Construir la voz de una comunidad

Construir la voz de una comunidad

Texto

Juan Miguel Álvarez

Ilustración

Angélica Correa Osorio

Julio 21 de 2023

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Construir la voz de una comunidad

Una conversación con Isabella Bernal

Pocos temas más debatidos hoy que el impacto ambiental causado por la minería a gran escala. En esta entrevista, la reportera colombiana habla sobre las estrategias narrativas que permiten visitar el tema una y otra vez, sin redundar; describe el trabajo detrás de cámara para desarrollar su documental Verde como el oro y reflexiona sobre la transformación de una comunidad campesina que ya es cuidadora de vida.

El 25 de octubre de 2021, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (Anla) archivó la solicitud de la Anglo Gold Ashanti con la que aspiraba a iniciar la explotación de cobre, plata y oro en el proyecto Quebradona, una serie de socavones en tierras de un apacible pueblo del suroeste antioqueño llamado Jericó.

            “Archivó” significa que la Anla no se dejó convencer del estudio de impacto ambiental presentado y guardó el proceso en un cajón de espera mientras la multinacional vuelve a elaborar uno nuevo que subsane e integre lo que el anterior omitió.

            En todo caso, fue una decisión estatal que buena parte de la gente de la región entendió como una victoria. La resistencia de la comunidad contra la minera suma por lo menos una década y ha logrado concitar la unión de una cantidad de sectores diversos, incluso contrarios. En Jericó, por dar una idea, partidos políticos opuestos terminaron coreando las mismas consignas. Igual con figuras de importancia nacional como el expresidente Uribe Vélez y su senadora consentida Paloma Valencia, que públicamente se opusieron a Quebradona tal como lo hicieron políticos de izquierda como Jorge Enrique Robledo y de centro izquierda como Iván Marulanda.

            El movimiento cívico que inició esta sublevación se llama Salvemos al Suroeste y durante los meses previos a la decisión de la Anla, es decir, entre finales de 2020 y comienzos de 2021, su energía activista se concentró en contactar a periodistas y a personajes de medios de comunicación que pudieran sentirse identificados con el objetivo de detener el afán extractivista.

            Así llegaron a Isabella Bernal, reportera y directora de documentales reconocida por su trabajo en temas políticos, derechos humanos y ambientales. Bernal llegó a una reunión con los líderes de Salvemos al Suroeste en la que le contaron, entre otras cosas, sobre el grave peligro de perder especies animales y vegetales si el proyecto minero recibía la licencia ambiental. El movimiento invitó a la reportera a que apoyara la causa. Bernal dijo que no era activista, pero se le ocurría que su aporte podía ser el de construir una historia alrededor del problema y darle una difusión que ayudara a que más gente se dejara tocar por el asunto.

            Pocos días después, echándole cabeza al enfoque de la historia, fue el fotógrafo Federico Ríos quien le hizo caer en cuenta de que en el país ya había muchos casos de minería en los que se narraba la historia de la manera más usual: la comunidad local versus el capital global o la contaminación versus la producción de riqueza. Y la invitó a que reflexionara sobre un posible aspecto que hiciera de este caso algo distinto. “¿Hay alguna especie fundamental que esté amenazada?”, preguntó Ríos.

            Tras una pesquisa inicial, Bernal encontró que en esos bosques de los andes tropicales característicos del suroeste antioqueño habitan tres especies sombrilla: el águila crestada, el puma y el oso andino también conocido como oso de anteojos. Tres animales que requieren de enormes extensiones de tierra para vivir y perpetuarse, y cuya protección garantiza la conservación indirecta de muchas otras especies del hábitat.

            Consultó luego con un grupo de biólogos conocedores de la zona quienes le dijeron que ellos tenían pruebas de la existencia del oso andino porque tenían imágenes captadas por cámaras trampa justo en las áreas que iban a ser impactadas por las obras del proyecto Quebradona. Bernal entrevió la historia en ese momento: un documental enfocado en la importancia del oso andino para la conservación de la biodiversidad de los bosques del suroeste antioqueño, como argumento definitivo para ayudar a atajar la codicia minera.

            La reportera tomó distancia de cualquier actividad que pudiera ser entendida como activismo y postuló esta historia a la beca Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center, con tal destino que a finales de 2020 le enviaron la notificación de ganadora.

