El Cauca y todos sus muertos
Texto
Juan Miguel Álvarez
Ilustración
María José Porras
Agosto 28 de 2023
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El Cauca y todos sus muertos
Los ríos de Colombia como fosa común. Y entre ellos, el Cauca. En algún momento de la historia reciente de este país, los violentos convirtieron estas aguas en depositario de todos sus cadáveres. Aunque es un tema que ya suma varias décadas en la conversación cotidiana de los ribereños, solo hasta hace poco esta realidad fue establecida como verdad de peso judicial. El siguiente reportaje propone una revisión complementaria.
A mediados del pasado mes de julio, la Sala de Reconocimiento de la Justicia Especial para la Paz, JEP, emitió el Auto 226 para determinar que el río Cauca ha sido víctima del conflicto armado porque la violencia de los paramilitares del Bloque Calima, ejercida entre el 2000 y el 2004, lo convirtieron en una fosa común y en el botadero de residuos contaminantes de los laboratorios de coca y de minas ilegales de oro que se han disputado los grupos armados en esa región.
Este Auto es uno de los primeros hechos jurídicos adelantados por la JEP dentro de las investigaciones del caso 05, cuyo centro de atención es lo ocurrido en la región comprendida entre el norte del Cauca y el sur del Valle del Cauca.
Este río es el segundo de mayor importancia socioeconómica para el país, luego del Magdalena. Su cauce es vital para el desarrollo directo de nueve departamentos que están en su recorrido. Tras su nacimiento en el Macizo Colombiano, avanza caudaloso de sur a norte siempre al pie de la cordillera occidental para desembocar en las llanuras finales de la cuenca baja del Magdalena. Su ronda, sus valles aluviales y sus cañones están drásticamente intervenidos con hidroeléctricas —como Salvajina e Hidroituango—; con tareas de excavación aurífera en múltiples puntos y con el vertimiento de desechos industriales que, por tramos, hacen de sus aguas un torrente de cañería.
Quizás, la más sentida de estas intervenciones sea, precisamente, la reconocida por la JEP: desde los orígenes de la república, en el siglo XIX, ha sido el botadero de cadáveres de todas las violencias. Alguna vez, un joven barquero habitante de un caserío llamado Caimalito me dijo: “Todos sabemos que por el Cauca baja la muerte”.
Si lo miramos con más amplitud, el Auto 226 del caso 05 termina siendo el reconocimiento de un largo proceso de violencias que han hecho de este río una fosa común.
En 2007, un historiador manizaleño llamado Vicente Arango me habló de que una parte de los caídos en la batalla de Los Chancos, ocurrida en 1876 en el centro de lo que hoy es el departamento del Valle del Cauca, fue a parar a este río. En 2008, los habitantes de un poblado de pescadores llamado Beltrán me contaron relatos de los muertos que han corrido por el Cauca desde los años de la violencia bipartidista de mitad del siglo XX hasta los que han sido víctimas de las vendettas del narcotráfico desde los años ochenta para acá.
“Por aquí la gente está acostumbrada”, me contó uno de estos pescadores, sentados a la puerta de su casa con el Cauca a nuestra espalda. “Ver un muerto en estas aguas es como no ver nada. El otro día un muerto se quedó ahí atascado mucho tiempo. Pero mucho es mucho. Más de un mes. De ahí comieron gallinazos, perros, gusanos. La cabeza se desprendió del tronco y quedó la mera cocorota, el hueso limpio. Los pelaos la cogieron y se pusieron a jugar balón con ella. El tronco se lo llevó una creciente y lo único que quedó fue la cocorota. Uno bajaba al río y la veía por ahí. Los pelaos jugaron y jugaron con ella hasta que la refundieron”.
En 2010, en Cartago, un joven estudiante de literatura me contó que dos tíos suyos habían sido desaparecidos y que cuando la familia empezó a buscar les dijeron que habían sido lanzados al Cauca, que dejaran eso así, que si se iban a preguntar aguas abajo les podía pasar lo mismo. Meses después, este estudiante se fue a pasar la tarde en un festival náutico que iban a celebrar en una de las pocas rectas que tiene el río en inmediaciones de la vía que lleva hacia Ansermanuevo. En medio de la competencia de jetsky, la gente vio una especie de base de madera flotando a la velocidad de la corriente y encima suyo el cadáver de una persona como si estuviera medio erguido o casi sentado, con los gallinazos asaltando sus tejidos blandos. “Fue horrible, el festival terminó ahí mismo y todos quedamos muy asustados”.
