Hilo y aguja para bordar la vida de los otros
Texto
Santiago Ramírez Baquero
Ilustración
Daniela Hernández
Agosto 8 de 2021
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Hilo y aguja
para bordar la vida de los otros
En uno de los barrios más conflictivos de Bogotá, una diseñadora le enseña a bordar a los habitantes de calle. Es su acto político y su terapia personal para recuperar la memoria del hermano caído.
Las causales son interpretadas con base en prejuicios
Las manos de Diamantina tienen en ocho de sus dedos dos palabras tatuadas: amor real. Una letra por cada dedo. Con delicadeza, pellizca hilo y aguja y atraviesa un metro de tela negra que por ahora solo es eso: un pedazo de tela negra con el que trata de vestir un maniquí rojo y con flores. Envuelve el busto, siente la textura de la tela, examina, frunce la frente, se apoya sobre una mesa y, de nuevo, pellizca hilo y aguja para coser la futura prenda.
Diamantina abre su cuaderno y busca el boceto del diseño. Demora en encontrarlo entre anotaciones refundidas, tachones y más dibujos. Finalmente, da con él y nota que tiene la tinta corrida. Compara. No parpadea.
La casa donde vive y trabaja queda en el centro de Bogotá, en el barrio Santa Fe. Es de tres niveles en color blanco con la pintura un poco gastada. El piso de madera suena, y suena mucho porque, además de ella, la casa está habitada por las personas que Diamantina ha recibido de la calle, todas de ese barrio que acumula los problemas de Bogotá: la adicción, la explotación sexual, el tráfico de armas, la inseguridad, la indigencia.
Diamantina no sabe explicar muy bien el vacío que sentía antes, cuando vivía en un mundo parecido a la fantasía: fue de las primeras diseñadoras bogotanas en tener un local de moda independiente hasta que quebró con la llegada de Zara y Mango: las gigantes del fast fashion, moda que se produce en tiempo récord, se compra fácilmente y se consume en menos de nada. La fantasía continuó después con un espacio cultural en Chapinero que fundó con su pareja de entonces donde abundaba la música, la cultura alternativa y la fiesta.
Este entorno no la llenaba. Camilo, su hermano más cercano, víctima de la adicción a las drogas, aparecía en sus pensamientos más profundos.
Recordando a su hermano fue que decidió creer que la moda podía hacer cambios. Tras separarse de su pareja, compró una camioneta y entró al barrio Santa Fe convencida de que, si quería ser recordada, quería serlo porque pudo ayudar a otros. En sus recorridos por el barrio, encontró a mujeres solitarias que deambulaban con sus hijos por las esquinas buscando la cuota diaria para pagar la noche en una pieza, el pipazo o el desayuno.
Su primera actividad para apoyar a estas mujeres fue un experimento. Armó un pequeño grupo con gente interesada en participar en un taller de bordado y le fue bien. A partir de entonces, hizo de estos talleres una costumbre y parte de su vida. Como el número de participantes fue aumentando, Diamantina entendió que los talleres no podían seguir siendo una vez por semana. Que si ella quería cambiar algo, lo que fuera, tenía que estar ahí disponible todo el tiempo.
Así fue como encontró su lugar en el mundo: una casa enorme que las lenguas dicen que le perteneció a un reconocido médico bogotano del barrio cuando allí vivían los ricos. Su excusa empezó con un café en el primer nivel, una idea a contracorriente donde sus clientes encontraron un lugar para conversar y tomar tinto, pero que no duró mucho porque no estaba dedicándose a su oficio de toda la vida.
En las noches el barrio Santa Fe se vuelve más hostil; los puteros patrullan en carros, motos o a pie buscando comprar mujeres en situación de prostitución. Los indigentes buscan una carpa de plástico en la que, por mil o dos mil pesos, les dan un soplo de basuco; los adictos esperan en la esquina a que llegue el dealer con el chute de heroína. Y mientras esto pasa, los policías persiguen algún ratero. En las noches: “era el único momento donde me podía acercar a los chicos, porque en el día era imposible: estaban en sus cosas: durmiendo, vendiendo dulces en Transmilenio o bajando el mono”, cuenta Diamantina. Siempre su objetivo fue crear un espacio libre de alcohol y drogas. Luego fueron talleres con niños, luego un café en el sótano.
Un día, Edwin llegó a la casa pidiendo que lo dejara bordar. Luego llegaron Yurbelis, Jorge, Dubrans, David, Yeferson, Laura, Alejandro, personas a las que la sociedad trata de desechables por su caminado atolondrado, su hablado enredado, su ropa desgastada y sus cuerpos chupados por la droga. El taller personal de Diamantina se convirtió entonces en el taller de la Fundación Rediseñándonos.
