
Texto
Juan Miguel Álvarez
Ilustración
Sara Arredondo Giraldo
Febrero 24 de 2025
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El dolor de estar viva
(Anatomía de una eutanasia)
Aunque la muerte asistida sea la más humana de las opciones ante enfermedades catastróficas o terminales, la sociedad en general parece quedar dividida entre quienes se expresan con asombro y rechazo, y quienes sostienen una defensa casi ideológica. La siguiente historia es la de un amor cuya afirmación fue la de acompañarse incluso hasta en la decisión de morir.
1
Empezaba la tarde de un martes, Edgar había terminado su trabajo y salió a tomar la buseta que lo llevaba a su casa. Parado en la esquina contando los minutos de espera, le dio vuelo a la inquietud que venía desbrozando en esos días: ya tenía 48 años, se sentía cansado de estar sin pareja y algo debía hacer para conocer a alguien. No más se subió a la buseta vio a una mujer que le llamó la atención. No sabe muy bien por qué, pero ahora pasados los años cree que fue cierta similitud, la sospecha de que era una mujer en edad compatible y con una estampa que le decía: “ni rica ni pobre, tal como yo”. Edgar se le sentó al lado y le inventó cualquier excusa para irle hablando todo el camino y antes de despedirse se quedó con el número de teléfono. Dos días más tarde la llamó para que fueran a tomar algo en la tarde, para que caminaran por el centro de la ciudad y se volvieran a ver. Gloria, así se llamaba, le dijo que no podía porque debía cumplir una cita médica. Edgar, convencido de que la única opción de un don Juan era la de insistir, le dijo que la acompañaba a la cita, que podían conversar un rato mientras la pasaban al consultorio. Y ella, sin más objeciones que interponer, le dijo: “Está bien, vamos”. Se encontraron en la puerta del centro de salud y fue entonces cuando Gloria le hizo saber que la cita era con el psiquiatra y que ella estaba diagnosticada hacía treinta años con depresión crónica. Edgar no supo leer en ese dato nada particular. A él le parecía que la depresión no era una enfermedad sino una dolencia circunstancial, algo que con cariño y compañía resultaba sanable. Le parecía irreal que alguien pudiera vivir deprimido tanto tiempo, ¿treinta años? Imposible. Así que luego de la consulta le dijo a Gloria que se vieran el domingo, que en la mañana podían caminar en dirección a los bosques del río Otún, almorzar por allá, respirar aire puro y llenar los ojos de verde. Ella aceptó. Y ahora Edgar piensa que esa fue la primera salida como pareja y que Gloria le dijo que sí porque seguramente también estaba con la necesidad de acompañar sus días. Cuando la caminata llevaba una hora larguita entraron a almorzar a un restaurante de paso. Entre cucharada y cucharada, Gloria se desmayó. El día de la cita con el psiquiatra, ella había prevenido a Edgar: le había dicho que sufría de desmayos repentinos y que no se preocupara si estando juntos le llegaba a suceder, que ella podía durar noqueada media hora o la hora completa y después volvía en sí, que eso hacía parte de su diagnóstico. Ahí en ese restaurante, Edgar la tuvo en sus brazos un rato corto luego del cual pidió un taxi y se la llevó para su casa. La acostó en la cama y él se quedó dormido. Despertaron casi al tiempo y Edgar se hizo el que no se había preocupado, pero por dentro no dejaba de preguntarse por la rareza de la situación. ¿En qué momento uno de estos desvaídos sería el último, el definitivo? Se abrazaron, se dieron un beso y ella salió para su casa luego de hacerle saber que se sentía muy agradecida por haberla cuidado. Esa noche, en la pesada soledad de su habitación, Edgar reflexionó sobre lo que parecía venir: el comienzo de una relación de pareja en la que él debía estar dispuesto a socorrer o asistir o simplemente a cuidar a su novia cada vez que la asaltara un desmayo, es decir, en cualquier minuto del día y se preguntó si era eso lo que quería para su vida y no dejó de conjeturar sobre el azar: ese día en la buseta se había fijado justamente en la mujer con la que todo sería más difícil. Pero al segundo se llenó de valor y de orgullo y se dijo que él había sido el coqueto, que ella no le había ocultado su enfermedad y no había pretendido engañarlo y que si la vida o lo que los creyentes llamaban Dios había destinado ponerle a Gloria en el camino había sido para ayudarla porque él, se repitió, cultivaba la vocación de servir a los demás. Y entre dientes se dijo: “yo creo que puedo sacar adelante a esta mujer, yo puedo aportarle”.
