el campo, la limpieza social ha sido más una expresión de control territorial por parte de las guerrillas y los paramilitares que una práctica con actores invisibles. En los momentos más álgidos de la guerra estos grupos impusieron pautas de convivencia ancladas a prácticas conservadoras, a partir de las cuales buscaron controlar a la población. Según Carlos Montoya, abogado de la Justicia Especial para la Paz (JEP), la génesis del conservadurismo hacia el consumo de drogas psicoactivas tiene que ver con el rechazo campesino —sobre todo de las generaciones mayores— a la imagen del “vicioso”. Durante las “marchas cocaleras” de 1996, que en realidad fueron movilizaciones de campesinos cultivadores de coca, la consigna siempre fue: “Nosotros cultivamos, pero no consumimos”. En regiones en las que históricamente se ha cultivado coca y marihuana, el consumo entre los cultivadores y en las comunidades aledañas ha sido mínimo.
La raíz cultural del consumo de drogas en Colombia arrancó en los años veinte cuando el puerto de Barranquilla recibía la cocaína que llegaba de Alemania a través de la farmacéutica Merck. Esa misma cocaína, empleada para ensayos clínicos, con el tiempo se empezó a usar de manera recreativa. Tanto, que en los años sesenta un grupo de paisas —que es como se le llama en Colombia a quienes nacen en la región de Antioquia y el Eje Cafetero— organizaron un concierto de rock para la élite con el que quisieron imitar el festival Woodstock de Estados Unidos. La fiesta duró tres días en una finca en el municipio de La Estrella, Antioquia, y fue publicitada por Álvaro Villegas, en ese entonces alcalde de Medellín; hasta la presentadora de televisión Gloria Valencia de Castaño asistió al rumbón. Ese evento reveló el impacto que estaban teniendo las drogas en la juventud y su implícita aceptación social.
Para los años ochenta, los ricos de Bogotá eran quienes frecuentaban los populares clubes de bazuco. En 1986, la revista Semana le dedicó un artículo a este tema en el que mostraba que fumar esta droga se había convertido en el vicio de moda entre los ejecutivos: “Los lugares son discretos, todos los que van allí son bazuqueros y en consecuencia están tranquilos. Los automóviles se dejan a una distancia prudencial: Mercedes, Renault 18, BMWs… Porque a pesar de su aspecto burdo y de su precio relativamente bajo el bazuco es una droga de gente con dinero”.
Julián Quintero director de Échele Cabeza, una organización que trabaja para la regulación y el uso de drogas recreativas, me contó alguna vez que durante encuentros previos al proceso de paz con los paramilitares había sido invitado por Ernesto Báez —el importante ideólogo de organización paramilitar AUC—, a varias fiestas en Santafé de Ralito. “Eran fiestas con cocaína de altísima calidad que era consumida por los mandos altos y los mandos medios. Para ellos, el consumo de marihuana estaba asociado al hipismo, al liberalismo, a la anarquía, a la izquierda. Mientras que el consumo de cocaína estaba asociado a la élite”.
Todo este entramado de circunstancias me cruzaba la cabeza mientras escuchaba a Juan reclinado sobre la silla del escritorio. Meses atrás no hubiera imaginado que ese muchacho de tenis Nike y camisa planchada pudiera contener un universo de circunstancias que resumía la historia de muchos a quienes la vida quiso condenar a la tragedia. Él hubiera podido ser uno de la Oficina de Envigado o camuflarse en un grupo paramilitar si el miedo a terminar igual que alguno de sus amigos del barrio le hubiera ganado. Pero Juan contaba su historia con una suavidad que no avisaba ningún rasgo de dolor, como si después de haber mirado de frente a la muerte ahora estuviera en paz con la injusticia.
—Cuando mataron a Jason las cosas se calentaron mucho. Varios del colegio que eran del bando enemigo se salieron de estudiar y otros parceros nuestros también. Muchos dijeron: “la chimba, vamos a vengar la muerte de Jay”. Después de eso mataron a Johnny, a Anderson, a Pablo, a Cristián… en total cayeron seis de nosotros. Al final, solo tres íbamos al colegio. Supuestamente, que por ser sanos no se iban a meter con nosotros. Pero qué va, terminaron matando a Mateo sabiendo que él no fumaba ni nada. Después de eso arrancó una matanza entre sanos que hasta llegaron a darle a un niño de 2 años, le pegaron dos tiros en la cabeza y se salvó de milagro. Ahí está, ya tiene 12.
