Texto: Felipe Chica Jiménez
Ilustración: Victor Galeano

El muro somos nosotros

Las migraciones de pueblos oprimidos parecen ser el reto mayor de este mundo contemporáneo. Los países expulsores no imaginan cómo detener el éxodo, mientras que los receptores parecen poco solidarios. La siguiente crónica narra un episodio en la frontera mexicana, que amén de escasa esperanza, revela una enconada xenofobia.

1

Antonio Pineda hundía los dedos del pie en la arena cuando sonaron los primeros disparos. Mirábamos el río Suchiate que corta a México con el resto de Centroamérica. El caserío a nuestras espaldas era Tecún Umán, un poblado al norte de Guatemala famoso por su pollo frito.  Recuerdo que Toño, como el mismo se me presentó, era un joven menudo de origen hondureño.

Los estallidos parecían la señal de algo. Toño y yo corrimos guiados por gritos que se hacían más intensos conforme nos acercábamos al pueblo. Tras el cerco de árboles, el cotidiano ir y venir de la gente se había tornado en una riña uniforme. Los forcejeos habían comenzado cerca de la iglesia cuando un grupo de lugareños se encapucharon con sus camisas y se lanzaron a palo y piedra contra la multitud de migrantes que desde hacía tres días había ocupado el único parque del pueblo. Podían ser unos tres mil, en su mayoría de origen hondureño.

A tan solo una calle de distancia, policías inmóviles presenciaban la situación con rutina en la mirada. A sus espaldas, bajo la sombra del palacio municipal, los acompañaba Erik Zúñiga con los brazos cruzados. Erik fungía como alcalde de Tecún Umán, un municipio que a principios del 2000 llegó a ser de los más violentos de Guatemala. Sus habitantes, mitad campesinos, mitad contrabandistas, solían culpar al extranjero de todas sus desgracias. Consiente de que involucrar las fuerzas policiales en la expulsión de una multitud indefensa constituía un acto de estupidez política, Erick optó por convocar en secreto sus ciudadanos para que fueran ellos quienes recobraran la normalidad del pueblo. Los primeros inconformes con la medida fueron una recua de hombres que se lucraban de cruzar a lomo de río cuanto migrante cupiera en sus balsas.

La gresca tuvo por aliado al sol de medio día. Aligeré el paso en compañía de Toño, quien iba en busca de sus pertenencias. Mientras empacaba sus dos mudas de ropa tendidas al sol, otros tres disparos rasgaron el aire. La multitud huyó desesperada hasta el puente fronterizo derribando las vallas metálicas que la separaban de México, penetrando en las instalaciones aduaneras de ese país, cantando a pulmón herido el himno de Honduras.

A orillas del río, la situación era otra. Aterrorizados con la idea de ser deportados, un grupo de muchachos saltó al agua. El río, de carácter sinuoso, significaba una puerta de entrada a México menos burocrática. Más discreta. Toño fue con ellos y nadó hasta las orillas que dan con Ciudad Hidalgo, la última ciudad al sur de todo México. Al fondo, los Guatemaltecos encapuchados se sacudían el polvo. Tres fotógrafos los seguían.

Aterrorizados con la idea de ser deportados, un grupo de muchachos saltó al agua. El río, de carácter sinuoso, significaba una puerta de entrada a México menos burocrática.

2

¿Por qué miles de migrantes centroamericanos dejaron sus países para atravesar caminando un México del que solo llegan malas noticias? Era la pregunta que para entonces muchos se hacían de este lado de la frontera. Según Toño, todo comenzó con un simple mensaje en redes sociales firmado por un tal Irineo Mujica, activista de Pueblos Sin Fronteras. Se trataba de una inusual convocatoria para ser parte de una caravana cuyo único objeto era caminar desde Tegucigalpa hasta Tijuana en busca del sueño americano. El llamado, por loco que se leyera, bastó para que miles se fueran escurriendo entre las calles, juntándose en las avenidas y formando un torrente de gente a las afueras de la capital hondureña.

