9 diciembre, 2025

La vida no se le regala a la violencia

Juan Miguel Álvarez

ILUSTRACIÓN:
Felipe Rivera Echeverri
Crónica, Memoria paz y conflicto
Tantos años después de haber sido un combatiente del marxismo leninismo y de haber pasado por un baño ideológico que lo situó en el bando de los contrarevolucionarios, la historia de este campesino puede ser leída como una paradoja absoluta: en él la guerra quizá sí pudo obrar como agente de superación.

1

—La guerra deja pobreza —dice este hombre quien portó un fusil durante diecisiete años—. La guerra no me dejó nada bueno, sólo sentimientos de tristeza.

Su nombre no quiere decirlo o no quiere que lo sepan gentes que no sean las del caserío donde vive. Tiene 55 años y un hablar enredado, como si las palabras se escondieran en su garganta. Para efectos de esta historia se llamará D. Y añade:

—Yo miro las cosas, niños que murieron, gente inocente. Y me pongo a pensar que no debí estar metido ahí.

Estamos en un salón de eventos de una compañía bananera, a las afueras de Apartadó. Aire acondicionado. Sillas encarradas una sobre otra como torres simétricas. Mesas sin mantel. A D lo acompañan dos hombres: uno que ronda los 50 y un joven que no parece tener 30. El de 50 fue quien puso las reglas de esta entrevista: no podía ser en el caserío donde viven porque allá hay una tropa del Clan del Golfo y a ellos les hubiera tocado dar muchas explicaciones para lograr que me dejaran entrar; también acordamos que no habrá fotos de D, nada que permita su reconocimiento. Por último, dijeron que D iba a estar acompañado por estos dos hombres como si fueran su respaldo, como si su presencia le ayudara a expresarse.

2

La entrevista comienza con el relato del origen: D llegó al Urabá en 1987 por las mismas razones que desde hacía dos décadas se estaban viniendo a esta región los campesinos del Chocó y de la costa caribe: en busca de un lugar de trabajo en la floreciente agroindustria bananera. Procedía de un pueblo cordobés de herencia zenú llamado San Andrés de Sotavento, en el que había nacido y crecido y en el que la gente pasaba las horas en una mecedora a la puerta de la casa a falta de una ocupación más productiva. Al mes de estar como obrero en las fincas de las veredas plataneras de Turbo, D terminó vinculado al Ejército Popular de Liberación (EPL).

—No me llevaron a las malas. Me fui porque me llamó la atención. Quería participar. 

Una mañana cualquiera una cuadrilla de guerrilleros le dijo que estaba en la edad perfecta para irse con ellos y luchar por una Colombia mejor, que había que «volver a Colombia como una Cuba».

—¿Le dijeron esa expresión exactamente?

—Sí, eso fue lo que me dijeron.

Por ingenuos o por un exceso de confianza en su ideología, los guerrilleros creían que al invocar al país de Fidel Castro todas las personas sabrían inmediatamente de qué se trataba, como si no hiciera falta aclarar nada más, como si cada campesino de este país, sin importar su procedencia, estuviera enterado de que en esa isla había habido una revolución. D no entendió a qué se referían, pero supuso que querían decir que Cuba era mejor que Colombia o que allá sucedían mejores cosas que acá. Y en seguida, quizás al verlo en duda, los guerrilleros empujaron su entusiasmo diciéndole que la vida dentro del grupo era buena: la gente los quería y como nadie ganaba sueldo nadie se creía más que nadie. Además, la comida no faltaba. Este último dato lo ilusionó: de irse con ellos, no volvería a pasar afugias, no volvería a aguantar hambre. Ocurría también que más jóvenes y niños de las fincas vecinas se habían vinculado a esta guerrilla, y según sus ojos, no a la brava sino convencidos de estar dando el paso hacia una vida mejor que la que se podían granjear en las plataneras.

