Cuando el grupo guerrillero M-19 decidió asaltar el Palacio de Justicia, yo tenía 19 años y mi preocupación mayor, en ese noviembre de 1985, era graduarme como bachiller pedagógico y pronunciar el clásico y lacrimógeno discurso de despedida en la ceremonia de grado. Mi discurso no fue escogido, pero un mes después yo sí fui elegido para prestar el servicio militar obligatorio.
La selección del nuevo contingente de soldados se hizo en el Batallón San Mateo de Pereira y un oficial, al caer la tarde, leyó mi nombre y me indicó que debía abordar uno de los buses que me llevaría a las instalaciones del Batallón Cisneros de Armenia. Juro que le rogué al oficial para que me permitiera abordar otro bus, uno que descargaría muchachos absortos en los batallones de Bogotá. Si iba a alejarme de casa por un año, dije, quiero estar lejos y asumir ese vacío como un acto heroico.
De tanto rogar y con la condición de que si llegaba a sobrar personal en los batallones de la capital yo debía regresar por mis propios medios al batallón de Armenia, serpenteé el Alto de la Línea con el corazón en la mano. Sin conocer el lugar de llegada de la caravana militar que nos condujo a Bogotá, una fría mañana de diciembre, desperté, sobresaltado, en la plaza de armas del Batallón de Artillería de Usme. Años después y cuando el tema del Palacio de Justicia se me convirtió en obsesión, supe que de allí habían salido algunas de las tropas y los tanques Cascabel que el coronel Plazas Vega metió a la fuerza en el edificio de la Corte, para dar inicio a una masacre que pudo haberse evitado si en ese momento el país hubiera tenido un presidente en funciones.
“Colombia patria mía/ Te llevo con amor en mi corazón,/ Creo en tu destino/ y espero verte siempre grande,/ respetada y libre”, eran algunas de las oraciones que solíamos corear en las madrugadas y que formaban parte del adoctrinamiento en las filas, mientras en los hangares de los dormitorios llorábamos por un amor no resuelto y vigilábamos que nuestros ‘códigos’ —como nos tratábamos entre reclutas—, no se robaran las botas, el betún, la reata o el camuflado. Lo otro era la instrucción militar a base de una gimnasia que solía confundirse con el castigo y de una relación permanente con el fusil, al que debíamos llamar “la novia”. Durante tres meses fuimos instruidos para obedecer y estar en condiciones de dar la vida por la patria y mi patria, en ese momento, eran los alrededores del Palacio de Nariño, la hacienda Hato Grande y las residencias de ministros y del propio presidente de la República, en las exclusivas zonas boscosas del norte de Bogotá.
Bastaron tres meses para darme cuenta que la vida militar rayaba en el absurdo y que el juego de la guerra era azaroso, sobre todo cuando manipulábamos armas o recibíamos instrucción de contra-guerrilla a cargo de oficiales que habían sobrevivido a los duros combates en las zonas rojas y que, frente a nosotros, revelaban comportamientos extraños y actitudes un tanto delirantes. En ocasiones especiales, cuando la plaza de armas formaba a la perfección los varios contingentes de soldados, escuchábamos la imponente voz del comandante de la Escuela de Artillería, entonces teniente coronel Rafael Hernández López. Recuerdo su piel blanca, lastimada por el sol de la sabana; recuerdo sus labios gruesos y su nariz larga y abultada. Era una leyenda viva y de él se adocenaba el relato de su labor de inteligencia en contra de la guerrilla urbana, en un momento en que el M-19 se atrevió a robar un arsenal del Cantón Norte, situación que aprovechó el presidente Turbay Ayala, en 1979, para oficializar el Estatuto de Seguridad. El aguerrido Hernández López fue quien reemplazó en el Palacio de Justicia al coronel Plazas Vega, después de que éste se hiciera público e incómodo por sus declaraciones a los medios. Al ser preguntado por un periodista sobre la decisión que habían tomado frente al repliegue de los guerrilleros al interior del edificio de la Corte, Plazas Vega expresó: “Mantener la democracia, maestro”.
La memoria, como expresa un personaje de Mempo Giardinelli: “solo sirve para el dolor. Y sin embargo, tenemos que exprimirla como a una naranja. Es la que permite el uso de la palabra. La justifica”.
