El guerrillero impasible

El guerrillero impasible

Texto

Juan Miguel Álvarez

Ilustración

Ana María Sepúlveda

Febrero 01 de 2023

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El guerrillero impasible

Entre agujas y máquinas de coser pasa los días uno de los hombres que integró la extinta guerrilla de las Farc desde los primeros años como grupo marxista-leninista. En su historia hay mucho de anécdota colorista, pero también un desencuentro al darse cuenta de que en el fondo de su lucha solo hay ausencia. 

-En esa época era muy difícil todo —me dice, Oswaldo—. Solo había maíz para comer: peto al desayuno, cuchuco al almuerzo y mute a la comida. —Sonríe—. No teníamos gallinas ni vacas. Había una marrana y una vez, por equivocación, la maté.

Es septiembre de 2021 y estamos sentados en el comedor de su casa. Una mesa redonda sin mantel, con asientos desiguales, alumbrada por un lánguido foco amarillo en diagonal que acaso refleja débiles sombras contra el suelo. Oswaldo está a punto de cumplir 73 años y su nombre de guerra es ese mismo, sin apellido, como si no lo quisiera recordar en esta conversación o como si lo hubiera olvidado adrede. Tal como ya hizo con las fechas.

—Soy muy malo para el tiempo; a uno por allá en la selva no le importaban las fechas ni sabía cuándo era domingo. Así que no me pregunte cuándo maté a la marrana. Yo ingresé en 1972 y eso fue a los poquitos días.

A diferencia de las de otros vecinos que están decoradas con cuadros y afiches, y en las que hay color y vitalidad, la casa de Oswaldo es de un laconismo desolador: las paredes vacías encajan en una cocineta en la que solo se ve una olla. Nada más. Puedo pecar por injusto al decir laconismo; quizá sea más apropiado pensar que es el estoicismo de un hombre que duró haciendo la guerra las décadas que ha vivido desde que llegó a la edad adulta.

Afuera, la niebla del final de la tarde ha copado los corredores peatonales del caserío que en realidad es un espacio de reincorporación a la vida civil que la extinta guerrilla de las Farc, por virtud del acuerdo de paz, levantó en las montañas del noroccidente de Antioquia y ha bautizado como Llano Grande. La gente que se alcanza a ver por la ventana avanza en botas pantaneras y está forrada hasta el cuello con impermeables y pasamontañas.

—Una noche había que salir a hacer una exploración por una trocha por la que se creía que salía el enemigo —dice—. Y yo me fui a hacer eso en la madrugada. Tenía que andar una distancia de unos cien metros. Y si no se escuchaba nada, uno se devolvía. Pero yo alcancé a escuchar un ruido como de alguien andando por ahí. Yo iba subiendo y vi un bultico que venía bajando. En esa oscuridad y yo bien recluta, pues no me confié y le quemé un tiro. Resultó que era la marrana.

Oswaldo es reconocido como uno de los guerrilleros más antiguos de toda la tropa que tuvo las Farc. Si la primera generación de combatientes fue la de Marquetalia, en la que emergieron los comandantes históricos, Manuel Marulanda y Jacobo Arenas y de la que apenas sobrevive Miguel Pascuas octogenario, se puede decir que Oswaldo es de la segunda generación, la que tuvo asiento y formación en la región de El Pato.

El Pato es un río fuerte y caudaloso que corre por un cañón de raudales mientras le da su nombre a una región escarpada en el sur del Huila, en la que aún hay bosque húmedo y espeso. Desde el asalto a la colonia de Marquetalia por parte de las fuerzas militares en 1964, los insurgentes bajo el mando de Marulanda y Arenas se trasladaron hacia El Pato en donde ya estaba asentado un indeterminado número de familias campesinas lideradas por dos viejos guerrilleros, alias Richard y Martín Camargo, que habían salido en éxodo luego de haber sobrevivido al asalto militar de la colonia de Villarrica, en el oriente del Tolima. Mejor dicho: El Pato terminó recibiendo a la simiente herida y humillada de lo que en 1966 empezaría a llamarse Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc.

