“Da miedo marchar, pero da más miedo vivir en Colombia”

“Da miedo marchar, pero da más miedo vivir en Colombia”

Texto

Érika Gallego

Ilustración

Angélica Correa Osorio

Julio 10 de 2020

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“Da miedo marchar,

pero da más miedo vivir en Colombia”

Las víctimas de la brutalidad policial en el marco del paro nacional son más que dígitos. El abuso y la tortura tienen caras y formas inagotables, que se abren paso en las noches como pesadillas. Y saber que cada minuto de la vida laboral de un policía es pagado con nuestros impuestos. ¿Pagamos para que nos maten?

La tarde del 17 de mayo la Comisión de Paz del Senado de la República visitó la ciudad de Pereira por las graves alarmas de vulneración a los derechos humanos. Entre hostigamientos, desaparición forzada, amenazas, persecuciones, tentativa de homicidio y homicidio, van más de 189 denuncias en Risaralda, afirma Evelio Ospina, director del observatorio civil de Derechos Humanos. Es poca la difusión de cifras actuales y consolidadas sobre el panorama local en el marco del Paro Nacional. Es muy probable que las cifras reales tripliquen las oficiales. La desconfianza en las instituciones es colectiva: el miedo nos gobierna.

Y sin embargo, siempre hay gente que sale a poner la cara de dignidad y de valentía contra la opresión. Lo que sigue son algunos testimonios de jóvenes marchantes que se tomaron la calle para gritar por un país mejor y que recibieron, a cambio, golpes, amenazas y torturas. 

Una patada es solo el principio

“Si algún día me toca a mí, que mi muerte sea la gasolina que los impulse a seguir luchando por un país mejor”. Ashley tiene 28 años, estudia Ciencias del deporte y recreación en la Universidad Tecnológica de Pereira y como por pura ironía del destino, o el dharma, como ella dice, no es ciudadana colombiana. La licencia para matar requiere de pasaporte.

En la noche del viernes 30 de abril un video fue viral: una tanqueta del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) pisó a fondo el acelerador en el viaducto de Pereira, donde manifestantes habían bloqueado el paso. Ashley estaba allí huyendo de los gases lacrimógenos lanzados por el Esmad en la Plaza de Bolívar y en la Gobernación de Risaralda. Eran las 8 de la noche y todo estaba tranquilo, pero al cabo de un rato “el Esmad nos tiró gases, aturdidoras, molotovs. Estábamos haciendo resistencia, éramos varios de primeros auxilios”. Eran alrededor de cien manifestantes.

Ella estaba atendiendo a un herido en el piso cuando escuchó el revuelo. “Nos tocó levantar el herido y cambiarnos de carril”. En el en vivo que ella estaba realizando quedó registrado la ida y vuelta de la tanqueta a toda velocidad. Hubo gritos desesperados y se ve a la gente tropezándose, saltando de un lado a otro, pidiendo leche y agua.

Más tarde, de regreso a su casa, escuchó disparos por lo que ella y sus amigos decidieron quitarse las capuchas. “No queríamos meter terror”. A las afueras la clínica Los Rosales, Ashley vio a los policías bajando a un hombre de la ambulancia para golpearlos. Ella grabó, “por si nos hacían algo quedara constancia”, uno de los policías la vio y le pegó una patada. Sería solo el principio.

Esta malparida tiene celular

Felipe, de 21 años, salió en un grupo de siete personas que se redujo a tres cuando a eso de las 6 de la tarde del sábado 1 de mayo comenzaron los disturbios cerca de la Gobernación. Ya iban subiendo por la calle 21 con carrera novena cuando policías motorizados empezaron a dar rondas. En una de esas, arremetieron contra un grupo que iba delante de él. Entre las víctimas había una mujer. “Le dieron durísimo”. Fueron a ofrecer ayuda, cargaban un botiquín improvisado. Mientras limpiaban la sangre del rostro de la mujer, a Felipe le atinaron un bolillazo en la espalda. Su reacción fue correr. La maratón de su vida. “No corra que es peor” decía mi mamá y se lo repitieron los tombos.