2
La relación tuvo dos tiempos que Edgar define así: “los primeros ocho años fueron duros para mí, los otros ocho fueron bonitos porque hubo calidad de vida”. En esos primeros ocho Edgar conoció la realidad de su elección. Los días entre semana Gloria pasaba el tiempo en su casa junto a los suyos, mientras que sábados y domingos se iba para el apartamento de su novio. Caminaban por la ciudad, almorzaban o cenaban en restaurantes, conversaban de sus historias, iban a algún bar. Edgar podía bajarse cinco, seis cervezas en las primeras horas de la noche y dejar de beber y salir para su casa con dominio completo de sí mismo. Gloria, en cambio, le advirtió que ella había sido alcohólica y que en sus peores momentos había durado ebria dos o tres días continuos, y que como eso ya era cosa de su pasado no le podía seguir el ritmo con la cerveza. Además de eso, Edgar desconocía las manifestaciones de una depresión crónica y no veía nada en ella que lo hiciera preocuparse. Bailaban y sonreían, hacían deporte. Lo cierto era que Gloria cuando estaba en su casa podía desmayarse tres o cuatro veces al día y podía estar alegre y sonriente y de repente perder las luces y caer desfondada. Edgar también supo que Gloria era mamá de dos hijos, hombre y mujer, de diferente papá y vivían en un barrio del extramuro en una casa de maderas desvencijadas a la que se accedía atravesando un cafetal por caminos de pantano. En las casas de los lados habitaban sus hermanas y su mamá. Toda la tierra que ocupaban era el patrimonio que les había dejado el papá como pequeño caficultor. Gloria y su familia eran más pobres de lo que Edgar había sospechado en un comienzo y, además, el esposo de una de sus hermanas era un expolicía que luego de desvinculado había formado una banda que fabricaba drogas baratas para ponerlas a circular en esquinas de suburbios obreros. Sin que le importara mucho, el tipo había adecuado la pequeña cocina de producción dentro de una chabola vecina de las casas y en medio de la tierra familiar. “Todos los expolicías se vuelven malos”, pensaba Edgar mientras Gloria le compartía el temor por la posibilidad de que algún día o alguna noche los rivales o la misma policía entrara a sangre y fuego a esas casas y mataran a una de sus hermanas o a su mamá o a sus hijos. El varón era el que más le despertaba ese temor porque era un joven de veintipico de años que le hacía vueltas a la banda llevando la droga a los vendedores, trayendo la plata y hasta cobrando. Y no es que Gloria lo supiera cándido o inocente o creyera que había sido embaucado por el tío putativo. Todo lo contrario: Gloria sabía de qué era capaz su hijo y sabía que no tenía arreglo porque no expresaba ningún arrepentimiento. A Edgar no tardó en contarle que ese hijo se le había salido de las manos desde muy niño porque había comenzado con las drogas desde antes de cumplir diez años y porque mantenía en la calle hasta la medianoche y ella, sin saber otra manera, lo regañaba y lo castigaba no abriéndole la puerta obligándolo a buscar posada con los amigos o a soportar la intemperie hasta el amanecer. Y un día, agotada de no ser la autoridad para su hijo, lo delató con la policía por alguna fechoría que había cometido en el barrio y el juez lo internó en el centro de reeducación de menores que en ese tiempo no era más que un lugar de reclusión. Gloria creía que allá su hijo sí aprendería a obedecer y a comportarse, y que era mejor que se sometiera a la ley así bien niñito y no más tarde cuando ya fuera mayor de edad y su destino fuera la cárcel. Con tan mala suerte o mal cálculo que allá adentro el niño fue violado y engendró un resentimiento y un rencor por ella del que no se pudo deshacer. Y cuando recuperó la libertad se lo dijo a Gloria: nunca la iba a perdonar. Años más tarde, el pelao ya mayor de edad, Gloria escuchó unos disparos mientras avanzaba hacia su casa por el camino de pantano. Era de noche, aunque no muy tarde porque ella regresaba del trabajo como empleada doméstica en casas de familia. Al abrirse una pequeña luz entre el cafetal se topó de frente con su hijo y un compinche y vio un cuerpo sangrante tirado en el suelo. Se trataba de un técnico de topografía al que habían asesinado para robarle los equipos de medición del terreno. Gloria, enmudecida del susto, escuchó a su hijo decir: “Cucha, si dice algo la mato”. Y ahora Edgar sospecha o piensa que esa relación de Gloria con su hijo fue la que se le robó la salud mental: tan niño y tan bandido y ella con la frustración de no haber sido capaz de controlarlo y orientarlo, y en vez de eso haberlo hecho encerrar, y con la culpa de que lo hubieran violado.