En esos mismos años, Oswaldo residía en Medellín en la casa con sus papás y hermanas. Se habían instalado en esa ciudad luego de haber sido desplazados de la región del norte del Valle del Cauca y del Viejo Caldas por la violencia partidista, y de haber vivido algún tiempo en una finca a unas dos horas al suroeste de Medellín. Ya en la ciudad, su papá se haría amigo de un vecino integrante del Partido Comunista Colombiano con el que aprendería a valorar el marxismo-leninismo y con el que Oswaldo y sus hermanas se inscribirían en las Juventudes Comunistas, Juco.

En este colectivo los tres hermanos se formaron en ideología, entendieron el mecanismo interno del partido y se dedicaron a infundir la doctrina entre amigos y conocidos de la ciudad, y a repartir el periódico Voz. La pregunta que empezó a inquietar a Oswaldo era sobre la esencia del sistema, el éxito del establecimiento: la sociedad dividida en clases sociales y la ciudad segmentada por estratos. Pensó que antes de haber conocido el marxismo-leninismo había sido un joven muy inocente, que creía que los pobres eran pobres porque tenían que serlo, y que si los ricos sometían al resto de la sociedad era porque así debía ser. Los ejemplos de la desigualdad los tenía a la mano en la ciudad: barrios de casas suntuosas y laderas habitadas por familias paupérrimas con sus viviendas de latas y tablillas.

Una vez sintieron que en la Juco ya habían aprendido lo necesario, las dos hermanas y Oswaldo pidieron ingreso a las milicias que las Farc estaban engendrando en Medellín, conocidas como ‘Autodefensas Campesinas’, nombre con el que alentaban el hecho histórico de que había sido el Estado quien había atacado primero y ellos solo estaban defendiéndose. En esta organización, los milicianos se reconocían como actores armados, aprendían a moverse clandestinamente en la ciudad y recibían entrenamiento militar. Entre sus actividades de tropa estaba la de recibir a los guerrilleros del Cuarto Frente que eran remitidos, heridos o enfermos, desde el Magdalena Medio. Los milicianos cuidaban que el herido abordara el bus indicado o tomara el taxi que le enviaban, y lo situaban en una casa de familia colaboradora de la Autodefensa mientras se curaba. Después lo ayudaban a salir de la ciudad embarcándolo hacia su siguiente destino de combate. De estas autodefensas también dependía que el periódico Resistencia, elaborado directamente por integrantes de las Farc, llegara a los lectores en Medellín.

Finalmente, los tres dieron el paso que faltaba: pedir ingreso a la guerrilla. Primero fueron las dos hermanas; Oswaldo las siguió. Su creencia era que el sistema no podía continuar así, que la sociedad no podía seguir escindida entre ricos y pobres, que había que luchar contra el régimen para implementar un sistema de igualdad.

A Oswaldo le dieron dos opciones: quedarse en zonas rurales de Medellín para ser parte del origen del Quinto Frente o irse para El Pato. Lo de permanecer en la zona no le gustó porque la estrategia fariana le imponía a sus reclutas que debían hacerse pasar como jornaleros de campo y emplearse durante semanas y meses en fincas de la región para lograr acceso a las familias y entender su pensamiento, sus aspiraciones; información que la guerrilla usaría luego para intentar seducir —y reclutar— con ideología y promesas de un mundo nuevo a esas familias.

Irse para El Pato, en cambio, le prometía a Oswaldo actividad militar inmediata.

En esos primeros años de la década del setenta, El Pato ya había sido atacado por la fuerza pública con bombardeos y desembarco aéreo de infantería, ya había sido despoblado por los campesinos que se sentían protegidos de la guerrilla, y las fincas estaban abandonadas. La historia repetida de Marquetalia y Villarrica. A ese desplazamiento masivo de familias de El Pato se le ha llamado la “Marcha de la muerte”. Y uno de los pocos testimonios de aquellos sobrevivientes lo captó Alfredo Molano: “[…]en todas partes descargaban tropa los helicópteros. Todo el mundo buscó salir de la casa al monte porque no había otra forma de librarse de la muerte. […]Muchas de las personas que salieron a esconderse perdieron la vida por hambre o por enfermedad. Por eso se llamó la ‘Marcha de la Muerte’. […]Desde entonces entró una persecución política a esta zona”.