Fue en enero de 1986, a dos meses de sucedida la masacre y a un mes de haber sido reclutado en las filas del Guardia Presidencial, cuando fui a visitar las ruinas del Palacio de Justicia. Sentí que allí podía encontrar una historia que relatar, aprovechando la experiencia de escritura que durante mis últimos años de colegio había adquirido con mis amigos del Taller de Escritores Mitograma, que en Pereira orientaba Isaías Peña. Los escombros daban pavor y se respiraba un aire a caucho quemado. Todo me parece difuso en esa imagen de vuelta y no sé si llovía, como llovió en la tarde del miércoles 6 de noviembre, cuando el comando guerrillero del M-19 sumaba siete horas en poder del Palacio de Justicia, mientras fuerzas militares, de diversas armas, respondían al ataque con disparos y tanquetas. Después fueron las llamas que ahogaron el edificio al caer la noche. Me veo tocando una loza, un pedazo de pared, un tubo de agua, una varilla retorcida; compruebo que los restos de la destrucción de una mole de cemento están calientes y los regreso de inmediato a su lugar. Es posible que mienta, a fuerza de vivir en la literatura, a fuerza de creer que la memoria es una suma de recuerdos inobjetables. La memoria, como expresa un personaje de Mempo Giardinelli: “solo sirve para el dolor. Y sin embargo, tenemos que exprimirla como a una naranja. Es la que permite el uso de la palabra. La justifica”. Digo que es posible que falte a la verdad en esta operación de recomponer el espejo roto de la memoria. En lo que sí estoy seguro es que a partir de allí, de esa breve experiencia frente a un cuadro de ruina y catástrofe, quise reconstruir, a mi manera, lo que había sucedido en ese imponente edificio de mármol jaspeado y lo que enfrentaron gentes de civil, magistrados, guerrilleros y soldados del Guardia Presidencial por el que yo había jurado bandera.
Ahora bien, al concluir el año de servicio militar y de jugar a la guerra, volví a mi barrio en Pereira, un poco más serio, con menos cabello en mi cabeza y con la necesidad de hacerme a un empleo. Me reintegré a mi familia y me di a la tarea de formarme como lector para comprender los mecanismos profundos de la novela. ¿Cómo y qué investigar? ¿Cómo narrar? ¿De qué manera darle cuerpo a una voz que se aleje de mis prejuicios y sea ella, natural, observando lo que le es dado observar, desde ese tono secreto de la revelación, en esa intimidad del ojo sorprendido por la luz al final del laberinto? Casi escondido en un estrecho cuarto de la casa de mis padres, a un lado de la cocina, empecé a concebir una historia que tensara los hilos del Palacio de Justicia.
Me di a la tarea de archivar documentos y libretas de apuntes que hicieran visibles mis preguntas y subrayaran mis sospechas. Me hice visitante asiduo de la Hemeroteca de la Biblioteca Pública Municipal, en la antigua estación del ferrocarril. Los periódicos tienen la virtud de registrar los detalles más nimios del día a día, condensan en sus límites de tinta el puzzle de lo acontecido. Los periódicos, como los relatos de ciencia ficción, son noticias anticipatorias para los lectores del futuro. En las páginas de El Espectador, El Tiempo, Vea y El Espacio, logré encontrar los motivos para armar una historia que siempre imaginé como una historia de amor. En efecto, en medio de declaraciones oficiales, de testimonios de sobrevivientes, de fotografías impactantes tomadas los días miércoles 6 y jueves 7 de noviembre de 1985, de columnas de opinión, del registro de documentos clasificados, las declaraciones de una rehén, quizá adscrita a una de las oficinas de algún magistrado que perdiera su vida en esos días de la toma guerrillera, dieron inicio, como imagen, como voz, a mi historia. Según la rehén, en medio del fuego cruzado entre militares y subversivos, en medio de las llamas que amenazaban con destruir el edificio y llenar de humo espeso la ilusión de salir con vida de la ratonera, escuchó que una voz anónima, tal vez de una guerrillera que disparaba en la oscuridad, le preguntaba a su hombre: “¿Estás bien, mi amor?” De esta pregunta surge mi historia, brota el relato de Mariana, una mujer que habría participado en la “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, alineada en las filas del M-19. Fruto de esta experiencia fue la escritura de una historia que publiqué en Medellín en 1992, bajo un título que quizá debió ser más breve y menos obvio: El laberinto de las secretas angustias.