3
Transcurrido un año de noviazgo, Gloria le dijo a Edgar que se iba de la ciudad, que se iba con su hija para Bogotá. Se lo dijo de buenas a primeras porque la situación en la casa con la banda se había vuelto insostenible. Cansada de vivir con el riesgo y de olfatear diariamente los hedores de la cocina, Gloria se había decidido a echarle la policía al esposo de su hermana y en general a toda la banda incluido su hijo y a cambio le habían ofrecido un futuro en otro país con el plante para montar su propio negocio. El proceso comenzaba yéndose para Bogotá tan rápido como fuera posible para que los delincuentes no pudieran hacerle daño si se llegaban a enterar de que ella había sido la soplona. A Edgar, por supuesto, la noticia lo tomó por sorpresa y sólo pudo contestar que le dolía la partida pero que la aceptaba y que si él podía ayudarle con algo que se lo dijera. Gloria le agradeció y le dijo que iba a mantener el contacto mientras el Programa de Protección de Testigos se lo permitiera. Dos años después, Gloria y su hija debieron volver a su ciudad de origen porque el Programa resultó ser una verdad a medias o una mentira disfrazada de verdad porque nunca las reubicó fuera del país, sino que las mantuvo en Bogotá de un apartamento al otro, de una habitación a la otra, y porque el plante no fue un capital para montar un negocio sino apenas lo mínimo para cubrir los gastos de una vida solitaria en la que no podían contar con nadie más. En ese regreso, Edgar le propuso que se fueran a vivir juntos, que él podía ayudarle a volver a empezar, que la podía cuidar y en la medida de sus ingresos ayudarle con las necesidades de la hija, que ya era una adolescente con el bachillerato interrumpido. Gloria aceptó la propuesta, pero la hija prefirió ubicarse en la casa de la abuela y entregarse al cuidado de la viejita y de las tías. Edgar dice que en ese tiempo debió aprender a vivir con los desmayos cotidianos de Gloria y debió aprender a desestimarlos, que al menos tres veces corrió con ella para Urgencias pero más tardaban en atenderla que ella a volver en sí, y a partir de entonces se convenció de que correr era innecesario, que lo mejor era recostarla y esperar a que abriera los ojos. Si algo bueno le había dejado a Gloria el Programa de Protección de Testigos había sido la afiliación a una EPS. Así que Edgar la motivó para que se hiciera revisar el cerebro de algún versado que descifrara el origen de esos desmayos y los detuviera. Y resultó que luego de varias consultas con el neurocirujano, le autorizaron una intervención para adaptarle la válvula de Hakim, un aparato que drenaría un líquido causante de la hidrocefalia, responsable de síntomas muy delicados entre los cuales, como no, los desmayos repentinos. El pronóstico del neurocirujano fue más optimista que el resultado: los desmayos se aquietaron durante unos pocos meses, Edgar calcula que no más de cuatro, pero lentamente fueron volviendo a lo mismo. Había madrugadas en que Gloria se despertaba a llorar. Dos, tres de la mañana y las lágrimas incontenibles y Edgar al pie preguntándose qué podía hacer y ella mascullando que le dolía la cabeza y Edgar en esa impotencia, “¿qué puedo hacer yo?”, hasta que las crisis se fueron volviendo más intensas y más largas y terminaron postrando a Gloria por varios días. Edgar, devorado por la angustia, buscó ayuda con un médico amigo que no era especialista, pero la conocía y podía hablarle con confianza y recibir de ella los datos o las explicaciones que quizás no era capaz de contarle a nadie más. Este médico la visitó una tarde y a puerta cerrada se puso a escucharla. La terapia funcionó porque al día siguiente Gloria se levantó de la cama y retomó la vida. Edgar no se enteró de todo lo que hablaron, pero lo poco que supo le ayudó a armarse una idea más completa de lo que torturaba la existencia de su mujer. Primero la culpa, pero no sólo por lo sucedido con su hijo sino también por lo de su hermana menor. De