A su llegada, Oswaldo solo vio selva y montaña y unos cuantos hombres en armas. No más de 30, creyó él, que se reunían en una casa de astillas a la que llamaban ‘el Cuartel’, y en la que también dormían y hacían de comer sin fijarse en la hora. El humo no delataba su posición porque la fuerza pública hacía rato que no iba por allá. Nadie pensaba en bombardeos y los aviones que ellos veían eran comerciales y pasaban a altura de crucero.

En torno a esa casa había un trapiche y unas pocas bestias. Además del maíz, cultivaban yuca. Se autoabastecían con lo mínimo, aunque llegaba el día en que alguien debía ir a traer la sal. Eran cinco días a pie y en descenso hasta un caserío en inmediaciones de Puerto Rico, Caquetá. El regreso, otros cinco días en subida y con las rocas de sal en el morral sobre la espalda. Al llegar al Cuartel, el mensajero debía curarse la peladura en la piel que le dejaba el contacto de la roca de sal, incluso mediado por la tela del morral.

La carne era un imposible. Un puñado de guerrilleros se internaba en el bosque con ganas de cazar algún mamífero carnudo. Oswaldo dice que siempre llegaban con las manos vacías. A duras penas venían con micos. Ante tanta escasez, la muerte de la marrana fue motivo de felicidad.

—Hubo mucha carne y esa gente más contenta, me felicitaban, que venga yo le ayudo a cargar ese fusil, que felicitaciones Oswaldo.

—¿Lo castigaron por haber matado a la marrana?

—Por la época en que yo ingresé también ingresó mucha gente de otras partes del país. De Urabá, de Cundinamarca, de Cali vinieron Iván Marino Ospina y Carlos Pizarro. A Ospina le debo que no me hubieran sancionado. Él dijo que yo, por nuevo, estaba muy asustado. Y en vez del regaño me dieron más munición, que por la puntería.

 

En Llano Grande se encuentran varios de los más importantes mandos de lo que fue el Bloque Noroccidental de las Farc, que primero respondía al nombre de José María Córdova y desde 2008 fue nombrado Bloque Iván Ríos. La casa más grande y embellecida, al menos desde afuera, es la del excomandante Pastor Alape quien fue uno de los negociadores principales del acuerdo de paz con el Gobierno nacional. Otra de las casas distintas por espaciosas y cuidadas es la de Isaías Trujillo, el último comandante máximo que tuvo el bloque. Quizás haya otra por ahí, pero el resto son como la de Oswaldo: pequeñas viviendas construidas en materiales livianos y temporales que ya dejan ver el deterioro.

Uno de los proyectos productivos que ocupa a los excombatientes es la confección de uniformes de colegio para los niños que habitan el caserío. Allí pasa las horas Oswaldo, sentado a una máquina de coser apuntalando la aguja sobre los pliegues de la tela. Lo veo desempeñarse con habilidad: los dedos de sus manos se acomodan rasando las punzadas del hilo, sus ojos agrandados por el efecto de lupa de sus lentes siguen la trayectoria del bordado sin perder la concentración, como si siempre hubiera sido un impasible operario de planta de confección y no un hombre entrenado para el combate, dispuesto a matar y a morir.

El primer entrenamiento militar que recibió Oswaldo fue el que tuvo como miliciano de las Autodefensas Campesinas en Medellín. En las noches, en el bosque de las montañas orientales por el sector del Seminario, aprendió a prestar el servicio de guardia, movimientos en combate, cómo resolver una emboscada, como dispersarse rápidamente en orden abierto para evitar al enemigo y cómo concentrarse en orden cerrado para atacar en grupo. Y sin embargo, nomás llegó a El Pato debió hacer el curso de guerra irregular que las Farc impartían allá.

