Memo Chiquito
Texto
Juan Miguel Álvarez
Ilustración
Ana María Sepúlveda
16 Junio de 2023
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Memo Chiquito
Retrato de un paramilitar que fue policía
La siguiente historia es la de un hombre que se preparó para servir al país y terminó convertido en uno de los más bestiales asesinos integrante de los ejércitos paramilitares. En su caso quizás sea posible leer la maldad ejercida sin motivación aparente, sin origen comprensible. Si la guerra se define por los métodos usados para conseguir los fines, entonces esta historia puede ejemplificar lo contrario: hay métodos sin propósito y una guerra sin fines.
I
La siguiente escena ocurre bajo un sol de 39 grados, una mañana del 2001.
El comandante paramilitar apodado Memo Chiquito tiene una motosierra en la mano. Está parado mirando a un tipo tirado en el suelo subordinado suyo que ya ha sido golpeado y torturado. Memo Chiquito lo ha sentenciado a muerte por haberlo hallado culpable de robarle dinero a la banda. Esto tiene lugar en algún punto cercano al municipio de La Dorada, al pie del tubo que lleva gasolina al centro del país y que se prolonga paralelo al río Magdalena. Resulta que el ladrón estaba encargado de administrar la válvula, llenar bidones de combustible y entregarlos en el mercado negro. Y parece ser que se guardó alguno que otro para venderlo por su cuenta. La venta de gasolina ilegal es una de las principales formas de financiación de estos paramilitares. En un día bueno les puede significar unos ochenta millones de pesos, algo así como cuarenta mil dólares del momento.
Memo Chiquito no ha prendido la motosierra esperando a que llegue el justiciero indicado, un paramilitar que va a completar varias semanas bajo su mando y ha cometido suficientes homicidios en acciones de sicario —bajándose de una motocicleta, disparando a la cabeza, rematando en el suelo, huyendo en la motocicleta—, pero aún no ha sido desvirgado como soldado total: no ha patrullado en la montaña vestido de camuflado con un fusil de cuatro kilos terciado en la espalda, no ha afrontado el rigor del combate contra una escuadra guerrillera en una ladera dominada por ellos, no ha practicado la tortura sobre prisioneros de guerra y no ha descuartizado a un parroquiano para desaparecerlo arrojando sus restos al río Magdalena. Una vez llega al lugar de la escena, este paramilitar entiende para qué lo ha llamado Memo Chiquito: le ordenará que asesine al compañero que se robó la gasolina desmembrándolo. En efecto, Memo Chiquito enciende la motosierra y se la entrega. El hombre tirado en el suelo comienza a desesperar, que no lo vayan a matar así, que primero le metan un tiro. El justiciero, motosierra en mano, lo piensa dos veces. No se siente capaz. Memo Chiquito se da cuenta de esa duda y le dice: “Es la vida de él o es la suya, decida”. Tras de lo cual, el justiciero se abalanza con torpeza sobre su víctima que ya está gritando de horror. Luego de que la cadena afilada de la motosierra rompe la carne, el justiciero nota que ese cuerpo está haciendo una fuerza espeluznante: los ojos inyectados en sangre buscan salirse de la cuencas, la venas se brotan sobre la piel de los brazos, los gritos parecen desgarrar los pulmones y ha expulsado heces. El justiciero se detiene y se yergue. No es capaz de continuar y da por terminado su trabajo: ese cuerpo se desangra en silencio y en temblores. Memo Chiquito, furioso al descubrir la compasión o la aprehensión en su justiciero, le quita la motosierra y se lanza a culminar el escarmiento. Con ese cuerpo en partes junto al tubo de gasolina y a unos pocos metros del río Magdalena, hondo y parsimonioso, Memo Chiquito increpa al justiciero, le dice que así es que se hace el trabajo bien hecho y que de ahora en adelante lo llevará entre ojos porque no le ha dado confianza. Antes de subirse a su camioneta, Memo Chiquito le ordena que se deshaga de los restos, que debería ponerlo a cavar una fosa como castigo por su flojera, pero que se la va a perdonar, que simplemente arroje cada parte al Magdalena.
