Texto
Camilo Alzate
Fotografías
Santiago Ramírez
Mayo 6 de 2024
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La tierra perdida:
Crónica del desarraigo indígena en Quibdó
Sobrevivir en la periferia de Quibdó se ha convertido en una lucha continua para 24 asentamientos de indígenas desplazados que solicitan su reubicación hace una década. Racismo, violencia, pobreza y desidia institucional configuran un caso de exterminio físico y cultural de los pueblos indígenas.
La escuela del asentamiento Wounaan Phubur es una caseta levantada sobre seis parales de madera que forman una cubierta de plástico roto. El techo es típico de los cambuches de invasión, derrotado ante los aguaceros de cada tarde. No tiene piso, sólo pantano agujereado por una veintena de pupitres oxidados. No tiene paredes, sólo una pequeña estera de tablas frontales que sostiene el tablero. No tiene baño, sólo los pastizales del barranco al costado; atrás corre una quebradita sucia. No tiene libros ni útiles para los niños, no hay luz eléctrica, no hay rastro del programa de alimentación escolar.
Lo que sí hay es una maestra vinculada por tercerización que atiende una docena de niños de pueblo wounaan; sus propios vecinos y familiares. El año pasado no hubo profesores por problemas en la contratación, por ende, los niños se retrasaron un año. Para llegar al colegio más cercano, la Institución Pedro Grau, es preciso andar una hora a pie por los senderos de balastro y barro que sortean las cañadas y los barrios de invasión del norte de Quibdó, uno de los territorios urbanos más empobrecidos del país.
Nilda Baticué Ismare, la maestra de 27 años, habitante de este asentamiento y desplazada del río San Juan como el resto de sus vecinos, se queja de las dificultades para construir una nueva escuela. “Esta tierra no es legal, es prestada”, explica Nilda: “el Gobierno dice que para construir una escuela debe ser legal”.
Lo legal y lo ilegal se confunden en esta historia, una sumatoria de negligencia oficial y adversidades que ya ajusta dieciséis años para varias comunidades de nativos desplazados, desde que las primeras de estas familias llegaron a Quibdó huyendo de la guerra que aún castiga sus territorios.
Lo legal tiene fecha precisa: el 18 de febrero del 2022, cuando una sentencia del Tribunal Superior de Quibdó confirmó en segunda instancia el fallo de una tutela interpuesta por la Procuraduría a favor de tres asociaciones de víctimas indígenas y en contra de varias entidades oficiales que habían impugnado la decisión en primera instancia, entre ellas la alcaldía de Quibdó, la Agencia Nacional de Tierras y la Unidad de Víctimas.
En ambos fallos se obligó a las instituciones a tomar medidas urgentes para resolver la crisis de los indígenas desplazados, quienes han solicitado la compra y adecuación de un terreno por lo menos desde el 2014, según las pruebas recabadas por el Tribunal.
Los convenios 107 y 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que garantizan los derechos de los pueblos indígenas para salvaguardar su cultura, formas de vida y tradiciones, obligan al Estado colombiano a proteger a estas comunidades con prioridad sobre el resto del ordenamiento jurídico. Por eso, en la sentencia de segunda instancia se fijó un plazo de un año para que la alcaldía de Quibdó y la Agencia Nacional de Tierras concretaran la adquisición de un terreno y materializaran la reubicación de 24 comunidades que viven en asentamientos irregulares en el perímetro urbano de la ciudad, con la orden expresa de garantizar sus derechos a una vida digna según sus usos y costumbres.
La ilegalidad es más borrosa, pues el desacato evidente a la orden judicial se camufla entre la burocracia paquidérmica del Estado y la ausencia de voluntad política. Pasados dos años de la sentencia, las entidades accionadas siguen sin cumplir con la orden del Tribunal, descargándose la responsabilidad mutuamente. “Lo máximo que nos han dado de ayuda es una arroba de arroz”, se lamenta Mauro Chamorro, uno de los líderes. “Como si no tuviéramos valor, como si no fuéramos personas”.
La alcaldía de Quibdó no contestó a un derecho de petición enviado por Baudó AP para que detallara qué acciones ha realizado encaminadas a cumplir con lo ordenado por los jueces. Una de las encargadas de prensa del municipio, a quien contactamos, tampoco dio trámite a nuestra solicitud formal de entrevista con el alcalde Rafael Andrés Bolaños, ni respondió un cuestionario que enviamos por WhatsApp.
La desidia ha sido tal, que ni siquiera la Unidad de Atención a las Víctimas ha podido coordinarse con la alcaldía porque, según confirmaron desde la Unidad, aunque establecieron comunicación con la administración municipal no hubo respuesta “positiva” lo que “generó que no se pudiera avanzar en las jornadas proyectadas, y que los trabajos mancomunados no pudieran avanzar con el cronograma propuesto”.