Los tres corrieron hacia la Plaza de Bolívar huyendo de cinco motorizados, pero, relata Felipe, de la Alcaldía salieron treinta policías más. Sus compañeros se arrodillaron y a él sólo le respondieron los pies. Le tiraron piedras mientras gritaban “cójanlo, cójanlo”, llamado que atendió un celador con bate en mano que estaba a la vuelta de la esquina. A Felipe lo agarraron del cuello de la camisa y lo arrastraron hasta las escaleras frente al Davivienda. Ahí lo sentaron para empezar a golpearlo. Calcula él, fueron tres minutos de golpes. Patadas en la espalda, costillas, brazos y un bolillazo en la cara que lo reventó. Un policía que llegó dijo: “marica, las cámaras”. Pero no les importó: “¿usted es de los que decía resistencia? entonces vamos a desaparecerlo, a chuzarlo”. El celador lo remató con un batazo en la espalda.

Tras la paliza, él sus compañeros fueron encadenados por dos horas en el parqueadero de la Alcaldía de Pereira. Felipe suplicó ir a un hospital porque no sentía su mano. “Si está respirando, está bien” le contestaron. Su amigo logró llamar al ICBF y rato después llegaron las educadoras por ellos. “Casi no nos dejan salir. Dijeron que teníamos que pagar los daños, que todo había quedado en las cámaras. Hasta mejor si hay cámaras porque es evidente que yo no le estaba haciendo daño a nadie”. Jonathan sufrió fractura en la cabeza y en el metacarpo derecho que obligó cirugía, terapia de movilidad e incapacidad de tres meses.

 Ashley, que también estuvo en el plantón del Olaya, relata que al intentar salir del lugar vio a una tanqueta disparando por la calle 21. En pleno desorden, los manifestantes derribaron varios semáforos por lo que ella decidió irse. Varias personas aseguraban que había policías de civil disparando en la avenida 30 de Agosto. “Sabemos de lo que son capaces. Ya me habían apuntado, ya me habían tirado una tanqueta y me habían dado una patada”. En el barrio donde vive había un CAI destruido, y cerca de veinte matrimonios —patrulla motorizada— bajaban por las calles disparando. Ella intentó cruzar la vía agachada y un taxi la atropelló. “Quedé tendida”.

Eran las 7:20. Felipe encadenado. Ashley, en el piso, rodeada por matrimonios y agentes del Esmad. Un policía dijo: “están buscando hombres y ella es una mujer, déjenla”. “Si ella fuera mujer no estaría protestando y no estaría a esta hora en la calle”, respondieron. Ella alzó las manos y explicó que vive a dos cuadras, pidió que le permitieran llamar a su mamá. Una patada que le reventó la boca fue la respuesta. La escupieron, la insultaron, la golpearon con sevicia. “Ah, esta malparida tiene celular”, reparó alguno. Se lo revisaron, se lo hicieron apagar. Ella, minutos antes, había enviado su ubicación al grupo de la universidad, alertando de los disparos.

Fue largo el tiempo que la estuvieron golpeando, no recuerda cuánto, pero sí que sus piernas no tenían fuerza y que, arrastrada, la montaron a un carro negro. “Yo veía cómo en la calle agentes del Esmad bajaban pelaos de los taxis y les pegaban”.

A mi celular llegó su retrato con el aterrador desaparecida en letras mayúsculas. No se supo de Ashley hasta casi seis horas después. Esta parte la cuenta con la voz entrecortada y muchas lágrimas. Estuvo encerrada en una bodega con cuatro agentes del Esmad, que aprovecharon para golpearle el estómago y decirle que ojalá estuviera embarazada. Después buscaron un CAI libre y se quejaron de que todos estaban vandalizados y no había ninguno para meter a una mujer. Uno de ellos dijo que igual estaban ahí solos, pero otro dijo que eran pocos y no tenía gracia. “Yo pensé que me iban a violar”. Ashley fue manoseada, torturada y acosada. Tiraron de su cabello porque “el color era demasiado sexy”. “Se pusieron locos”, dice ella, incluso estaban buscando ácido para tirarle encima. “Cada vez que me pegaban se reían, como si les gustara ver sufrir a la gente”.