II
El nombre de pila de Memo Chiquito fue Luis Fernando Herrera Gil. Su alias de guerra no tiene un origen muy claro, salvo que en la organización había otro integrante con el alias de Memo Grande. Los diferenciaba la altura y el poder. Chiquito era bajito y regordete, de pelo ondulado que él mantenía corto. Grande era alto y pesado y cumplía funciones básicas de patrullero urbano. Chiquito, en cambio, era la máxima autoridad militar del Frente Omar Isaza (FOI), que era uno de los cinco frentes que componían las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (ACMM). Por encima suyo sola había dos: alias el Gurre, comandante político del FOI, y el comandante supremo y fundador de las ACMM: Ramón Isaza.
El teatro de operaciones de esta banda paramilitar era extenso: desde el norte del Tolima, oriente de Caldas y occidente de Cundinamarca hasta el oriente antioqueño montañoso y el Magdalena Medio. A punta de la violencia más salvaje, la gente de Ramón Isaza se volvió un poder de facto en la región entre finales de los noventa y el 2006, año en que se desmovilizaron.
Bajo la excusa de llevar adelante una guerra contrainsurgente, las ACMM impusieron un aparente orden social que incluyó el exterminio de toda persona que no les pareciera digna: jóvenes hombres homosexuales que laboraban en salones de belleza, menores de edad consumidores y expendedores de marihuana y otras drogas, hombres acusados de ser violadores y golpeadores de sus parejas, hombres que salieron de la cárcel luego de haber pagado condena por violar a una mujer, menores de edad acusados de robar alimentos de las fincas o de ser ladrones y raponeros en los pueblos, y muchos más así. Mataron, también, a las personas que fortuitamente atestiguaban un crimen de la banda; a los comerciantes y propietarios de negocios que se negaban a pagar las vacunas; a uno que otro abogado que no logró la liberación en derecho de algún compañero paramilitar; a uno que otro novio de una mujer que estaba siendo cortejada o asediada por un paramilitar o que ya había sido pareja de alguno.
Cometieron una veintena de masacres, algunas de las cuales hoy son recordadas con nombres propios como la de “los cazadores” —11 víctimas entre ellas una mujer violada antes de matarla—, o la de “los pescadores” —7 víctimas, algunas degolladas, incluidos tres menores de edad—. Combatieron, hay que decirlo, a las guerrillas. En la alta montaña del oriente caldense y del norte del Tolima sostuvieron largos enfrentamientos contra las Farc y el Eln. Torturaban y desaparecían a las personas señaladas de ser milicianas, sin preocuparse por la veracidad del señalamiento.
El FOI estaba acotado al norte del Tolima, con Fresno y Mariquita como los dos municipios principales, y al oriente de Caldas, con La Dorada como lugar de mando, y a un corregimiento de Sonsón llamado San Miguel que es el punto de contacto entre La Dorada y la retaguardia de Ramón Isaza en Puerto Triunfo. De acuerdo con los datos entregados en la sentencia de la sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior del Distrito de Bogotá —fallada en 2016—, este frente cometió diecisiete masacres de las veinte en total cometidas por las ACMM.
Conformado por unos cien hombres, el FOI se preciaba de tener en su nómina unos quince matones viscerales, muy famosos y temidos en la zona, destacados entre todo el pie de fuerza de las ACMM, reconocibles de rostro y aspecto por la gente del común. Algunos de sus alias fueron: Tajada, Pedro Pum Pum, Tolima, Morrongo, Vasoe’leche, Costeño, Tontoniel, Melchor, Chaqui Chan, Steven, Kalimán. A ninguno de ellos le temblaba la mano para ultimar a una persona amarrada e indefensa —mujeres y menores de edad, sin duda—; todos estaban entrenados en el desmembramiento de sus víctimas, a motosierra o machete, y le obedecían, primero, al Gurre y luego a Memo Chiquito.