            Isabella Bernal tiene 33 años y ha logrado edificar una carrera brillante cuya materia de trabajo ha sido la imagen fija y en movimiento, y el texto en menor medida. En 2019 obtuvo el grado en Documental y Periodismo Visual del International Center of Photography como beneficiaria de la beca The Wall Street Journal. Y en 2018 fue finalista del Premio Gabo con un documental titulado El Naya: la ruta oculta de la cocaína, en el que recorre el que era el camino más peligroso de Colombia: el que lleva la cocaína pura desde los cristalizaderos ocultos en los filos de la cordillera occidental hasta los embarcaderos en el puerto de Buenaventura para salir exportada hacia Estados Unidos y demás países consumidores.

            Conocí a Isabella en 2016, justo al comienzo del viaje que la llevaría al Naya. Tomamos el avión en Bogotá y no más pisamos el aeropuerto de Cali, ella se despidió de todo el grupo —éramos unos ocho periodistas entre hombres y mujeres— y cogió rumbo propio hacia el lugar en que sostendría contacto con quien la iba a internar en la selva del pacífico sur. La volví a ver meses más tarde, cuando ya crecía el rumor de que su película sobre la ruta del Naya era una de las producciones más reveladoras y valientes del periodismo colombiano.

            Desde eso, en BaudóAP la hemos invitado a que escriba historias para nuestra sección de Afluentes y lo hemos logrado en un par de veces. Mientras que ella se decide a entregarnos una nueva pieza visual o escrita, quise entrevistarla sobre su película Verde como el oro, el documental producido con la beca del Pulitzer Center en el que pone a protagonizar al oso andino como advertencia del daño que sería permitir la minería industrial en los bosques de Jericó.

            J.M.A.: La pregunta inicial es por el oso andino como guía de la historia, en una zona en la que hay suficientes personas con sus historias heroicas de resistencia. ¿Por qué un animal y no una persona que lucha contra una multinacional?

            I.B.: Fue una estrategia narrativa. Utilizamos la figura del oso andino para contar la historia de resistencia campesina contra el proyecto minero. Esta especie nos permitía mostrar las posibles afectaciones que tendría una mina a cielo abierto en ese territorio. Y evitamos elegir de protagonista a un ser humano, a un líder social, por la coyuntura del país: se sabe que acá están matando a los líderes sociales y no queríamos poner a nadie en ese lugar de riesgo.

            Hay dos aspectos de la participación directa de los campesinos que, me parece, sobresalen en la película. Uno es que no te preocupas por aclararle a la audiencia cómo se llaman, no nos enteramos de sus nombres de manera directa sino eventualmente por las conversaciones entre ellos. ¿Por qué?

            I.B.: Porque no se trataba de una historia protagonizada por un personaje, porque no queríamos atribuirle a una persona todo lo que se dice en la película. De hecho, la estrategia de filmar lejos, a veces ni siquiera se ven las caras, tiene que ver con la intención de construir una voz colectiva. La voz de una comunidad. Y esta manera está inspirada en documentalistas que han hecho retratos de comunidades. Vengo del periodismo, pero ahora estoy en la exploración de la imagen. Y esto de filmar lejos, casi sin rostros, sin nombres propios fue para no atribuirle nada a personas concretas, sino a una comunidad.

            ¿De ahí que el documental esté elaborado a partir de conversaciones entre los campesinos y no se vea un testimonio directo a la cámara como si fuera resultado de una entrevista?

            I.B.: Claro. La manera de hacer el guión fue desde la conversación entre ellos y no desde la entrevista conmigo. No queríamos que esto fuera un reportaje en el que se encarara a las personas. Queríamos que fuera una cámara que observa lo que está sucediendo y que quien entrevista, yo, no tenga la mano tan presente.

            Lo otro que sobresale es la facilidad de la expresión oral de estas personas: no se interrumpen, sin errores en la dicción ni en la construcción de las frases, como si hubieran sido libreteados. Pero, al mismo tiempo son tan espontáneos, tan naturales que tampoco parece que hubieran memorizado libretos. ¿Cómo dirigiste este aspecto?

            I.B.: Pues mira, las conversaciones en pantalla fueron la repetición de muchas conversaciones que habíamos sostenido fuera de cámara, conversaciones en las que yo participaba. Fue un mes completo el que estuvimos con la gente antes de prender micrófonos y equipos. Después de ese mes, encontramos puntos interesantes para armar el guion y tomamos la decisión técnica de filmar lejos. Tuvimos en cuenta que siempre que hay una cámara es difícil la espontaneidad, es difícil que la gente hable igual a como cuando no está siendo filmada y una de las estrategias para que nadie se sintiera intimidado fue poner la cámara muy lejos y, más bien, acercar micrófonos.