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Ilustración La_Arboleda
En Colombia son escasos los antecedentes consignados en los tribunales de justicia que reconocen a las víctimas asociadas al consumo de drogas. Si bien, el Centro Nacional de Memoria Histórica estima que entre 1988 y 2013 hubo casi cinco mil muertes producto de la limpieza social, este fenómeno sigue siendo subestimado pues la mayoría de las víctimas se relacionan con otras formas de violencia, incluso con ajustes de cuentas entre delincuentes. Si de algo sirve el testimonio de Juan es para dar cuenta de que muchos jóvenes como él no han podido ejercer lo que quedó escrito en la Constitución de 1991 como el “libre desarrollo de la personalidad”, pues pareciera que el consumo de sustancias en Colombia es también un privilegio de élite, de quienes pueden hacerlo cómodamente en sus esferas privadas y desde una posición de poder que los hace exentos del escarnio público.
—El día en que decidí irme del barrio fue el mismo día en que me salvé. Iba bajando a un centro comercial con mi hermana que estaba cumpliendo años cuando apareció un man y me puso un arma en la cabeza. Disparó, pero la pistola se le encascaró. Ese día supe que allí estaban matando a cualquiera. Me fui a vivir solo a otro barrio mientras terminaba el colegio y de allá pegué para Envigado a trabajar en una empresa de transporte. Mientras estaba en eso me presenté a la Universidad de Antioquia.
Juan hace parte de una generación a la que el tráfico ilegal de drogas le embolató el futuro. Jóvenes al borde del delito, desempleados, marginados del sistema educativo y con familias laceradas por las guerras rurales y las distintas violencias que ha dejado el narcotráfico; una generación a merced de la doble moral y condicionada por un prohibicionismo que los ha obligado a creer que la droga es un castigo y no una decisión.
No se vayan nunca, los quiero para siempre, dibujar la vida parece tan simple… es la primera estrofa que Juan le canta hoy a sus amigos, pero no a quienes murieron cuando todavía eran adolescentes sino a esos que le dispararon creyendo que él también era su enemigo.
—Es muy teso pasar de odiar a personas que le hicieron daño a mis amigos y a un territorio, a un barrio, a estar hoy construyendo la vida con ellos mismos y en ese lugar. El Hormiguero, que es la casa donde trabajo, queda en el barrio que antes veía como enemigo.
Cuando alias Sebastián y alias Valenciano firmaron el pacto del fusil —un acuerdo de palabra que concertaron cuando la DEA llegó a tratar de controlar la violencia en Medellín según investigaciones realizadas por el portal Verdad Abierta—, se acabó la pelea entre los barrios pues a ninguno de los dos le convenía la vigilancia extranjera para el movimiento del microtráfico de droga. Sin embargo, a pesar de que se borraron las barreras entre los barrios, la gente siguió sintiendo miedo de cruzar al otro lado. Juan se demoró tres años en atravesar las escaleras en las que encontró a Jason desplomado. Lo hizo el día en que quienes antes habían sido sus enemigos de barrio lo invitaron a cantar en El Hormiguero, un centro cultural que nació espontáneamente de los sobrevivientes —de uno y otro bando—, de esas balas cruzadas entre niños.
Ya han pasado ocho años desde ese día. Ocho años lleva componiendo y cantando canciones de rap y trabajando con quienes antes pudieron ser sus victimarios. Entre todos sostienen un ecosistema emocional a través de la música para que los niños no repitan la historia que a ellos les tocó vivir.
* Esta crónica es un aporte de BaudóAP a #HablemosDeConsumidoresDeDrogas una conversación promovida por @MutanteOrg que busca hablar, comprender y actuar frente a las violencias sufridas por los consumidores de drogas en la historia reciente colombiana.