Así llegó Toño a orillas mexicanas. Uno a uno los demás migrantes, retenidos en el punto de control aduanero, fueron entrando al país del progresista mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien ordenó expedir una visa humanitaria a quienes portaran sus papeles de origen. El proceso tardó dos días. Al ingresar por el río, Toño se convirtió en uno de los miles que se escaparon a las estadísticas migratorias de ese país. Las cifras oficiales del Instituto Nacional de Migración estimaban que unos 42.000 migrantes entraron a México en caravanas como estas desde mediados del 2018.

La tarde se fue deshaciendo mientras los miembros de la caravana se juntaron sobre la plaza central de Ciudad Hidalgo. Un grupo de mujeres mexicanas se acercó a ellos con ollas humeantes repletas de comida. Fue hasta el día siguiente que la caravana emprendió camino a pie hacia la ciudad de Tapachula. Atrás, Tegucigalpa, San Salvador y Tecún Umán; en frente, 3.200 kilómetros de un país que el escritor Juan Villoro comparó con Hannibal Lecter, por su infinita capacidad de crueldad.  

Tres horas bastaron para llegar a Tapachula y otras seis a Tuxtla Gutiérrez. En esta ciudad del Estado de Chiapas todos esperaban noticias de Irineo Mujica. Días atrás, el hombre habría llegado desde Estados Unidos a Guatemala para encontrarse con la multitud. Para ese momento ya la caravana era noticia internacional.  Mujica se acercaba a la frontera cuando fue puesto preso acusado de tráfico de personas. Un juez mexicano ordenó su libertad, luego de no hallar pruebas en su contra. Desde entonces, el paradero de aquel hombre es impreciso. La caravana a la que me integré recibió noticias suyas provenientes de Baja California, cerca de la frontera con Norteamérica. Dicen que Mujica habría llegado a ese lugar en avión para ayudar a algunas familias a cruzar hacia San Diego, Estados Unidos. Todos se preguntaban cómo aquel activista podía viajar de esa forma por todo México.

Mientras tanto, a la altura de Tuxtla, la caravana seguía esperando sus señales. Allí el camino se dividía en dos, según recuerdo. Unos querían seguir hacia el Estado de Veracruz en busca del tren conocido como “La Bestia”. Otros pensaban seguir el costado occidental en dirección a Michoacán y Guanajuato. A juzgar por las noticias, la diferencia se medía en probabilidades de muerte a manos de algún cartel.

Afuera, en las calles mexicanas, la gente se preguntaba cuál era la razón de una migración de esa magnitud. Que si era Donald Trump presionando a los demócratas para firmar la financiación del muro. Que si eran los demócratas confabulados contra el hombre más poderoso del mundo. Que si era, otra vez, la oposición hondureña. Que si las maras y los terratenientes. Qué si el sueño americano.

Mientras el grupo decidía qué camino tomar, viajé al cercano pueblo de San Cristóbal de las Casas. A las afueras se ubican las instalaciones del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. En una de sus refinadas oficinas me entrevisté con Claudia Fernández, la directora, quien se ha dedicado a la investigación de las migraciones centroamericanas.

            —¿Por qué en su mayoría son hondureños?  

—Fíjate, los hondureños entraron tarde al sueño americano —me explicó, con su marcado acento del sur mexicano que alarga la última palabra de la oración—. Las cifras dicen que son los salvadoreños y guatemaltecos los que históricamente han migrado hacia Estados Unidos. El pico de migración de ese país coincide con una coyuntura política en su interior.

—¿Migran por razones económicas?

—De allá no están huyendo solo porque no tengan dinero, sino porque los están matando. Desde el 2012 el perfil del migrante que entra a México ha cambiado. Ya no es el hombre o la mujer joven que van un poco a la aventura, sino que son familias jóvenes con perfil de refugiados. Pero también están las maras que se meten con las familias, las extorsionan; a las chavas lindas se las han llevado para venderlas.

Para entonces, los medios locales hablaban de al menos 25.000 hondureños atrapados en los muros de Tijuana. La separación de familias vía deportación ha sido una de las principales acciones de disuasión de los Estados Unidos. Según las cifras de la Organización Internacional de Migraciones, el 2018 cerró con 45.371 personas deportadas hacia Honduras, El Salvador y Guatemala.