III
Antes de su nombre de guerra, Luis Fernando Herrera Gil fue un suboficial de la policía nacional, emparejado con una compañera de curso. Oriundo de La Dorada, fue hijo de una madre soltera muy querida y respetada en el municipio, que logró su jubilación como empleada del asilo de ancianos municipal. De hecho, la familia materna de Herrera Gil —una hermana, tías, primos y demás— era la típica familia amigable del pueblo: sin problemas con nadie, colaboradora de las actividades cívicas, gente pacífica que nunca imaginó la violencia como forma de relacionarse con el mundo.
Como patrullero de la policía, no duró mucho. Asignado desde Bogotá para reforzar alguna estación en los Llanos Orientales, Herrera Gil terminó participando en el homicidio de un civil que quiso presentar como un delincuente dado de baja. Las denuncias de la familia y de las organizaciones sociales expusieron que la víctima ni era delincuente ni guerrillero. Parece que las circunstancias del crimen fueron tan evidentes que la institución ordenó el traslado de Herrera Gil a un centro de detención preventiva en Bogotá, mientras estudiaban el caso y comenzaban las investigaciones penales.
Una vez destituido, Herrera Gil aprovechó ese intermedio que existe entre la decisión ejecutiva de la dirección de la policía y la imputación del delito por parte de la fiscalía, para ir a parar en su casa en La Dorada y terminar empleado como escolta temporal de un par de políticos de la zona, uno de los cuales fue Justo Capera Caicedo.
Capera Caicedo era el típico recaudador de votos a nombre del partido Liberal que empujaba las candidaturas de los barones electorales en el departamento de Caldas, hasta que en 1998 le dieron la oportunidad de presentarse a elecciones parlamentarias para ganarse un escaño en la Cámara de Representantes. Esta silla en el Congreso coincidió con la toma absoluta del poder territorial por parte de las ACMM en La Dorada. Ante el fiscal de la sala de Justicia y Paz, Isaza siempre negó que él y sus hombres hubieran constreñido a los electores para que votaran por candidato alguno. El caso es que, años después, quedó demostrado que Capera Caicedo sí había sostenido relaciones más que cordiales con el jefe paramilitar y que de una u otra forma había usado su poder político para beneficiar o promover la acción paramilitar, por lo cual fue condenado a noventa meses de prisión.
Aunque no hay certeza judicial, lo más seguro fue que el expolicía Luis Fernando Herrera Gil terminó ingresando a las ACMM, entre 1998 y 1999, por las circunstancias de cercanía y amistad que había entre su jefe, Capera Caicedo, y Ramón Isaza. Fue como si el recién posesionado congresista le hubiera encargado su hombre de confianza al cacique paramilitar.
Dentro de la banda, Herrera Gil adoptó el alias de Memo Chiquito y fue elevado al rango de comandante militar del FOI, es decir, el brazo armado del Gurre. Tal designación fue toda una rareza porque lo acostumbrado en los bloques paramilitares era que los ascensos y nombramientos de comandantes medios se ganaban con “tiempo de servicio” y resultados tangibles en la guerra. Además, si el Gurre hubiera necesitado a un hombre de reconocida ferocidad militar para hacerlo su segundo ya contaba con alias Melchor, uno de los mejores de las ACMM, entrenador de táctica y técnica de guerra contrainsurgente en varias escuelas de instrucción paramilitar.
Por razones que puedo especular, a Memo Chiquito no le tocó ni competir contra Melchor ni sumar tiempo de servicio ni demostrar capacidad bélica o coraje militar. Quizás, como escolta de Capera Caicedo ya había probado habilidad de asesino y carácter de cabecilla criminal. Quizás, también, el hecho de que hubiera recibido entrenamiento como suboficial de policía le daba cierta ventaja en las operaciones urbanas. Su conocimiento de La Dorada, de su gente del común, de sus líderes políticos y del comando de policía, sin duda, le agregaban valor.
Hacia finales de 1999, con Memo Chiquito al mando militar del FOI, empezó de verdad la ola de terror para las comunidades del oriente de Caldas y norte del Tolima.