Muchas horas es igual a más tiempo para pensar. Entraron en pánico, ¿y si la posición en tiempo real está activa? Al revisar de nuevo el celular de Ashley, vieron que había mucha gente buscándola, y notaron un detalle: el aparato no estaba en español. Con sus documentos comprobaron que no es colombiana y se pusieron iracundos. Por qué no preguntaron cédula antes, alegaron. Le dieron cinco segundos para irse. Ella corrió, y pudo ver que las bodegas quedaban al lado de una estación de bomberos. Llegó a su casa ensangrentada y con múltiples hematomas en las piernas y glúteos.

Bocanadas de aire

Cuando llegaron al parque Olaya, ya había oscurecido. Todo estaba tranquilo hasta que el Esmad llegó lanzando gases. Como todo se puso feo, Laura y su amiga se fueron para la casa de un tío que vive cerca del Viaducto. Pasada media hora decidieron regresar a su casa, en Cuba, y como no había dinero ni transporte les tocaba caminar. Una hora de viaje, más o menos. Al pie del centro comercial Victoria, el Esmad estaba enfrentándose contra manifestantes. “Como nos dio miedo, empezamos a correr hasta que llegamos a una bomba de gasolina en la avenida 30 de Agosto”. Ella tiene buen estado físico porque entrena fútbol, pero a partir de este punto aspira grandes bocanadas de aire para seguir contando. Recordar esto la hace entrar en pánico. Llora. Cuenta que en ese momento llegaron cerca de veinte policías motorizados. Ellas dos y cuatro personas más intentaron huir, pero los arrinconaron a golpes de bolillo. “Nos hicieron quitar los zapatos, la chaqueta y sacar todo del bolso”. Como ella intentó grabar, uno de los agentes del Esmad fue a quitarle el celular y Laura lo escondió dentro del pantalón.

Antes de subir a las personas al camión, los agentes se grabaron alegando que no les habían hecho nada. “En el video dijeron que atentamos contra ellos, cuando eso claramente no era así, nosotras sólo íbamos para nuestras casas”. Una vez en el camión, las mujeres policías nuevamente las requisaron, esta vez pasando también por dentro del sostén, la pretina del pantalón y hasta la liga del cabello. “Nos empujaron y nos insultaron diciéndonos que éramos unas gaminas y que para bolear piedra sí estábamos listas”.

Eran las 8:30 de la noche cuando Laura inició un en vivo en el que alcanzó a decir que los llevaban en un camión sin placas. Después de patearla, le arrebataron el celular, lo introdujeron en su bolso y, acto seguido, le tiraron piedras para dañarlo. Según la Personería de Pereira, hasta el 25 de mayo se contaban 153 personas detenidas en el marco de las protestas; 38 de ellas fueron arbitrarias. 

Llegaron al Comando Metropolitano de la Policía, en donde separaron con vallas a menores de edad, que eran mayoría, mujeres y hombres. “Las mujeres policías se reían de nosotras”. Había demasiados policías que miraban y susurraban al oído. “Yo llevaba una blusa de tiritas y usted sabe que los hombres son muy morbosos”. A todos los detenidos les tomaron los datos personales y les hicieron firmar documentos que no les permitieron leer. También tomaron fotografías de los rostros durante todo el procedimiento. “Nunca nos dieron la oportunidad de llamar o explicar por qué estábamos en la calle. Nunca nos dejaron hablar”. Antes de soltarlos les dijeron que si los volvían a ver, les iría peor. A las once de la noche, poco más, a Laura la recogió su mamá. Tenía varios hematomas en el cuerpo y una crisis nerviosa que hasta la fecha no la deja dormir.

Esa misma noche, Ashley, insistente, se encontraba en el Olaya cuando todo se agravó. Estaba el Esmad y el ejército. Los militares, según su testimonio, no hacían nada, como si no estuvieran allí. “De un momento a otro empezaron a disparar y el Olaya estaba a oscuras”, como si hubieran apagado las luces adrede. Ella se agachó, perpleja. “Uno es capaz de esquivar muchas cosas, pero contra las balas no se puede luchar”. Allí en el piso, a unos escasos metros vio a un joven con un tiro en la cabeza. “El cuerpo de él nunca apareció, no está en la lista de víctimas, no sé si se lo habrán llevado como un falso positivo”. Entró en shock. Con otras personas alcanzó el viaducto, pero debieron internarse en el barrio El Japón, de Dosquebradas, por los gases.