—Varios cercanos míos se estaban yendo; entonces, la pensé y me fui.

3

El EPL estaba en su etapa final como actor armado. Habían pasado por la doctrina del foquismo y la de la guerra popular prolongada, habían instalado pequeños frentes en zonas campesinas del interior del país como paso inicial para luego rodear las ciudades y lanzar una confrontación contra las fuerzas militares del Estado, y como no habían podido hacer de la teoría una práctica de éxito se habían unido a las principales guerrillas del momento en lo que vino a llamarse la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar para intentar atacar al Estado con mayor poder de fuego, así como mejorar las condiciones a la hora de negociar un acuerdo de paz.

Los reclutamientos que el EPL estaba llevando a cabo en el Urabá tenían por objeto engrosar el pie de fuerza para mantener el control territorial de unas veredas en las que se sentía respaldado por la comunidad. Esto le permitía seguir ejerciendo una influencia dominante en Sintagro, el sindicato de trabajadores bananeros con mayor número de afiliados en la región, y por ende con más dominio en los puestos de poder político local que a partir de 1988 serían por elección popular.

Nunca en su vida D había portado un arma, mucho menos un fusil. Ni siquiera había sido un niño o un adolescente pendenciero o retador. Con el entrenamiento subversivo que le dio el EPL, D se volvió lo opuesto: un hombre que conservaba la calma y el silencio, pero capaz de hablar duro, pegar y disparar.

—A uno lo preparaban para la guerra —dice—. Y uno cambia: uno se transforma, se vuelve bravo, uno se siente valiente. El comandante nos decía: “vamos a hacer una emboscada, necesitamos tantos fusiles y los tenemos que conseguir peleando”. Iba uno y peleaba y conseguía los fusiles.

D dice que el EPL tenía dos tipos de cuadrilla: una, infiltrada en las bananeras, en la que los combatientes soltaban el fusil y se quitaban el camuflado para dejarse ver como trabajadores de las plantaciones y luego pasar las noches ocultos en unos campamentos que levantaban a las afueras de los caseríos. La otra cuadrilla estaba en el monte, es decir, en la serranía de Abibe, la frontera natural entre Antioquia y Córdoba, laderas de bosque convertidas en campos de batalla entre la Coordinadora y la fuerza pública. D hacía parte de la cuadrilla que se movía en torno a El 3, un corregimiento de Turbo, en inmediaciones de un caserío llamado Guadualito que la gente acostumbraba a reducir diciendo Guadalo y que ya para ese momento era un sector de cultivos de plátano, no de banano, es decir un área rural del todo campesina en la que la tierra estaba distribuida en minifundios de una o dos hectáreas, o parcelas de menos de una hectárea.

De ahí que la relación con los habitantes del caserío fuera el verdadero mecanismo de resistencia del EPL. D recuerda que la entrada era una vía en muy malas condiciones, pero a fin de cuentas de acceso posible para vehículos. Y sin embargo, casi nunca se les metía el ejército debido a un agotamiento de operativos infructuosos. D dice que las pocas veces que unos soldados se atrevían a penetrar en el caserío, los campesinos les avisaban a los guerrilleros.

—Nos cuidaban: si uno debía salir del campamento, era la gente la que le decía a uno si sí se podía o si no se podía porque estaba el ejército.

La mutua confianza entre comunidad y guerrilla era resultado del trabajo subversivo. Para empezar, buena cantidad de los integrantes de la cuadrilla eran hijos y parientes de las familias de la zona, personas con el mismo acento e iguales carencias, combatientes que podían ser tomados como representantes de las comunidades. La cuadrilla, además, se comportaba de forma paternal y protectora en las adversidades de la pobreza.

—Uno les daba mercado —dice D—, si estaban enfermos, uno les daba para los medicamentos y les conseguía el transporte para que los llevaran al hospital.