niñas, Gloria de unos trece años y la chiquita, Alba, de unos nueve, se habían internado por un cafetal para cortar camino y un hombre mayor les saltó al paso y a golpes de sádico violó a Alba delante de la mirada impotente de Gloria. Desde ese instante no había día que Gloria no recordara la escena y se viera incapaz de evitar la tragedia y no podía no preguntarse o reclamarse por qué le había dado por cortar camino, por qué la vida les había atravesado a ese sádico, qué habría podido hacer para evitarlo. Y segundo, la miseria que sentía por sí misma y que era algo inatajable que había emergido también desde niña porque uno de los hombres de su familia se había dedicado a violarla un día sí, otro día también, a lo largo de su niñez y de su adolescencia y en el inicio de su juventud.
4
Un día que Edgar sitúa en 2014, por las ocupaciones del trabajo, debió apagar el celular desde que salió de su casa temprano en la mañana hasta el final de la tarde. Tras encenderlo, encontró una cantidad inusual de llamadas perdidas y de varias personas. Revisando la lista, le entró una nueva llamada. Era uno de sus mejores amigos: “Oiga, su mujer está en Urgencias. Está que se muere”. Edgar salió para el hospital en donde le informaron que Gloria había intentado suicidarse con un coctel de antidepresivos, licor y un veneno para insectos. Se salvó gracias a la vecina que por el azar se había dado cuenta y había logrado llamar a los paramédicos rápidamente. El afán de quitarse la vida no era algo que antes hubiera discutido con Edgar, pero luego de haber salido del hospital y de recuperar la fuerza para la vida cotidiana Gloria le soltó un golpe de sinceridad: le dijo que no era la primera vez que había osado hacerse daño, que en los días de protección a testigos en Bogotá se había cortado las venas de la muñeca y que otras personas vinculadas al programa la habían salvado corriendo con ella para Urgencias. Y que como un nuevo intento de suicidio resultaba tan violento y agresivo para los suyos, lo mejor entonces podría ser la eutanasia. Edgar, como ya era habitual en él, no se opuso ni le discutió; tampoco le promovió la idea. Fueron días de máximo estrés. Siempre que salía por las mañanas a trabajar y que Gloria quedaba en la casa, el celular se volvía su objeto de ansiedad. Edgar creía sentir que ese aparato vibraba a cada nada y lo sacaba del bolsillo buscando llamadas perdidas que le informaran la peor noticia y contestaba cada timbrada con los nervios en punta. Se imaginaba la frase que iban a lanzarle: “Gloria se suicidó”. Y trataba de verbalizarla como queriendo cogerla con las manos para quitársela de encima. Pero luego volvía a la casa antes de que cayera la noche y se encontraba con Gloria y le daba un beso cariñoso y conversaban de todo menos de esa frase hasta que se iban a la cama y apagaban la luz y Edgar podía decirse entonces: “Un día más”. La tensión terminó por reventarlo y una noche, con ella al lado roncando en la cama, Edgar se dijo que ya no era capaz, que se le había evaporado la intención de sacarla de la depresión, “se agotó mi fuerza espiritual”. Por más cosas que él procurara, ella no solo seguía sumida en su hoyo de amargura sino que parecía agravarse. “Bailamos, paseamos, nos consentimos. Y es verdad que la vida le ha cambiado mucho, pero no es suficiente”. Esa noche Edgar se durmió aceptando que el dolor de su mujer estaba fuera de su alcance porque era el dolor de estar viva. Y ahora admite que esto nunca se lo confesó, que a ella siempre le dio a entender que mantenía intacta la fe. Y no deja de preguntarse “¿Qué más hacía yo?” y en seguida se responde que había días en que ella le pedía un abrazo, “deme un abrazo”, pero él no entendía ese deseo o esa necesidad y no se sentía capaz de hacerlo. Criado sin esas muestras de cariño, no estaba acostumbrado a ir abrazando a nadie y se preguntaba si es que Gloria no entendía como una prueba suficiente de amor el hecho de que él pasara las tres cuartas partes del día junto a ella, pendiente de ella, y solo reservara para sí mismo un pequeño lapso de soledad. “Pero ella necesitaba sentir afecto, el afecto que transmite un abrazo. Y yo no entendía. Y ahora me da tristeza: ¿por qué no entendí? A lo mejor era lo que ella necesitaba, a lo mejor le hubiera quitado ese afán de morirse. Pero ¿quién tiene la fórmula? Haber, ¿dónde hay un manual de matrimonio feliz?”.