            Hicimos todo lo posible para que fluyeran conversaciones espontáneas. En algunos pasajes yo estaba detrás sosteniendo la conversación, interviniendo, haciendo preguntas y todo eso lo quitamos en la edición. Pero no hubo libretos; hubo un guion que planteaba los temas que había que hablar con cada persona. Por ejemplo, le pedimos al campesino llamado Néstor que hablara con un biólogo sobre la importancia del oso, pero no le pedimos nada más. El tema ya lo habíamos conversado antes y solo había que esperar que aflorara en cámara con soltura. Por eso yo creo que se siente así como lo describes, como dirigido. Lo cierto es que fue el resultado de un trabajo que no se hizo en una semana, fue un trabajo que se hizo en tres o cuatro meses. Y no fue de afán, no había que decirlo todo al mismo tiempo, había espacio para permitirle a cada uno que se sintiera cómodo diciendo cada cosa.

            El documental comienza con unas conversaciones en las que los campesinos explican cómo cazaban al oso, las trampas que le ponían para matarlo. Pero se entiende que ya no lo hacen, que hace años dejaron de cazar al oso y que ahora lo protegen. ¿Sabes cómo se dio ese cambio en ellos?

            I.B.: Una de las estrategias que se han venido implementado en las áreas que se busca se busca voler áreas protegidas es esa: transformar el comportamiento de la comunidad. Si uno piensa en el páramo de Chingaza, hoy los guardaparques son los antiguos cultivadores de papá o ganaderos. Estos procesos pedagógicos con la comunidad son los mejores para garantizar el cuidado de los ecosistemas. La comunidad de la película viene hace tiempo trabajando con corporaciones sociales y ambientales sobre la importancia del oso como sembrador de bosque; bosque que permite que se mantenga el agua. Ellos cambiaron su vocación luego de un proceso de años; no fue de un día al otro. Sobre todo en esta región, en la que existen creencias sobre los beneficios para la salud que pueden traer algunas partes del animal y con las que se preparaban remedios caseros. La garra del oso se ponía encima del televisor o de un lugar visible de la casa porque se valoraba como un adorno sofisticado. La piel, incluso, se la vendían a los turistas. Todo lo del oso daba estatus. Hay un momento de la película en que se ve una garra de oso sobre una piedra; es de uno de ellos que nos la prestó. Todos los cazadores incrementaban su prestigio si probaban que habían cazado un oso. Había relatos de la gente que decían haber peleado cuerpo a cuerpo con el oso hasta vencerlo matándolo: “Yo sí me enfrenté a un oso”.

            Hoy, todo este relato cambió y fue por el trabajo pedagógico. Hoy los hijos de estos campesinos ya no saben cazar osos, pero sí saben ser cuidadores de bosque, saben por qué es importante cuidar este animal, no matarlo a pesar de que se coma el maíz de los cultivos, las gallinas, el ganado. Y han creado estrategias sin armas para ahuyentarlo.

            ¿A tu llegada, en el acercamiento con la comunidad, notaste que esta visión sobre la importancia del oso ya estaba entronizada o el trabajo de la película la reactivó de algún modo?

            I.B.: Está súper sólida hace mucho tiempo. Lo que activó la película fue otra cosa: llegamos en un momento en que la gente pensaba que ya habían agotado todas sus estrategias de resistencia, porque ya había mucha maquinaria de la minera, porque ya había muchas fincas compradas, porque se veía gente con el uniforme de la multinacional. La producción envió el mensaje de que: esto todavía no está dicho, nada ha terminado. La gente estaba resignada: la minera ya entró, ya tienen las retroexcavadoras, compraron la finca de tal y de tal, y entonces se preguntaban ¿para qué seguimos oponiéndonos?

            El documental activó la esperanza de la resistencia. No sé si usar la palabra esperanza sea muy pretencioso. Pero sí puedo decir que activó esa llama que estaba a punto de extinguirse. La gente sintió que sí se podía seguir haciendo algo.

            La comunidad está situada en zona rural de Támesis, cerca del límite con Jericó. ¿Por qué la elección de ese punto específico?