Afuera de mi cuarto el mundo transcurría a su manera, con las leyes propias y laxas de la marginalidad. Llegamos a vivir al barrio San Judas en 1978. Mi padre compró allí una casa de bahareque, a punta de fabricar pantalones y pegar cremalleras con su máquina de coser Singer. Recuerdo bien el año en que llegamos con nuestros enseres, porque ese año se celebró el Mundial de Fútbol en Argentina, en momentos en que ya no se podían ocultar las atrocidades de la Dictadura Militar. También era difícil ocultar lo que sucedía en San Judas, un barrio ubicado en la frontera entre Pereira y Dosquebradas, a orillas del río Otún. A los pocos días de estar viviendo allí, a mi hermano mayor le robaron un reloj de pulsera; el vecindario nos daba la bienvenida. Luego fue el robo de una monareta, cuando mi hermano y yo bordeábamos la línea última de este barrio estrecho y laberíntico, queriendo reconocer su plano asimétrico.
Después sería el peso de la realidad convertida en amenaza, cuando a principios de la década del ochenta la ciudad vio surgir, desde la oscuridad más extrema, el llamado grupo de la “Mano Negra” cuyo propósito era “limpiar” la ciudad de lo espurio, darles de baja a unos cuerpos que terminaban como bultos en el basurero de Combia. Y lo espurio respiraba en mi barrio en sus esquinas, día y noche. Lo espurio tenía alias y prontuarios delictivos. Lo espurio tenía edad y era aún joven en figuras como Cantinflas, Carnegato, Carevaca y, por supuesto, Coringa, uno de mis personajes de la novela Perros de paja.
Fue tal la improvisación en la retoma, que las mismas fuerzas se atacaron entre sí. La voz clamorosa del presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, que insistió desesperadamente en hablar con el presidente Betancur para que detuviera la masacre, subraya la sospecha de la investigadora: las fuerzas militares no estaban dispuestas a negociar con subversivos y si al mismo tiempo mandaban un mensaje aterrador a los magistrados, cuyas últimas decisiones en materia civil para penetrar el mundo hermético de los militares los tenía molestos, se podían dar por bien servidas.
Desde entonces supimos que nuestro lugar en el mundo sería ese barrio único, de invasión, grande en la memoria de la ciudad a través de su leyenda negra, como procuro ampliarla en mis libros, a partir de personajes con los alias que hoy abundan en los carteles del crimen organizado. Las historias de malandros y expendedores de drogas serían otras historias que luego se convertirían en narraciones que aún me conmueven y que me regresan, sin más, a los días de mi infancia, como habitante de un barrio con muro propio, pegado a las barrancas que dan nido a La Popa, esa zona de todos y de nadie que ahora es atravesada por un puente colgante, atractivo en su abismo para los suicidas que a veces prefieren caer en el lecho de un río atestado de piedras gigantes como huevos prehistóricos.
Como recluta asombrado frente a los escombros tengo una vaga memoria visual del 6 y 7 de noviembre de 1985, días en que los guerrilleros del M-19 irrumpieron en el Palacio de Justicia, tomaron como rehenes a los magistrados de la Corte, con el fin de hacerle un consejo de guerra al presidente Belisario Betancur. Observo cómo una tanqueta de guerra se dirige a la entrada principal del edificio asediado. A lado y lado de la entrada reconozco el color caqui de los integrantes del Guardia Presidencial que exhiben sus fusiles y esperan órdenes para entrar. El Palacio de Justicia arde en llamas y el color del fuego se acentúa con la oscuridad de la noche: la prensa empieza a hablar de “Holocausto”. En la televisión se repiten las mismas escenas: un comando antiterrorista baja desde un helicóptero hasta la azotea y en esta arriesgada maniobra vemos cómo uno de los halcones cae estrepitosamente contra el piso. Al final, cuando el edificio del Palacio parecía emerger de un terremoto, las cámaras filmaron la salida de varios sobrevivientes mientras miembros de la Defensa Civil y la Cruz Roja los trasladaban en camillas a la Casa Museo del Florero.
