Texto: Juan Miguel Álvarez
TW: @cronista77
IG: @vidacronica
Ilustración: Maria José Porras
IG: @iofi.bina
Despachos de la pandemia (desde el encierro)
Despacho #4
“No tenemos cómo defendernos de la epidemia”
Ayer 11 de abril, el reporte del Instituo Nacional de Salud confirmó el primer caso de un infectado por Covid-19 en Quibdó, Chocó. Los habitantes de esta ciudad le temen a la enfermedad, pero como tampoco quieren morir de hambre se arriesgan al contagio trabajando en la calle. La crisis los ha puesto entre la inanición y el virus.
A comienzos de abril, hace apenas unos diez días, circuló un video en redes sociales que mostraba lo que estaba sucediendo en la plaza de mercado de la ciudad de Quibdó. Una cantidad incontable de embarcaciones pequeñas —entre las que había canoas, botes y lanchas— se encontraba descargando pescado y plátano en la plaza de mercado a orillas del río Atrato. Mientras unos bajaban estos alimentos, otros se dedicaban a limpiar el pescado, a desescamarlo y a repartir el plátano. La gente subía y bajaba, se saludaba, sonreía, conversaba. El lugar se encontraba atiborrado de campesinos que recién habían llegado de sus comunidades para vender estos productos. Era el primer día de subienda y el bocachico aleteaba abundante entre los canastos de los pescadores.
No era una escena exótica o irreconocible, salvo por el detalle de que ya regía la orden presidencial de cuarentena en todo el país. Ninguno de los rostros del video —que era un clip casero tomado con celular— estaba protegido con mascarilla o tapaboca, ni nadie se distanciaba de nadie los dos metros recomendados. En esta plaza de mercado, al menos durante ese primer día de la subienda, parecía no existir el temor a contagiarse del virus Covid-19. “Han sido días normales en el mercado”, me confirmó ‘El Murcy’, un joven fotógrafo raizal llamado Jeison Riascos. “Se ve lleno de gente porque aquí se vive de lo que se produce en el día a día. Muy pocos se pueden quedar en su casa sin hacer nada”.
A unas cuantas cuadras de allí, en una calle peatonal conocida popularmente como la Alameda, sucede algo parecido. Los vendedores estacionales y ambulantes que habitualmente llenan este sector con sus puestos de trabajo no han dejado de hacerlo a pesar del decreto de aislamiento social. “Tenemos que ser flexibles”, me dijo Javier Moreno, el secretario de gobierno municipal. “Sabemos las condiciones de pobreza de estas personas y por más ayudas humanitarias que entreguemos no damos abasto para suplir todas las necesidades de la gente”.
Quibdó está habitado por unas 130.000 personas y es la capital del departamento del Chocó. Territorio selvático cruzado por ríos largos y caudalosos. La región colombiana más extensa sobre la costa del oceáno Pacífico. En varias oportunidades, las mediciones han permitido concluir que este es el lugar con el mayor índice de necesidades básicas insatisfechas del país; en otras palabras, el más pobre. También es uno de los más afectados por el conflicto armado y hoy, luego de tres años de firmado el acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las Farc, sigue siendo escenario de enfrentamientos armados, combates, bombardeos y desplazamientos forzados masivos. Según Moreno, al menos el 30% de la población de Quibdó es víctima del conflicto armado.
A estas cifras se suman la de desempleo y la de ocupación informal. En una ciudad sin industria y sin fuentes de trabajo numeroso, en la que el mayor empleador es el Estado, la cantidad de gente desempleada ha rondado el 19% desde hace dos décadas. El indicador de 2019 fue 18.9%. Cifras que representan casi el doble del porcentaje consolidado nacional, cuyo registro más reciente fue del 10.5%.
Y luego, las cuotas de informalidad: de acuerdo a las estimaciones de la Secretaría de Gobierno de Quibdó cerca del 65% de la población vive del rebusque diario. Esto quiere decir que unas 70.000 personas pisan la calle todos los días persiguiendo el sustento cotidiano. Los tres sectores más representativos de este rebusque son: uno, la minería informal y la madera que son los campesinos que hasta antes de este encierro llegaban a Quibdó, provenientes de zonas apartadas, a vender oro y madera en las compraventas; dos, los campesinos cultivadores y pescadores, que así como se ha visto en estos días de subienda, arriban a la plaza de mercado a dejar lo que cosechan en la semana; y tres, los conductores de moto que transportan gente por la ciudad y que son conocidos como ‘rapimoteros’.
Tras la cuarentena, los mineros y madereros no han vuelto a vender nada porque las compraventas permanecen cerradas. Los cultivadores y pescadores han vendido mucho menos que siempre porque la demanda se ha reducido a menos de la mitad. Y los rapimoteros, prácticamente, tienen sus motos quietas.
Jaminton Robledo es un líder social de los barrios del norte de Quibdó. Esta zona de la ciudad se ha ido levantando desde hace unos 25 años para reubicar a las familias víctimas del conflicto armado que debieron desplazarse de sus comunidades lejanas y venirse para la capital. A juicio de Robledo esta zona puede estar habitada por unos 40.000 chocoanos que antes de haber sido violentados por la guerra se dedicaban a las labores del campo. En promedio, cada casa puede estar habitada por siete personas: papá, mamá, hijos y algún nieto.