En ese barrio vieron dos camionetas blancas muy parecidas —o quizá las mismas— que días antes dispararon en Cuba. También había patrullas motorizadas. Y entonces fue peor dividirse. Ashley caminaba junto a ocho hombres por una calle cuando un agente del Esmad la detuvo sólo a ella. “¿Qué lleva ahí?”, preguntó. Ella respondió con palabras nerviosas. Él arrojó la leche al piso y le pidió levantarse la blusa. Sonó un disparo y las costillas, de repente, se bañan en sangre. En el en vivo por Facebook, no se ve más que su sombra casi a rastras, suplicante. Los vecinos asomaban su cabeza, pero nadie ayudaba. Todos tenían miedo. A ella la obligaron a caminar sola, lejos del resto. Minutos después, personas salieron a su auxilio y posteriormente la llevaron al hospital. El disparo le dejó dos costillas rotas y dos fisuradas. Un hueco carnoso cicatrizando es la prueba del impacto a quema ropa.

Voz distorsionada

Juliana es bogotana y reside en Pereira desde hace doce años, cuando su hija tenía uno. Es madre líder de Familias en Acción y estudiante del Sena. Afirma que desde joven ha sido rebelde y llama a los manifestantes “mis niños”. Por eso, ha usado su carro como ambulancia y está lista para salir a la hora que sea a recoger a alguien herido, acorralado o algún infortunado. 

A la semana de iniciado el paro, ella estaba guardia por su barrio. Era de noche y vio un carro gris de placas IGP 789 estacionándose. De él bajaron seis hombres altos y de contextura gruesa “como entrenados, cabello muy corto a lo militar”, y mientras orinaban en un árbol uno de ellos fue claro: “bueno muchachos, vamos que a esta hora hay sólo vándalos y la orden es darles piso a todos”. Detrás de este carro venía otro de color blanco, en cuyo interior notó personas que la miraron fijamente. “Eran judiciales armados, donde yo estaba sentada me podían pegar un tiro. Yo quedé nerviosa y mandé la información a un grupo ‘cuidado chicos, cuídense mucho’ les dije”.

El viernes 7 de mayo llevó unas donaciones para varios manifestantes. Más tarde en casa, ella, una amiga y el papá de su hija decidieron salir a comer a un restaurante en el mismo barrio. Eran las 10 de la noche y mientras esperaban el pedido, en la otra acera un carro blanco tenía las estacionarias encendidas. La estaban vigilando. “Quedé impactada. Ese es el carro que yo grabé”. De regreso, dos hombres que salieron de ese vehículo, los siguieron por las calles angostas, pero ellos supieron perderlos de vista. Esa misma noche todo Cuba estuvo en llamas: detonaciones, disparos, disturbios.

Desde entonces, el mismo auto da vueltas en el barrio. Juliana no sale ni a tomar aire y todo el tiempo está acompañada. No es la única persona perteneciente al Sena y relacionada con las movilizaciones que está siendo amenazada. Desde entonces ha recibido llamadas del mismo número con combinaciones inusuales, varias veces al día, preguntando por ella y por su labor en el paro. Juliana asegura que en las llamadas la voz está distorsionada. Lo que más le preocupa es su hija, y “sus niños” que vuelven a sus casas con la carita reventada, dice. “Yo hablo, pero quién me asegura que no me encuentren y ahí sí me callen para siempre”, recalca.

 

Tin marín de do pingüé

Daniel sueña con estudiar ingeniería mecatrónica y diseño gráfico. Tiene 20 años y quedó en octavo de bachillerato, no porque no quiera aprender, sino porque ha tenido que decidir entre trabajar o estudiar. Cuando consigue trabajo, no alcanza a llegar a clases y pierde por faltas. Ahora está desempleado y depende de su mamá, pero cuando trabaja se compra sus cositas y ayuda en la casa. Es tímido para hablar, pero escribe pulido y sin errores.