Resulta que en la Cuarta Conferencia fariana, realizada en esta región en 1971, los comandantes decidieron que había que empezar a atacar al Estado, que los gobiernos debían sentir que había una fuerza insurgente capaz de hacerle daño al régimen, para lo cual debían emboscar a la fuerza pública y quitarles las armas —lo que el marxismo-leninismo ha llamado “recuperación de armamento”—; también debían destruir infraestructura que representara presencia estatal, sabotear el transporte y entorpecer las comunicaciones. Objetivos de guerra solo posibles si aumentaban el pie de fuerza y lo capacitaban.

Marulanda Vélez y Jacobo Arenas, entonces, dieron vida en El Pato a la escuela militar insurgente en la que todo recluta debía aprender estrategia y técnica de guerra de guerrillas. Ya como combatiente, el primer enfrentamiento armado de Oswaldo fue durante la toma de Puerto Rico, Caquetá, que según sus cálculos ocurrió al año de haber ingresado a filas, es decir, 1973. “Nos demoramos harto para salir y el ejército alcanzó a llegar”. Dice que a pesar de la determinación suya y de sus compañeros no contaban con buenas armas, que los fusiles eran de perilla y cada disparo debía ser activado manualmente antes de oprimir el gatillo; que había carabinas San Cristóbal y carabinas M1 y M2 —el arma de la infantería del ejercito de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y en la de Corea—. Las ametralladoras eran Madsen, un arma danesa fabricada a comienzos del siglo XX. Y dice que les tocaba lubricar este armamento calentando la grasa que los micos tienen en los intestinos. “A veces eso se empanizaba y el bloque de la carabina no corría. Y a veces uno veía al soldado que venía allá y uno le iba a martillar y no martillaba, tocaba salir corriendo”.

Para su fortuna, piensa ahora, los soldados de esa época no eran profesionales. En su mayoría eran jóvenes que estaban pagando el servicio militar obligatorio; condición que los hacía menos letales. “No eran echados para delante. Hoy la contraguerrilla va para delante y si les matan uno, pasan por encima de ese muerto y siguen dando bala”.

Luego de haber participado en las tomas de los municipios huilenses de Colombia y Algeciras, Oswaldo fue enviado al departamento del Cauca para formarse como comandante. De El Pato salió caminando hacia la región del río Duda, trayecto que le tomó un mes. De ahí, como parte de un grupo numeroso de guerrilleros que buscaban subir su rango, emprendieron viaje hasta el destino final en las montañas caucanas. En ese campamento recibió clases de filosofía, economía y política del mismísimo Jacobo Arenas. “Había estudiado en la Unión Soviética y sabía mucho; era un ideólogo muy capaz”. También se cruzó con Joselo Lozada, otro de los sobrevivientes del asalto a Marquetalia y que solo hasta 1992 sería dado de baja por la fuerza pública. Dice que integró una escuadra comandada directamente por Marulanda Vélez, que se movía por la región del Duda. “Era un maestro, sabía exactamente la problemática de Colombia y cómo superarla”.

Luego de este curso, Oswaldo iba a ser enviado hacia el norte de Antioquia para integrar el Quinto Frente que estaba apenas surgiendo y que venía recogiendo buena parte de los campesinos del Urabá que habían sido formados por el partido comunista. Al final, Oswaldo no pudo moverse hasta esa región porque había dejado sus documentos personales estratégicamente en El Pato. “La instrucción era no andar con los documentos personales para evitar que lo identificaran si a uno lo cogían o lo mataban. Sin esos documentos no pude irme para el Quinto”.

Oswaldo terminó yendo a la región del norte del Valle del Cauca y al Eje Cafetero, acompañado por dos o tres guerrilleros más, con la misión de conversar con los campesinos de alta montaña para favorecer las condiciones que permitieran darle vida a un nuevo frente en la zona. Un año más tarde fue enviado hacia el oriente del Tolima —desde Icononzo y Villarrica hasta Dolores y la zona plana de Natagaima— para que hiciera lo mismo: inteligencia, difusión de las ideas, dotar de motivación política a los resentimientos de las familias campesinas abandonadas por el Estado. Finalmente, Oswaldo terminó ayudando a crear en esa zona el Frente 25. “Y solo salí de esa región cuando me vine para acá a cumplir con el acuerdo de paz”.