Cuenta Edwin que “cuando se acabó la L estaba en una rocola, y atendía y metía de basuca pa’ abajo, solo llegaba al Santa Fe por una pieza, me la pasaba por el centro y un día yo estaba caminando con una cobija de esas cuatro tigres, iba a comprar pan, la tenía así colgada y se me acercó Diamantina y me dijo que tan bonita esa cobija con la que andaba”.
La imagen es conocida: una persona, casi siempre un hombre, deambula por la fría Bogotá a cualquier hora en cualquier esquina con una cobija en sus hombros, a paso lento, con la cabeza y el habla hechos un nudo. En esa cobija bien conocida entre los habitantes de calle y los bogotanos que miran con rechazo, Diamantina encontró la tela ideal para rediseñar una imagen: esa cobija de tigres es la tela principal con la que hace abrigos de diseñador que vende para sostener la Fundación. Sus abrigos arropan ahora a quienes no tienen un hogar, la cobija ya no es un traste sucio sino una prenda apetecida también entre quienes les interesa la moda independiente.
Un venezolano pide que le abran. Tiene una cobija cuatro tigres y se la quiere vender a Diamantina para que con sus “chicos” le den tijera, le cosan la costura, le pongan mangas y las desboquen, midan con el flexómetro y la conviertan en un abrigo colorido rojo con blanco, mostaza pastel o azul rey con gris. Pero Diamantina le dice que por ahora tiene varios a la venta y otras cobijas próximas a convertirse en abrigos.
Rasgadura
Dubrans, un punkero lleno de tatuajes, chamarra y pelo verde, no quiere hablar. Pero es el que más se le acerca a Diamantina en esta tarde calurosa. Le entrega la capucha de un hoodie y Diamantina lo corrige.
—No. Te pasaste, mira donde te señalé. Sésgalo. No vayas a estirar porque el sesgo queda así. Déjalo sin estirar y, más bien, estira bien el sesgo sobre todo la curva.
Diamantina revisa un molde de vestido de baño hecho por Edwin. Lo aprueba. Ahora la tela negra adquiere forma de algo parecido a un sostén, pero todavía no es un diseño claro. Diamantina se percata de corregir detalles. Va a la máquina y corrige. Aprieta el pedal y puntea la aguja.
“En cada uno de los chicos que vivió en la calle y ahora vive conmigo veo un pedacito de mi hermano”, dice Diamantina.
Camilo Azuero era el hermano inseparable de Diamantina. Salían, iban a fiestas y compartían. Cuando Camilo cumplió 18 años se fue a prestar servicio militar. Y en las largas noches en que debía prestar guardia sin pegar el ojo probó el basuco para evitar el sueño.
“A él lo indujeron a consumir basuco y no volvió a ser el mismo. Todo cambió, estaba demacrado, no le quedaba plata del salario, tenía guardados, no hablaba mucho. Se veía con otras personas y no quería salir con nosotros sus hermanos. Luego estaba en otro parche, se perdían las cosas de la casa. Y sabíamos que vivía en la calle”, cuenta Diamantina sin quitar los ojos de la tela negra.
Los intentos fueron varios. Una historia calcada de la adicción: un tour por centros de rehabilitación en el que todos fallaron: Bogotá, La Calera, Mariquita, Tocaima, Villavicencio, La Mesa. Finalmente, pasó lo que pasa al final: Camilo Azuero escapó de su último centro de rehabilitación en Guarne, Antioquia. Era 2006 y llegó a Medellín. Ahí la historia es confusa, Diamantina no sabe qué pasó exactamente, pero supone que fue lo de siempre: volvió a las calles del basuco.
Un año después, el 2 de julio de 2007, en una operación militar llamada “Joel” a cargo del ejército Camilo junto con otros dos jóvenes fue llevado a un sector llamado El Cristo, del municipio de Guarne. Supuestamente, eran tres bandidos. Supuestamente, un militar recibió un disparo en una pierna y por eso dejaron un arma recién accionada en uno de los cuerpos. Supuestamente, habían sido denunciados como ladrones por habitantes de Segovia.
Lo que sí no es supuesto es que a Camilo le dispararon tres veces por la espalda y la bala que lo asesinó le perforó el pulmón.
En 2010 la familia lo dio por desaparecido.
El 23 de noviembre de 2016 los restos de Camilo Azuero fueron entregados a su familia: su madre Teresa y sus hermanos Andrés, Natalia y Catalina.
Bordar
Su nombre de pila es Catalina. Pero ella dice que su nombre ya es Diamantina.