En 2016 visité un poblado llamado La Balsa, corregimiento del municipio de Buenos Aires, al norte del departamento del Cauca. Fui en busca de un líder campesino que me iba a hablar de otro tema, pero como el hombre nunca llegó terminé conversando desprevenidamente con un grupo de personas que pasaban la mañana en una caseta de cerveza poco antes de entrar al puente que cruza el río. Una cosa llevó a la otra y terminamos hablando de que los paramilitares del Bloque Calima, de las AUC, habían usado ese puente como botadero de cadáveres. Cuando querían matar a una persona que consideraban auxiliador de la guerrilla, lo llevaban al puente para fusilarlo y, muchas veces, en horas del día para difundir un escarmiento directo sobre la comunidad. Como ese no era el tema por el cual me habían enviado a ese lugar, no pude quedarme para averiguar más y me dije que debía volver en el futuro a escuchar con detenimiento esa historia.
En 2018, la prensa nacional abundó en los reclamos que las familias sobrevivientes a la guerra en el norte de Antioquia, sobre todo en torno al municipio de Ituango, le estaban haciendo a los responsables de poner en marcha la represa de Hidroituango.
Durante los años de la construcción, entre 2010 y 2018, la comunidad advirtió que las obras de ingeniería iban a borrar cualquier rastro o pista que ayudara a encontrar los restos de las víctimas que seguían desaparecidas en esta región. En principio, las cifras más citadas eran muy largas y provenían del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica. Según esta oficina, entre 1958 y 2018 habían tenido lugar 110 masacres en los 19 municipios influenciados por la represa y se estimaban más de 2.400 desaparecidos. Meses después, los datos fueron acotados a doce municipios y el un número de desaparecidos quedó entre 300 y 600.
El detalle es que no todos los muertos fueron arrojados al río para eliminar su rastro. Muchos cayeron asesinados en tierra y fueron inhumados en fosas comunes de cementerios de la región o en descampados sin marca alguna. Hubo lugares de la montaña que la gente reconocía como puntos en los que posiblemente había restos humanos. Varios de esos lugares fueron afectados con movimientos de tierra y con construcciones auxiliares de la obra de la represa. Y luego de que la hubieran llenado, otros de estos puntos quedaron sumergidos.
La masacre de Trujillo
Si hubiera que citar un caso como el primero que puso en el debate público al río Cauca como fosa común sería lo acontecido en Trujillo. En cifras seguro no sea tan claro: los sobrevivientes han sostenido que las víctimas son, al menos, 342. De esta cantidad, quizás un tercio fueron desaparecidas y hoy no existen rastros. Aunque los grupos criminales se tomaron el trabajo de cavar huecos en descampados para sepultar restos humanos, se sabe que la mayoría de los que nunca volvieron a su casa fueron lanzados al Cauca luego de haber sido asesinados.
La masacre de Trujillo es una categoría particular dentro de la historia de violencia de este país. Lo primero es que su definición no se ajusta a la estipulada por los tratados penales internacionales. Para la ley, está claro que una masacre es el homicidio de tres o más personas en las mismas circunstancias de tiempo y lugar, y en estado de indefensión. La de Trujillo fue un concepto entre político y jurídico logrado por la lucha de las víctimas, en el que se englobaron diversos delitos contra la población civil entre los años de 1986 y 1994. Allí cupieron desapariciones forzadas, asesinatos selectivos, asesinatos múltiples y masacres. Sin embargo, entre marzo y abril de 1990 sucedieron los crímenes más dolorosos para la comunidad, como el homicidio del padre Tiberio Fernández Mafla, y fueron descritos por los estudios sociales como los “hechos centrales de la masacre de Trujillo”.
Lo segundo es que lo ocurrido en Trujillo y en sus poblados cercanos no tuvo un perpetrador tan claro y definido ideológicamente. Fue la combinación de varias fuerzas producto de la alianza regional y temporal entre el Ejército, la Policía, paramilitares y narcotraficantes, supuestamente como acciones contrainsurgentes, pero que también sirvieron para cometer asesinatos de “limpieza social” y de testigos y para apropiarse de tierras y del control político del municipio. Es decir, la violencia de este municipio tuvo raíces mezcladas entre capos del narcotráfico, guerra ideológica de las Fuerzas Armadas y pugna electoral entre dos facciones políticas del Partido Conservador que desde hacía años se disputaban la administración del municipio. De cierta forma, la masacre de Trujillo guardaba relación con la violencia partidista de mitad de siglo.