“Los trabajadores más afectados del norte de Quibdó son los rapimoteros y los peluqueros”, me dijo. “En general, población joven”. Hay familias que dependen exclusivamente de lo que produzcan sus hijos peluqueros o rapimoteros. Es difícil encontrar familias con hijos en carreras universitarias o desempeñándose en puestos de trabajo formales en oficinas. El ejemplo usual podría ser que el papá, si no es muy viejo, trata de ganar algo de dinero —unos 10.000 pesos diarios— como vendedor ambulante; la mamá, si no está enferma, se encarga de los trabajos domésticos y recibe ayuda de sus hijas menores; los hijos mayores, si tienen moto, voltean todo el día y parte de la noche transportando gente y pueden ganarse unos 20.000 pesos en total. Pero si no tienen moto, siguen los pasos del papá ofreciendo alimentos o cachivaches en las calles del centro de Quibdó. En conclusión: hasta antes de la cuarentena una de estas familias vivía con unos 30.000 pesos diarios.
“Y ahora nada”, agregó Jaminton. “Los rapimoteros llegan hasta el puente de Huapango, que es la división del norte con el centro de la ciudad. Ahí miran si les sale una carrera, si no hay policía haciendo controles, si pueden seguir trabajando. Se arriesgan a que las autoridades les quiten la moto y les impongan un comparendo por violar la cuarentena”.
No hace mucho, Jaminton acompañó la repartición de 200 mercados que la Secretaría de Inclusión Social del municipio distribuyó entre los adultos mayores del norte de Quibdó. “Cada mercado era un pollo, unos pescados y unos plátanos. Comida para el día de una familia”. Alrededor del punto de entrega se aglomeraron personas jóvenes que no iban a recibir esta ayuda. Uno de ellos que es rapimotero le dijo a Jaminton: “Profe, deme un mercadito a mí. Estoy llevado. No tengo nada en mi casa y mi familia depende de mí”. Jaminton no pudo ayudarlo. Los funcionarios de la Secretaría le contestaron al muchacho que más adelante habría ayudas humanitarias para otros sectores de la población.
“Aquí al norte de Quibdó no ha llegado ninguna otra ayuda humanitaria más que esos 200 mercados”, me dijo Jaminton. “El Gobierno Nacional los ha anunciado, la gente los escucha, pero no se han visto. Tenga en cuenta la cifra: 200 mercados para una zona que tiene 40.000 habitantes”.
Uno de los barrios más representativos del norte de Quibdó es El Reposo. Tiene tres etapas, la última de las cuales se llama ‘Dos de mayo’ y surgió como solución de vivienda para los desplazados de la masacre de Bojayá —ocurrida el 2 de mayo de 2002—. Uno de los líderes más queridos por los jóvenes es Jonathan Martínez. Hace unos meses que lo conocí me dio una de las definiciones más esclarecedoras y sencillas de lo que significa ser líder social en un suburbio marginal: “Ponerle siempre la cara a los problemas que uno puede ayudar a resolver”.
En este barrio, Martínez creó una escuela y grupo de baile llamado Black Boys Chocó que hoy agrupa a más de 200 niños. Durante esta cuarentena, este grupo ha querido suavizar el encierro compartiendo videos de baile que pueden ser tutoriales para un aprendiz —veánlos y sigan la cuenta aquí —. “Queremos que los niños se queden en la casa y se cuiden, que no tengan que salir a la calle a rebuscarse el sustento de sus familias. Pero para eso necesitamos que el Gobierno Local ayude, que la Presidencia ayude”.
Jonathan me dijo que en El Reposo la gente está cumpliendo la cuarentena a medias. Y que es entendible. Solo unas pocas familias pueden quedarse en sus casas y seguir aguantando. Pero la mayoría, no. Él teme que en medio de esta crisis algunos de los jóvenes que se sientan inútiles, olvidados por el Estado y hambrientos se pasen a la delincuencia. “Es lo que aquí puede suceder. Las bandas delincuenciales están ahí, son una opción y los jóvenes no van a dejar morir de hambre a sus familias ni a ellos mismos. Todo el trabajo de paz y tejido social que hemos construido en estos años en El Reposo se puede dañar en esta crisis”. Agregó que con el anuncio de la extensión de la cuarentena las familias del norte de Quibdó quedaron en vilo porque ya están en el último momento de resistencia. “Si el Gobierno no le da de comer a la gente, la gente se va hacer sentir. No solo van a violar la cuarentena, sino que nadie evitará que saqueen los supermercados. El día de la quema se verá el humo”.
El día en que la Organización Mundial de la Salud le recomendó a los países del mundo que la mejor estrategia para empezar a mitigar el contagio del Covid-19 era el aislamiento social —el encierro de los infectados, la cuarentena y el cierre completo de ciudades— los países pobres contestaron que es una medida funcional para países ricos o sin graves carencias de empleo, sin hambre y con el sustento asegurado. Pero en los pobres, donde la comida diaria depende de lo que sea capaz de producir cada persona en el día, el aislamiento social solo agrava el problema porque pone a la gente entre dos opciones: el hambre o el virus.
“No nos ha llegado nada de las ayudas humanitarias por parte del Gobierno Nacional”, me dijo Javier Moreno, el secretario de gobierno municipal. “En el hospital de Quibdó solo hay 28 camas de cuidados intensivos y el departamento tiene más de 500.000 habitantes. Al personal médico que labora allí se le deben más de seis meses de salarios. No tenemos cómo defendernos de la epidemia. Ayúdemos con esta publicación, que el Gobierno Nacional sepa que estamos a merced del virus”.
“Aquí la gente sabe que si no trabaja no come”, me dijo El Murcy. “Mientras deban seguir yendo a la plaza de mercado a ver qué consiguen, seguirán yendo. Nadie se va a quedar quieto”.
“La gente ya está desesperada. Yo calculo que pueden aguantar tres o cuatro días más, pero si no reciben ayuda nadie va a esperar a que termine la cuarentena el 27 de abril. Se la van a jugar: ‘o me mata el virus o me mata el hambre’”, me dijo Jaminton.
Y Jonathan cerró: “Yo le digo al Presidente: póngase la mano en el corazón y ayude al Chocó”.