5
Gloria se sometió a una segunda cirugía. Le implantaron un circuito en el cerebro conectado a una cajita ubicada en la clavícula. Se trataba de un neuroestimulador, un procedimiento de gran eficacia clínica para enviarle impulsos eléctricos al sistema nervioso para que la persona tuviera mejor control de sus movimientos, redujera o eliminara el dolor crónico, estabilizara el ánimo y aplacara los pensamientos obsesivos compulsivos. Edgar admite que esa cirugía fue “una bendición” y el día uno de los segundos ocho años, esos que él considera mejores porque hubo calidad de vida. De nuevo según sus cálculos, los efectos de la cirugía le duraron a Gloria dos años, porque eso tardó sin quejarse de dolor y sin desmayarse. Después, todo reapareció. Según Edgar no con la misma intensidad ni frecuencia, pero los dolores y los desmayos reaparecieron. Lo jodido fue que la tristeza y la melancolía nunca se fueron. Casi todos los días, en actividades rutinarias como preparar el almuerzo o sentarse en la sala a tomarse un café, Gloria lloraba y no porque se le vinieran pensamientos insoportables o porque se enterara de las fechorías de su hijo en la cárcel o de las tristezas de su hija en la casa de la abuela. Lloraba como una fuente en modo automático. Lloraba en blanco. Lloraba sin pensar en nada. Lloraba porque sí, porque ajá. Así que Edgar, por primera vez desde que ella se lo había comentado, se admitió que la eutanasia era una opción. Y se lo dijo a su amigo médico y no encontró una opinión decididamente opuesta. Gloria, de hecho, ya venía tanteando al psiquiatra y al especialista del dolor que atendían sus dolencias. Ya les había puesto la idea y había empezado a preguntar los requisitos para que el sistema de salud le activara el procedimiento. De entrada, ninguno de estos médicos le dio aire a la posibilidad de la eutanasia. En sus diagnósticos Gloria padecía cosas manejables. La depresión crónica de toda la vida nos les parecía suficiente enfermedad y los dolores que a veces eran en la cabeza y a veces en todo el cuerpo podían tratarlos con analgésicos. No le hacían mucho caso al hecho de que dos cirugías de la cabeza habían servido de poco. Gloria, obediente, se tomaba las pastillas, seguía las recomendaciones, volvía a consulta. Y decía lo mismo: “nada me sirve”. Los medicamentos la desvelaban: en plena madrugada, Gloria se levantaba de la cama, se paraba junto a la ventana a observar la calle y veía amanecer. Para más sufrimiento, tampoco le quitaban el dolor del todo. Ocurrió que Gloria entendió que en la misma EPS podía hacerse revisar de especialistas distintos, que los mismos síntomas podían ser interpretados de maneras diversas según la mirada de los médicos. Así dio con un psiquiatra y con un especialista del dolor abiertos a la opción de la eutanasia. Edgar se dio cuenta de que las dolencias de Gloria ya estaban siendo estudiadas con otra perspectiva clínica porque la EPS empezó a programarle unas citas médicas que le parecieron inusuales por lo rápidas. Si antes él podía tardar tres o cuatro meses llamando y esperando consultas especializadas, estas citas eran de una semana para la otra y era la EPS quien buscaba a la paciente además de llamarla el mismo día en la mañana para asegurarse de que no faltara. El procedimiento surtió todos los pasos: el psiquiatra y el especialista del dolor dieron el visto bueno y solicitaron el comité científico para discutir todos los detalles clínicos, luego de lo cual le remitieron el caso al médico encargado por la EPS para procurar el normal