4

El EPL firmó un acuerdo de paz con el Gobierno nacional el 15 de febrero de 1991 y entregó las armas y desmovilizó a sus hombres quince días después, el 1 de marzo. A partir de entonces, le dio vida un movimiento político llamado Esperanza, Paz y Libertad. Se trataba de una estrategia electoral con la cual aspiraban a competir por los cargos de elección popular contra los partidos tradicionales en el resto del país y contra la Unión Patriótica que era la fuerza política dominante en el Urabá. De una semana a la otra, los nombres de quienes habían sido comandantes e ideólogos se volvieron los rostros de los candidatos. Los mandos medios y los patrulleros rasos tuvieron peor suerte: se empezaron a convertir en los nombres de los desmovilizados que empezaron a caer asesinados.

—Nos empezaron a matar —dice D—. Mataban a Esperanza, Paz y Libertad. 

De los 2200 subversivos que habían conformado el EPL, una facción de unos sesenta hombres se rehusó al acuerdo de paz y pasó a ser una disidencia comandada por Francisco Caraballo, uno de los fundadores del EPL, comunista radical o “comunista convencido” como el mismo se le presentó a la justicia tras su captura años después. Estos disidentes objetaron que todos los acuerdos de paz que las guerrillas habían alcanzado con el Gobierno, a lo largo de la historia de este país, terminaban siendo “una rendición” o “un montaje del estado burgués para eliminar a los líderes revolucionarios que en su momento le han hecho el juego a las pretensiones del régimen”. Caraballo se ratificó en la guerra como “la verdadera vía hacia un gobierno socialista” y advirtió que por “entreguistas” ya no había lugar dentro de la organización para los que estaban en fila del proceso de paz. En otras palabras, Caraballo consideraba que él y sus hombres, así fueran minoría, seguían siendo el Ejército Popular de Liberación y que los comandantes y militantes que estaban en la negociación eran unos traidores.

En cuestión de días empezó una violencia caníbal o de fuego amigo —el grupo Caraballo asesinando a sus excompañeros de lucha—, y a finales de ese 1991 ya se contaban unos veinte homicidios de militantes de Esperanza, Paz y Libertad —“esperanzados” les llamaban—. Al cabo de las semanas las FARC hallaron razones para acoger o absorber a la disidencia Caraballo: que una parte de los esperanzados y en general de los desmovilizados del EPL sostenía alianzas con los “enemigos de clase” que eran ganaderos y empresarios bananeros; que otra parte se había incorporado a las agencias de inteligencia y a la fuerza pública, y que otra se había dejado cooptar por los paramilitares de la Casa Castaño. Esta absorción dio origen a un escuadrón de la muerte denominado Frente Militar Bernardo Franco cuyo propósito exclusivo fue atacar gente relacionada con Esperanza, Paz y Libertad sin que importara el grado de compromiso político: desde simpatizantes y activistas hasta militantes y dirigentes sindicales.

—Todo fue más malo —dice D—. Las FARC no estaban de acuerdo con que nos hubiéramos entregado y que nos pusiéramos a trabajar con el Gobierno. Eso dijeron y que por eso nos estaban asesinando.

De a uno en uno en homicidios selectivos y por cantidad a punta de masacres. Las cifras hablan de que entre 1991 y finales de 1996 las FARC cometieron dieciocho masacres contra los esperanzados. Cometieron más de dos mil ataques entre amenazas, asesinatos y desplazamientos.

—Las FARC nos mató mucha gente. Mínimo, cuatro por día. Todos excombatientes. Todos de Esperanza Paz y Libertad. Uno podía estar en la casa y las FARC llegaban, se metían y lo mataban a uno allá adentro. Y si no encontraban al que iban a matar, mataban a todos los que hubiera en la casa —dice D.

