Texto: Daniela Mejía Castaño
@Ela_mejia
Ilustración: Angélica Jhoana Correa Osorio
@aaangelic_
Él, el hombre del servicio doméstico
Casi siempre son ellas las que barren y estregan. En esta historia es él: Henry, un miembro de la población LGBTI que se ha enfrentado a la discriminación propia de su oficio y de su orientación sexual, además del rechazo de otros miembros de su población por hacer lo que hace: trabajar en el servicio doméstico.
Desde hace más de 20 años, Henry se levanta todos los días a las 5:45 de la mañana. Vive en un barrio popular y debe meterse en un bus durante una hora para llegar a los barrios estrato seis de la ciudad y esperar pacientemente a que le abran las puertas de edificios lujosos. En el apartamento que trabajará hoy, una mujer en levantadora lo saluda sonriente.
—Hay que cambiar sábanas y lavar baños, en la taza del sanitario hay una mancha desde la última vez. Tiene que comprarse gafas. Ya estamos viejitos y no vemos —le dice en broma la mujer—. La cafetera está llena. No se le olvide tomar su cafecito antes de empezar.
Henry entra al baño, se cambia y sale vestido con camiseta blanca, pantaloneta azul oscura y Crocs grises. Va a la cocina, toma el café y enciende la radio. Suenan baladas añejas. La mujer comienza a alistarse para salir a hacer las vueltas del día de una viuda pensionada. Él se apura, empieza a limpiar y a organizar. Ambos tienen una coreografía llena de gentileza, silencios, por favores y un sí señora con mucho gusto. A lo largo del día, Henry cambiará las sábanas, lavará los baños, quitará el polvo de las mesas y las estanterías, barrerá, trapeará, almorzará, planchará y terminará su jornada a las seis de la tarde. Se meterá a un bus con sobrecupo otra hora y media, y llegará a su casa a descansar.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que existen al menos 67 millones de personas trabajadoras del servicio doméstico en el mundo. El 20 por ciento —unos 30 millones— son hombres, como Henry. En Colombia, según la Escuela Nacional Sindical (ENS), son apenas el 4 por ciento. Para la OIT, este oficio se sitúa en el extremo inferior de los trabajadores dedicados a la economía del cuidado porque las jornadas de trabajo son muy largas y los salarios muy bajos.
***
Hace 40 años una partera recibió al último de los seis hijos de Flor de María, a las ocho de la noche en una finca productora de café del municipio de Balboa —pueblo situado a una hora larga al occidente de Pereira—. Fue bautizado como Henry Nelson y en el espacio de los apellidos su mamá solo puso el suyo: Villa.
A sus escasos ocho años el chiquitito se levantaba antes de las cinco de la mañana para ayudarle a su mamá a moler maíz y entrar la leña. Le seguía media hora de camino a pie por una carretera destapada hasta la escuelita más cercana. A veces no iba; otras veces perdía la ida porque la escuelita era muy retirada incluso para los profesores. Al regresar, limpiaba las marraneras y le llevaba el refrigerio a los trabajadores que su mamá alimentaba. En medio del poco contacto que tenía con personas distintas a su familia, Henry sentía algo diferente dentro suyo pero la mayoría del tiempo se la pasaba jugando entre las montañas, los cafetales, los árboles frutales y las matas de plátano que le servían de deslizadero, así que no le prestaba mucha atención a ello.
Fue un día, a sus 8 años, justo después de terminar su sesión como explorador de cafetales —un juego que se inventó en donde se perdía con un costal lleno de frutas entre los sembrados para estudiar granos de café—, cuando Henry escuchó por primera vez que se tendría que ir de la finca: el dueño de la tierra le había dicho a su madre que la guerrilla de las Farc lo estaba extorsionando a él y a otros finqueros de la vereda.
—Hasta que el patrón abandonó la tierra y a nosotros nos tocó salir para La Virginia con lo poquito que teníamos. Mi mamá sabía trabajar en finca y no en ciudad, fueron días duros —dice, mientras hace el mismo oficio que le permitió a su madre sobrevivir después de que se acabaron los ahorros: asear casas de familia.
Fue ahí, en ese pequeño municipio al occidente de Pereira, con pocas montañas y mucha gente alrededor, donde Henry confirmó su homosexualidad.
—Había un niño como de dos años mayor que yo, con el que jugaba a construir chocitas de guaduas y esterilla, detrás de una mata de estropajo.
Las paredes de las chozas las llenaban de pétalos amarillos, violetas, palos de madera y pedazos de estropajo. Desde afuera no se podía ver lo que pasaba adentro.