            I.B.: Porque uno de los objetivos de la película era subrayar las omisiones del estudio de impacto ambiental del proyecto minero. La empresa excluyó a Támesis del plan de manejo integral y lo hizo por razones muy claras: una, porque ahí hay comunidades indígenas y eso obliga a la consulta previa, y la empresa quería ahorrársela. Dos, porque ahí hay evidencia de la presencia del oso andino y esta especie también estaba excluida de ese estudio, como si el proyecto no lo fuera afectar. Tres, porque la zona de relaves iba a estar a un kilómetro del río Cauca y el municipio de Támesis hace parte de esa zona. Y cuatro, porque hay evidencia de ríos subterráneos, cosa que la minera también ha negado. Todo esto hace que Támesis se encuentre dentro de la zona de incidencia del proyecto minero. Para nosotros, Támesis era el argumento para demostrar que ellos habían omitido intencionalmente que las obras iban a afectar osos, comunidades indígenas, el río Cauca y ríos subterráneos.  

            Una de las cuestiones que te he escuchado explicar en otras ocasiones es el trabajo que ustedes hicieron de recaudar las pruebas que demostraban que el estudio de impacto ambiental omitía estratégicamente estos cuatro puntos sobre Támesis: el oso andino, las comunidades indígenas, la cercanía con el Cauca y los ríos subterráneos. ¿Cómo fue ese proceso de recolectar las pruebas y hacerlas sólidas?

            I.B.: Empezamos juntando todas las pruebas que tenía la comunidad sobre la presencia del oso andino en este ecosistema y sobre la existencia de ríos subterráneos, y cómo la mina afectaría todo esto. Luego, sabiendo que íbamos a construir la historia con este enfoque, comenzamos a analizar el plan de manejo integral que la mina presentó. Desglosamos los límites. Ellos decían distancias, fincas exactas y fuimos a esos lugares. De hecho, cuando en la película mostramos los render de las obras de la mina es porque los ubicamos en los puntos exactos en donde iban a quedar esas estructuras, de acuerdo con las coordenadas de los documentos públicos del proyecto minero. Intentamos que cada cosa dicha en la película tuviera un argumento técnico detrás. Visitamos todo lo que ellos mencionaban ahí y entendimos que esa mina iba a ser enorme y que la gente no alcanzaba a vislumbrar el tamaño. El cráter del socavón podía ser tan grande como noventa campos de futbol; iban a talar 65.000 árboles. Encontramos cada finca que la Anglo Gold había comprado. Y nos dimos cuenta de que estábamos en el lugar preciso porque subimos el dron y vimos que estaban los radares que detectan drones y los tumban, y vimos que una persona en moto iba a venir a abordarnos. Todo como muy misterioso.

            Además, la Corporación Gaia tenía mucha evidencia de la presencia del oso. La Fundación Terrae, de Julio Fierro, nos ayudó a entender los niveles freáticos de la tierra y lo que implicaba abrir un cráter de ese tamaño.

            Recaudamos muchos datos y luego los pusimos a conversar.

            Llega el momento en que debes darle la voz a los empleados del proyecto minero, que es el típico paso en que el periodismo se justifica como equilibrado. Pero las explicaciones de esta empresa están en otro tono, como si fueran un eco dentro de una cueva de ríos subterráneos; no hay caras, solo voces superpuestas, incluso a una velocidad más rápida de la natural. ¿Qué buscabas con esta manera de presentarlas?

            I.B.: Esas grabaciones las hice en las oficinas de Anglo Gold en Medellín. Desde que comenzamos la producción del documental, nos pusimos en contacto con la empresa, les informamos del documental, nos dieron esas citas y nos permitieron llevar una grabadora de audio. No les mostramos el rostro a esos empleados porque este documental no se trataba de enfrentar a la comunidad con la empresa. No era un cara a cara. Era un documental sobre los argumentos que tenía la comunidad. Superponer esas voces y hacerlas sonar como si fueran un eco dentro de una caverna de ríos subterráneos fue enfatizar en lo que consideramos eran sus mentiras.

            ¿La empresa no hizo reclamos luego de que publicaste el documental?