Los “hechos centrales” de esta masacre mostraron niveles delirantes de atrocidad y de daño sobre un cuerpo humano. Para torturar a los campesinos, los matones usaron sopletes, barras incandescentes, alicates y pinzas, entre otras herramientas de ferretería. Luego, descuartizaron vivas a las personas en presencia de otros retenidos y arrojaron los restos a las aguas del río Cauca. Antes de descuartizar al padre Tiberio, para dar el ejemplo más visceral, lo obligaron a mirar cómo descuartizaban a su sobrina.
El relato detallado y vívido por parte de las personas que en 2010 entrevisté en Trujillo me hirió de una manera tan honda que durante varios meses estuve afectado por las imágenes que mi cabeza recreaba. Y este es el momento en que cada vez que recorro la carretera Pereira-Cali, miro hacia los filos de la cordillera occidental —más o menos en línea recta con Tuluá— y me digo en silencio: “Allá pasó eso”.
El mártir
La figura más recordada por la historia a la hora de hablar de la masacre de Trujillo es, sin duda, el padre Tiberio Fernández Mafla. Su desaparición y asesinato ocurrió el 17 de abril de 1990 y fue, quizás, el crimen más aciago de los sufridos por la población de Trujillo.
El padre Tiberio empezó formando líderes comunitarios en la Universidad Campesina de Buga, hoy Fundación Instituto Mayor Campesino. Luego se fue a cursar en Israel una especialización en Cooperativismo. Después pasó por la Universidad Javeriana y por seminarios. Fue párroco en Tuluá y en Andalucía. Hasta que en 1985, de 42 años, llegó a la parroquia de Trujillo. Allí alentó a los trujillenses para que se unieran en torno a lo que llamó “Empresas Comunitarias”, que eran unidades de producción tales como panaderías, ebanisterías, tiendas, cerrajerías, cultivos de mora, de lulo, de café y parecidas. A finales de 1989, el padre Tiberio había logrado conseguir préstamos para unos veinte de estos emprendimientos.
Desde su servicio religioso el padre logró detener ataques del ELN contra el municipio. Uno de sus feligreses me contó que a un comandante le había dicho: “Con armas no se consigue nada y es mejor que se vayan porque aquí queremos la paz”. Pero esta guerrilla le respondió: “Está bien padre, no nos tomamos el pueblo, pero tampoco nos vamos”, y lo que hicieron fue guardar los fusiles, vestirse de civil, enfundarse un revólver y mimetizarse entre la gente.
Más tarde, en reuniones con la Fuerza Pública, el padre sacó la cara por los campesinos: “No son guerrilleros —advirtió—, yo los conozco y sé que son campesinos”. Y puso como ejemplo la ardua labor que muchos de ellos adelantaban en las unidades productivas.
Cuando comenzaron las desapariciones de personas en la vereda La Sonora, el padre fue quien primero dio a conocer estos crímenes en oficinas internacionales de Derechos Humanos. Y a partir de entonces empezó a recibir amenazas de muerte. Varios habitantes me explicaron que su aspecto cambió, se le veía preocupado y nervioso. Ya intuía que lo iban a matar.
“En la misa de media mañana del domingo de resurrección, el padre se jaló un sermón duro —me contó el mismo feligrés—. Dijo que ni guerrilleros ni narcotraficantes ni militares ni paramilitares eran de Trujillo, pero habían venido a dañar la paz de la región. Ese sermón lo cerró con la frase que lo hizo mártir: ‘Si mi sangre contribuye para que en Trujillo amanezca y florezca la paz que tanto estamos necesitando gustosamente la derramaré’. Cuando terminó la misa, me fui a conversar con él y le dije: ‘Padre ¡váyase! Váyase que usted vale más vivo que muerto’. Y me dijo: ‘No mijo, no los voy a abandonar en este momento’”.
El martes siguiente al final de la tarde, a su regreso del sepelio de su mejor amigo asesinado a tiros en calles de Tuluá, fue desaparecido junto con su sobrina y dos acompañantes. Una semana más tarde, su cuerpo mutilado y decapitado apareció en una pequeña bahía del río Cauca, en la vereda El Hobo, en Roldanillo. De su sobrina y los otros dos nunca se hallaron los restos.
La imagen del padre Tiberio nunca concitó un solo juicio. Para algunos fue un cura muy liberado porque era frecuente escucharlo contando chistes morbosos; para otros, fue el redentor de campesinos en los momentos más nefastos, pacifista y ponderado a la hora de reclamarle a todos los bandos de la violencia. Sin duda, fue el pastor de los fieles que no faltaban a misa. Y sin embargo, sigue habiendo gente que lo acusa de cura guerrillero o del cura que sostuvo una relación muy complaciente con la guerrilla.