Concentrada en el movimiento de sus manos, la tela negra ya no existe y ahora comienza a parecerse a la parte de arriba de un vestido de baño para una adolescente. El diseño es elegante y minimalista. Diamantina hace ajustes, aprieta costuras, suelta, vuelve y prueba con el maniquí.
En la casa hay un ambiente de fiesta. Todos tienen bastidor, aguja e hilos de colores en sus manos. Alejandro Méndez es una de las pocas personas que juiciosamente asiste a los talleres de bordado, aunque todavía viva en la calle. “Ayer me golpearon los tombos, mano, me falta luca para sacarle copia a dos llaves para sacar mis cosas ¿será que si me monto al Transmilenio la consigo?”. Alejandro tiene los pantalones holgados, sonrisa de oreja a oreja, los ojos achinados y cuando borda su concentración se queda ahí.
Jorge está cerca del taller del primer piso y se ha pasado la tarde entera dibujando el sistema solar con hilo y aguja. Va en Júpiter y la delicadeza con la que cose los hilos de colores sobre una tela negra lo hacen parecer ensimismado.
—Diamantina, ¿qué vas a poner en ese cuarto? —pregunta Laura, una niña de 16 años que cursa sexto en el colegio.
—Vamos a extender el taller y Xiomara va a subir al segundo piso para cuando tenga su bebé, mi amor
—Quisiera algún día tener mi cuarto
—Miamor, tú vas a tener tu cuarto.
Diamantina a todos les dice miamor, cariño o parce. “Es que yo veo un pedacito de mi hermano en todos ellos ¿sabes?”.
Acto seguido, recuerda: “En cuarentena, en marzo de 2020, a muchas personas les dijeron que se quedaran en sus casas. Imagínate. Pues obviamente le abrí mi casa a quienes estaban viniendo seguido, así fue como terminamos viviendo aquí trece personas. Los otros once viven en habitaciones que tenemos arrendadas y vienen aquí a trabajar”.
Y confinados, desconectados del mundo, tejiendo y bordando fue que llegó una de las mejores noticias para Diamantina y sus pupilos: ganaron el Premio Príncipe Claus a la cultura y el desarrollo. “Llegaron las lucas y pudimos hacer todo esto que te he dicho: empezar a tener un músculo financiero para pagar por los trabajos”.
Emocionada, cuenta que un periodista europeo postuló a Rediseñándonos y parte del reconocimiento fue un libro donde se describe la labor de los ganadores. En una de las actividades se destaca el diseño de moda como arte para el cambio social. ¿Bordar es un acto político?
“Y es un acto que sana. Cuando tu ves a una persona ansiosa, su cabeza está enredada. Los hilos lo manifiestan. Para bordar necesitas tener la cabeza en paz, entonces ellos descubrieron que cuando pasaban el tiempo bordando no pensaban en otra cosa. Y míralos. Cuando tu ves que para llegar a un dibujo por medio del hilo te demoras, adquieres una paciencia increíble que te despeja la mente. Míralos”.
Volver a empezar
Después del asesinato de su hermano, algo cambió.
“En mi vida de antes, todo giraban alrededor del ego y de mi antiguo nombre. Jodorowsky dice que uno debería cambiarse el nombre porque así muestras desapego. Aquí me siento en mi lugar, aquí me siento como yo soy”.
Diamantina no le cuesta mucho traer su pasado al presente, así sea de manera superficial. Después de la quiebra de su marca, tras la llegada de las marcas fast fashion, creó otra marca para ropa de niños como una manera de honrar el nacimiento de sus dos hijas. Sin embargo, esta marca tenía mucho del espíritu de la primera: una carga pesada de su ego.
Rediseñándonos, en cambio, le da respiro, la llena de aire.
La tela negra ahora sí es un vestido de baño. El maniquí luce elegante y la magia que tiene la moda es que nos transporta y nos inspira: es un maniquí congelado, pero con el vestido parece listo para ir a la playa, bajo un sol brillante y un atardecer de color naranja, y se escuchan sonrisas y las olas del mar que tranquilamente mueren en la orilla como espuma.
El teléfono de Diamantina suena.
—Mi amor, te tengo un vestido de baño divino para tu viaje a Cartagena, ya casi está terminado, se te va a ver divino. Pronto nos veremos. Sí. Sí. Ay amor, pero esos colores que te gustan son muy chillones, no sé si tengo… A ver… Encontré uno morado que te encantará
Cuelga. “Me dijo que quiere uno colorido. Me toca volver a empezar”. Y con toda la paciencia del mundo, vuelve a empezar.