—Ahí nos dimos el primer beso —me dice—. Es lo que ha definido muchísimo eso. —“Eso” es su homosexualidad—. Me acuerdo de la atracción que tuvimos en ese instante. La inocencia. Todavía no sabíamos diferenciar entre lo bueno y lo malo. Pero yo me sentía agradado por él, me levantaba para verlo llegar del colegio, porque él sí estudiaba, y nos íbamos a jugar. Ese niño era la imagen paterna que nunca tuve, mi protección.
Después de que a su mamá se le terminaron los ahorros y el trabajo en La Virginia, se mudaron a Pereira a la casa de una tía. Henry creció, se hizo adolescente y obtuvo sus primeros empleos formales. A partir de entonces, empezó a padecer las consecuencias más livianas de la discriminación.
Alguna vez, mientras se desempeñaba como vendedor de zapatos, su jefe lo puso a cargar un bulto enorme. Henry perdió el equilibrio, cayó al suelo y se pegó en una ceja con el filo de un andén. La cortada le abrió la ceja en dos. Una de sus compañeras de ventas, indignada, le reveló que ella se había dado cuenta de que el jefe lo había puesto a cargar ese bulto dizque para que “aprendiera a ser hombre”. A la semana siguiente, Henry renunció. No quiso darle explicaciones a su jefe cuando le preguntó el por qué. Pero él ataba cabos, escuchaba a la gente hablar, zurcía ideas y letricas: ho-mo-fo-bia.
***
Un día, su hermana mayor llamada Olga Lucía, que trabajaba en el servicio doméstico en casas de familia, amaneció con un dolor insoportable en la espalda. Ya había faltado mucho a su trabajo por asistir a citas médicas y, como no quería seguir incumpliendo, le pidió a Henry que la reemplazara. Henry aceptó y le fue tan bien en este trabajo que pronto fue recomendado en otras casas de familia. Tenía 23 años. Y fue desempeñando este oficio que debió soportar las consecuencias más pesadas de la discriminación.
—Yo le trabajaba a una señora que tenía un almacén en la casa, le hacía aseo y le ayudaba a atender el negocio. La señora se consiguió un novio menor que ella, que estaba como loco. Le decía que me echara, yo no le gustaba. Hasta que un día, en un ataque de rabia, el muchacho cogió un cuchillo y me lo enterró en el brazo. Me lo cruzó de lado a lado. Afortunadamente, pasó por entre los músculos. Aunque me los lastimó, no me cogió ningún nervio. Pero para recuperarme de eso fue muy difícil.
Henry cuenta la historia con la mano sobre la encimera de la cocina, con la espalda derechita y sin rabia. Se la pasa así: bien erguido y atento a lo que se le diga, como si en cualquier momento fuera a ser llamado a prestar servicio militar.
—¿Qué sentiste?
—No, no me dolió, yo solo vi el chorrero de sangre y me asusté mucho.
—¿Te enojaste?
—También.
—¿Seguiste yendo a trabajar?
—Sí. Después de que él se fue, pude volver a trabajar con más paz.
En casas en las que trabajó después fue víctima de otras formas de discriminación. En una no lo dejaban sentarse en ninguna de las sillas de la casa y le obligaban a que se sirviera en platos de plástico y comiera con cubiertos de plástico, nunca en la vajilla. Además, le pedían que se hiciera en la zona de ropas. En otra casa le prohibieron usar los baños, entonces él debía pedir prestado el de la portería del edificio para cambiarse de ropa y hacer sus necesidades. Sin darle importancia a esto, siguió yendo a cumplir con su trabajo a pesar de que la señora de la casa le hizo recoger la basura con las manos y luego le pidió que se las limpiara con alcohol para que le ayudara a cambiar el colchón de lado. Y así, como si ninguno de estos actos discriminatorios fuera suficiente para apagar su voluntad de trabajo, Henry sigue yendo hasta hoy, a sus 40 años, a donde le den una oportunidad.
***
—Cuando empecé a salir a las discotecas gais un muchacho me invitó a bailar, me preguntó en qué trabajaba y le dije que haciendo aseo. Hizo “¡Aah!” y se retiró. Pensé que físicamente no le había atraído.
Henry agarra el palo de la escoba para descansar el brazo y continúa:
—Luego, otro me sacó a bailar y me preguntó: “Cuéntame, ¿a qué te dedicas?”. Le respondí lo mismo y otra vez se rompió el tema. Con el tercero decidí ser más abierto, me preguntó lo mismo y le dije clarito “trabajo haciendo aseo en casas de familia y no tengo sueldo fijo”. “¿Eso es un trabajo?”, me dijo. “Lógico, es un trabajo común y corriente”, respondí. Luego me preguntó que por qué no me valoraba y buscaba trabajo en otra cosita, y se fue.