Desde su muerte, muchos habitantes de Trujillo conservan fotos ampliadas del padre que cuelgan de las paredes de sus casas. Se lo ve junto al Papa Juan Pablo II, en fiestas familiares, en medio de liturgias. Le prenden velas, le piden milagros. Junto a la entrada del Parque monumento a las víctimas de la masacre hay un pequeño recinto dedicado exclusivamente a la memoria de Tiberio: allí reposan sus sotanas, su Biblia, fotos, el atril y un libro de más de 800 páginas escrito a mano por los trujillenses donde narran anécdotas con el padre y se despiden de él como no pudieron hacerlo en vida. Un visitante que entró al recinto conmigo, me dijo: “El pueblo nunca se podrá recuperar de la pérdida de Tiberio; espero que pueda perdonarnos”.
Luego de Tiberio, Trujillo ha contado con varios párrocos más. Pero han sido otros religiosos quienes asumieron la misión social truncada por su asesinato. Primero, apareció el padre Javier Giraldo. Luego, fue la hermana Maritze Trigos.
Javier Giraldo llegó a Trujillo cuando la flama de la masacre continuaba encendida. Fue a comienzos de los años noventa y traía consigo toda la experiencia como guía de las víctimas en el Urabá antioqueño y chocoano. En principio, su labor fue la de abonar el terreno para que una familia de laicos —adscritos a la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz— se mudara al pueblo y empezara a relacionarse con los familiares de las víctimas para construir confianza y lograr que empezaran reuniones de duelo, primero, y de organización social, después.
Una vez este se puso en marcha, el padre Giraldo se dedicó a documentar el expediente de la masacre de Trujillo, a conseguir y proteger testigos de los crímenes, para presentar el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Fue Giraldo quien sostuvo el debate contra el enviado defensor del Gobierno ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyo resultado fue determinante para establecer la culpa judicial del Estado colombiano en la masacre, lo que obligaría a un acto público de perdón —realizado por el presidente Ernesto Samper, en 1996— y a unas medidas de reparación administrativa.
Entre tanto, en Trujillo la labor de Giraldo fue continuada por la madre Maritze Trigos, quien también venía de hacer el acompañamiento durante años con la comunidad de víctimas del Urabá y el Darién, sobre todo con los campesinos de la región de Cacarica. Desde entonces, fue esta hermana quien asumió abiertamente la guianza de la organización social que terminó fundando la Asociación de Familiares Víctimas de Trujillo, (Afavit). Oenegé que hoy se ha convertido en un faro para varias organizaciones de víctimas del país.
No sobra decir que ambos religiosos han puesto en riesgo su vida y han recibido frecuentes amenazas de muerte tras su labor en Trujillo y otras regiones del país.
En la historia reciente de América Latina varios sacerdotes y religiosos han pagado con su vida la decisión de haberse dedicado a una labor humanitaria con las comunidades más pobres y oprimidas. Quizás los dos nombres más sonados por su importancia regional fueron el arzobispo de la ciudad de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, acribillado en 1980, y al obispo de Guatemala, Juan José Gerardi Conedera, asesinado en 1998. Para mí es claro que se puede trazar una línea de identidad religiosa y de sacrificio entre Romero, Gerardi y el padre Tiberio Fernández Mafla. Son mártires de este mundo.
La asociación
El primer testimonio que intenté recoger en Trujillo no llegó a ser un testimonio: se quedó en el llanto ahogado de una mujer.
A los pocos minutos de haber conocido a Maritze Trigos y de que le explicara mi intención como periodista, salimos a caminar desde la residencia de la hermana hasta el parque monumento de la memoria. En el trayecto nos topamos con tres mujeres. Iban charlando y sonreían. Maritze las saludó y me presentó. Una de las tres mujeres era la hermana de un joven que había sido descuartizado y lanzado al río Cauca. Y esa mujer con ayuda de los bomberos había emprendido la búsqueda de los restos en una canoa con motor por varios kilómetros río abajo. Eso no lo sabía yo en ese momento. Maritze me lo contó minutos después. El caso fue que, en ese breve encuentro, Maritze le dijo a esta mujer que me contara su historia. Que valía la pena compartirla con un periodista. La reacción de la mujer fue impactante: se negó girando la cabeza de lado a lado, mientras los músculos de su rostro fueron virando de la sonrisa espontánea a la del dolor contenido. Los ojos apagaron el chispeo y la voz se le escondió. Con un balbuceo me dijo que no. El crimen de su hermano había tenido lugar veinte años atrás.
