Texto: Camilo Alzate
Ilustración: Angélic-

#Buenaventura

Sin cuerpos ni rostros
Una postal de Buenaventura

Buenaventura es un manglar, una frontera que confunde el agua con la tierra, la máxima modernización con el atraso galopante, la riqueza con el hambre.

La brisa en el puente del Piñal tiene un gusto a pescado rancio que se mezcla con los aromas del estero podrido y la madera aserrada. Cierto letrero en una pared invadida por el moho anuncia que alguien compra buches de merluza y aletas de tiburón. Más allá, flota la hilera de buquecitos de cabotaje que navegan a lugares remotos del Pacífico como Nuquí, Bahía Solano, Guapi, y permanecen fondeados a un lado del puente aguardando víveres y pasajeros.

El puente del Piñal conecta a la isla de Cascajal, que alberga el centro histórico de Buenaventura, con el continente donde se amontonan un centenar de barrios paupérrimos. El ajetreo de las motos salpica agua sucia en cada bache de la avenida; todos los días cruzan tres mil tractomulas cuyo destino son los muelles y bodegas del principal puerto del país. Según la Cámara del Comercio de Buenaventura, el puerto registró el año pasado 3.400 billones de pesos en exportaciones.

La mitad del comercio exterior de Colombia pasa por aquí: por esta pequeña isla rodeada de esteros putrefactos y casas sin servicio de alcantarillado ni agua potable, por esta autopista que sucumbe a los embotellamientos con la menor contingencia, donde conviven vendedoras ambulantes de arrechón con los containers de Maersk, China Shipping y Hamburg Sud.

Buenaventura es un manglar, una frontera que confunde el agua con la tierra, la máxima modernización con el atraso galopante, la riqueza con el hambre.

“Nosotros somos víctimas del desarrollo” me dice Leila Arroyo, una lideresa del Proceso de Comunidades Negras que aglutina organizaciones populares en la ciudad y su zona de influencia. La guerra –explica Leila– ha sido instrumentalizada en función de una renovación urbana que deja por fuera a los afrocolombianos e indígenas, los habitantes ancestrales de este territorio. El puerto de Buenaventura, operado por una empresa estatal durante medio siglo, fue entregado durante el gobierno de César Gaviria en 1993 a una concesión privada que pertenece a empresarios poderosos del Valle del Cauca. Aquello sucedió a la par con la irrupción de China como actor determinante en el panorama global y el posterior auge de nuevas potencias económicas en Asia, que convirtieron al océano Pacífico en ‘el mar del futuro’.

“Ahí está nuestro futuro, pero también nuestra desgracia” zanja el sacerdote y líder social John Reina. De la apertura económica impulsada por César Gaviria, hasta nuestros días, Buenaventura ha sido epicentro de un proceso veloz e hipertrofiado de desarrollo que coincide con el incremento brutal de la violencia: entre 1990 y 2012 las tasas de homicidios llegaron a niveles aterradores. Hubo 4.799 muertes violentas en ese periodo, alcanzando picos de 150 homicidios por cada cien mil habitantes, como ocurrió en el año 2000 cuando la llegada de los paramilitares al puerto se saldó con medio millar de asesinatos en la disputa territorial contra las milicias de las FARC.

Con frecuencia, las estadísticas ocultan más de lo que muestran. Las estadísticas indican que Buenaventura punteó en el ranking de los peores índices de violencia del país en las últimas décadas, pero encubren historias como la de Ingrid Yahaira Sinisterra, una niña de 16 años a la que los paramilitares secuestraron y asesinaron en el barrio Lleras el 27 de agosto de 2007 porque “era novia” de guerrilleros. El cuerpo de Ingrid fue rescatado del mar por sus familiares, que lo encontraron cercenado a cuchillazos y con una herida que le rajaba el vientre.

Las estadísticas registran un promedio de cien atentados, combates u hostigamientos anuales entre 2006 y 2013, pero no aclaran como explotó el carrobomba con el que las FARC volaron las instalaciones de la Fiscalía el 23 de marzo de 2010, un bombazo en pleno centro a las nueve y media de la mañana, que mató ocho transeúntes y dejó heridos a otros treinta.

Las estadísticas señalan que han ocurrido 25 masacres en la ciudad y sus alrededores desde el año 2000, masacres con nombres bellos como Punta del Este, Sabaletas, Raposo, Yurumanguí, pero las estadísticas no repiten la versión sobre la masacre del Naya que ofreció ante los jueces el paramilitar Éver Veloza, alias HH, quien fuera comandante del Bloque Calima de las Autodefensas: “los mataron a unos con arma blanca, los degollaron, y a otros a tiros. Las otras personas dicen los mató el ‘Cura’, en la entrada, en la incursión en Patio Bonito donde hicieron un retén y mataron la mayoría de gente ahí. De las personas que aparecen acá, una es menor de edad a la que le mocharon las manos”.

Las estadísticas conducen hasta las ‘casas de pique’, esa macabra sofisticación del terror con que las bandas de narcos, que heredaron los restos de la guerrilla y el paramilitarismo en el puerto, atemorizaban a la población y desaparecían sus víctimas, a quienes descuartizaban y arrojaban a la marea. Aquello configura lo que el Centro de Memoria Histórica denomina “una violencia sin cuerpos ni rostros”: una violencia invisible pero omnipresente.