—¿Qué sentiste?
—Eso sí me dolió.
Henry mira al suelo y aprieta la escoba. Luego me regala una sonrisa melancólica y dice que para evitar volver a sentir ese dolor cambió la explicación. Al que se lo preguntaba le decía que trabajaba en un almacén de zapatos, “porque como yo ya había trabajado en eso, no me dejaba corchar”.
De a poco lo fue entendiendo.
—¿Por qué cuando yo decía que limpiaba casas me decían cosas odiosas, pero cuando decía que era vendedor de zapatos ahí sí todos me querían y hasta me pedían descuentos? —me pregunta y él mismo se responde—: Estaba siendo discriminado por mi propia comunidad.
Según Carolina Herrera, psicóloga clínica de Liberarte, un consultorio psicológico especializado en personas sexualmente diversas, discriminar “es el acto, intencionado o no, que pretende rechazar, humillar, agredir o marginar a otro ser humano por muchos motivos, entre ellos de género y orientación sexual”.
Prohibirle a un empleado del servicio doméstico que se siente en las sillas de uso común, que coma en los platos en los que todos comen o que utilice los baños del lugar en donde trabaja es discriminación. Pero hay otro tipo de marginación de la que poco se habla, la endodiscriminación, que Herrera describe como “la discriminación que se presenta al interior de un mismo grupo poblacional o comunidad”. Un ejemplo es lo que le ocurrió a Henry en la discoteca donde él creyó que encontraría aceptación, pero encontró rechazo.
Las consecuencias de este tipo de discriminación pueden ser devastadoras: “Se automarginan, sienten que ni siquiera con otros seres sexualmente diversos pueden tener un espacio seguro, y esto trae problemas como la incapacidad de construir redes de apoyo adecuadas. Si a eso le sumamos que la persona ya ha sido discriminada o rechazada por su familia de origen, el resultado es un proceso de mucha soledad que en algunos casos puede terminar en episodios depresivos y de ansiedad”, explica Herrera.
En algunos casos, la soledad, la depresión y la ansiedad terminan en suicidio. El Instituto Colombiano de Medicina Legal documentó nueve casos —3 mujeres y 6 hombres, entre ellos un menor de edad— de personas sexualmente diversas que se quitaron la vida durante el 2019 en el país. Pero ignoramos más de lo que sabemos. “Hay estudios sobre el suicidio que, mediante encuestas, han podido revelar que una de las limitaciones para definir este dato —haciendo referencia a la orientación sexual del suicida— es su elusión por causa de la estigmatización de la homosexualidad”, escribió Anderson Rocha, doctor en Salud Pública.
Para llenar estos vacíos de información, The Williams Institute at UCLA School of Law y Ser Feliz Is Free International Foundation llevaron a cabo una encuesta titulada “Angustia psicológica y personas LGBTI”, que ha sido la más amplia hasta este momento en Colombia. Los resultados: una de cada cuatro personas aseguró haber querido quitarse la vida, el 72 por ciento de los encuestados reportó haber vivido angustia psicológica moderada, tres de cada cuatro personas fueron objeto de matoneo al menos una vez antes de cumplir 18 años y el 25 por ciento fueron despedidos de sus trabajos, o se les negó alguno debido a su orientación sexual o identidad de género. Sin embargo, sobre endodiscrminación apenas si se habla o se investiga.
***
Muy cerca del apartamento que asea Henry, trabaja un exitoso empresario y contador reconocido en Pereira llamado Jairo. Los grupos sociales en los que se mueve saben de su homosexualidad y que lleva más de 20 años con su pareja. Su madre también conoce su orientación sexual, pero con su padre jamás ha hablado del tema. Es un acuerdo tácito entre ambos, su papá siempre les advirtió a sus hijos que detestaba a las “putas” y a los “maricas”.
Vestido con camiseta de algodón azul y luciendo una modesta cadena de oro en el cuello, Jairo trata de explicarme la situación:
—Entre nosotros también hay estratos sociales, no estamos exentos. Hay una élite gay que se ha procurado superación. Es verdad, te discriminan por lo que haces. Y escúchame esto —me dice con los dedos entrelazados sobre el respaldo de una silla frente a él—: dentro de los gais, si te van a tratar mal te llaman “peluquera”. Es la forma de ofender agrestemente al otro. Jamás me he enamorado de una persona así, tan femenina, porque, voy a ser explícito, son muy maricas y eso se sale del contorno de lo que los gais queremos respetar para que no nos estigmaticen.
Le pregunto si es una coraza, una forma de protección.