Después de la entrevista, me dirigí de nuevo a Tapachula, al Centro de Derechos Humanos Fray Matías Córdova. Sus instalaciones rebosaban gente y no permitían el ingreso a terceros porque es sitio de refugiados políticos de origen hondureño, salvadoreño y nicaragüense, todos amenazados de muerte: hombres y mujeres opositores a los gobiernos de sus países. A mi llegada, cientos esperaban por su caso. México está lleno de lugares como este, producto de alianzas civiles y religiosas que entienden la gravedad de la crisis social y política de Centroamérica.

            —Las caravanas van a seguir llegando y ahí estaremos nosotros —me dijo una de las profesionales que prefirió no ser nombrada a causa de las amenazas recibidas por su labor, pues la hostilidad de algunos mexicanos hacia los migrantes centroamericanos ha ido en aumento.

 

Afuera, en las calles mexicanas, la gente se preguntaba cuál era la razón de una migración de esa magnitud. Que si era Donald Trump presionando a los demócratas para firmar la financiación del muro.

3

Regresé a Tuxtla para unirme de nuevo con el grupo. En un rincón polvoriento Toño se había acomodado para pasar la noche. Antes de dormir sacó de su bolsillo un celular y me enseño una grabación que tomó un año atrás. En ella se veía un cordón de policías hondureños lanzando gases lacrimógenos contra una multitud dispersa. Era en Tegucigalpa, se escuchaba el estruendo seco de las bombas aturdidoras y la voz del propio Toño agitado que buscaba desesperadamente a su novia Milena.

            Fue a principios de diciembre de 2017. Toño, como muchos jóvenes en Tegucigalpa, trabajó en la campaña presidencial de Salvador Nasralla, candidato de izquierda. El 26 de noviembre se celebraron las elecciones y, caída la tarde, Nasralla se sabía presidente de Honduras. El sol se ocultaba cuando de pronto se apagó el Sistema de Conteo de Votos en todo el país. Una falla técnica dijeron los funcionarios del Tribunal Supremo Electoral dos horas después. José Orlando Hernández, quien minutos antes de la caída del sistema perdía su reelección, resultó victorioso por una diferencia de cincuenta mil votos.

La Organización de Estados Americanos y testigos internacionales publicaron de inmediato un informe recomendando repetir las elecciones ante las “serias dudas de fraude”. Nasralla y su principal padrino político, Manuel Zelaya, alegaron fraude ante la comunidad internacional. A las once de la mañana del día siguiente el Tribunal dio como ganador a Hernández, conocido en Honduras por ser un tipo que siempre se sale con la suya y por tener a su hermano Tony Hernández condenado a veinticinco años con cargos de narcotráfico en los Estados Unidos. El asunto quedó sellado horas después cuando Washington emitió su comunicado reconociendo como presidente al señor Hernández. Los reparos de grandes sectores de la opinión pública hacia su gobierno hablan de su fijación por reducir el tamaño del Estado y por erosionar el Sistema de Áreas Naturales, pero sobre todo, por sus supuestos nexos con el narcotráfico.

            La situación para Zelaya y Nasralla era un sin salida. La alianza entre la élite nacional y los Estados Unidos, que tanto habían denunciado, cerró por segunda vez las posibilidades de un gobierno alternativo en Honduras. La primera vez le sucedió al propio Zelaya siendo presidente en el 2009. Los jefes del Estado Mayor Conjunto, Orlando Vásquez y Javier Prince, enviaron con el Tío Sam una comisión de lobistas para exponer “el mal estado del país”. Los norteamericanos, prestando atención algebraica, dispusieron de la sede militar Soto Cano, bajo su control en Honduras, si acaso llegaba a presentarse un golpe de Estado.