Las hermanas de Oswaldo ya murieron y no en combate. Junto con sus hijos y su mamá hicieron parte de los 500 muertos que dejó el deslizamiento de un alud de tierra en la parte alta del barrio Villatina, Medellín, en 1987. ¿Cómo hicieron para salirse de la guerrilla? ¿Desertaron a riesgo de ser encontradas, juzgadas por traición y fusiladas? ¿Lograron su traslado a las milicias urbanas de las Farc en esa ciudad y camuflaron su actividad bélica como madres cabeza de familia? No hay lugar para estas preguntas en este encuentro.

El caso es que en ese momento el papá de Oswaldo ya había muerto; sin familia ni dolientes, la única causa para seguir adelante fue la vida gregaria del guerrillero. En otras palabras, Oswaldo se convirtió en el fariano ideal: entrenado en El Pato, adoctrinado por Jacobo Arenas, miembro temporal de la escuadra de Marulanda Vélez, sin nadie a quien deberle la vida más que a la lucha armada de clases y, lo más curioso, con nulas ambiciones de ascenso. Hay que anotar que varios de los más importantes comandantes históricos de las Farc —Mono Jojoy, Alfonso Cano, Raúl Reyes, Timochenko— gozaron de una trayectoria similar. En el Frente 25, acaso, Oswaldo fue parte de la comandancia, pero como segundo o suplente.

            —¿De qué dependía el ascenso a posiciones de mando de bloque, en su caso de llegar ser comandante del Comando Conjunto Central del que hacía parte el Frente 25?

            —De varias cosas: de la capacidad de cada uno, tener don de mando, también del estudio. Un analfabeto difícilmente hubiera podido ascender. Dependía de la capacidad que tuviera la persona para saber orientar a la tropa en los momentos difíciles. Si dado el caso de estar rodeado del enemigo, cranear una salida y que no le pasara nada a su tropa. También dependía del buen comportamiento con los demás combatientes, de las buenas relaciones con la población civil. Si alguien trataba mal a la población civil, no estaba en nada porque la guerrilla existió gracias al apoyo de la población civil. Una guerrilla sin masas no puede perdurar en ninguna parte. También dependía de la antigüedad y de ser coherente con las órdenes: no dar una orden y luego dar la contraorden.

            Ha transcurrido un tiempo sustancial desde que en 2016 Farc y Gobierno Nacional firmaron el acuerdo de paz. Y en esta vida de máquinas de coser y de no fusiles, Oswaldo ha tenido espacio de poner a rodar la película hacia atrás y comprender mejor algunas cuestiones que hoy no le ayudan al movimiento político de los exguerrilleros llamado Comunes.

            —Uno se pone a charlar con los compañeros que fueron combatientes y nos decimos que tales y tales cosas no debieron haberse hecho. En algunos mandos primero mataban y después se ponían a investigar quién era el ajusticiado. Eso fue grave. Lo otro: el secuestro, el narcotráfico… eso la gente lo tiene en la cabeza, no lo olvida, y eso a nosotros como movimiento político nos afecta, nos sigue afectando y no se sabe hasta cuándo nos afectará.

            Oswaldo pidió ingreso a las Farc cuando todos o casi todos los reclutas defendían la convicción de la lucha armada; en esa década del setenta, el reclutamiento forzado de mayores y de menores de edad no era una práctica habitual; quizá por esto no mencione que este delito fue un error histórico de esta guerrilla. Le hablo, entonces, de acciones militares que terminaron en tragedias nacionales: el atentado al club El Nogal, en Bogotá, el secuestro masivo de los residentes del edificio Miraflores, en Neiva, el de los diputados de la Asamblea del Valle del Cauca. Pero Oswaldo solo reacciona con el caso de los diputados, como si de los otros dos ejemplos no quisiera opinar para no comprometerse. Que fue un error del alto mando creer que secuestrar personas de alto valor político les iba permitir negociar con el gobierno un intercambio de prisioneros suyos, en pleno mandato de Uribe Vélez.