—No sé, solo queremos demostrarle a la gente que como somos exitosos, tenemos capacidad económica y nos gusta lo mejor, no nos pueden discriminar por el tema de ser gais. Me ha funcionado, vivo en el estrato socioeconómico que quiero y quepo en todos los círculos sociales. Jamás me he sentido discriminado.
Luego habla sobre uno de los logros políticos más grande que ha tenido la población LGBTI en Colombia, y probablemente en Latinoamérica.
—Claudia López es una mujer digna de admirar, pero que no tiene respeto por la sociedad. Ella quiere transgredir, imponer, como quien dice “venga mi comunidad LGTBI que ustedes van conmigo y nos tienen que respetar como sea”.
Y habla sobre el triunfo.
—Para que no te discriminen, el éxito es ser respetuoso, que no rompás con esos cánones de la sociedad. En mi apartamento se rompen porque es mi casa, mi espacio, donde mis amigos y yo nos podemos desinhibir.
Y luego veo a Jairo, un hombre masculino, de voz gruesa y formas fuertes y atractivas, confesarse.
—Todos nos esmeramos por ser los mejores, para ganarnos el respeto; puede servir como coraza, pero esa coraza nos ha dado el coraje de ser los mejores, quizá para protegernos de que nos digan “esa loca no sirvió”.
Según la psicóloga Herrera hay lastres más profundos que cargamos en sociedad. “Las personas sexualmente diversas no son inmunes a las prácticas sociales y creencias que se manejan en una cultura. Ellos, al ser discriminados, intentan pertenecer a un grupo privilegiado dentro de la población LGBTI, a través de la marginación a otro segmento menos privilegiado de la misma población”.
En mayo de 2019, la Personería de Pereira, a través del Observatorio de Derechos Humanos Carlos Gaviria Díaz, realizó una mesa de trabajo con la población LGBTI de la ciudad en la que se descubrió endodiscriminación en varios sentidos. Hacia los jóvenes seropositivos que eran burlados y aislados dentro de la misma población. Hacia los jóvenes que no habían hecho pública su sexualidad y eran tachados de “enclosetados” y poco valientes. Y, por último, hacia personas que presentaban conductas afeminadas visibles y eran evitados por sus compañeros para no ser relacionados abiertamente por la sociedad como personas sexualmente diversas.
En la capital risaraldense, los 45 casos de discriminación en contra de la población LGBTI que han sido reportados a la administración municipal en los últimos cuatro años dejan más preguntas que respuestas: ¿cuántos de estos actos discriminatorios han sido ejercidos por miembros de la misma población?, ¿cuántas de las víctimas han preferido callar?
***
—¿Qué clase de comunidad es esa a la que pertenezco si realmente discriminan en rangos y hasta en el rol? ¿Eres pasivo [femenino] o activo [masculino]? Si dos activos se encuentran no pasa nada, son relajados, pueden hablar. Pero, el decir es que si un pasivo se encuentra con otro pasivo se miran por encima del hombro, reparan cómo están vestidos y terminan en problemas porque están conectados a lo femenino. Somos unas locas, un alboroto. El juego es ¿quién tiene mejor cuerpo y ropa? Nos odioseamos porque la discriminación, más que afuera, está adentro, en nosotros —reclama Henry mientras regresa la alfombra a su lugar luego de trapear.
Uno de los significados que la Real Academia de la Lengua Española (RAE) le da a la palabra comunidad es: “congregación de personas que viven unidas bajo ciertas constituciones y reglas”. Henry no pertenece a ninguna comunidad. En realidad, nadie que tenga una sexualidad o género diverso hace parte de una comunidad —a menos que lo busque activamente—, como sí de una población. Tampoco es verdad que limpiarse las manos con agua, jabón y alcohol disminuya el riesgo de transmisión de infecciones asociadas a la población LGBTI, como lo creyó alguna vez una jefa de Henry. Tampoco debería ser cierto que si una persona sexualmente diversa anula expresiones femeninas tiene más opciones de ser exitosa.
Todos son convencionalismos, ideas generalizadas que se tienen por verdaderas debido a la comodidad o conveniencia social, y cualquiera puede caer en ellos. La mejor forma de contrarrestarlos es reconociéndolos, plantea la psicología Herrera, porque “todos tenemos prejuicios de distinta índole y el preguntarnos de dónde salieron, si son vigentes o no, y a quiénes puedo lastimar con ellos es un buen primer paso”.
—¿Qué más haces para que no te duela, para cuidarte? —le pregunto a Henry.
—Si oigo un chiste discriminatorio entre mi familia o amigos comento que eso no está bien. Y ahora evito lugares donde me hacen sentir mal y trabajo en esta casa, donde la señora me hace café en las mañanas y a la hora del almuerzo me pide que me siente junto a ella para que le haga compañía.
Add a Comment