            La incomodidad de los militares y la derecha radicaba en escenas como estas: el presidente Zelaya recibe en su despacho a la lideresa Bertha Cáceres, quien le expone la inconveniencia de seguir enviando soldados hondureños a la Escuela de las Américas del Ejército de los Estados Unidos. Zelaya presta atención. Cáceres manifiesta que en ese lugar han instruido a sus compatriotas en técnicas de tortura y sabotaje político. Zelaya se convence. Las ideas son afines a su larga carrera de denuncias contra la oligarquía de su país. La escena se cierra y cae como una gota que derrama la paciencia del Partido Nacional y la cúpula militar, quienes no tardan en señalarlo como un polarizador de la sociedad por sus declaraciones.

El día cero llegó. La madrugada del 28 de junio del 2009, Zelaya vio un fusil apuntando entre sus ojos. Las tropas encapuchadas habían entrado en silencio a su morada apresándolo y conduciéndolo a la fuerza hacia Costa Rica. Tiempo después, Bertha Cáceres caería asesinada. Según el Sargento Primero Rodrigo Cruz, hoy desaparecido, militares hondureños entrenados en Estados Unidos podrían estar implicados en el crimen. Decenas de líderes sociales fieles a Zelaya y a Cáceres han sido asesinados desde entonces en Honduras. Esos eran los ecos de un mal recuerdo mientras Zelaya veía cómo su partido, en cabeza de Nasralla, perdía el poder de nuevo víctima de un fraude evidente.

Era obvio que ambos, Nasralla y Zelaya, saldrían a agitar las calles. Era obvio que Toño atendería el llamado. Era obvio que se formarían barricadas de carros incinerados. Que Hernández, ahora presidente, los tildaría de “malos perdedores”. Que el viejo régimen declararía el toque de queda y enviaría a sus militares a resolver el problema. Era obvio que vendrían días de muerte en Honduras.

De allá no están huyendo solo porque no tengan dinero, sino porque los están matando

4

Me separé del grupo en Tuxtla para topármelo de nuevo en Salamanca, Guanajuato. De los miles que recordaba haber visto en Tecún Umán solo quedaban unas noventa personas. No hubo noticias de Toño. Algunos se fueron quedando. Sobre el horizonte trémulo tres hombres desechos y derrotados se fueron dibujando frente a nosotros. Caminaban sin otra perspectiva que la del regreso.

            —Es cabrón allá güey, allá no te puedes quedar en la noche sentado mirando a la nada —me dijo uno de ellos, comentando sobre Tijuana. Al tipo se le había hecho al acento mexicano. Y agregó—: Hay una feria de órganos que no te imaginas.

            Los demás se miraban sin decir una palabra mientras los hombres se borraban del cuadro en dirección a Guanajuato capital. Aquella tarde fue rápida y la imagen de un paisaje árido aplastó el ánimo de reanudar la marcha. Las mujeres improvisaban la merienda. Un viejo encendía un cigarrillo y alguien más revisaba un mapa. Yo me instruía en el arte de dormir sobre el asfalto.              

            La llamada de Irineo Mujica nunca llegó.

 

La caravana de migrantes siguió su camino a la mañana siguiente. El transcurso del tiempo fue silencioso y vacío. Los caballos rumiaban en su planicie mirando el hilo de gente lento y cabizbajo. En unas horas el desierto de Sonora sería un hecho.

Fue a finales de marzo del 2019, semanas después de despedirme para siempre de la caravana, que el Centro Nacional de Derechos Humanos solicitó por escrito a Autoridades Federales de Tamaulipas implementar medidas cautelares para salvaguardar la integridad de 22 migrantes privados de la libertad en el kilómetro 79 de la carretera San Fernando-Reynosa. Los antecedentes del comunicado afirmaban que en ese mismo lugar fueron desaparecidos otros 77 migrantes, en el 2010. Pudo ser la ruta que tomó Toño, pensé.

A lo lejos, se oía el eco mortecino de un corrido narco que me hizo recordar las palabras de aquel cantinero, con las que me dio la bienvenida en Tecún Umán: “Trump no necesita un muro para migrantes, el muro somos nosotros güey, el muro es México”. Y luego, desapareció tras el mostrador.

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