            —Uribe no iba a aceptar ninguna negociación con nosotros, menos de prisioneros —dice. Y explica que el fusilamiento en cautiverio de esos diputados fue otro error y se lo atribuye a una desatención en los protocolos de entrenamiento—. La guerrilla estaba situada en cierta parte selvática y por esa misma región era donde tenían a esos diputados. Estaban realizando un curso militar y al instructor de ese curso le dijeron: “ustedes tienen esta parte de aquí hasta aquí para hacer el curso, pero para tal parte no se vayan a meter”, pero no dijeron por qué. Y a la gente del curso se le hizo fácil y se metieron para esa zona en que no podían, y llegaron hasta muy cerquita de donde estaban los diputados. Entonces, al ver gente armada, los centinelas de los diputados procedieron: “a estos no los van a coger vivos”. Y los fusilaron. Eso fue lo que pasó ahí. Los del curso eran reclutas. Fue un error muy grave y tiene mucho peso político contra nosotros.

            —En operativos militares, ¿usted mató a alguien y luego se arrepintió o se puso a pensar que eso no debió haber sucedido?

—En combate uno le está disparando al enemigo y ellos le están disparando uno. Entonces uno ve por allá que el soldado o el paramilitar se inclinó, como si hubiera caído, pero uno no sabe si fue que se tiró al suelo para seguir disparando o fue que uno le dio. De eso no se entera uno.

—¿Y a civiles? ¿Mató civiles?

—En algotras partes seguro pasó eso, pero a mí no me tocó. A mí siempre me tocaron combates. Siempre se sabía muy claramente que eran soldados o policías o paramilitares.

Tres cosas que me ha dicho Oswaldo me rondan la cabeza: una, que las Farc tuvieron el apoyo de población civil, que por eso existía; dos, que Marulanda Vélez sabía cómo mejorar o reparar este país; y tres, que él no mató civiles. Hay suficientes ejemplos para desvirtuar las dos primeras afirmaciones, pero no voy a traer ninguno a la conversación. De la tercera, conviene decir que el Frente 25 llevó a cabo varias tomas de cabeceras municipales que dejaron no pocas víctimas. Personas que perdieron la casa y toda posesión material, y personas que murieron. Como la de Dolores, Tolima, en la que destruyeron más de 35 edificaciones en torno al parque central, como la alcaldía, el banco, la estación de policía y viviendas de familias. El frente también tiene registrada, al menos, una masacre: la de Cunday, el 25 de agosto de 2000, en la que asesinaron a sangre fría a cuatro civiles, como un acto de limpieza social, acusándolos de ser delincuentes.

Pienso, con Oswaldo en frente mío en el comedor de su casa, que seguro no sea eficaz preguntarle si valió la pena haber ejercido tanta violencia contra el país —contra el Estado, contra la gente—, porque eso es preguntarle si valió la pena haber vivido su vida. Pero le doy la vuelta y le digo que si él y sus compañeros de generación alguna vez creyeron realmente que la revolución era posible, que toda esa violencia justificada por presupuestos marxistas-leninistas iba a obtener fines justos.

—Nosotros estábamos luchando por la toma del poder político para desde allí legislar en favor del pueblo colombiano. Pero en nuestro reglamento interno había unas líneas sobre buscar una salida negociada al conflicto; en las Farc creíamos que había que negociar la paz. Pero mire: para que en un país se haga la revolución se necesitan dos factores: el objetivo y el subjetivo. El objetivo ya está dado: la miseria, la desocupación, toda la crisis social. Pero el subjetivo, que depende de las consciencias de las personas, todavía no está dado. ¿Si ve? La población colombiana todavía no ve la necesidad de que hay que cambiar esta realidad. O no saben, o no entienden. O no creen. Cuando Iván Marino Ospina y Carlos Pizarro se fueron de las Farc dijeron que los comunistas no querían hacer la revolución y que ellos iban a conformar un movimiento guerrillero que sí la iba a hacer la iba a hacer. Y dijo Carlos Pizarro que iba haber hombres libres. Ellos creían que ya estaban dados esos dos factores. Y crearon el M-19 y mataron y les mataron un poco de gente y no, no hubo hombres libres.

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