Era muy temprano en la historia para hablar de desaparecidos. No era oportuno aún establecer responsabilidades civiles y militares. El libro El Palacio de Justicia, una tragedia colombiana, de Ana Carrigan, reportera colomboirlandesa en los años ochentas de The New York Times, me sirvió para entender lo que ahora leo como un pedazo de metáfora de un país incierto. Carrigan plantea puntos de vista comprometedores al descubrir en su investigación una suerte de escenario montado por fuerzas estatales para evadir cualquier responsabilidad frente a la historia. La reportera no oculta hipótesis ni deja sus presunciones en manos del lector. Ella toma partido y desde allí se da a la tarea de recoger testimonios de primera mano, a pocos meses de sucedida la tragedia, aprovechando que se encontraba por “casualidad” en el país. La de Carrigan es una lectura policiaca y allí estriba el valor de su trabajo de campo, porque igual lee entre líneas y bajo sospecha, el «informe de la morgue», las diapositivas donde se congela la escena de la masacre en el baño del cuarto piso del Palacio, los diagramas que uno de los dibujantes del Departamento de Criminalística elaboró con base en los testimonios de los sobrevivientes a la masacre y los informes de prensa de la época. Cada vez que se reúne con una de sus fuentes —en especial sobrevivientes y familiares de los desaparecidos o asesinados al interior del edificio emblemático—, le parece que alguien la sigue, que un ser anónimo, sentado en la otra mesa de una cafetería céntrica, está alerta a lo que la fuente le narra con aprensión. La actitud paranoica y temerosa de los testimoniantes remarca el clima de desconfianza que siguió al balance de la tragedia.
Carrigan insiste en señalar la responsabilidad del presidente Belisario Betancur en la masacre. Ante el “vacío de poder”, los miembros de las Fuerzas Armadas, al mando del general Vega Uribe, decidieron arremeter con toda su fuerza bélica, sin detenerse a considerar el riesgo que corrían los rehenes. Encerrado en su Palacio de Nariño el presidente Betancur, apoyado en su fe —“yo soy un hombre de fe”, dijo el poeta presidente ante el Tribunal Especial de Instrucción que investigó los hechos—, creyó lo que más le convino creer a su ministro de Defensa, cuando expresó que la vida de los magistrados no corría peligro y que si ellos no avanzaban en la “retoma”, la capital podía revivir la oscura época del Bogotazo. De este modo le cobraban al presidente sus actuaciones en los fracasados intentos de paz donde no había tenido en cuenta a las fuerzas armadas.
Fue tal la improvisación en la retoma, que las mismas fuerzas se atacaron entre sí. La voz clamorosa del presidente de la Corte, Alfonso Reyes Echandía, que insistió desesperadamente en hablar con el presidente Betancur para que detuviera la masacre, subraya la sospecha de la investigadora: las fuerzas militares no estaban dispuestas a negociar con subversivos y si al mismo tiempo mandaban un mensaje aterrador a los magistrados, cuyas últimas decisiones en materia civil para penetrar el mundo hermético de los militares los tenía molestos, se podían dar por bien servidas.
Treinta años después los responsables de la masacre aún no pagan por su crimen y todo el proceso se envuelve en una retórica eufemística que ha hecho carrera en nuestra vida republicana. Tengo razones, me digo, para borrar de mi memoria esta oración que a mis diecinueve años retumbaba en mis oídos: “Mi ambición más grande/ es la de llevar con honor/ el título de colombiano,/ y llegado el caso, morir por defenderte”.
La ingenua hazaña de treinta y cinco guerrilleros al mando de Luis Otero, Alfonso Jacquin y Andrés Almarales contra cerca de dos mil soldados más diversas unidades de Inteligencia y Contrainteligencia, según Carrigan, puso en peligro la vida de 300 personas atrapadas dentro del Palacio. Un centenar de ellas se registra en las listas necrológicas. Para no hablar de otras muertes: las de los desparecidos.
Lo que cuenta Carrigan en su libro me sirvió para comprender lo que a finales de los años ochenta apenas si intuía e intentaba asimilar desde los terrenos no siempre estables de la ficción. El ejercicio de mi escritura empezaba a tomar forma en casa de mis padres. Una escritura tan marginal tal vez como el lugar del que me sé aún habitante.
Cada vez que recorro los alrededores del Palacio de Nariño, con la nostalgia de ver al recluta que aguantó frío y abulia en el centro del poder político colombiano, vuelvo a sentir el ardor que me produjo un fragmento del Palacio en ruinas. Vuelvo a escuchar la voz desesperada del magistrado Reyes Echandía, cuando los medios de comunicación interrumpieron de pronto sus informes sobre la incursión subversiva, por decreto de la ministra de Comunicaciones Noemí Sanín. Y a cambio, nos pusieron a ver un insulso partido del fútbol profesional colombiano. Treinta años después los responsables de la masacre aún no pagan por su crimen y todo el proceso se envuelve en una retórica eufemística que ha hecho carrera en nuestra vida republicana. Tengo razones, me digo, para borrar de mi memoria esta oración que a mis diecinueve años retumbaba en mis oídos: “Mi ambición más grande/ es la de llevar con honor/ el título de colombiano,/ y llegado el caso, morir por defenderte”.