Las estadísticas, finalmente, nunca explican por qué sobre esta cartografía del horror se superponen media docena de grandes obras de infraestructura y megaproyectos levantados mientras toda esta barbarie sucedía, obras que han transformado radicalmente una parte privilegiada de Buenaventura: cuatro puertos con sus muelles y bodegas aledañas, una vía alterna que desatascó la caótica avenida Simón Bolívar, zonas industriales para grandes inversionistas, un terminal de contenedores operado por una multinacional española, un proyecto de renovación urbana contiguo a la zona del comercio en la isla de Cascajal, con hoteles lujosos, discotecas y un malecón turístico que amenaza desalojar dos comunas enteras. Y poco más.

En el resto de la ciudad, donde vive el grueso de la población, imperan condiciones de miseria y abandono similares a las de todo el litoral Pacífico, con los mayores índices de pobreza del país.

“Aquí la guerra no fue contrainsurgente, fue una guerra contra la gente para apropiarse de la tierra, un control territorial real” asegura Adriel Ruíz, sacerdote y defensor de derechos humanos, quien además participó en la elaboración del informe del Centro Nacional de Memoria Histórica Buenaventura: un puerto sin comunidad. Nunca se ha esclarecido por qué el Frente Pacífico de las Autodefensas, que operaba en Buenaventura, no se presentó al acto de desmovilización del Bloque Calima en una finca de Bugalagrande el 18 de diciembre de 2004, aquello lo ratificó el comandante paramilitar Elkin Casarubias alias “El Cura” durante las audiencias de Justicia y Paz.

Adriel cree que los grandes empresarios son beneficiarios de esa catástrofe humanitaria en el puerto: “No sabemos quién intercedió para que el Frente Pacífico del Bloque Calima de las Autodefensas no se desmovilizara, ellos nunca se fueron de aquí. ¿Quién pagó eso? ¿Quién puso la plata? En 2004 se da la desmovilización paramilitar, pero la violencia continuó, de hecho el pico más alto fue 2007 cuando hubo 500 muertos en un año. En todos los barrios hubo masacres, entre ellos en los más estratégicos: el Lleras, Comuna 12, Punta del Este, Juan XXIII. Si tú ahora los pones en una cartografía, las masacres coinciden plenamente con los sitios donde luego iba a haber desarrollo. En 2013 hubo 25.000 desplazados. Si uno mira desde arriba es un tema de despojo territorial para que el puerto crezca. Yo, que fui cura, vivía era de enterrar muertos”.

No es casual entonces que la mayor presión contra las comunidades se haya dado en los barrios de bajamar, zonas de invasión que los negros le ganaron hace décadas a las aguas y a los esteros rellenando con escombros y basuras, o levantando ranchos de palafitos encima de la marea. Son las zonas donde tendrá que ocurrir en un futuro la ampliación del puerto.

“Nosotros nos convertimos en un obstáculo para el desarrollo de las empresas portuarias que querían hacer la vía alterna. A raíz de eso llegaron amenazas y amenazas y amenazas” relata Arcesio Izquierdo, líder popular de la Comuna 6 que fuera compañero de Temístocles Machado, uno de los dirigentes comunitarios más queridos y respetados de la ciudad, asesinado por un comando de cinco sicarios el 27 de enero de 2018.

Don ‘Temis’ había encabezado la resistencia al despojo territorial en los barrios, diciéndole a la gente que no vendiera ni abandonara sus casas, enseñándoles a interponer tutelas y oficios, rebuscando títulos de propiedad o escrituras públicas en notarías. En abril de este año, catorce meses después del homicidio de don Temis, fue condenado a diecisiete años de prisión el primer asesino. “Cinco sicarios para matar a un viejo campesino que vive en un barrio donde ni siquiera hay Policía» dice Adriel Ruiz, «¿eso qué es? Fue pensado y pagado, los sicarios ni siquiera saben quién lo mandó a matar, no dicen ni mu en las audiencias, están muertos de miedo, sólo habla el abogado. Y ¿quién le paga un abogado a un pobre gatillero de Buenaventura?”.

Salgo de Buenaventura por los intestinos de esta serpiente interminable de camioneros y containers que avanza rengueando hacia el interior del país. La mayoría de los containers llevan mucha plata adentro y un par de señores bien armados que cuidan desde algún vehículo particular a cien o doscientos metros de distancia, pero eso no lo sabe casi nadie, sólo las bandas de atracadores que ahora andan alborotadas, igual que hace cincuenta años, cuando Germán Castro Caycedo visitó el puerto y describió a las “ratas” —la palabra es suya— bien provistas de cuchillos, bandas que asaltaban los buques a plena luz del día y dominaban el negocio del contrabando. El reemplazo de las “ratas” han sido organizaciones mafiosas de alto calibre como La Empresa o los Urabeños, que cobran impuesto incluso a la venta callejera del viche con que se emborrachan los pescadores, y controlan la salida del primero hasta el último kilo de cocaína por el puerto. Veo infantes de marina patrullando las esquinas con su fusil cargado, hay pilas de tablones y piezas de madera fina que recién desembarcaron, hay un mural inmenso firmado por CODHES (Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento) que dice “Sistema integral de verdad, justicia y reparación. ¡Habrá justicia!”. Veo una cantidad de negocios vendiendo arena y ladrillos, síntoma de esa ciudad que crece y devora esteros, que tumba ranchos palafíticos para levantar edificios, que reemplaza los pilotes de manglar por vigas y columnas. Es ahí, en el momento en que se reemplazan los pilotes por las columnas de concreto, cuando cambian también los dueños del territorio. La salida es larga, sinuosa. Los microbuses de servicio público frenan en seco cada veinte metros pitando a todo lo que se mueva. Veo centenares de lotes baldíos y edificios en venta. Buenaventura crece, se expande sobre sí misma, traga gente y manglares. En su interior se  mueven chorros de dinero. ¿Cómo se mueven? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? Eso respondería todo.

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