Dentro del universo de víctimas que ha dejado el conflicto armado colombiano pueden hacerse varias clasificaciones. Para este caso yo propongo que existen dos tipos de víctimas: las que han conseguido llevar su duelo y superar la pérdida del ser querido, y las que no y permanecen sumidas en su oscuridad.
Aunque no tengo datos a la mano —y además dudo que se puedan medir—, mi experiencia en varias regiones del país me dice que son muchas más las víctimas que no han superado la pérdida y continúan aplastadas por la impotencia y la indignación. Es normal: apenas desde el 2011, el Estado desarrolló un sistema jurídico exclusivo para atender a las víctimas. Por eso ha sido tan importante el papel de las organizaciones sociales dedicadas a la defensa de los Derechos Humanos y del restablecimiento de la dignidad de las víctimas y de los familiares de las víctimas. Porque han sido estas estructuras las que han propendido porque los sobrevivientes puedan continuar con sus vidas atenuando el dolor y recuperando su humanidad.
La historia de la Asociación de Familiares Víctimas de Trujillo (Afavit) ha ocupado un lugar central dentro de la lista de organizaciones sociales del país. Como muchas más, sus primeros años de reuniones fueron a escondidas, de manera casi clandestina, porque las fuerzas criminales que habían aniquilado a sus familiares seguían amenazantes en el municipio.
Con el tiempo y la mutación propia de la guerra colombiana, Afavit fue dejándose ver por todos los habitantes del pueblo. De tal forma que durante los primeros años de la década del 2000 pudieron realizar actos públicos de reivindicación de la memoria y de elaboración de duelo. Al tiempo se fue construyendo el Parque monumento a la memoria de las víctimas y poco a poco los familiares fueron trasladando los restos de sus seres queridos desde el cementerio hacia las bóvedas del parque monumento.
Desde su creación en mayo de 1995 hasta el día de hoy, los miembros y líderes de Afavit han sido perseguidos y amenazados. Ha habido momentos de tanta zozobra que entre 1998 y 1999 varios líderes debieron exiliarse y la organización tuvo que cesar labores. La reactivación fue en el 2000 con nuevos líderes y enfrentando nuevamente amenazas y presiones políticas.
En los días sucesivos, la historia de Afavit no ha sido distinta. La violencia psicológica y física a la que han sido sometidos sus miembros aparece y se desvanece como si fuera una metodología del terror planeado. Para solo hablar de estos casos cercanos, en 2012 la hermana Maritze junto con otra religiosa fueron amenazadas de muerte de manera directa: un hombre irrumpió con furia dentro de la vivienda de las religiosas y les gritó que se fueran del pueblo o si no se morían. En 2013 fue asesinada Alba Mery Chilito, una de las más destacadas integrantes de Afavit, en su negocio de comidas dentro del parque recreacional de Trujillo, a las 9 de la mañana y con cuatro impactos de bala. A Chilito le habían desaparecido a cuatro familiares, incluida su hija, durante los “hechos centrales” de la masacre. Y en 2014 pude atestiguar los letreros virulentos que los criminales escribieron en la pared del mausoleo del padre Tiberio. En una esquina decía: “Afabit muere. Naranjo Maritce Hijueputas perros de mierda. Los vamos a picar. Sigue más…” [sic] y en otro ángulo, lo siguiente: “Se van o los picamos defensores de mierda malparidos”.
Y sin embargo, Afavit sigue allí tratando de mantener la moral arriba.
El símbolo
Trujillo es un pueblo encumbrado en la cordillera occidental y está alejado de la orilla del Cauca unos 45 minutos. Durante los años de la masacre, la vía no se encontraba en óptimas condiciones y un campero podía tardar más de una hora entre la cabecera municipal y el puente que conecta la zona de ladera con el valle. En Trujillo no hay comunidades ribereñas ni la pesca en el Cauca es una actividad de subsistencia. Si se quiere, este río es lateral en la puja cotidiana por el trabajo. Y sin embargo, es central en el imaginario de la gente porque fue el escenario del terror.
Una mujer sobreviviente me contó que durante los días que estuvo buscando los restos de su hermano en las aguas del Cauca, todo el tiempo se sentía perturbada por la posibilidad del hallazgo: entre dientes se repetía que no sabía si quería encontrarlo porque de hacerlo, estaba segura, no daría con el simple cuerpo de su hermano muerto; daría con los despojos de una persona torturada, quizás amordaza o mutilada, seguramente carcomida por picotazos de gallinazo. Y ella, me dijo, no se sentía capaz de poner su mirada en eso.