IV
Los habitantes de La Dorada ya estaban acostumbrados a cierta convivencia con gente civil armada. Desde los años ochenta, el Cartel de Medellín tuvo un satélite en este municipio con un testaferro llamado Jairo Correa Alzate. Sus empistolados se movían libres por las calles sin que la policía se atreviera a requisarlos. Lo cierto, también, fue que Correa Alzate no era un traqueto que por solo capricho anduviera amenazando y matando. Dada la cantidad de problemas que debía afrontar Pablo Escobar, su jefe natural, lo más estratégico era pasar tan desapercibido como fuera posible.
En 1990, Correa Alzate aprovechó la Política de Sometimiento a la Justicia del gobierno Gaviria para entregarse a las autoridades. Salió libre en diciembre de 1997, época en que el orden criminal había cambiado por completo en su municipio y en el resto del Magdalena Medio. Entre Ramón Isaza, alias Botalón y alias El Águila se habían repartido el dominio de la tierra que antes había sido el balneario del Cartel de Medellín. Isaza era el rey en Doradal —caserío a orillas de la autopista que había crecido por influjo de Pablo Escobar—, y usaba la quimérica Hacienda Nápoles como lugar de encuentro y diversión. La fiesta paramilitar era sobre los restos de Escobar.
Es posible que Correa Alzate no supiera que La Dorada también estaba en los planes expansionistas de Isaza. O lo sabía y creyó que podía llegar a un arreglo que le permitiera vivir allí y mantener la autonomía de sus haciendas. Lo público fue que, a comienzos de febrero de 1998, cinco o seis semanas después de haber retornado, Correa Alzate fue secuestrado y subido a una caravana de camionetas que lo sacaron del municipio sin dejar pista. Su cuerpo nunca apareció.
Entre las propiedades que la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) le expropió a este narco, al menos dos terminaron siendo usadas por las ACMM: la Hacienda el Japón y unas bodegas de maquinaria agropecuaria conocidas como Talleres. Ambas, a pocos kilómetros de La Dorada. Fue uno más entre los incontables casos de suprema corrupción de la DNE. En la casa principal de aquella hacienda ganadera se llevaban a cabo los acuartelamientos del FOI: reuniones lideradas por el Gurre a las que asistían los comandantes de zona y algunos patrulleros. El predio era de quinientas hectáreas y para las comunidades aledañas representaba algo similar a un hoyo negro: las personas que eran llevadas allá desaparecían —en 2009 la Fiscalía hizo excavaciones en busca de restos humanos y no encontró nada—.
En Talleres, mientras tanto, Memo Chiquito se daba el lujo de atender personalmente a los ciudadanos que quisieran poner quejas de malos vecinos o hacer peticiones de gestión pública. Mantenía escoltado por tres o cuatro hombres, sentado a un escritorio despachando a los campesinos que hacían cola. Lo más común era que las quejas fueran resueltas con el asesinato del supuesto mal vecino. Cosas banales, como una discusión por el volumen de la música en la noche, podían desatar un ajusticiamiento. Con las peticiones ocurría que algunas encontraban respuesta. Y no era que el FOI gastara su dinero haciendo obras públicas, era que los comandantes tenían línea directa con los gobernantes locales. Además de la ya mentada entre Memo Chiquito, Capera Caicedo y Ramón Isaza, estaba la del Gurre con Cesar Arturo Alzate, el alcalde de La Dorada en ese momento —2001-2003—, también muy amigo de Isaza. Los campesinos de Buenavista, corregimiento de La Dorada, recuerdan que fue Memo Chiquito quien gestionó la llegada del agua potable al caserío y a unas viviendas de la vereda La Atarraya.
A Talleres iban, además, las personas que el FOI consideraba de riesgo y citaba con nombre propio a reuniones de las que no podían evadirse: líderes barriales, profesores, empleados públicos, concejales. El mensaje era uno: las ACMM eran el poder en la región y si querían conservar la vida debían acatar órdenes y mostrar sumisión.
V
Memo Chiquito se movía en una camioneta blanca y se dejaba ver con frecuencia en la casa familiar. Saludaba a su mamá y a su hermana, se quedaba un rato picando en la cocina, mientras que Kalimán y Tontoniel lo esperaban. Tajada también era de sus hombres de más confianza. Había veces en que llegaba en compañía del Gurre.