I.B.: No porque nosotros sí les dijimos que íbamos a usar esas entrevistas para nuestro documental, les hicimos firmar los release, no hubo nada escondido. Pero claro: más adelante sí hubo una respuesta por WhatsApp del presidente de la Anglo Gold Colombia, como diciendo oiga, se pasaron. Yo siento que siempre nos subestimaron, como si nos hubieran dicho: hagan lo que quieran. Y lo siento así porque nunca creyeron que esto se les fuera a volver un problema.

            Alguna vez les preguntamos “¿no hay osos?”, y su respuesta fue: “No hemos detectado la presencia del oso”. Y nosotros ya teníamos las pruebas de que sí los hay. Obvio no se las íbamos a tirar, sino que debíamos acumular todo lo que nos sirviera para probar sus mentiras. Por el tono que yo sentía en que nos hablaban, hoy sigo estando segura de que nos subestimaron mucho.

            La película salió en junio de 2021 e inmediatamente empezó la campaña de difusión, un plan de medios que no les costó un peso. Tu decisión fue hacerlo con los medios amigos, incluso invitaste a BaudóAP. Cuéntame, ¿qué tal fueron los resultados?

            I.B.: Mira, con la plata de la beca hicimos toda la producción. Luego, la difusión fue con amigos en la prensa: medios independientes, medios mainstream, toda la gente que quiso sumarse a la difusión digital, creadores de contenido, influenciadores, políticos. Y sí, no invertimos un peso.

            La campaña de difusión despertó algo así como una disputa mediática: entrevistas en radio y careos contra funcionarios de Anglo Gold. Y creció mucho el impacto del documental. Sin esta difusión, el documental por sí solo no hubiera logrado ese alcance. Fue la estrategia digital la que lo hizo posible. El mensaje fue creciendo y fue contrarrestando entre la gente de la zona la idea de que ya no había nada qué hacer. Se reactivaron las marchas, los artistas retomaron sus actividades simbólicas pintando murales. Gente de Medellín, de Bogotá se puso del lado de Salvemos al Suroeste sin saber nada de la región, sin que antes supiera de su existencia y sin afinidad política. Había gente del mismo lado sin importar que fuera de derecha o izquierda.

            ¿Cómo se entiende la postura de Uribe Vélez, si fue su gobierno el que precisamente alentó la entrega de títulos mineros a las multinacionales, muchos de ellos sin que importara que fueran dentro de áreas naturales sensibles?

            I.B.: Pues, lo que se decía en el suroeste antioqueño es que como él y sus amigos quizás tengan propiedades en esa región, su actitud fue la de: acá no, este pedacito no me lo toquen.

            Quiero terminar esta entrevista preguntándote por un tema que deja ver el documental, la insinuación por los minerales que requieren los aparatos tecnológicos. Hay un momento en que los campesinos mencionan el hecho de que la cámara que los está filmando contiene los minerales que están debajo de esas montañas. Y dicen que habrá que empezar a dejar de usar estos aparatos. ¿Esta sugerencia de dejar de usar los aparatos tecnológicos para poder conservar estos ecosistemas tú crees que fue honesta o fue retórica para la cámara?

            I.B.: Ellos se preguntaban por los computadores que usan los hijos para educarse. Ellos lo decían por fuera de cámara y me preguntaban si lo podían mencionar en cámara, como si me estuvieran diciendo: queremos decir esto, pero no la queremos joder a usted. A mí no me importaba porque ese juicio no era para mí sino para todo el que viera la película.

            Lo del computador sí lo conocían. “El computador para que la niña estudie”, recuerdo que dijeron. Les dije: “y la cámara y el celular también llevan por dentro esos minerales que hay debajo de esta montaña”. Entonces, lo del computador sí era una reflexión que ellos tenían desde antes. Yo creo que antes de que nosotros llegáramos a la zona para hacer la película debieron haber llegado otras personas haciendo estas preguntas, hablando de estos temas. Y ahora recuerdo que me contaron que en una reunión les dijeron que los computadores tenían de esos minerales.

            A mí sí me pareció interesante que ellos pensaran en esos términos, porque es una cuestión que está debatiéndose ahora. Ya se dice que el problema no es el calor, sino el aumento del consumo de energía. Si en los setenta había un televisor por casa, ahora hay uno por habitación, más las pantallas del computador, más las de los celulares. Entonces, la Anglo Gold es la que explota, pero nuestro estilo de vida sí depende de esos minerales. No se trata de mandar el mensaje de no comprar computadores o tecnología, pero sí de reflexionar sobre nuestra responsabilidad en toda la cadena.

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