Junior Opua Quiro, exconcejal y exsecretario de asuntos indígenas del municipio de Istmina, es uno de los líderes que acompaña la lucha de estas comunidades desde mediados de la década del 2000, cuando tuvo que atender el desplazamiento de 736 indígenas wounaan que llegaron primero a Istmina, más tarde Quibdó, después de que la extinta guerrilla de las FARC asesinara a dos profesores de su resguardo en 2006.
Junior, pariente de muchos de ellos y también desplazado por amenazas de esa guerrilla, no duda en calificar como “negativa” la actitud de la alcaldía de Quibdó: “Por eso fue la sentencia, pero hoy ni la sentencia se ha podido cumplir”. Aunque reconoce que la sentencia “es un avance porque antes no se sabía cómo iba a ser la reubicación”.
La Defensoría del Pueblo, una de las pocas entidades que no impugnó la sentencia, aseguró que todas las denuncias de abandono institucional narradas por las comunidades son ciertas pues “desde hace varios años están tocando puertas para que sean reubicados o retornados con acompañamiento del Estado, pero no ha sido posible darles respuestas positivas a esas peticiones”.
El único apoyo que han recibido vino de la Diócesis de Quibdó y de organizaciones multilateral como la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la cooperación noruega, quienes han dado acompañamiento jurídico en todo el proceso y víveres en momentos de escasez.
Fue la cooperación internacional la que financió la caracterización de estas comunidades en 2021, con miras a que la Unidad de Víctimas pudiera actualizar su base de datos para darles atención. Esta última entidad ha acompañado con apoyo puntual, como cuando a comienzos de 2023 en el contexto de confrontación entre bandas criminales en Quibdó varios de los asentamientos se vieron afectados por la violencia.
En la exposición de motivos de la sentencia el Tribunal otorgó la razón a los indígenas, quienes sostienen que la condición de desplazamiento los despojó no sólo de su tierra y usos ancestrales, sino también de sus derechos, pues “el paso del tiempo, las dificultades para retornar a los territorios de origen y la conformación de estas asociaciones, han hecho que las comunidades indígenas que viven en los asentamientos se desliguen de sus originales resguardos, y muchos de los indígenas que viven en los asentamientos no hacen parte de los censos”.
Los jueces remataron con un llamado de atención que, dos años después y con un evidente desacato por parte de la alcaldía, la principal entidad responsable, parece más bien un saludo a la bandera: “sorprende la actitud del Municipio de Quibdó al reflejar total desinterés frente a la situación expuesta”.
“Todo quedó triste”
Mauro Chamorro se instala en el centro de su casa de madera. No es que haya muchos asientos, sólo ese y otro en donde me acomodo a escucharlo, como si estuviéramos en un interrogatorio con una veintena de espectadores: la concurrencia de vecinos y familiares escucha la charla desde el suelo con los niños de brazos revoloteando por ahí. Mujeres y ancianos han venido de este y otro asentamiento cercano al que bautizaron Citará.
Mauro repite el nombre que pusieron a su asentamiento: Nana Sopuabeda. Asentamiento es un eufemismo para referirse a las setenta personas hacinadas en ranchos que a duras penas capotean los vendavales en esta cañada del barrio El Futuro. Si el Chocó es la periferia del país, ellos pertenecen a la periferia de la periferia.
En emberá bedea, su lengua madre, Nana Sopuabeda significa “todo allá quedó triste”. ¿Por qué ese nombre para su asentamiento?, le pregunto a Mauro. “Por la pérdida que dejamos en el río Baudó”, responde, “todo allá quedo triste”.
El 14 de mayo de 2014 un tío de Mauro Chamorro murió reventado por una mina antipersona que la guerrilla sembró en las inmediaciones de Catrú, un pueblito del Alto Baudó. Al hombre lo alcanzaron a sacar mutilado al caserío, donde toda la comunidad lo vio agonizar hasta desangrarse. “Hicieron una violencia con nosotros”, dice Chamorro improvisando un castellano aprendido a golpes, entre la selva y el rebusque en las calles: “por el miedo nos salimos acá”.
El último censo de las tres asociaciones de víctimas que agrupan a estas comunidades es del 2022 y registró 1.541 indígenas desplazados viviendo en los 24 asentamientos, entre ellos 215 pertenecen al pueblo Wounaan, agrupados en tres asentamientos del norte de Quibdó. El resto son emberás y sus asentamientos están dispersos por todo el municipio, principalmente en la zona norte, pero también en el sur y sobre la carretera que conduce a Medellín.
Algunos, como los emberás, fueron llegando en lo que ellos llaman “desplazamiento gota a gota”: grupos de familias o personas que huyeron de forma aislada por hechos puntuales de violencia en sus comunidades, similares a los que sufrió la familia de Mauro Chamorro.