Su mama y su hermana sufrían con esas visitas. Su pareja, de hecho, lo había dejado. Ninguna de estas mujeres había estado de acuerdo con que él hubiera ingresado al paramilitarismo. Eran conscientes de la violencia de que eran capaces los hombres de Isaza, el frenesí sangriento que envolvía a sus subordinados. La mamá le lloró suplicante que no fuera hacer eso, pero él se había decidido definitivamente y le exponía una razón central: la causa penal por el homicidio de aquella persona en los Llanos Orientales mientras era policía seguía abierta y si no se metía a las ACMM tarde o temprano sería capturado. La mamá le contestaba con la fe del cristiano: que esa investigación iba a salir bien, que eso se iba a solucionar, que tuviera paciencia. Él la escuchaba, pero no estaba dispuesto a correr el riesgo ni al soltar el poder criminal que ya lo investía.
El FOI crecía en hombres y en crímenes. No solo era que los comandantes y matones de alto rango vestían uniforme camuflado, sino también que en La Dorada lucían una cachucha con las iniciales en el frontal y dos zarigüeyas —dos gurres— en el parietal. La más grande representaba a alias el Gurre y la más pequeña a Memo Chiquito. Alguna vez, el comando central de las ACMM le envió los uniformes a Memo Chiquito y él dio instrucciones de que se los dejaran en su casa familiar. No contaba con que su mamá se negaría a recibirlos porque, primero, no se iba a exponer a que a ella o a su hija las consideraran parte de la banda y, segundo, porque le parecía indigno abrirle espacio en su casa a unos elementos que solo respondían a la muerte.
En los 99.1 F.M., las ACMM tuvieron su emisora. Se llamaba Integración Estéreo y su alcance estaba limitado a zonas rurales en torno a la autopista, aunque se escuchaba en rincones de La Dorada y de Puerto Triunfo. El locutor compartía al aire un número de teléfono al que la gente podía llamar para delatar actividades guerrilleras como retenes súbitos, patrullaje, incursiones armadas, cosas de ese calibre, y también escamoteos de la delincuencia común. En la programación del día repetían sus consignas paramilitares: “Vamos por la reconquista del oriente de Caldas”, “Un llamado a los jóvenes para que digan no a las drogas”, “Guerrillero, desmovilícese”. Y se mandaban mensajes de ánimo: “Un saludo al comandante el Gurre que en este momento se encuentra en el valle del río Magdalena”. Toda esta parafernalia publicitaria facilitaba el reclutamiento porque parecía ser la promesa del estatus.
Un día, en las calles de La Dorada, Memo Chiquito se encontró con un amigo que no veía desde sus días de policía. Esta persona también había hecho el curso de suboficial, pero se había retirado. Memo Chiquito le contó del FOI y lo invitó a que ingresara. Sin pensarlo mucho, esta persona dijo que sí. En adelante su nombre de guerra sería Steven y en breve llegó a ser un asesino despiadado, unidad perfecta para el FOI. Abundan las notas de prensa publicadas antes y después de la desmovilización de las ACMM que dan cuenta del sadismo de Steven. En Mariquita y en parajes del norte del Tolima lo distinguieron con el alias de Motosierra.
VI
La decadencia del FOI y en general de las ACMM comenzó cuando los hombres más visibles debieron hacerse clandestinos porque a la fuerza pública se le volvió insostenible seguir siendo indiferente. La cantidad de homicidios y de masacres ya no se pudo tapar más. Las denuncias sobre personas que eran subidas a una camioneta y no volvían a aparecer, los comentarios sobre los desmembramientos, degollamientos, decapitaciones de simples campesinos, los asaltos en la vía a camiones y vehículos de carga, el hurto sostenido de combustible del tubo, ataques contra personas agonizantes dentro de ambulancias, las vacunas a comerciantes y tantos otros delitos pesaron sobre el Gobierno nacional que ya estaba en cabeza de Uribe Vélez.