5

A comienzos de 1992, al año de haber firmado la paz con el Gobierno, un sector de los esperanzados volvió a las armas bajo la excusa de la autodefensa. Se hicieron llamar “Comandos Populares” y quedaron bajo el mando de Rafael García, alias el Viejo, uno de los más veteranos combatientes que había tenido el EPL y que, desmovilizado, coordinaba la oficina de reinsertados en Apartadó. Luego del secuestro de tres esperanzados el 5 de marzo de ese año, el Viejo se reunió con varios hombres que habían sido mandos medios del EPL, se pusieron de acuerdo en que no se iban a dejar matar, que era “mejor morir armados que arrodillados” y desempolvaron un armamento que habían encaletado tras la desmovilización.

—Fueron armas que no entregamos en la firma del acuerdo de paz con el Gobierno —explica D—. Por todo lo que estaba pasando con el M-19, que habían matado a Carlos Pizarro y tantos otros, no confiábamos del todo en el Gobierno. Y resulta que fue las FARC la que nos atacó.

Los Comandos Populares llegaron a ser cinco cuadrillas o cinco compañías. En palabras de D: “Éramos poquitos, unos doscientos”. Tres de las cinco estaban a las afueras de Turbo —en los sectores de San Jorge, en la vía a Necoclí y en Nueva Colonia—. Una cuarta en la cabecera municipal de Apartado y la quinta en el embarcadero de Zungo, en Carepa.

—A mí me llamó el comandante Mataperro. —Un cabecilla también apodado Domingo llamado Benito Ricardo Betín Muñoz que estaba al mando de la compañía situada en el corregimiento de San Jorge—. Con Mataperro empezamos a darle a la Unión Patriótica porque venía de las FARC.

Como todos los grupos armados ilegales que han surgido en este país excusándose en la autodefensa, los Comandos Populares no se quedaron en posición de guardia esperando repeler incursiones del enemigo sino que pasaron al ataque y, por ende, al reclutamiento. Fueron autores de masacres muy sonadas como la de la finca Los Cativos, a las afueras de Turbo en diciembre de 1993, en que hicieron tender en el piso, para propinarles un tiro de gracia con fusil en la cabeza, a doce trabajadores bananeros cuyo pasado político estaba ligado al Partido Comunista Colombiano.

—Los mismos trabajadores que eran de Esperanza, Paz y Libertad nos informaban quién era quién en las fincas: “Este man trabaja con las FARC o es de la UP”. Nosotros íbamos a buscarlo, lo cogíamos y lo sacábamos. Y nos daban las gracias.

D agrega que la guerra era de toma y dame. Recuerda que en 1995 salió vivo de un ataque. Las FARC se metieron a la vereda Las Camelias, del corregimiento El 3 en Turbo, a matar a los integrantes de los Comandos Populares. Allí D tenía una casa —un rancho campesino de vara y tierra— y estaba en ella cuando escuchó disparos y detonaciones. Corrió a coger su fusil y en el intercambio de disparos uno de sus compañeros lanzó una granada. Las FARC respondieron y D sintió que su casa explotó y se le desplomó encima. Hubo fuego y él perdió el sentido del espacio y soltó el fusil.

—Salí como pude y herido —dice—. Me quemaron la casa, pero no hubo muertos de nuestro lado. Heridos, sí. En cambio, muertos de las FARC sí hubo.

El nombre de los Comandos Populares duró seis años, dice D. Quiere decir que hasta 1998 sonaron en la región, a pesar de que desde finales de 1994 y a lo largo de 1995 se fueron convirtiendo en pie de fuerza de las nacientes Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, ACCU, la banda paramilitar de los hermanos Castaño.

6

Las ACCU eran una banda surgida en el departamento de Córdoba y su expansión hacia el Urabá sólo era posible gracias a los hombres de los Comandos Populares que les sirvieron de brújula en tierra desconocida. La relación que sostuvieron estos dos grupos nació de tener como enemigo común a las FARC. Pero como la Casa Castaño contaba con un poder de fuego mucho mayor, representado en cantidad de hombres y armas, y como ya gozaba del respaldo de altos mandos de la fuerza pública así como de personas vinculadas a las industrias de la región, entre las que había bananeras, se daba por sentado que las ACCU absorberían a los Comandos Populares. Era algo similar a lo sucedido con las FARC y la disidencia de Caraballo.