Junto a otras diez personas, Daniel fue capturado de manera irregular en horas de la madrugada, en el sector de La Romelia, sobre la vía que conecta Dosquebradas con Santa Rosa de Cabal. Esa irregularidad es común, casi una respuesta natural por parte del Esmad y los patrulleros de la policía. En el informe de la Defensoría del Pueblo se reporta a nivel nacional 315 violaciones a los derechos humanos, principalmente, a la integridad personal (118), libertad de reunión (48), vida (47), libertad de expresión y opinión (15), libertad de circulación y residencia (11), y una extensa lista que van desde el 28 de abril hasta el 25 de mayo.

Eran las 12 de la noche cuando una multitud llegó al punto de bloqueo en el que también había varios camioneros. La mayoría de personas venía desde la Plaza de Bolívar, otros se fueron uniendo en el camino atraídos por la oleada amarilla, verde, rojo y azul que con tambores, consignas y escudos de cada equipo de fútbol dejaban claro que ahí no había rivalidades, que todos eran pueblo. Pero no todos se quedaron. Entre las 11 y las 12 de la noche, varios usuarios en redes reportaron que un avión de la Fuerza Aérea Colombiana sobrevoló esa zona. A través de la aplicación Flightradar24 se detalla que el avión con matrículas FAC 1667 tenía una altitud de 10.341 ft y recorrió Chinchiná, Pereira, Dosquebradas, Santa Rosa y Cartago. A las 2:30 de la madrugada empezó la primera intervención del ESMAD, que duró media hora. A las 3:50 de la madrugada, Daniel permitía el paso de un carro con una mujer embarazada y su esposo rumbo a una cita médica. Diez minutos logró dormir antes de que llegara la tanqueta.

“Simplemente estábamos en el plantón de manera pacífica. No somos ni de primera, segunda o tercera línea”, dice Daniel, que intentó subirse a un techo para escapar del lugar. Lo frenó una bomba aturdidora que casi le cae encima y lo dejó inestable por unos segundos que agentes del Esmad supieron aprovechar para darle múltiples patadas. En un descuido, Daniel corrió con sus gafas rotas hacia una bomba de gasolina aledaña y logró esconderse debajo de una buseta, donde había cinco personas más escondidas. En minutos los sacaron a golpes y estrujones, pero él quedó a salvo. “Salga de allá hijueputa si no quiere que le tiremos una granada y usted verá cómo sale”, le gritó un agente que se agachó para ver quién había. Cuando salió le apuntaron con un arma, cuerpo a cuerpo, “dígale al otro que está allá abajo que salga. Me voy a agachar otra vez, y si hay otro usted paga por él”. No había nadie.  Lo tiraron al piso junto a nueve personas más, entre ellas una mujer.

Mientras venía la patrulla por ellos, escucharon a un funcionario del Esmad decir con acento costeño: “uy, que ricas esas tostadas [nalgas], ustedes están muy buenos para darles mondá, matarlos y picarlos”.

En la estación El Martillo había 27 detenidos, que escogieron a dedo quién se quedaba y quién no. Otro testigo me dice que cantaron “de tín marín de do pingüé”. Estuvieron detenidos desde el 20 de mayo a las 4:30 de la madrugada hasta las 3:30 de la madrugada del día 22, cuando la juez Segunda Penal de Dosquebradas ordenó su  libertad y declaró que las capturas fueron ilegales.

CODA

Deslegitimar y criminalizar la protesta social diciendo que empobrece al país es un insulto en la cara. Acá abunda el crimen y el 49,3 % de la población vive en condición de pobreza. El descontento social no se apaga con represión. La gente necesita soluciones. La evidente desconexión de los gobernantes con la realidad del pueblo es motivo justo de indignación. Un gobierno ciego, sordo, mudo y ausente que desconoce la situación en que millones de jóvenes colombianos como Daniel viven sin trabajo y sin oportunidades de estudio.

Las marchas fueron ensordecidas por las balas que atienden órdenes y tienen nombre. Una voz no es un arma, un canto no es un arma, un mural no es un arma, pero una idea de cambio puede serlo, si es vista como dijo una vez el dictador Videla: “el terrorista no sólo es considerado tal por matar con un arma o una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización cristiana a otras personas”.

Que las ideas sigan siendo semillas y jamás se apaguen.

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