Hubo capturas de nombres importantes. La de Steven y la de Tajada, ambas en 2003, llevaron un poco de tranquilidad a las poblaciones de Mariquita y Fresno. Entre los entendidos se decía que estas dos pérdidas para las ACMM habían sido concertadas entre las autoridades judiciales regionales y los comandantes del FOI. Mejor dicho: que entre el Gurre y Memo Chiquito habían entregado a estos subordinados para ayudarle al Gobierno a mostrar operativos exitosos contra el paramilitarismo. Con alias Melchor fue un poco lo mismo: como su alias estaba muy pintado en las montañas del oriente caldense pero su rostro no era conocido, ideó un montaje para permitirle al Gaula del ejército que lo presentara como dado de baja. Sus hombres asesinaron a un compañero que era nuevo, un patrullero raso, y se lo entregaron a los soldados como si fuera Melchor. Más tarde, durante las desmovilizaciones de los paramilitares por el acuerdo de paz que firmaron con el gobierno de Uribe Vélez, el verdadero Melchor reapareció uniéndose al proceso y participando en las versiones libres.
Memo Chiquito se escondió en una finca en San Miguel. Su mamá fue a verlo varias veces, compasiva y dulce. La preocupación de este comandante era la de siempre: el homicidio del civil en los Llanos Orientales. Por virtud del acuerdo de paz con el Gobierno, la justicia transicional sería laxa con los crímenes que hubiera cometido siendo parte de las ACMM. Una pena máxima de ocho años en cárcel a cambio de someterse al proceso de reconstrucción de verdad y de acciones simbólicas para pedirle perdón a los sobrevivientes de sus víctimas. Pero aquel intento de falso positivo siendo suboficial de policía sí lo podía llevar a un encierro en prisión por dos o tres décadas.
Memo Chiquito le decía a sus familiares que lo ideal para él cuando no existieran las ACMM era montar un negocio propio, algo que le garantizara su manutención. Una actividad de poco esfuerzo físico y que fuera estable. Uno de sus fantasmas interiores era volver a ser un simple ciudadano lleno de afugias económicas.
Uno de los rasgos de su personalidad era que hablaba directo y sin esconder las cosas. Su tono era acelerado y mandón, salvo cuando estaba frente a su mamá, a alguien de su familia o antes las personas que les debía respeto jerárquico. Con los hombres bajo su mando podía ser grosero y ofensivo, humillador, y parecía disfrutar la autoridad que le permitía dar la orden de matarlos. Sin embargo, en esos meses escondido en San Miguel, Memo Chiquito se dejó ver amilanado y tenso, entendía que se encontraba a merced de lo que Ramón Isaza y el Gurre quisieran hacer con él.
VII
En julio de 2004, a pocos meses de que empezaran las desmovilizaciones de los bloques paramilitares, el Congreso de la República invitó a la comandancia de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) para que explicaran lo que había sido el proyecto paramilitar colombiano y vendieran la legitimidad del proceso de paz acordado con el Gobierno nacional.
Los enviados fueron: Salvatore Mancuso, Iván Roberto Duque y nuestro amigo durante esta crónica: Ramón Isaza. Estos tres hombres pretendían significar, de cara al país, los tres pilares fundamentales sobre los cuales habían edificado la fuerza paramilitar: Mancuso como la mezcla entre elegancia de la clase alta y la feracidad militar del combatiente raso a la que “se habían visto abocados” por la violencia guerrillera; Duque, más conocido con el alias de Ernesto Báez, como el ideólogo capaz de un discurso fundacional conservador que integraba los conceptos de patria, libertad y patrimonio con la acción armada; e Isaza como el símbolo “más puro” de la resistencia campesina que un día de 1977, “cansado de los atropellos de la guerrilla”, le dio vida al primer grupo de civiles contrainsurgentes de Colombia.
Esta imagen idealizada se contradecía con las masacres rutinarias, desmembramientos y desapariciones de civiles que caracterizaban a los bloques paramilitares en sus regiones de dominio. Quizás, entonces, no parecía conveniente que los encargados de ejecutar estos crímenes dieran la cara en el largo proceso que iba a ser la reconstrucción de esta violencia por medio de los testimonios ante un juez.