D dice que sus superiores le informaron que “las autodefensas habían mandado a recoger a los Comandos”, que debía guardar los fusiles y quedarse quieto hasta que lo fueran a buscar en persona.

—A mí me dijeron que iba a entrar el papá mío. Y me puse a pensar: ¿quién es el papá mío? Y me dijeron: Carlos Castaño.

Por ser el cabecilla de más alto rango entre los Comandos de su vereda, D recibió las armas y las guardó hasta nueva orden. Dice que le entregaron 28 fusiles que correspondían a igual número de combatientes, tras de lo cual le recalcaron: “A ti te vienen a buscar”. Días después, un hombre de las ACCU apodado Estopín fue a Las Camelias y reunió a los 28 Comandos para decirles que se unieran a la tropa de Carlos Castaño, que la verdadera guerra estaba por comenzar. D dice que los 28 aceptaron la propuesta porque para ese entonces las FARC ya venía ganando la guerra territorial.

—Nos estaban acabando y se iban a terminar apoderando del sector donde estábamos nosotros.

D dice que otros campesinos de la vereda que nunca habían portado un fusil ni se habían interesado en pertenecer a grupos armados también pidieron ingreso a las ACCU. Quizás fue el miedo aunado a las ganas de venganza contra la violencia guerrillera o quizás fue la fama que precedía a la Casa Castaño: de estar imponiéndose por sobre todo lo demás, de estar matando sin piedad y arrasando caseríos, de presentarse como una banda que nadie iba a detener.

A D, al resto de Comandos y a los novatos los llevaron a una finca de entrenamiento.

—Nos prepararon para la guerra, otra vez —dice, recordando que ya el EPL lo había hecho pasar por una situación así. Aunque, como en las ACCU sabían que D era un combatiente de experiencia le ahorraron parte del entrenamiento—. Fue más distinto. El que nos estaba entrenando no era colombiano, creo que era de Israel. Y nos daba instrucciones desde un carro.

Con las ACCU reforzadas con hombres de los Comandos Populares inició la fase más brutal de la violencia en Urabá. Las masacres abundaron y llegaron a ser la medida del intercambio: por una masacre de las FARC contra trabajadores bananeros que procedían de la desmovilización del EPL, sobrevenía una masacre de las ACCU contra trabajadores bananeros que fueran de la Unión Patriótica o del Partido Comunista. Cayeron líderes sociales, dirigentes sindicales, políticos en campaña, políticos en el ejercicio del poder. Hubo desplazamientos forzados y despojo de tierras. Los comandantes paramilitares se apoderaron de los caminos y los lugares de salida de embarcaciones marinas para hacerse al control del narcotráfico. Y en las zonas montañosas apoyaron operativos del ejército.

—Cuando entraron las autodefensas de Carlos Castaño hubo mucha violencia. Muchas muertes. Gente civil. Gente de la guerrilla. Gente que no sabía nada de guerra. Niños —dice D.

Ante la pregunta por su participación puntual en crímenes de lesa humanidad como una masacre o la desaparición de una víctima, D trata de exponer su defensa: dice que él hacía parte de un grupo de paramilitares que se dedicaba a enfrentar a la guerrilla en zonas de combate, como era el norte del nudo de Paramillo con la serranía de Abibe. Y que las masacres y los crímenes contra la población civil eran cometidos por otra facción de paramilitares que estaba encargada de llevar a cabo el exterminio de los líderes políticos, dirigentes sindicales y militantes de los partidos.