Otros, como los wounaan de Villanueva, Wounaan Phubur y La Paz, llegaron de forma masiva en 2008, después de una arremetida de combates entre los paramilitares y las extintas FARC sobre el río San Juan, que expulsaron a 736 indígenas de caseríos como San Cristóbal, La Lerma y Unión Wounaan. Desde entonces viven en un terreno cedido por el exdiputado Euclides Peña Ismare, un veterano dirigente indígena ya fallecido, quien les prestó parte de un lote que compró en las afueras de la ciudad para que ellos, muchos parientes o amigos suyos, se acomodaran temporalmente con sus familias mientras pudieran retornar a sus tierras.
De aquello ya pasaron 16 años y ninguno quiere regresar a los resguardos. La mayoría pide la reubicación en un nuevo terreno, otros la reubicación urbana dentro de Quibdó. Ardión Peña, un anciano curandero de Villanueva, zanja el asunto en una frase: “ni pienso ir allá, ya estoy acá”.
“Para apoyar al Presidente Petro la mayoría de los indígenas le dieron su voto”, remata Mauro Chamorro, “ahora necesitamos que él nos apoye”.
Morir de abandono y desarraigo
El rancho que domina la cañada donde se levantan las seis viviendas de la comunidad de La Paz vale siete millones de pesos. O siete y medio si se cuentan los enseres, que son unas ollas tiznadas, algún machete, canecas para recoger agua, un televisor. El problema son las tablas: se pudren devoradas por el comején, porque el árbol no fue cortado de noche y con la luna a su favor, como aconseja la vieja sabiduría de los wounaan, sino que lo talaron con el afán de quien busca sacarle las tablas rápido para ganarse unos pesos.
Una docena de estas tablas carcomidas por la broma cuesta ciento cincuenta mil pesos, las vigas y cuartones son a cincuenta mil cada pieza, un bulto de cemento vale ochenta mil y los tanques para almacenar mil litros de agua lluvia cuestan medio millón cada uno. Los jornales a destajo, en cambio, nunca superan los cuarenta mil pesos. A veces los hombres logran engancharse como mineros en algún entable perdido en la selva chocoana, a veces no. Las mujeres venden artesanías en el centro de Quibdó, otras trabajan en el mercado.
“Anteriormente comíamos bien, vivíamos tranquilos, vivíamos sabroso allá”, cuenta Disney Chamorro, una muchacha emberá del Alto Baudó. “Acá a los jóvenes nos discriminan por ser indígenas. Hay diferentes violencias: no hay oportunidades en la educación, si terminamos el bachillerato no podemos entrar a la Universidad. Yo terminé en el Pedro Grau, allá nos robaban, nos discriminaban, nos trataban feo por ser indígenas. Por no expresar bien nos discriminan en el hospital, tienen que pasar doce horas para que nos puedan atender”.
Su vecina Blanca Luz Manyoma explica que varios niños han muerto de hambre en los últimos años en los asentamientos. De su comunidad Citará ella puede dar fe de dos bebés muertos, pero la sentencia documentó al menos 18 casos de menores que fallecieron por enfermedades prevenibles como diarreas, causadas por la malnutrición y las pésimas condiciones de salubridad del entorno, en donde no hay acueducto y el agua para lavar y cocinar debe tomarse de la lluvia en invierto o de caños contaminados en verano.
Y aunque ninguno quiere retornar a los resguardos, casi todos coinciden en que para garantizar su salvaguarda como indígenas necesitan un terreno donde puedan desarrollar sus usos y costumbres. “Los niños van a tener un futuro, pero deben aprender todo en la escuela de dónde venimos, hacia dónde vamos”, reclama el líder Junior Opua, “por eso el sueño es la reubicación, para que estos niños estén cómodos: lo más importante es la tierra, la tierra lo da todo”.
La tierra sigue perdida en atascos burocráticos y papeleos infinitos. Una finca cerca de Quibdó que los indígenas alcanzaron a negociar con su dueño no pudo adquirirse por vicios en los trámites y problemas de escrituración. Por ahora, lo único que se ha concretado de la sentencia es la actualización del registro único de víctimas y los listados de las comunidades y miembros de estas que se verían beneficiados ante una eventual reubicación.
Al despedirse, Alberto, profesor en uno de los asentamientos, me llama aparte para enseñar en su celular las fotos de un vecino asesinado. La imagen es chocante y deja ver un hombre tendido en el suelo de un bote con su silueta confundida en una mancha roja. Dice que lo mataron de un tiro por la espalda unos paramilitares de las AGC, cuando intentaba retornar a su pueblo en uno de los ríos del Chocó en agosto del año pasado. La tierra perdida en el atasco de la guerra sin límites.
“Nosotros no queremos regresar más”, dirá con insistencia Alberto más tarde en un mensaje de audio, “ya la gente conoce todo el mal que pasamos”.