En este momento, 2023, se saben muchos de los detalles más escabrosos e indefendibles de la acción paramilitar, pero en ese 2004 nada era tan evidente. Los comandantes, los políticos que los alentaron y les facilitaron las condiciones de la guerra, los empresarios y ganaderos que los financiaron y toda la gente que en general se identificaba con el paramilitarismo colombiano estaban convencidos de que la historia era suya, que a la postre su pugnacidad sería abrazada como valentía, que sus víctimas serían señalados como buenos muertos y sus combatientes caídos podrían ser considerados héroes patrióticos.
Así que, en el supuesto caso de que un hombre como Memo Chiquito hubiera testimoniado ante los jueces de la justicia transicional —la sala de Justicia y Paz—, ¿cómo habría dotado de valor político la orden de exterminar de las calles de La Dorada a indigentes, homosexuales, consumidores de drogas y el resto de las personas que las ACMM no consideraban necesarias para la sociedad? ¿Cómo habría justificado que el desmembramiento en vida de sus víctimas era un hecho de guerra contrainsurgente?
VIII
Los comandantes de los cinco frentes de las ACMM eran íntimos de Ramón Isaza. Ya porque hacían parte de su familia, ya porque venían con él desde los años ochenta. El único que no representaba esa tradición era Memo Chiquito.
Isaza lo sintió de varias maneras. Hubo momentos en los que se comportaba con poco respeto por la jerarquía de la banda. En las mañanas, cuando Isaza pedía informe a cada uno de los comandantes, el único que se evadía con frecuencia era Memo Chiquito. Parece ser, además, que al menos en tres ocasiones, borracho y fuera de sí, encañonó a Isaza. Al día siguiente, se le presentaba y le pedía disculpas, que lo perdonara. Tras la última, Isaza le dijo al Gurre que no se lo iba a aguantar más, que no lo había mandado a matar porque sabía que en el FOI lo necesitaban, pero que ya no más, que buscara una solución.
Parece ser, también, que los excesos de sangre ordenados y cometidos por Memo Chiquito habían llegado a oídos de los hermanos Castaño —Carlos y Vicente—, que eran las máximas figuras de poder dentro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), la federación paramilitar que agrupaba a las ACMM junto con los otros bloques del país. Parece ser que los Castaño ya le habían dicho de tiempo atrás a Isaza que un personaje como Memo Chiquito era insostenible, que se deshiciera de él.
No pocos integrantes de las ACMM se rehusaban a ser trasladados al FOI porque, bajo las órdenes de Memo Chiquito, debían comportarse de una forma todavía más criminal. Y eso no garantizaba que él les respetara la vida.
En octubre de 2005, el Gurre recibió una llamada en la que le advirtieron que Memo Chiquito estaba planeando armar un grupo criminal, con los más allegados, luego de que las ACMM se desmovilizaran. Si él no iba a recibir los beneficios de la justicia transicional, estaba dispuesto a seguir clandestino por el resto de sus días. Gurre citó a todos los comandantes de rango medio del FOI, sin avisarle a Memo Chiquito, y les advirtió que fueran sin escoltas para no dar sospechas. En esa reunión, Gurre les hizo la pregunta definitiva: ¿Ustedes son leales a mí o a Memo Chiquito? Todos le contestaron que, primero, a él. Tras de lo cual, Gurre les dijo que había que matarlo. A esa reunión también había sido llamado alias Tolima, un antiguo hombre del FOI que se había retirado porque había tenido problemas, justamente, con Memo Chiquito. Pues fue Tolima quien se ofreció de verdugo.
El viernes 28 de octubre, en la noche, en el caserío de San Miguel la gente ya estaba encerrada en sus casas, cuando Memo Chiquito fue citado por alguien que se presume fue el Gurre. Era la llamada que había estado esperando porque, antes de salir, los escoltas se dieron cuenta de que Memo Chiquito le dijo a alguien por teléfono que si a las diez de la noche no había regresado era porque lo habían matado.