7

D llegó al proceso de paz que el gobierno de Álvaro Uribe Vélez sostuvo con las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. Como integrante del Bloque Bananero y combatiente a órdenes de Heberth Veloza, alias HH —o como D lo llama: Mono Veloza—, D dejó su fusil y firmó la desmovilización en 2004. Fue el final de un lapso que abarca la tercera parte de su vida y que le regaló a la guerra. 

Cumplidos los requisitos de la justicia transicional, D se concentró en transformar su parcela en la vereda Las Camelias en una finca productora de plátano. La tierra se la habían dado tras la desmovilización del EPL, como parte del Acuerdo de Paz, y durante el tiempo que él estuvo en armas la había estado ocupando un familiar. Al volver a dedicarse a su pedazo de mundo, D me dice que sintió como si hubiera estado esperando ese momento desde el primer día que llegó a Urabá procedente de su pueblo cordobés. Lo cual entiendo como si la decisión de irse de guerrillero le hubiera costado postergar sus planes de vida campesina. 

—Haberme ido para el EPL fue culpa mía, de nadie más —dice—. Cambiar el país a punta de fusil… eso no lo logra uno.

Y luego, con la plata que mensualmente le giraba el Gobierno por haberse desmovilizado de las AUC montó el cultivo y luego de la primera cosecha empezó a pagar las mejoras. En la hectárea de tierra que es suya logró sembrar novecientas matas de plátano que producen semanalmente entre quince y veinte cajas de 24.5 kilos. Lo que le da un ingreso modesto: poco menos de quinientos mil pesos luego de haber cubierto los gastos incluida la mano de obra de un ayudante. Menos de dos millones al mes.

—Si tuviera más tierra mejoraría mi ingreso y le daría trabajo a más gente.

D es padre de dos hijos mayores de 20 años que viven en la vereda, pero no con él. Una de sus frustraciones es que no tiene casa, «tengo tierra, pero no tengo casa». D reside en el rancho que levantó como centro de labores del cultivo. «Nunca he tenido plata para hacer la casa», dice. A la vereda no entran las patrullas de la policía ni las avanzadas del ejército, a pesar de que la presencia de los hombres del Clan del Golfo no es menor ni esporádica: todos los días regulan la entrada de gente ajena al corregimiento mediante un puesto de control en la vía de acceso.

—Yo me siento seguro donde estoy porque ellos no se meten con uno —dice—. Y mi pasado no se ha entrometido en mi presente. Y eso es porque yo fui bueno con la comunidad, porque yo me porté bien con la gente. Si hoy alguien me pregunta, yo le digo que no se meta a los grupos armados, que no se le regale a la violencia.

8

La entrevista termina y antes de que nos paremos de las sillas, el mayor de los dos acompañantes me interpela.

—¿Sí le sirvió la entrevista? —El tono de su pregunta carga un aire de reclamo. Como si hubiera sentido algún vacío en mi falta de énfasis a la hora de terminar la entrevista. Le digo que sí, que por supuesto, que un testimonio de alguien que fue del EPL, luego de los Comandos Populares y finalmente de las AUC es de la mayor importancia—. Y le quedó claro que él no se siente orgulloso de haber estado en esos grupos armados —me dice mirándome a los ojos—. Que la violencia no le dejó nada, sólo pobreza. No le quedó nada.

No estoy dispuesto a discutir esta afirmación, pero es claro que no es exacta. Como combatiente, la guerra no le trajo nada bueno. Pero como desmovilizado de uno y otro bando recibió, primero, una mínima unidad de tierra y luego una mesada. Y él supo aprovechar ambas cosas. Queda como antecedente que quizás haberse ido a las armas fue la única ruta para haber logrado una pequeña propiedad, que si hubiera organizado su vida como jornalero sindicalizado de las plantaciones quizás nunca hubiera juntado el dinero suficiente para nada propio. Y la pregunta se me instala inevitable: ¿sí es cierto que nada bueno queda luego de haber hecho parte de los grupos armados ilegales?

Lo más leído