Trashumante

Fabiola Ferrero

Trashumante

Uno de cada tres venezolanos —cerca de 9 millones de personas— no puede acceder a una cantidad de alimentos suficiente para calmar el hambre debido a la hiperinflación, según informe de la Onu en 2020. Y para más de un millón de venezonalos, Colombia ha sido la única opción para escapar de esa realidad.

En abril de 2018 visité por primera vez la frontera que tienen estos dos países entre las ciudades de Cúcuta y San Cristóbal, en el puente Simón Bolívar. Recuerdo verlo lleno de gente, sobre todo de mujeres con bebés en brazos. Las personas avanzaban amontonadas por un embudo de control migratorio en el que algunos mostraban el pasaporte y otros un permiso fronterizo. Había personas, sin embargo, que se escurrían entre la multitud y franqueaban el control sin mostrar ningún documento.


En aquella ocasión conocí la comunidad de Los Olivos, a las afueras de Cúcuta, en donde pasé varios días compartiendo con tres mujeres que, a pesar de ser vecinas y estar unidas por una historia común, no se conocían entre sí. Todas habían cruzado por las mismas fechas con bebés enfermos en busca de medicinas. María pasaba el tiempo construyendo su casa con láminas de zinc, Yosmary cocinaba arroz en leña y Freidemar veía crecer muy lentamente la cabellera que había vendido en el puente a cambio de 30 mil pesos para pagarse un pasaje de bus. En apenas una cuadra de esta comunidad podía verse un microcosmos de la realidad venezolana.


Desde ese momento decidí que quería seguir buscando mujeres por el mero impulso de conocerlas y registrar un fenómeno extendido en Venezuela desde antes de estas oleadas migratorias: la figura femenina como encargada de sostener a la familia. Ese impulso me llevó a distintos puntos en Colombia y Brasil. Y como respuesta a la abundante exposición de migrantes venezolanos por las vías colombianas que veía en la prensa, quise enfocarme en el proceso de asentamiento de estas mujeres y cómo en comunidad logran generar un sistema de contención entre ellas.


La migración es mucho más que el pasar de un país a otro. Es el desprendimiento abrupto de un pedazo de nuestra identidad y la constante búsqueda de un espacio -geográfico, mental, físico- propio.


Un año más tarde, en un asignación que recibí del New York Times conocí a Yanethzy Sánchez, una niña de 13 años, y a Janeth, su mamá. Vivían en la ciudad de Ríohacha, en un estacionamiento que había sido ocupado por migrantes venezolanos. Yanethzy siempre llevaba consigo un cuaderno donde escribía planas con su nombre y la palabra Venezuela. Me contó que lo hacía para no olvidar cómo escribirlo, porque hacía dos años no podía ir a la escuela. Imitaba letra por letra en su libreta, todas las tardes, pero no era capaz de escribirlo de memoria. Cuando salió la publicación en el Times, un ciudadano alemán quiso contactarla y pagarle su educación, pero nunca logramos encontrarlas de nuevo: no tenían teléfono y habían sido desalojadas del estacionamiento. Yanethzy me había contado también que su sueño era ser maestra.


Constantemente recuerdo esta dolorosa ironía preguntándome si esta niña habría podido volver a un aula luego de nuestro encuentro.


Con cada historia que iba conociendo me quedaba la sensación de que, por más que lo intentara, no conseguía comprender la esencia de lo que se siente irse de casa. Pero atestigüe y entendí otras cosas: la camaradería entre mujeres, la resiliencia del migrante y los breves momentos de respiro que sobrevienen cuando hay algo para comer. También entendí que sin importar la distancia que existe entre las carencias de estas personas y mis privilegios, llevamos un mismo dolor: el duelo migratorio que vive el que se va y el que queda atrás. En mi casa en Caracas, donde antes vivíamos seis personas, solo quedan camas envueltas en plástico y álbumes de fotos familiares que el tiempo va cubriendo de polvo.


En septiembre de 2019 fui a recorrer Suramérica y allí también los encontré de nuevo: venezolanos por cada país que pisaba.


En Boa Vista conocí a Fernando, Carolina y su hijo Moisés. Moisés padecía autismo y repetía mi nombre con frecuencia para luego quedarse callado, viéndome fijamente, cuando lo saludaba de vuelta. Las pocas conversaciones que tuvimos fueron en inglés: en su hábito de repetición se colaba un libro con frases traducidas, y las leía una y otra vez. Yo le hacía preguntas en inglés y entonces él contestaba con hablar rápido, como para salir del paso, y continuaba su lectura. Esta familia pasó varias semanas viviendo en las calles de Brasil, hasta que un día, junto con un grupo de otros venezolanos, ocuparon una casa abandonada.


Carolina era una de las lideresas de la comunidad y a menudo tocaban su puerta para consultarle algo o pedirle alguna de las chucherías que vendía en la ventana. Una tarde, la vi jugando burbujas con su hijo Moisés. Carolina las soplaba y el niño las perseguía con su boca para comérselas. Semanas después, yo en Perú, me enteré de que Moisés había muerto de un derrame cerebral. Lloré varios días y dudé en si debía seguir acercándome a familias cuyas historias me dejaban descompuesta. Tres meses después, estaba en La Guajira una vez más rodeada de mujeres y sus hijos; luego, en Bogotá conociendo edificios habitados por migrantes. Hasta que de nuevo, Cúcuta.


Este año la pandemia cambió el panorama. Las cuarentenas dejaron sin trabajo a muchas personas y los migrantes venezolanos que habían logrado asentarse volvieron a advertir el temor del hambre. Se estima que más de 110 mil venezolanos han vuelto a su país desde mayo de 2020. La paradoja es que lo hicieron huyéndole al hambre. Algunos de ellos se arrepintieron y ya regresaron a Colombia por segunda vez.


Un largo e incierto camino les espera a los venezolanos que deciden buscar algo mejor. Seguir moviéndose hasta que la supervivencia, de repente, se vuelva menos agotadora es la mejor opción para algunos. Hasta entonces, ninguna parada es definitiva.

La migración es mucho más que el pasar de un país a otro. Es el desprendimiento abrupto de un pedazo de nuestra identidad y la constante búsqueda de un espacio -geográfico, mental, físico- propio”.

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