desarrollo del procedimiento. Este último especialista le programó a Gloria cuatro consultas, aunque Edgar cree que quizás fueron cinco. A la última Gloria no pudo asistir debido a un accidente casero. Y al llamar para pedir que se la postergara, este médico le dijo: “Tranquila, ya sé qué es lo que pasa con usted. Y esta última cita ya no es necesaria”. Tanto Gloria como Edgar entendieron que este médico ya había tomado la decisión de llevar a término la eutanasia. Horas después, la EPS le informó a Gloria que la cita para el procedimiento quedaba lista para la siguiente semana, un viernes en la mañana de mediados de 2022. Lo que Gloria pensó en ese momento quedó solo para ella porque no le dijo nada a Edgar ni a nadie de su familia. ¿La alegría de tener a la mano el final de su sufrimiento? ¿Alguna duda sobre el destino de la nada? Lo cierto es que por primera vez Edgar sintió que lo que más le había importado en su vida que era el amor que había cultivado por Gloria y la concepción del mundo en pareja estaban a escasos días de extinguirse.
6
Llegado a este punto pido perdón a quien está leyendo porque a pesar de yo ser el narrador de esta historia ya es mi necesidad aparecer como personaje. Edgar y yo sostenemos una amistad billarística desde hace unos veinte años. Además de compañeros de práctica en la misma sala de billar, hemos sido rivales de competencia en tres bandas y amigos de café por las tardes. No recuerdo en qué año ni en qué momento Edgar me presentó a Gloria. Fue hace mucho y no olvido la sonrisa amplia y honesta que ella me regaló tras el saludo. No olvido su manera tan sencilla y desprovista al hablar, su pelo negro largo y ondulado cubriéndole la frente y los laterales del rostro; sus ojos achatados, oscuros y vivaces, el conjunto menudo y dulce de su figura. Dos días antes de la cita final, un miércoles a mediodía, yo me encontraba practicando unas carambolas. La sala estaba llena y ruidosa y no advertí que Gloria y Edgar habían entrado. Vine a darme cuenta cuando ella se paró en el costado opuesto de la mesa y me saludó: “Hola Miguel”. Sonrió como siempre lo hacía y esperó mi respuesta. Al quitar la mirada de las bolas y ponerla sobre ella no la reconocí. Tardé una fracción de segundo para reaccionar y fue porque descubrí a Edgar a unos pasos mirando el momento. “Hola, cómo estás”, dije. Creo que no esbocé mi cara más amable y no recuerdo haber correspondido con una sonrisa. Gloria no agregó nada y sin abandonar las flexiones dulces de su gesto se despidió de mí: “Adiós Miguel”. “Chao, que les vaya bien”, dije como le digo a una persona que sigue camino y con la que seguramente después me volveré a encontrar. Era claro que no estaba al tanto de todo lo que hasta aquí he contado. Un año transcurrió. Una mañana, en la sala de billar, le pregunté a Edgar por Gloria, cómo iba ese matrimonio, cómo estaba ella. Edgar abrió sus ojos y me lanzó una mirada interrogativa. “Cómo así, Miguelito. ¿Usted no sabe?”. Ahora fui yo quien abrió los ojos y le devolvió la pregunta con la mirada. “Gloria murió”, dijo, “¿se acuerda que ella se despidió de usted mientras usted estaba jugando ahí en esa mesa?”. Le dije que sí. “Eso fue un miércoles”, precisó. “El viernes se hizo la eutanasia”. No puedo definir con exactitud la sensación o la emoción que atravesó mi pecho como una lanza. Creo que primero fue cierta culpa por creer que mi respuesta a su despedida no había estado al nivel de su generosidad. ¿Correspondí a su suavidad? ¿No me porte como el idiota detestable que a menudo me habita? Lo segundo creo que fue la ansiedad del asombro: ¿si hubiera estado al tanto me habría despedido distinto? ¿Hubiera elaborado una frase de cartón, tipo: espero que tu paso por la vida haya sido provechoso? ¿Cómo hubiera sido una despedida a la altura? Y en estos días en que he venido trabajando esta historia he sido capaz de preguntarme algo un poco más agresivo: de haberlo sabido, ¿habría cambiado en algo las cosas?