Parece ser que junto a él estaba Vasoeleche. Salieron en la camioneta y antes de que los interceptaran, Memo Chiquito le dijo, en tono memorioso, que ellos se la habían pasado matando ladrones y tirándolos al río, “y saber que más tarde vamos a bajar nosotros por el río”. Pero en fracción de segundos, Memo se corrigió porque cayó en cuenta de que Vasoeleche muy seguramente estaba de parte de ellos y no de parte de él, y entonces dijo: “O yo, por lo menos”.
El cadáver de Memo Chiquito quedó en la trocha a la salida de San Miguel, con un tiro de gracia en la cabeza.
En La Dorada, fue el esposo de la hermana de Memo Chiquito, es decir el cuñado, quien recibió una llamada del FOI en la que dijeron que el comandante estaba herido en esa trocha. Que fuera a ayudarlo. El cuñado debió tardar, mínimo, treinta minutos en llegar hasta el lugar señalado. A pesar de que debía ser evidente que Memo Chiquito estaba muerto, el cuñado lo levantó para llevarlo al hospital de La Dorada.
Al hospital llegó parte de la familia. Y un policía intentó quedarse custodiando el cuerpo. Pero luego, de manera repentina, el FOI dio la orden de sacar ese cadáver del hospital y llevarlo de nuevo a la finca en San Miguel. Al director del hospital no le quedó otra que autorizar.
Entrada la madrugada, el cuñado llevó a la mamá de Memo Chiquito hasta esa finca. La mujer encontró a su hijo desnudo y puesto boca arriba sobre la mesa del comedor. Completamente solo. En el rostro, la mujer notó cierta flexión de sonrisa, como las que dejan los tanatólogos en sus cuerpos de trabajo.
En las horas siguientes, el cuerpo dentro de un ataúd, fueron llegando personas a esa casa para la velación. También, el resto de la familia, excepto la hermana que andaba en Medellín recuperándose de un procedimiento médico. Ramón Isaza apareció en esa casa para darle el pésame a la mamá y a la familia. Capera Caicedo hizo lo mismo. El Gurre, en cambio, no fue. Antes de que se acabara la mañana del sábado, alcanzaron a llegar varios arreglos florales de personas y negocios de La Dorada. En pleno mediodía, un helicóptero del ejército dio vueltas sobre San Miguel, hasta que situó un claro apropiado para aterrizar y desembarcar tropa. La gente que velaba a Memo Chiquito se apresuró a sacar el ataúd y llevarlo a la casa vecina, que era de una antigua suegra del Gurre. Para el momento en que los soldados entraron al caserío, no había nadie por ahí. Todos estaban encerrados en casas distintas. La tropa debió regresarse con las manos vacías.
¿Por qué este intento del ejército de llevarse el cadáver de Memo Chiquito y por qué aquel policía en el hospital de La Dorada pretendió quedarse como custodio del cuerpo? Puedo especular lo mismo que especuló la familia y la gente de la zona: por presentarlo a la prensa como un falso positivo, es decir, como el resultado exitoso de una operación de la fuerza pública.
Memo Chiquito, finalmente, fue enterrado en el cementerio de San Miguel. Dejó una hija y un hijo que hizo carrera militar.
PD: Las fuentes centrales de esta crónica fueron algunas personas del municipio de La Dorada, que conocieron esta historia porque participaron en ella, junto con otras personas que fueron miembros del FOI. Me pidieron expresamente que no los mencionara dentro del texto. Para no usar nombres cambiados, opté por no incluir ninguna cita textual que obligara comillas y a referenciar la procedencia. Aquellos testimonios los reforcé con los dos documentos principales que cuentan la historia de Ramón Isaza y las ACMM: la sentencia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, del 29 de febrero de 2016, contra “Ramón Isaza y otros”, más el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica titulado “Isaza, el clan paramilitar”, publicado en agosto de 2020.
Sin embargo, algunos detalles de esta historia que no salen ni en la sentencia ni en el informe pude tomarlos de los expedientes que el despacho dos de la Fiscalía de Justicia y Paz elaboró sobre las ACMM, y a los que me permitió acceder durante varios días de junio del 2014.