7
Todos los días de esa última semana Edgar lloraba mientras se vestía frente al espejo. Hablaba con Gloria y lloraba. No podía obviar que su mujer ya no estaría más. Finalmente se decidió a preguntarle la única duda que no lo dejaba tranquilo: “Miamorcito, ¿cierto que dentro de nuestras posibilidades… cierto que fuimos felices?”. “Sí, sí, fuimos muy felices”, dijo ella. Edgar abrazó el sosiego durante un tiempo. Pero ahora se cuestiona que la forma en que planteó la pregunta inducía la respuesta. Que esa combinación de palabras revelaba la necesidad de una reafirmación y que Gloria, para nada boba, descubrió tal intención y organizó las palabras que Edgar necesitaba escuchar. También resolvieron el destino de la casa que habían comprado con esfuerzo mutuo. Ella arregló los documentos para que él quedara como dueño único y así evitar reclamos posteriores de alguien de su familia o de aquel hijo al salir de la cárcel. A propósito de ese hijo, Edgar dice que las dos veces que Gloria se lo echó a la policía fue para protegerlo y no por una idea legalista de la vida. Ella creía que encerrado por la ley estaría más seguro que en las calles de ese barrio en las que mataban todos los días. “Yo prefiero a mi muchacho en la cárcel que muerto”, le decía a Edgar. Y ahora Edgar se pregunta si ese muchacho, que ya es un cuarentón de temer, sería capaz de entender a su mamá. Por demás, le prometió a la hija de Gloria que por el amor que le tuvo a su mamá le dejará listos los papeles para que la casa quede solo para ella.
8
Sobre la cita del viernes quizás valga decir que el médico que daba la ronda ese día se negó a adelantar la eutanasia diciendo que Gloria no padecía una enfermedad terminal, que sus dolores no eran para que la enloquecieran y que la depresión crónica no era una enfermedad catastrófica. Pasaron varias horas hasta que la clínica consiguió un médico que sí lo hiciera. Antes de eso, Gloria recibió la visita de por lo menos diez personas del servicio médico, todas tratando de convencerla de revertir la decisión. Y a pesar de los argumentos y los sermones, Gloria se mantuvo firme. “Eso quiero que quede bien claro”, dice Edgar ahora: “Gloria no estaba afectada ni alucinada ni enajenada. Gloria estaba muy cuerda con respecto a su decisión”. Y tuvo la fortuna de haber encontrado a un grupo médico que fue capaz de comprender que la depresión a ese nivel es una enfermedad catastrófica y es una enfermedad terminal.
9
En el corredor de entrada de la casa, nomás abrir la puerta, Edgar tiene ubicado un portarretrato enorme con el rostro de sonrisa ancha de Gloria que da la bienvenida. No hay mañana en que Edgar no le de los buenos días. Y no hay día en que luego de cerrar la puerta no la salude como si esa foto lo estuviera esperando. Entre lágrimas, Edgar me dice ahora: “Fui fuerte durante todo el proceso de la eutanasia. La soledad y la tristeza las sentí después, las siento ahora. Y esa foto se va a quedar ahí, porque yo a Gloria no la quiero olvidar”.